El turismo, la nueva Mesta PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Consumo
Escrito por Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye   
Domingo, 20 de Agosto de 2017 04:30

Hace sesenta años que se repite de manera acrítica que el turismo ha sido la palanca económica de España; que ha sacado de la pobreza a regiones enteras, costeras e insulares, y que ha modificado las costumbres y usos del país. Sin una dirección clara y sin estrategias (no nos confundamos y pensemos que los protagonistas del boom –Fraga- convirtieron por si solos el país en el mayor escenario turístico mundial) ha servido, sin embargo, para capitalizar y modernizar la economía española.

El turismo es parecido al Concejo de la Mesta, amparado por Alfonso X y mantenido por todos los monarcas hasta el siglo XVIII porque era su mejor aliado en la economía de guerra de la Reconquista y en las finanzas. Fue responsable de una enorme desertización del país y ante la Mesta todos claudicaban. Los reyes la reforzaban porque era también un instrumento de centralización y de apoyo al poder real. Sólo los ilustrados, como Jovellanos o Campomanes, pidieron su disolución, cuando ya los tiempos habían cambiado y en Inglaterra y Holanda se había iniciado lo que sería la Revolución industrial.

Como en un ciclo eterno, todavía hay muchos alcaldes, consejeros autonómicos y ministros que piensan que el turismo sigue siendo la panacea que nos va a sacar de la crisis, y eso con los parámetros de antaño, es decir, una “fórmula milagro” que crece y crece, sin detenerse a pensar en los costes ambientales, sociales o culturales. Sin embargo, el mundo ha cambiado mucho desde 1960: hay más actores, más destinos turísticos, la movilidad ha sufrido una verdadera revolución y los turistas no son los mismos. España, ni es la única, ni la más accesible, ni la más barata. Los rivales han crecido y las tres revoluciones que señala Moisés Naim –demográfica, de transporte y de comunicación- han transformado por completo a la industria turística.

Mientras, la gestión oficial y empresarial del turismo en España alardean de una petulancia injustificada, sin dudas de ningún tipo, siempre triunfalistas, siguen ciegas ante los signos del cambio climático, la conservación de los recursos esenciales –como el agua potable- o la destrucción del paisaje, un mal imparable que parece no tener fin. Por una extraña razón, la España turística actúa en contradicción consigo misma y con el principio básico de la economía neoclásica que sostenía (¿mano invisible?) que las personas actuaban racionalmente en defensa de sus propios intereses. Sin instinto de supervivencia y aferrada a acciones e intereses a muy corto plazo, hace tiempo que mataron la cacareada gallina de los huevos de oro. Hace diecisiete años publiqué un artículo, “¿Cuántos turistas queremos?”, en la oficialísima Revista de Estudios Turísticos en que planteaba este problema. Nadie lo leyó ni falta que les hacía. Todo era triunfalismo entonces.

Ha sido una especie de capitalismo de Estado, la debilidad de las empresas privadas, que se han apoyado en el Estado, Autonomías y Ayuntamientos para lograr sus fines, lo que ha arruinado el turismo. No la libre empresa, sino la empresa clientelar. No es casual que muchos de los escándalos de corrupción tengan una ‘ramificación’ en las ferias de turismo, exposiciones y viajes de promoción al extranjero. Es este tipo de economía el que se ha aprovechado de las recalificaciones del suelo, de los negocios turbios inmobiliarios, de la escasa formación de capital y de las decisiones de empresas familiares sin control de accionistas ni del libre mercado. Lean a Rafael Chirbes, que lo ha contado muy bien. Eso es lo que ha arruinado el paisaje, ha creado sobreoferta y ha nivelado por lo bajo la oferta turística española en las costas, que es cerca del 80% del total.

Asistimos, pues, a una paradoja: se habla de turismo, de su aportación –indudable- a la economía española y de su peso estratégico pero pocos conocen a fondo los mecanismos económicos del sector. Para empezar, se le trata como un sector comercial más y no lo es. En ese grandísimo error se sostiene el inmenso edificio turístico español que parte de la base de que cuantos más turistas, mejor. Y, además, pensando siempre en los turistas extranjeros, cuando sabemos que el turismo nacional es más importante, en una proporción aproximada de entre el 55 y el 45% y que es el que realmente mide la buena salud turística de un país.

La paradoja aparece cuando constatamos que a mayor número de turistas, menor atractivo tiene un destino. La masificación genera una sensación de invasión que produce en la población local una mayor negligencia en el servicio y un descenso evidente de la hospitalidad precisamente por ver al turismo más como una molestia que un beneficio. La satisfacción marginal añadida a cada nuevo turista va descendiendo conforme un destino va masificándose, como ocurre en un museo o en un monumento histórico en el que, a partir de un número de visitantes, ya no permite la contemplación tranquila. Es decir, cuanto más se vende el producto, más se devalúa, en un proceso que es justamente el contrario a los demás productos comerciales, en los que más ventas equivale a más éxito. Ahí radica su complejidad.

Los del turismo son problemas que afectan a toda la economía: cuáles son los límites del crecimiento y dónde se sitúa la línea de saciedad, de suficiencia, algo de lo que ya alertaba, por poco estudiado, Galbraith en 1958. El más es mejor, procedente de una mentalidad militar consecuencia de las guerras mundiales, que creía que un PNB mayor significaba más poder, se aplicó automáticamente a lo turístico. Y, sin embargo, países como Austria, Suiza o Noruega, con muchos menos turistas, obtienen una rentabilidad por visitante mucho mayor.

Una vez asentada, indiscutiblemente, la idea del crecimiento a toda costa (nunca mejor dicho, que ya nos hemos cargado las costas), el aumento de la oferta obligaba a la ampliación de la demanda, que se consigue, o abaratando precios, o recurriendo a la publicidad masiva (sufragada, eso sí, en su 95%, con fondos públicos) ya que, para intentar amortizar esa enorme inversión, hay que generar una necesidad.

Ni la izquierda ni la derecha han puesto en cuestión jamás el modelo turístico que traía dinero a las arcas de empresarios y creaba empleo (aunque fuera temporal y poco cualificado). A posteriori, y ante hechos consumados como la oferta –la sobreoferta-, había que llenar playas, hoteles y aeropuertos. La dinámica del crecimiento se convertía en imparable.

Sería necesario huir de ese pensamiento, relativamente cómodo y aceptado, e introducir dudas sobre nuestro modelo turístico. Un modelo basado únicamente en que el crecimiento es bueno per se. Tan bueno que incluso las obligaciones del Estado social de derecho, como la defensa por parte del Estado de los bienes públicos (aire, agua, naturaleza, paisaje, dominio público) han sido subordinados a intereses turísticos privados. El catálogo de claudicaciones (recordemos El Algarrobico, ecomonstruo perpetrado bajo la mirada tolerante de la socialista Junta de Andalucía) y amnistías (sobre todo urbanísticas) es inmenso.

Pero el turismo es un sector agradecido y amable que da buenas noticias a los políticos y magníficos titulares a los periodistas. Todos los ministros del ramo, sin excepción, han presumido de las cifras (millonarias, siempre). Cifras que siempre crecen y por las que nadie indaga, salvo los típicos profesores ecologistas y aguafiestas. Cuantos más millones, mejor. Nadie se cuestiona cómo se distribuyen millones, ni dónde se queda el dinero (casi siempre en turoperadores y líneas aéreas extranjeras), lo importante es la cifra mágica. Aumentan los turistas, el sector va bien. En esa fascinación por la cantidad, el ministro de Industria, Comercio y Turismo, el socialista Joan Clos i Matheu – llegó a decirnos en junio de 2007, ufano, ante los directores de las Oficinas de Turismo las maravillosas previsiones de la OMT de que llegaríamos a cien millones de turistas, lo que, de momento, no ha sucedido, pero nos vamos acercando.

El término crecimiento funciona como una especie de pantalla para evitar, o limitar, el análisis más profundo, pormenorizado y sometido a contradicciones de los pros y contras del turismo. Es lo que los franceses llaman un concepto passe partout, que oculta más que muestra. El crecimiento es la gran excusa, la coartada que todo lo justifica. Esto tiene una consecuencia perversa en el análisis económico pues el crecimiento –que se supone y desea ilimitado- hace que se descuide el análisis del beneficio real, marginal por turista.

Sin duda, hay que dejar hablar a los datos, pero el peligro es que éstos son parciales y las metodologías entre las comunidades autónomas no comparables. En un sector económico esencial, tan sujeto a la rivalidad y competencia de otros destinos, es fundamental el bench marking, pero sin datos comparables estamos errando el análisis. Los estudios de turismo están disgregados, como casi todo, por comunidades autónomas, con lo que cada cual sigue su metodología y mide lo que le interesa, dando a menudo la sensación de que los institutos de estudios turísticos no son independientes, sino que están al servicio de los políticos para proveerles de esas buenas cifras que esperan oír mientras se siguen amordazando otros análisis (por ejemplo, los de Greenpeace) que pondrían en duda la bondad inmarcesible del turismo. La relevancia o irrelevancia del turismo, por tanto, no se mide en los discursos oficiales sino en el contraste entre su importancia económica y su impacto en el debate económico, cultural, político o medio ambiental de un país, y eso, en España, prácticamente no existe.

Sin duda, el turismo no es el único, ni el más urgente, de los problemas nacionales, pero, mientras de los otros se habla, todos callamos ante la deriva turística del país que, incluso, parece que nos va a salvar o, al menos, aliviar las otras urgencias nacionales. Las necesidades de la cuestión turística nacional no son, pues, sus errores o las medidas para solucionarlos, sino que, a nivel calle, muy poca gente piensa que el turismo sea un sector necesitado de reflexión o reinvención. Todo lo contrario, si algo va bien en el país es, precisamente, el turismo. La falta de debate ha creado una sensación de anestesia general que ha dado como resultado una especie de estado de gracia y de bienaventuranza en torno a un sector acrítico sobre el que, a lo mejor, vivimos en un espejismo del que cuesta despertar.          

En la base del silencio oficial y popular en torno al turismo está la desinformación o la información parcial y sesgada. Se estudia, o al menos se difunde, de forma insuficiente el conocimiento científico del mismo. Los estudios cuyo lenguaje, que de tan poco ameno parece casi el de una consultoría, se leen poco y se comparten aún menos. Restringidos a los centros de investigación, circulan entre los especialistas, algunos son publicados (los más positivos y que confirman las políticas turísticas al uso) pero, en general, ni llegan al gran público ni a la prensa. Idéntico panorama tenemos con los estudios e informes publicados por la OCDE, la OMT o la European Travel Commission. Ni se difunden, ni se leen (entre otras razones, porque la mayoría no están en español) y los responsables turísticos prefieren ignorarlos y obviarlos, al igual que los informes anuales de Greenpeace sobre las costas españolas, ‘Destrucción a toda costa’. Como muchos otros, quedan limitados al mundo académico y a los institutos o centros de estudios turísticos.

 

Jaime- Axel Ruiz Baudrihaye es Abogado y escritor. Ex Subdirector general de Promoción de Turespaña, fue, asimismo, Director de la Oficina Española de Turismo en París y Lisboa, Director Ejecutivo de la European Travel Commision en Bruselas y director de la OET de París.

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