La Iglesia Católica y el divorcio PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Crítica a la religión
Escrito por Antonio García Ninet / UCR   
Sábado, 23 de Marzo de 2013 00:00

La Iglesia Católica dice rechazar el divorcio, pero en la práctica lo acepta cambiando su nombre por el de "nulidad matrimonial" y extrayendo importantes beneficios con las "anulaciones matrimoniales" declaradas por los tribunales eclesiásticos.
En principio, la doctrina de la Iglesia Católica acerca del divorcio debería coincidir con la que se defiende en el Antiguo Testamento y con la que se defiende en el Nuevo, en la misma medida en que la Biblia es "la palabra de Dios". Por ello, a continuación se expondrá:

 


a) el punto de vista del Antiguo Testamento acerca del divorcio,
b) el punto de vista del Nuevo Testamento,
c) el punto de vista de la Iglesia Católica,
d) un análisis crítico por el que se ponen de manifiesto las incoherencias de los dirigentes de la Iglesia Católica respecto al divorcio.
Paso a continuación a exponer cada uno de estos puntos:


a) El punto de vista del Antiguo Testamento acerca del divorcio.


En el Antiguo Testamento no sólo se acepta el divorcio, sino también el repudio, es decir, el simple derecho del varón al abandono de la mujer a partir de la consideración de que la mujer haya dejado de gustarle. En el Antiguo Testamento el divorcio está reglamentado, tal como puede constatarse leyendo el siguiente pasaje de Deuteronomio:


"Si un hombre se casa con una mujer, pero luego encuentra en ella algo indecente y deja de agradarle, le entregará por escrito un acta de divorcio y la echará de casa. Si después de salir de su casa ella se casa con otro, y también el segundo marido deja de amarla, le entrega por escrito el acta de divorcio y la echa de casa..." .


Tiene especial interés observar que el tipo de divorcio de los israelitas, a diferencia de los tipos de divorcio en las legislaciones actuales de los países europeos y de muchas otras partes del mundo, es realmente degradante e injusto para la mujer, pues, desde el momento en que la mujer apenas tiene derechos y es más bien un objeto de compra y de venta, el divorcio no depende de su voluntad para nada sino de la voluntad exclusiva del marido, según su mujer le siga gustando o no, de manera que en el caso de que no le guste, "la echará de casa", sin obligación de darle una compensación económica ni de ningún tipo.


En definitiva, en el Antiguo Testamento no sólo existió el divorcio sino que las condiciones en que se dio fueron realmente muy injustas para la mujer como consecuencia del machismo absoluto existente en dicha sociedad.
El "repudio", que es esa clase de divorcio abusivo contra la mujer, tiene su contexto explicativo en otra ley de carácter más general de acuerdo con la cual la mujer era considerada como un simple objeto de compra-venta, de manera que en aquellos tiempos el matrimonio no era otra cosa que un contrato entre el dueño de la mujer y el comprador, quien a cambio de ella pagaba a su vendedor el precio establecido, pasando la mujer a partir de ese momento a ser propiedad del comprador. Ya en otro momento se ha visto un ejemplo de este tipo de contrato en Génesis, cuando Jacob le propone a su tío Labán la compra de su hija Raquel.


Igualmente era coherente con lo anterior que el "matrimonio" fuera indisoluble por lo que se refiere a la "cosa" comprada –la mujer-, que no era libre para romper el vínculo matrimonial, puesto que era una simple posesión de su dueño. Y, por ello, lo único que podía darse era el "repudio" –o rechazo- de la mujer por parte del marido en cuanto encontrase en ella "defectos" con los que no había contado o en cuanto hubiese dejado de gustarle, tal como dice el texto citado de Deuteronomio.


El "repudio" judío llegó al extremo de la arbitrariedad y del desprecio a la mujer cuando los sacerdotes exigieron a un numeroso grupo de judíos, que se había casado con mujeres extrajeras, que las abandonasen, a ellas y a los hijos que hubieran tenido con ellas, pues los sacerdotes estaban preocupados porque, al ser éstas extranjeras, podían influir negativamente en la fidelidad del pueblo de Israel a Yahvé, pudiendo caer en la tentación de adorar a los dioses de sus mujeres. De manera que en este caso el repudio no sólo estuvo permitido sino que se impuso como una obligación.


Según se cuenta en este pasaje, el sacerdote Esdras se mostraba apesadumbrado y rezaba ante Dios pidiéndole perdón –o hacía la comedia correspondiente- por el hecho de que muchos judíos habían desobedecido su prohibición de que los judíos se casaran con mujeres extranjeras. Y así, ante tal situación, Secanías dijo a Esdras:


"-Nosotros hemos traicionado a nuestro Dios, casándonos con mujeres extranjeras [...] Nos comprometemos solemnemente ante nuestro Dios a echar a todas estas mujeres extranjeras y a los hijos nacidos de ellas" .


A su vez Esdras le pidió que cumplieran su palabra, y ellos, efectivamente, obedecieron despidiendo a las mujeres extranjeras y a los hijos que habían tenido con ellas.


En este punto resulta fácil comprender que esta acción, solicitada por un sacerdote judío, es mucho más grave de lo que pudiera ser un simple divorcio, tal como se producen en la actualidad, pues en el pasaje citado aquel grupo de judíos tuvo que abandonar a sus mujeres y a los hijos tenidos con ellas no como consecuencia de una decisión voluntaria de divorciarse de ellas y de abandonar a sus hijos, sino por cumplir una ley religiosa que era racista de hecho, aunque su intención fuera la de impedir el posible cambio de religión de quienes se habían casado con tales mujeres, lo cual habría determinado que los sacerdotes de Israel perdiesen autoridad y poder ante su pueblo. Además, la obligación de tener que abandonar a sus mujeres y a sus hijos era realmente dramática, pero ni siquiera este problema tan grave frenó a Esdras –y a los demás sacerdotes- a la hora de exigir la ruptura fulminante de los judíos con sus mujeres extranjeras. Y así, si el divorcio podía representar un problema, mucho más grave era esa absurda ruptura como consecuencia de una supuesta orden divina, que en realidad no era otra cosa que una orden de los sacerdotes, sustentada en sus habituales mentiras relacionadas con supuestos comunicados de Yahvé, mediante los que en realidad se buscaba servir los intereses de los sacerdotes, mostrando un desprecio total por estas mujeres y por sus hijos.


Por otra parte, el divorcio –o, más exactamente, el repudio-era una institución tan arraigada y natural en el pueblo de Israel que de forma asombrosa se da el caso de que el propio Yahvé ¡se divorcia de su pueblo! por las constantes traiciones de éste, adorando a otros dioses.
En este sentido se dice en Jeremías:


"El Señor me dijo en tiempos del rey Josías:


-¿Has visto lo que ha hecho Israel, la apóstata? Ha ido a todos los altozanos y se ha prostituido bajo cualquier árbol frondoso [...] Su hermana, Judá, la pérfida, lo vio; y vio también que yo repudié a Israel, la apóstata, por todos sus adulterios, dándole su acta de divorcio" .
Evidentemente, no fue Yahvé quien "se divorció" de su pueblo –pues para eso hubiera necesitado al menos existir- sino que nuevamente fueron los sacerdotes judíos –y en especial quien escribió este pasaje- quienes inventaron esta comedia para provocar sentimientos de culpa en el pueblo de Israel y de este modo lograr que no se dejasen llevar por la tentación de adorar a otros dioses. De este modo los sacerdotes seguirían teniendo bien controlado al pueblo en todos los terrenos, ya que el poder religioso iba unido en aquel momento al control sobre el pueblo en cualquier aspecto de la vida.


Esta forma de "divorcio" encajaba bien en una sociedad con derechos tan desiguales entre el hombre y la mujer, pues, tal como ya se ha visto en otro capítulo, la antigua sociedad israelita estaba muy lejos de ser igualitaria por lo que refiere a estas relaciones. El varón tenía todos los derechos y la mujer apenas si tenía alguno; por ello, el repudio implicaba un rechazo de la mujer, que quedaba libre respecto al marido, pero sin protección o compensación económica de ninguna clase.


b) El punto de vista del Nuevo Testamento.


En el Nuevo Testamento, en el evangelio atribuido a Mateo, Jesús trata esta misma cuestión, argumentando en contra de la solución favorable al divorcio, propia del Antiguo Testamento, pero con un argumento que seguiría dejando la puerta abierta al divorcio por lo menos en los casos de "unión ilegítima", aunque Jesús no llega a explicar el alcance exacto de sus palabras. En efecto, se dice en Mateo que unos fariseos le preguntaron:


"-Entonces, ¿por qué mandó Moisés que el marido diera un acta de divorcio a su mujer para separarse de ella?


Jesús les dijo:


- Moisés os permitió separaros de vuestras mujeres por vuestra incapacidad para entender, pero al principio no era así. Ahora yo os digo: El que se separa de su mujer, excepto en casos de unión ilegítima, y se casa con otra, comete adulterio" .


Sin embargo, estas palabras de Jesús son claramente contradictorias con las leyes del Antiguo Testamento tal como se ha podido ver antes, tanto en Deuteronomio, donde de manera inequívoca Moisés establece el divorcio con total normalidad inspirado por Yahvé y no porque hubiera cedido ante su pueblo por el motivo alegado por Jesús, como en Isaías, donde se dice que el mismo Yahvé entregó su acta de divorcio al pueblo de Israel.
Por otra parte, en el evangelio de Marcos Jesús rechaza el divorcio proclamando


"...lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" .


Ahora bien, según la doctrina del Catecismo Católico respecto al matrimonio hablar de "lo que Dios ha unido" es un error, pues en él se dice que los ministros –o sujetos- de ese sacramento son los propios contrayentes del matrimonio, quienes libremente deciden su unión matrimonial, de manera que no es Dios quien los une sino sólo quien bendeciría su unión mediante la ceremonia religiosa correspondiente. Ahora bien, siendo dicha unión el resultado de una decisión relacionada con determinados sentimientos y no pudiendo nadie garantizar que tales sentimientos vayan a perdurar siempre, el vínculo matrimonial no tiene por qué tener un carácter irreversible, pues, en cuanto tales sentimientos puedan cambiar hasta el punto de convertir la convivencia en un infierno o simplemente en algo negativo para cualquier miembro de la pareja, es absurdo considerar que, a pesar de todo, su unión deba persistir de modo indefinido hasta que la muerte les separe. Y, en cualquier caso, es evidente la contradicción existente entre lo que se defiende en el Antiguo Testamento y lo que Jesús defiende en los evangelios de Mateo y de Marcos. El olvido de Jesús de que el propio Yahvé había entregado a Israel un acta de divorcio , no por ninguna ilegalidad de la alianza previamente establecida sino por las infidelidades de Israel, sólo se entiende a partir del supuesto de que Jesús no tuviera nada que ver con Yahvé, es decir, con el Dios judeo-cristiano, pues sólo así se evita una contradicción tan flagrante, o a partir de que los autores de estos evangelios fueran algo ignorantes respecto al contenido del Antiguo Testamento en relación con el divorcio o por ambos motivos al mismo tiempo.


En cualquier caso está claro que en el Nuevo Testamento se rechaza el divorcio incurriendo en una evidente contradicción respecto a la doctrina del Antiguo Testamento, lo cual es realmente grave si se tiene en cuenta que, según la jerarquía de la Iglesia Católica, tanto el antiguo como el Nuevo Testamento, es decir, el conjunto de la Biblia, representan la palabra de Dios.


Por otra parte, la frase atribuida a Jesús, "lo que Dios unió, que no lo separé el hombre", hace referencia a un compromiso de convivencia basado en la existencia de determinados sentimientos entre quienes firman el compromiso matrimonial, sin tener en cuenta que los sentimientos varían al margen de la propia voluntad, pues "de los sentimientos no se manda": Hoy sentimos de una manera determinada, pero dentro de una semana o de diez años podemos sentir de un modo radicalmente distinto. Ahora bien, ¿qué justificación podría tener la continuidad de la unión matrimonial en el caso de que los sentimientos iniciales que dieron lugar a ella hubieran evolucionado hasta llegar a un punto en que fueran incompatibles con la continuidad de la convivencia convenida? Es cierto que en el momento en que se produce el contrato matrimonial la compenetración y el sentimiento de amor pueden ser tan fuertes que quienes se casan estén convencidos de que su amor será eterno. Y, por eso, en tal situación es comprensible que ambas partes prometan o juren amarse hasta que la muerte les separe. Sin embargo, en cuanto nadie puede programar la duración de sus sentimientos de manera que podrían evolucionar de modo especialmente negativo para la convivencia, ¿qué justificación podría haber en tales casos para que una pareja se mantuviera unida, "odiándose hasta que la muerte les separase". Ni siquiera resulta concebible que a un Dios, supuestamente bueno, se le ocurriera ordenar a esa pareja que se mantuviera unida, siendo sus sentimientos tan incompatibles.


c) El punto de vista de los dirigentes de la Iglesia Católica.


Por su parte, los dirigentes de la Iglesia Católica, de acuerdo con la tesis del Nuevo Testamento, rechazan el divorcio desde la consideración de que el matrimonio se produce como consecuencia de un vínculo entre los contrayentes del matrimonio establecido por el propio Dios, de acuerdo con las palabras del evangelio de Marcos antes citadas:


"lo que Dios unió, que no lo separe el hombre" , o por una orden de Jesús, según interpreta Pablo de Tarso en su primera carta a los Corintios, donde se dice:


"A los casados les mando, no yo, sino el Señor, que la mujer no se separe del marido [...] Y tampoco que el marido se divorcie de su mujer" .


Sin embargo, tal doctrina no se justifica por ninguna clase de argumentación racional y, además, en estos planteamientos se defiende un punto de vista contradictorio con el del Antiguo Testamento, considerado tan "palabra de Dios" como el nuevo. Además, estas palabras –especialmente las de Jesús en el evangelio de Marcos- son igualmente contradictorias con la forma de entender el matrimonio por la propia Iglesia Católica, según la cual no es Dios quien une a la pareja, sino que son las personas que se casan los ministros –o sujetos- del matrimonio, en cuanto realizan un acto que deriva de su exclusiva voluntad. En efecto, el Catecismo católico proclama en este sentido:


"los esposos, como ministros de la gracia de Cristo, [...] se confieren mutuamente el sacramento del matrimonio" .


Junto a estas incongruencias se encuentra el hecho incomprensible de que durante muchos siglos la jerarquía católica occidental aceptó el divorcio y sólo a partir del Concilio de Trento, en 1563, estableció el carácter indisoluble del matrimonio.


En principio, pues, la Iglesia Católica rechaza el divorcio, al menos en teoría. Sin embargo, en la práctica lo acepta en numerosos casos relacionados primordialmente con aquellas personas que dispongan del suficiente dinero para pagar una respetable cantidad de dinero a los "tribunales eclesiásticos" que son quienes deciden si se concede o no la "nulidad matrimonial" entendiendo por ella no una ruptura del matrimonio sino la declaración de que en realidad no hubo matrimonio, incluso después de una convivencia de años y después de que el "matrimonio" haya tenido varios hijos.


Mediante este recurso a la "nulidad matrimonial", la jerarquía católica no sólo ha encontrado de hecho una forma de aceptar el divorcio sino también la de diversificar las fuentes de sus ingresos económicos, aprendiendo al tiempo a ser más prudente en estos asuntos para así evitar situaciones como la producida cuando Enrique VIII de Inglaterra pidió el divorcio y el papa se lo negó, lo cual tuvo como consecuencia la secesión de la iglesia de Inglaterra y la correspondiente creación de la Iglesia Anglicana, con la consiguiente pérdida económica y de poder político de la Iglesia de Roma.


d) Análisis crítico por el que se ponen de manifiesto las incoherencias de los dirigentes de la Iglesia Católica respecto al divorcio.


Teniendo en cuenta el carácter voluntario del matrimonio, se puede entender más claramente el mismo carácter natural del divorcio, pues de la misma manera que de modo natural en un momento dado surge en una pareja el deseo de contraer matrimonio, posteriormente puede surgir igualmente el deseo de disolverlo en cuanto las condiciones en que lo contrajeron hayan variado, como sucede en tantas ocasiones, tanto por lo que se refiere a los factores externos como a los internos, relacionados con los sentimientos de amor, de afinidad o de comprensión entre la pareja.


Lo que no tendría sentido es considerar que por el hecho de que una pareja hubiera firmado un contrato matrimonial en un momento dado, el vínculo contraído debiera mantenerse indefinidamente por encima de la propia voluntad de los contrayentes. Y, en cuanto el matrimonio es un contrato basado en una promesa, el derecho al divorcio se comprende más fácilmente mediante algunos ejemplos


- Uno podría prometer donar diez mil euros a determinada organización, supuestamente dedicada a la lucha contra el hambre en el mundo. Sin embargo, si al cabo de cierto tiempo descubre que dicha organización no se dedica a ese fin sino a otro que le repugna, como podría ser el tráfico de armas, ¿debería ser fiel a su promesa o sería más lógico que la incumpliera?


- Alguien podría firmar un contrato por el cual se comprometía a asesinar a un desconocido a cambio de una suma considerable de dinero. Sin embargo, después de reflexionar acerca del compromiso contraído, siente que la idea de matar por dinero le repugna, ¿acaso no tendría derecho a incumplir su contrato?


- Se dice que Aníbal juró odio eterno a los romanos. Pero, si a lo largo de su vida hubiese llegado a la comprensión de que los romanos eran personas tan normales como él, ¿acaso debería mantenerse fiel a su juramento en lugar de incumplirlo?


Parece evidente que en los tres ejemplos expuestos se tendría absoluto derecho a incumplir la promesa o el contrato realizados, en cuanto la manera actual de pensar no tiene por que determinar necesariamente la conducta futura de nadie, pues lo lógico es que en cada momento se actúe de acuerdo con la manera de pensar que se tenga en ese momento y no con la que se tenía veinte años atrás.


Por ello mismo, desde el momento en que la unión matrimonial con entre dos personas se produce como un contrato libre, en ningún caso tiene por qué tener un carácter indisoluble sino que sólo debe contemplarse como un compromiso de convivencia subordinado en todo momento a la voluntad sostenida de ambas partes de mantener su vigencia, al margen de que en el mismo contrato haya cláusulas que sirvan para compensar el posible perjuicio que su rescisión pueda causar a cualquiera de las partes.


En consecuencia, en tales contratos deja de tener sentido la referencia a una fidelidad "hasta que la muerte nos separe", pues en la medida en que, como decía Sartre, "el hombre está condenado a ser libre" , la continuidad del contrato matrimonial no tiene por qué depender del contrato en sí mismo, ni de ninguna supuesta orden divina, sino sólo de la voluntad de quienes lo firmaron en cuanto ésta se mantenga inalterada, mientras que el contrato sólo deberá servir para establecer sus cláusulas o condiciones y para compensar, en su caso, a cualquiera de las partes en el caso de que salga perjudicada por el divorcio producido a petición exclusiva de la otra parte.


Dicho de otro modo, el derecho al divorcio se fundamenta, en primer lugar, en el hecho de que el ser humano, en cuanto goza de racionalidad, necesita deliberar en cada momento acerca de sus distintas posibilidades de actuación, y a decidir en consecuencia, y, por ello, la libertad por la que decide establecer un contrato matrimonial es la misma que sigue presidiendo sus actos, tanto cuando decide mantener dicho contrato como cuando decide divorciarse, de modo tan natural como la libertad que debe tener un pueblo tanto para hacer como para cambiar su Constitución, aunque en ella figurase un artículo que le prohibiera cambiarla, pues, incluso en el caso de una situación tan absurda, el propio pueblo no perdería su libertad para replantearse y decidir acerca del valor de aquella ley que ellos o sus antepasados establecieron en un momento dado, ya que sería absurdo considerar sagrada e intocable cualquier decisión del pasado, en cuanto supondría aceptar la absurda idea de que en el pasado se estaba en posesión de una clarividencia absoluta respecto al futuro y que, por ello, a partir de aquel momento el pueblo debía dejar de deliberar acerca de sus acciones futuras y someterlas a aquella decisión anterior.


Por ello, la existencia de contratos que contengan como una de sus cláusulas la de la negación de la libertad de los firmantes para rescindirlo cuando cualquiera de ellos lo considere oportuno es absurda, pues una cláusula de ese tipo implicaría la supresión de la libertad futura de los firmantes y, por ello, sería similar a un contrato de esclavitud, en el que una de las partes renunciase a su libertad convirtiéndose en objeto de la otra, pues del mismo modo que no por haber firmado un contrato semejante "el esclavo" deja de ser persona, lo cual implica la imposibilidad de dejar de ser libre respecto a sus posteriores deliberaciones y decisiones, como la relacionada con la continuidad o rescisión de ese mismo contrato de esclavitud, hecho que por sí mismo implicaría ya la negación de su teórica esclavitud. Igualmente un contrato matrimonial que incluyese como cláusula la de su indisolubilidad sería inútil –a excepción de los casos en que las mismas autoridades la impusieran por ley, lo cual supondría el cumplimiento meramente externo de dicho contrato, que, en cuanto hubiera dejado de ser voluntario, dejaría de ser una auténtica unión libre-.


En definitiva, un contrato de esclavitud es necesariamente nulo, en cuanto del mismo modo que nadie puede dejar de respirar mientras esté vivo, tampoco puede dejar de tomar decisiones libres mientras disponga de la facultad de pensar y decidir, aunque su teórico amo le ordene no pensar ni decidir nada por su cuenta. Por ello, el único contrato eficaz de esclavitud sería aquel que implicase la utilización de un resorte por el cual quien aceptase convertirse en esclavo quedase automáticamente privado de la facultad de pensar de manera autónoma y se le implantase un mecanismo que le impulsara en lo sucesivo a obedecer cualquier orden que recibiera de su amo como si se encontrase en un estado de hipnosis y de sumisión absolutas.


Pero el simple hecho de poder replantearse libremente la alternativa de cumplir o no el contrato de renuncia a la libertad implicaría en sí mismo la negación de dicho contrato. Es decir, del mismo modo que un contrato por el que una persona renunciase a la libertad de pensar no impediría que dicha persona siguiera disponiendo de dicha libertad, por lo mismo, un contrato supuestamente indisoluble, como el del matrimonio católico, no podría estar nunca por encima de la voluntad actual de las partes contratantes, de forma que tendría un carácter similar al del contrato del sicario que se compromete a asesinar a determinada persona y que no por haberlo firmado pierde en el futuro la libertad para cumplirlo o rescindirlo, pues, del mismo modo que, si alguien le reprochase no haberlo cumplido, podría responder que ahora pensaba de un modo que le impedía realizar el asesinato pactado, igualmente y por lo que se refiere a quienes criticasen a un matrimonio por su decisión de divorciarse éste podría replicar igualmente que sus sentimientos o manera de pensar habían cambiado, de forma que habían llegado a la conclusión de que su convivencia tenía un carácter más negativo que positivo para su respectiva felicidad, por lo que no tenía sentido seguir conviviendo a partir del exclusivo argumento de que debían respetar la cláusula del carácter indisoluble de su contrato matrimonial.


Es decir, aunque cumplir los contratos es en principio algo lógico y conveniente para el buen funcionamiento de la sociedad, lo absurdo es la existencia de contratos que impliquen la anulación de la propia libertad de los firmantes , como ocurre en el caso del "matrimonio indisoluble", en el del "contrato de esclavitud personal" o en el de "los votos perpetuos" de diversas compañías religiosas, en cuanto en realidad sólo tienen sentido mientras quienes se comprometen sigan pensando igual que cuando se comprometieron, por lo que en el mejor de los casos serían innecesarios, ya que en realidad a lo único a lo que uno se comprometería en esos casos es a comportarse de un modo determinado mientras lo considerase oportuno –para lo cual no haría falta compromiso alguno-.


Si alguien pusiera como objeción al divorcio el problema de los hijos habidos en tal matrimonio, se le podría responder que, aunque en principio sea mejor que los hijos se críen con unos padres, también es verdad que es peor que se críen con unos padres que se odian en lugar de poder estar con cada uno de ellos por separado, y que, además, los padres tienen derecho a rehacer sus vidas del mejor modo posible, buscando al mismo tiempo el bien de los hijos sin necesidad de hacer ante ellos una comedia constante –una mentira- acerca de un amor que haya dejado de existir.
Por ello, lo que en verdad es un error en los contratos matrimoniales de la Iglesia Católica es la referencia a su indisolubilidad, pues, aunque los contratos se hacen con la intención de cumplirlos, eso no justifica que deban durar más allá de la voluntad de los firmantes, voluntad especialmente relacionada con la afinidad de sentimientos y caracteres que debe presidir la convivencia de la pareja a lo largo del tiempo, en cuanto estos factores pueden variar de manera que la convivencia llegue a resultar insoportable.


Además, en este punto los dirigentes de la Iglesia Católica se contradicen desde el momento en que, a pesar de que en el ritual del matrimonio católico se habla de los sujetos –o ministros- de este "sacramento", reconociendo que tales sujetos son los contrayentes, luego, de acuerdo con el evangelio atribuido a Marcos, proclaman, como argumento para exigir la indisolubilidad de tal contrato, que se trata de la voluntad de Dios, "lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre", pues sin ninguna duda, aparte de que quienes se casan por su propia voluntad son los contrayentes de tal vínculo, no es concebible que un Dios bueno ordenase la convivencia perpetua entre dos personas con modos de ser incompatibles.



[1] Deuteronomio, 24:1-3.

[2] Esdras, 10:2-3.

[3] Jeremías, 3:6-8. La cursiva es mía.

[4]Mateo, 19:7-9. La cursiva es mía.

[5] Marcos, 10:9.

[6] “...yo repudié a Israel, la apóstata, por todos sus adulterios, dándole su acta de divorcio” (Jeremías, 3:6-8).

[7] Marcos, 10:9.

[8] I Corintios, 7, 10-11.

[9] Catecismo católico, nº 1623.

[10] J. P. Sartre: El ser y la nada, p. 544. Ed. Losada, B.Aires, 1966.

[11] Para evitar un posible equívoco en relación con esta cuestión conviene distinguir entre un contrato como el del matrimonio católico y contratos como el de la compra de una casa, pues en este caso sería absurdo que al cabo de diez años el comprador se presentase ante el vendedor para decirle que quería romper el contrato, devolverle la casa y recuperar su dinero. El comprador podrá estar arrepentido de haber comprado, pero, a no ser que en la venta hubiera habido alguna ilegalidad, no tiene ningún derecho a exigir su anulación.

 

Antonio García Ninet es Doctor en Filosofía