Los pájaros, las rosas y las sotanas PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Estado Laico
Escrito por Carlos Delgado / Iniciativa debate   
Miércoles, 26 de Octubre de 2011 05:31

 La Conferencia Episcopal Española ha hablado. Y aquí, cuando hablan los obispos, el resto de la Iglesia católica, curas, sacristanes, monaguillos y demás gentes de bien (o «personas como Dios manda») callan, escuchan y obran en consecuencia. También las gaviotas, lógicamente. Y, de manera algo más absurda, también callan las rosas. Unas rosas mustias y agotadas a las que estas primeras  y tan tardías lluvias otoñales han pillado exhaustas, después del agitado y largísimo verano.

 

Saben las rosas de Ferraz que la normalización de las relaciones Estado-Iglesia es una de las grandes promesas que quedaron sin atender. De hecho, hasta la llegada de esta mal llamada crisis, era tal vez la mayor cuenta pendiente que tenían con su electorado y con todo el progresismo de este país. Afortunadamente para rosas y capullos, las atrocidades posteriores cometidas contra la clase trabajadora a instancias de los mercados han hecho olvidar aquella traición, que ahora nos parece casi una cuestión menor. Pero no lo es. La Iglesia católica sigue gozando en España de un tratamiento, un poder y unos privilegios –y no solo monetarios– que no le corresponden.

Haciendo uso de ese poder y esos privilegios, la CEE se permitió el lujo el viernes pasado de emitir un comunicado en el que, cumpliendo con su «obligación, como pastores de la Iglesia, de orientar el discernimiento moral para la justa toma de decisiones», ofrecen «a los católicos y a cuantos deseen escucharnos algunas consideraciones que ayuden al ejercicio responsable del deber de votar». Dicho en román paladino: están orientando el voto –sin citar siglas, por supuesto– sin siquiera esperar a que comience la campaña electoral.

Obsérvese en primer lugar que, para estos pastores, el ejercicio del voto no es un derecho; es un deber. Ténganlo bien presente quienes abogan por la abstención: cuando los pastores lo dicen, el rebaño acude a votar porque es su obligación.

«Sin entrar en opciones de partido», la jerarquía católica advierte «sobre el peligro que suponen determinadas opciones legislativas» que no comulgan con los preceptos de la Santa Madre Iglesia. Consideran «también peligrosos y nocivos para el bien común los ordenamientos legales que no reconocen el matrimonio en su ser propio y específico». Según la CEE, el matrimonio es una «unión firme de un varón y una mujer ordenada al bien de los esposos y los hijos». Si alguien protestara por esa definición, a los obispos les bastaría con aclarar que lo de «ordenada al bien de los esposos y los hijos» se refiere a la unión y no a la mujer. Mientras tanto, ahí queda esa ambigüedad calculada.

Tampoco tienen ningún pudor en afirmar que «la grave crisis económica actual reclama políticas sociales y económicas responsables y promotoras de la dignidad de las personas», obviando el escandaloso hecho de que los excesos de la última visita papal fueron financiados precisamente con fondos aportados por los canallas y criminales que acumulan cada vez más riqueza mientras los demás nos deslizamos hacia la miseria. Fondos que –¡faltaría más!– recuperarán más tarde en forma de exenciones fiscales que pagaremos los de siempre. Así de hipócrita ha sido siempre esa farsa llamada doctrina social de la Iglesia: abogando por la caridad en lugar de por la justicia, organizando banquetes para mitigar el hambre, compartiendo el palio con los opresores, adornando a las vírgenes con fajines de asesinos.

A quienes no nos consideramos ganado, y por tanto, no necesitamos que nadie nos pastoree ni nos gusta que lo pretendan, tal injerencia se nos antoja una barbaridad democrática. Que se les conceda a los jerarcas eclesiásticos una potestad que le está vedada, por ejemplo, al jefe del Estado es algo inaceptable. Un Estado aconfesional según la Constitución (artículo 16, apartado 3) no puede seguir consintiendo y financiando las prebendas que disfruta la confesión católica. Esos privilegios deben ser revocados. Esa es una de las tareas que el procónsul de Bruselas en Madrid, ese traidor a quien llamamos ingenuamente presidente del Gobierno –todavía–, dejó sin hacer por falta de capacidad o de agallas. O, seguramente, por carecer de ambas. Tras un arranque en su primera legislatura donde pareció que no había para él enemigo grande, al cabo le ocurrió lo mismo que al ingenioso hidalgo en la noche oscura del Toboso: «Con la iglesia hemos dado, Sancho». El manchego universal se refería a un edificio y no a una casta privilegiada de pastores, pero la frase ha llegado hasta nuestros días en su acepción más reciente: con la Iglesia no hay quien pueda.

Y sin embargo, se tiene que poder. Es preciso poner coto a atropellos que, como el referido, se practican además con una prepotencia y una soberbia ya clásicas, a años luz de la humildad y la mesura que propugna la doctrina cristiana. Y sobre todo, hay que impedir que las elites sacerdotales sigan gozando de exenciones fiscales y continúen financiándose con el dinero de los creyentes y de los no creyentes. Un Estado no confesional tiene la obligación legal y ética de eliminar cuanto antes esas odiosas subvenciones concedidas con fondos públicos. O, al menos, de repartirlas con las demás confesiones. Incluida la confesión agnóstica, por supuesto.

 

Carlos Delgado