desde la Revolución Francesa hasta los años 70 del siglo pasado las clases dominantes de nuestra sociedad vivieron atemorizadas por fantasmas que perturbaban su sueño, llevándolas a temer que podían perderlo todo a manos de un enemigo revolucionario”(
Más allá de la crisis). En ese extenso periodo los asalariados tuvieron que exigirlo todo: desde la libertad de reunión hasta la jornada de ocho horas o el ejercicio del voto, por no hablar de la contratación colectiva, el derecho de huelga o al
“salario digno”al que todavía hoy alude utópicamente la OIT. Son esas
“concesiones”las que marcan el progreso, la humanización de las relaciones capitalistas y con ello las formas de convivencia civilizadas más democráticas.
“peligro”comunista, atemperando las desigualdades a favor de las grandes masas mientras crecían la productividad, el consumo y las ganancias del capital. Las cosas salieron tan bien que se creyó que el nuevo orden europeo –el floreciente Estado de bienestar– sería un estadio irreversible, más equilibrado y justo, sin grandes enemigos internos. Sin embargo, la propia guerra fría confirmaba que los temores de fondo del viejo capitalismo anticomunista (y sus actores) seguían presentes, prestos a convertirse en políticas de fuerza y no sólo frente a la amenaza proveniente del exterior.
La vieja pesadilla apenas comenzó a desvanecerse en los años 70, cuando, apunta Fontana, se hizo evidente “que ni los comunistas estaban por hacer revoluciones”
ni tampoco podían ganar la guerra fría. La crisis de los años 70 borró del mapa la actualidad de la revolución en los países desarrollados y probó que el Estado soviético, con todo y sus colmillos nucleares, era un tigre de papel sometido a una desconocida enfermedad terminal que acabaría extinguiéndolo. Lo que sigue es historia conocida: los gobiernos de Reagan y Thatcher, luego de la crisis del petróleo, iniciaron la gran reforma neoliberal, cuyo objetivo no era otro que volver a poner sobre sus pies al capitalismo, que buscaba elevar sus ganancias. No sería sencillo desmontar las conquistas laborales y sociales, pero se puso toda la carne en el asador para lograrlo, desde la destrucción del sindicato hasta la reducción de los derechos más emblemáticos. El mundo del trabajo perdió densidad y peso político. Simultáneamente se fomenta el libre comercio, la innovación tecnológica y se “deslocalizan”
las industrias, tejiendo un red global que antes no existía. El resultado, apunta nuestro autor, es que los salarios reales bajaron 7 por ciento de 1976 a 2007 en Estados Unidos, y lo han seguido haciendo después de la crisis. En otras palabras, el mundo se hizo aún más desigual que en el pasado.