El pseudoconcepto de Dios PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Crítica a la religión
Escrito por Antonio García Ninet / UCR   
Viernes, 04 de Enero de 2013 00:00

 Los dirigentes católicos se contradicen al defender un concepto de Dios como el de un ser perfecto, cuya esencia consistiría en el simple hecho de ser, sin ser el ser de nada en concreto, junto con la afirmación de la existencia de un Dios antropomórfico que sería necesariamente imperfecto. 

A lo largo de los casi dos mil años de historia del cristianismo [1] la jerarquía de sus diversas sectas, tanto de la católica como las de las otras ramas, ha defendido diversas ideas relacionadas con ese supuesto ser sobre el que fueron montado su negocio “espiritual”, ideas que son de carácter antropomórfico, pero que, en cualquier caso, les han sido muy útiles para obtener la aceptación de sus “fieles”, de quienes en una importante medida consiguen los bienes materiales para el eficaz funcionamiento de su negocio.

 

La jerarquía católica afirma la existencia de un ser perfecto al que llaman Dios y considera que dicha perfección implica la posesión de toda una serie de cualidades que, desde una perspectiva meramente humana, se valoran de un modo especialmente positivo. En este sentido los obispos, junto a su jefe supremo, afirman la doctrina de que Dios poseería todas las perfecciones imaginables e inimaginables, y, entre ellas se encontrarían como las más destacables las de ser infinito, creador del universo, providente, omnipotente, omnipresente, omnisciente, infinitamente justo y misericordioso y amor infinito, y que, por definición, no podría ser percibido por los sentidos, en cuanto se trataría de una “realidad inmaterial” (?).

A lo largo de esta exposición crítica se comenta cada uno de estos atributos así como el resto de doctrinas más relevantes defendidas por la jerarquía católica, mientras que este punto primero se centrará en la crítica de la supuesta existencia de ese supuesto ser al que llaman “Dios” así como a la crítica de las cualidades que le atribuyen, como la de la “perfección” absoluta, y todo un conjunto de cualidades que en realidad sólo tienen carácter antropomórfico.

Aunque la afirmación según la cual “Dios es perfecto” parezca expresar una concepción de ese supuesto ser especialmente positiva y grandiosa, cuando se pretende desgranar el sentido de tal “perfección” aparecen problemas insalvables que conducen a tomar conciencia de que tal afirmación o bien está vacía de contenido y no dice absolutamente nada, o bien conduce a una idea antropomórfica y contradictoria de Dios. Desde el punto de vista etimológico el término “perfecto”, derivado del latín “perficere”, significa “acabado”, “completo”. Y así decir que Dios es un ser “acabado” o “completo” no nos permite aclarar, ni mucho ni poco, qué quiere decirse con tal expresión, pues de todas las cosas podemos decir que son acabadas en cuanto todas son lo que son, aunque no hayan llegado a ser aquello que pretendamos que lleguen a ser: Un edifico a medio construir es algo acabado en cuanto “edificio a medio construir”, aunque no lo sea como edifico completo; un edificio acabado lo es en cuanto “edificio acabado”, pero no lo es en cuanto “edificio en ruinas”.

Sin embargo y al margen de este sentido etimológico, el concepto de ser perfecto se ha entendido en el sentido de un supuesto ser que se encontraría en posesión de todas aquellas cualidades positivas que se pudiera imaginar desde un punto de vista humano y en especial la de la propia cualidad de ser, entendida como su constitutivo más propio. En este sentido, en la Biblia aparece Yahvé diciéndole a Moisés: “Yo soy el que soy”[2], y, teniendo en cuenta esta afirmación, algunos teólogos se han referido al “constitutivo formal” de Dios identificándolo con aquella cualidad según la cual su esencia se identificaría con su existencia. En este sentido Tomás de Aquino consideró que el “constitutivo formal” de Dios” era precisamente el de la propia existencia autosuficiente, Dios era el “ipsum ese subsistens”[3], el ser mismo subsistente. Y precisamente una consideración de ese tipo fue la que en el siglo XI había llevado a Anselmo de Canterbury a defender el conocido “argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios, considerando que era una contradicción considerar que el ser mayor que el cual ningún otro podría ser pensado debía existir necesariamente, pues en caso contrario siempre podría pensarse en otro ser que además de poseer las perfecciones del primero tuviera además la perfección de la existencia. Este argumento era realmente pobre en cuanto cometía el craso error de colocar en un mismo plano las realidades pensadas y las realidades existentes con independencia del pensamiento, de manera que por una parte estaba el pensamiento de un ser sumamente perfecto y por otra estaría la realidad de dicho ser, pero para poder pasar del pensamiento a la realidad de tal ser había que recurrir a la experiencia de forma que ésta mostrase que tal ser pensado gozaba de una existencia independiente del propio pensamiento.

El argumento de Anselmo de Canterbury fue defendido posteriormente por otros pensadores, como Descartes y Leibniz, pero fue criticado entre otros por Tomás de Aquino, Ockham, Hume y Kant. Según dicho argumento –expresado de un modo diferente al de Anselmo de Canterbury-, en cuanto se entiende por “Dios” “el ser que existe necesariamente”, quien comprende el significado del concepto de Dios no puede negar su existencia sin contradecirse, ya que dicha negación equivaldría a decir que el ser que existe necesariamente no existe. Sin embargo, ya en aquel tiempo el monje Gaunilón le objetó que con una argumentación semejante igual podría demostrarse la existencia de las “Islas Afortunadas” en cuanto, si no existieran, no serían afortunadas.

En la actualidad se considera que tal argumento es una simple trampa lingüística por la que se confunde el significado que se da a una palabra con la existencia de una realidad cuyas características se correspondan con las de dicho significado. Es decir, del hecho de que yo piense que el concepto de Dios es el de un ser perfecto de ahí no se infiere que exista un ser perfecto argumentando que si no existiera no sería perfecto, pues una cosa es hablar de conceptos y otra muy distinta hablar de realidades que existan más allá de tales conceptos.

Y, volviendo al pasaje de Éxodo, la afirmación según la cual Dios es “el que es”, aunque en principio pueda parecer que dice algo especialmente profundo, en realidad sólo representa una afirmación vacía de contenido o, mejor todavía, una frase carente de sentido, pues hablar de una esencia que se identifica con la existencia es hablar de la existencia de la existencia, lo cual efectivamente carece de sentido o lo tiene tanto como la frase “el movimiento se mueve”, frase que por muy analítica y cierta que parezca es absurda en cuanto el concepto de movimiento es aplicable a realidades de carácter físico pero no al propio concepto abstracto de movimiento en sí, sin referencia a una realidad móvil. Del mismo modo afirmar que la existencia existe es una afirmación absurda, en cuanto la existencia se predica de las realidades que existen pero no de la propia existencia.

Afirmaciones de ese tipo, como dirían Nietzsche, Wittgenstein y los filósofos del lenguaje en general sólo son trampas lingüísticas en las que se pueden caer si no se utiliza el lenguaje de un modo correcto.

Otra cosa algo distinta hubiera sido que en lugar de decir “Yo soy el que soy” en el pasaje citado se hubiera dicho “Yo soy lo que es –o el conjunto de lo que es-”, pues en este caso, aunque de un modo metafórico, habría sido la propia Naturaleza la que se habría presentado a Moisés como realidad existente absoluta y única, tal como sucede por ejemplo en Heráclito o en Spinoza, para quienes hablar de Dios no es otra cosa que hablar de la Naturaleza.

En efecto, suponiendo que tuviera sentido hablar del “Ser” en sentido sustantivo, como una realidad en sí misma, ya Spinoza defendió que dicha realidad se identificaría con Dios, pero igualmente con la misma Naturaleza y por eso utilizó la expresión “Deus sive Natura”. El carácter infinito de dicha realidad excluía la posibilidad de que fuera de ella existiera otra distinta, en cuanto su ser representaría un límite respecto a la supuesta infinitud de Dios.

Por su parte Hegel (1770-1831), influido hasta cierto punto por Spinoza, señaló acertadamente que el concepto de ser, en sí mismo considerado, se identificaría con la “pura nada” en cuanto cualquier concreción o determinación que tuviera implicaría una limitación, ya que el concepto de ser dejaría de ser aplicable a todo aquello que no incluyese tal concreción (“omnis determinatio est negatio”, había escrito Spinoza), lo cual sería absurdo en cuanto tales realidades deberían considerarse como no-ser. Precisamente por ello la dialéctica hegeliana conduce del ser a la nada, y como síntesis y superación de esa oposición antitética, al devenir como auténtica manifestación del ser a lo largo de la historia.

Hay que puntualizar, no obstante, que ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se ha llegado a defender un concepto de Dios coherente con su identificación con ese ser puro y simple de la Lógica, tal como apareció en los relatos bíblicos, sino que ha estado básicamente unido a toda una serie de connotaciones de carácter antropomórfico que se analizarán a lo largo de este estudio.

El concepto de perfección, atribuido al Dios cristiano, puede enfocarse también desde una perspectiva platónica, entendiéndolo en un sentido absoluto pero relacional, es decir, como un concepto mediante el que se quiere expresar la mayor o menor aproximación y semejanza entre una realidad concreta y determinado modelo ideal. En este sentido Platón hablaba de la imperfección del mundo sensible en relación con el mundo de las ideas, modelos perfectos respecto a los cuales las realidades sensibles sólo participaban o se asemejaban de modo imperfecto. La mayor o menor perfección de las realidades sensibles se relacionaría con su mayor o menor aproximación o semejanza con los modelos ideales correspondientes del mismo modo que el grado de perfección de un retrato se relaciona con su grado mayor o menor de semejanza respecto al modelo que el artista haya pretendido plasmar en su obra. Desde esta perspectiva platónica la idea de Ser haría referencia a un ser puramente racional, pero existente, ser de cuya esencia participaría todo lo existente en cuanto existente. Y esa idea de Ser, con todas las contradictorias cualidades antropomórficas imaginables a lo largo de la historia del judeo-cristianismo, es la que los “teólogos” (?) cristianos se han apropiado para aplicarla a su Dios. Hay que observar, sin embargo que el Ser platónico tendría las mismas dificultades que el Ser puramente lógico del que se ha hablado, es decir, carecería de contenido y representaría una simple abstracción realizada a partir del conjunto de todo lo real en cuanto todo participa al menos del simple hecho de ser, de existir. Sin embargo, así como la existencia se predica de algo que existe, la afirmación de la existencia sustantiva del propio Ser o de la propia existencia representaría una caída en una trampa lingüística de la que el propio Platón no se libró.

Pero, después de tantos siglos de razonamiento, de Filosofía y de Ciencia, a casi nadie que tenga cierta formación cultural y un poco de sentido común –a excepción de quienes tienen otros intereses ajenos al de la búsqueda de la verdad- se le ocurre seguir aceptando la existencia real, objetiva e independiente de ese supuesto mundo platónico de las Ideas sino sólo de una realidad sensible a la que pertenecemos, una realidad sin referentes respecto a los cuales pueda juzgarse acerca de su mayor o menor perfección en un sentido absoluto.

Por otra parte, la concepción cristiana y religiosa en general acerca de lo que denominan “Dios” es criticable desde sus mismas raíces en cuanto el concepto de ese supuesto ser como una realidad dotada de cualidades como la inteligencia, la voluntad, los sentimientos y cualquier forma de actividad, es antropomórfico y, por lo tanto, incompatible con la idea de perfección tal como se ha analizado. Pues, efectivamente, si el concepto de ese Dios va ligado a la cualidad de la perfección en el sentido de tratarse de un ser autosuficiente y en posesión plena de todas las cualidades positivas que puedan imaginarse, una consecuencia de dicha perfección sería la de que ese supuesto ser perfecto, “Dios”, sería un ser totalmente pasivo en cuanto todo fin relacionado con la consecución de una mayor perfección lo poseería desde siempre y no tendría ya ningún objetivo hacia el cual tender o moverse, de forma que permanecería en una absoluta y perfecta quietud. En este sentido, si el Dios aristotélico todavía conservaba cierto nivel de antropomorfismo en cuanto, a pesar de que su perfección le hacía permanecer alejado de los asuntos del Universo y del ser humano, todavía conservaba cierta forma de actividad consistente en la actividad intelectual ejercida sobre sí mismo (Dios era “nóesis noéseos”), el ser perfecto de la Lógica, aceptando que tuviera algún sentido hablar de él como realidad sustantiva, sería incompatible incluso con tal actividad intelectual defendida por el propio Aristóteles y con cualquier otra.

Por ello y como consecuencia de lo anterior, la idea de Dios como ser perfecto sería incompatible, entre otras cosas, con la idea de la creación del Universo, pues, efectivamente, tal creación sólo habría podido ser el resultado de un deseo, relacionado con la carencia del bien deseado, lo cual implicaría una contradicción por la falta de perfección en aquel ser que desde el supuesto inicial se consideraba perfecto, mientras que la perfección de dicho ser implicaría la posesión o identificación con todo bien imaginable, por lo que, al no carecer de ninguno, la actividad creadora carecería de sentido. Por lo mismo, en cuanto Dios por identificarse con la perfección ya nada podría desear –y mucho menos si se tiene en cuenta que el deseo presupone la necesidad de aquello que se desea y, por ello mismo, su carencia de tal realidad-, y por lo mismo, nada podría decidir, en cuanto la decisión es consecuencia del deseo y donde no hay deseo no puede haber decisión en orden a la acción.

En consecuencia, la idea de un Dios creador tiene carácter antropomórfico y parece haber surgido a partir de la suposición de que Dios, como cualquier ser humano, hubiera sentido la necesidad de crear una realidad ajena a la suya propia, en cuanto se hubiese cansado (?) de su eterna soledad, y que, por ello, hubiera decidido, al igual que cualquier reyezuelo, rodearse de otros seres que le sirvieran adorándole (?), como los ángeles y el hombre, y crear el Universo para su propia distracción (?), de un modo caprichoso y absurdo.

El absurdo es todavía mayor si se tiene en cuenta que la jerarquía católica considera –aunque de modo equivocado- que la idea de perfección divina estaría asociada con la posesión de otras cualidades que estarían implícitas en dicha perfección, como la omnisciencia y la omnipotencia, que resultan contradictorias con cualidades atribuidas al ser humano –como en especial las del libre albedrío, responsabilidad, mérito y culpa-. Pues, en efecto, como consecuencia de su omnisciencia Dios conocería qué es lo que va suceder en cada rincón del Universo a lo largo de cada instante del tiempo; y, como consecuencia de su omnipotencia, todos los sucesos del Universo se producirían siempre como consecuencia de los planes divinos.

Pero estas cualidades divinas estarían en contradicción de una manera especial con la supuesta cualidad humana del libre albedrío, cualidad por la cual los actos humanos serían consecuencia de decisiones propias del hombre e independientes por ello de la supuesta omnipotencia divina por la que todo debería haber sido predeterminado.

El problema de la dificultad para compatibilizar la predeterminación divina con la libertad humana fue tratado por diversos teólogos y tuvo como conclusiones contrapuestas la de Orígenes y la de Tomás de Aquino: El primero salvó la libertad humana, pero eliminó la omnipotencia divina desde el momento en que consideró que las decisiones humanas sólo dependían del hombre y no de Dios; Tomás de Aquino, sin embargo, salvó la omnipotencia divina, pero para ello, tuvo que anular la libertad humana a pesar de su deseo de encontrar algún modo de compatibilizar ambas doctrinas.

Por otra parte y aunque desde una perspectiva antropomórfica no lo parezca, la perfección divina es incompatible con la supuesta omnipotencia divina en cuanto, como decía Aristóteles, la potencia (“dýnamis”) en cualquiera de sus sentidos es una forma de ser más imperfecta que el acto (“enérgeia”), lo cual puede entenderse si se repara, por ejemplo, en que es menos perfecto estar en potencia de saber que estar en posesión actual de la sabiduría. Por ello, en cuanto los teólogos cristianos, siguiendo a Aristóteles, definen a Dios como “acto puro”, en esa medida, al poseer en acto o identificarse con todos los bienes posibles, Dios no estaría en potencia respecto a ninguno y, como se ha dicho antes, en cuanto su ser implicaría el grado mayor de perfección, no tendría poder –es decir, no estaría en potencia- para conseguir ningún otro bien, ya que no existiría ningún bien que él no poseyera, y, por ello, el ejercicio de cualquier supuesto poder sólo implicaría la negación de que Dios fuera perfecto en cuanto toda acción tiende a un bien, por lo que en cuanto Dios se identifique con el bien, no necesitaría actuar para alcanzar aquellos bienes que sólo poseyera en potencia, pues todos los poseería en acto.

Desde una perspectiva antropomórfica se tiende a considerar que la cualidad de la omnipotencia sería similar a los poderes de “Superman”, pero elevados a la máxima potencia, y debería ser una de las manifestaciones propias del ser perfecto. Sin embargo, quienes así piensan no reparan en que ser omnipotente en ese sentido implica aceptar la existencia de una serie de imperfecciones o limitaciones que deberían corregirse mediante el ejercicio de tal inmenso poder, no reparando en que la perfección implicaría la ausencia de imperfecciones en contra de las cuales al supuesto Dios le hiciera falta el empleo de ese poder para superarlas.

En definitiva, si recurrimos a la Lógica para esclarecer qué pueda significar el concepto de Dios cuando se afirma que Dios es perfecto, tal concepto nos conduce al de un ser absolutamente inmóvil, tan carente de poder y tan vacío de contenido que se identificaría con la pura nada.



[1] Digo “casi dos mil años” y no “más de dos mil años” porque Jesús no fue cristiano, es decir, no creó ninguna religión, tal como se verá en el capítulo correspondiente, de manera que el cristianismo surgió al poco tiempo de la muerte de Jesús.

[2] Éxodo, 3:14.

[3] Suma Teológica, I, q. 4, a. 3.

 

 

 

Antonio García Ninet es Doctor en Folosofía