Estos son mis colores PDF Imprimir E-mail
III República - III República
Escrito por Carlos Delgado.   
Jueves, 19 de Abril de 2012 00:00
bANDERA REPUBLICANA Para los amantes de la república en España, el 14 de abril no es una fecha más del calendario. Hoy se cumplen 81 años desde aquel histórico martes que alumbró la proclamación de la Segunda República Española. Tras la victoria de las listas republicanas en la mayoría de las grandes ciudades españolas en las elecciones municipales del domingo 12 de abril de 1931, la monarquía de Alfonso XIII tenía los días contados.
 
Así lo reconoció el propio presidente Aznar (tío abuelo de Ánsar) en una frase que pasaría a la Historia: España se había acostado monárquica y se había levantado republicana. La transición fue rápida, incruenta y, sobre todo, festiva. En todo el país, el pueblo abarrotó las calles enarbolando una nueva enseña, símbolo de una nueva concepción del Estado: la bandera tricolor. Al rojo y gualdo del pabellón vigente hasta entonces se sumó otro color distinto, el morado, considerado –erróneamente– el color de los comuneros de Castilla.

A pesar de su más que discutible justificación histórica, los nuevos colores tuvieron un éxito fulgurante y fueron inmediatamente adoptados por el Gobierno provisional como bandera oficial del recién nacido régimen. Nunca antes en la historia de España se había producido un hecho semejante. Ni siquiera durante el breve paréntesis republicano de finales del XIX (1873-1874) se habían tocado los colores del emblema monárquico. La efímera Primera República se había limitado a suprimir la corona borbónica del escudo, pero respetando el rojo y el amarillo de la bandera tradicional. Fue, por tanto, la primera vez que el pueblo español, y no el rey o la reina, decidía su destino y sus colores.

Como es de sobra conocido, la nueva etapa no cuajó. Los militares rebeldes que se levantaron en el 36 contra la misma República a la que habían jurado fidelidad volvieron a imponer, por la gracia de las armas (o por la de Dios, según versiones) la enseña roja y gualda. Y como la historia la escriben siempre los vencedores, la tricolor desapareció no solo de la parafernalia oficial, sino también de los anales y los libros y, durante mucho tiempo, hasta de las conciencias. El morado fue enterrado junto con los muchos cadáveres que todavía hoy se hacinan en fosas comunes que tiñen de indignidad nuestro pasado y que muchos se obstinan en olvidar “para no reabrir viejas heridas”.

Pero la dictadura no solo condenó al olvido a la bandera tricolor, sino que creó un mito pueril, muy extendido aún hoy en día, según el cual el rojo y el amarillo –o gualdo– han sido los colores de la bandera española de toda la vida. La propaganda franquista configuró toda una imaginería oficial y falaz por la que la enseña rojigualda ahondaba sus raíces siglos atrás, en la noche de los tiempos que asistieron al origen de España. Así, no era raro encontrar en los folletines, en los libros de texto o en las películas en color de la etapa franquista a personajes históricos portando la gloriosa bandera mucho antes de que esta existiera. Con una falta de rigor que sonrojaría a cualquier historiador serio, la rojigualda aparecía en contextos históricos como la Guerra de la Independencia contra Napoleón, la España imperial de los Austrias, la conquista del Nuevo Mundo o la toma de Granada por los Reyes Católicos. Los más osados, incluso le colocaban la bicolor al Cid Campeador o a Don Pelayo.

La  verdad –en este caso la verdad histórica, rotunda e inapelable– es otra bien distinta. La bandera roja y gualda no fue adoptada como enseña nacional única para todas las unidades militares españolas hasta 1843, por un Real Decreto de Isabel II. Ya antes, en 1785, Carlos III había convocado un concurso para establecer unos nuevos colores para el pabellón de la Armada. Al rey le preocupaba la visibilidad de los barcos españoles en alta mar, dado que la bandera vigente hasta entonces (blanca, con una cruz de San Andrés encarnada en el centro)  podía, en palabras del propio rey, “equivocarse a largas distancias o con vientos calmosos con las de otras naciones”. Como resultado, la bandera que todos conocemos pasó a ondear desde el 28 de mayo de 1785 en todos los barcos de guerra españoles, y desde 1793, en los puertos y fuertes de la Marina.

Así pues, la bandera a la que sustituyó en 1931 la tricolor republicana no tenía ni siquiera un siglo de antigüedad. De hecho, y a pesar de ser la enseña única del ejército español desde 1843, no fue obligatoria en todos los edificios públicos hasta 1908. Como se ha dicho, la bandera oficial de España hasta el Real Decreto de 1843 era blanca con una cruz de San Andrés –también llamada cruz de Borgoña– en el centro, y había sido adoptada en 1506 por Felipe el Hermoso. Antes de esa, la enseña oficial era el estandarte de los Reyes Católicos, que fue la bandera que Cristóbal Colón clavó en las Bahamas al poner pie en tierra americana. Lo demás son cuentos.

Ya en tiempos de la mal llamada transición democrática, la bandera bicolor y la monarquía fueron consideradas por la izquierda institucional como un precio razonable para superar la dictadura. Tanto es así, que el propio PCE recomendaba en 1976 a sus afiliados y simpatizantes que no portaran la tricolor, por considerarla “una provocación”. Increíble, pero cierto.

Afortunadamente, ya en el siglo XXI la bandera roja, amarilla y morada ha experimentado una revalorización como símbolo para la izquierda comprometida. Hoy por hoy, es el estandarte que mejor puede representarnos a quienes no creemos en el derecho de sangre recogido en la Constitución del 78 –o de las lentejas–. Sus colores son los únicos no monárquicos que ha conocido España. Por eso son mis colores y por eso ondean cada 14 de abril, en mi balcón.

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Fuente: Iniciativa Debate