Julio Anguita, aquel profeta laico PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - Semblanzas / Biografías
Escrito por José Antonio Pérez Tapias   
Viernes, 22 de Mayo de 2020 04:16

Al que fue secretario general del PCE le dio tiempo suficiente para advertirnos de la catástrofe que se nos venía encima. Y no porque supiera de pandemias, sino porque sabía de vidas dañadas, de capitalismo salvaje y de fascismo al acecho

Diría que en este tiempo de pandemia la muerte se llevó a Julio Anguita en un carro de fuego, como al profeta Elías, porque el mundo está que arde. Anguita, con su corazón tocado por las veces que la parca fue dándole aldabonazos en la puerta de su vida, vio venir como nadie el incendio. Si el coronavirus se extiende por el planeta aprovechando la mecha predispuesta por un neoliberalismo atroz que fue desmontando cortafuegos sanitarios y extintores políticos hasta dejarnos socialmente muy inermes para hacer frente a la globalización de la enfermedad, al bueno de Anguita le dio más que tiempo suficiente para advertirnos de la catástrofe que se nos venía encima. Y no porque supiera de pandemias, sino porque sabía de vidas dañadas, de políticas claudicantes, de Estados subalternos, de capitalismo salvaje y de fascismo al acecho.

El escrito publicado por el Colectivo Prometeo hace, como quien dice, unos días y que, compartiendo firmas con militantes de largo recorrido, se ha convertido en testamento del líder comunista cuya desaparición hoy se llora, es todo un epítome acerca de las condiciones de nuestra realidad social, actualmente tensionada al máximo, con pistas sobre cómo afrontar las crisis en que estamos. Es seguro que Anguita, como promotor de ese colectivo hace unos años, tendría muy pensado su nombre al ponerlo bajo la advocación de Prometeo, el personaje mitológico que se enfrentó a Zeus y le robó al fuego a los dioses para ponerlo en manos de una humanidad vulnerable y menesterosa. Prometeo…, esa figura de la que Marx dijo que merecía estar en primer plano si hubiera un santoral laico.

A Julio Anguita, contrario a liderazgos personalistas, pero que paradójicamente por eso fue considerado líder, incluso con una dimensión social más allá de la fuerza política a la que pertenecía –así se reflejó al ser el candidato más votado a la alcaldía de Córdoba en las primeras elecciones municipales democráticas tras la Constitución de 1978, siendo reelegido con mayoría absoluta en 1983–, no se le habrá pasado por la cabeza la peregrina idea de estar en algún “lugar” a la sombra de Prometeo. Eso no quita que la militancia de izquierdas, muchos votantes del PCE en su día y de IU después, y numerosos ciudadanos y ciudadanas le pongan para la posteridad en ese lugar destacado donde ubican a quienes se les debe pública memoria. Fácilmente viene a las mientes aquel artículo de Ortega y Gasset en 1910, año en que Pablo Iglesias Posse llegó por fin al Congreso de los Diputados, al obtener el PSOE un escaño –gracias, por cierto, a su alianza con los republicanos–, en el que describía al líder obrero como “santo”, añadiendo con palabras rebosantes de entusiasmo que representaba “la nueva santidad, la santidad enérgica, activa, constructora, política…”, el tipo de “santidad laica” que el filósofo igualmente reconocía en Francisco Giner de los Ríos, alma mater de la Institución Libre de Enseñanza. Más tarde, Antonio Machado, al que también aplicarían muchos el rótulo de “santo laico”, dedicaría a Pablo Iglesias Posse aquellas famosas líneas en las que daba cuenta de la impresión que le produjo como hombre con el inconfundible timbre de voz de la “verdad humana”. Pues bien, creo no equivocarme si digo que a Julio Anguita, como Prometeo en nuestra España de la segunda mitad del siglo XX y estos convulsos comienzos del XXI, muchos estarían de acuerdo en otorgarle un reconocimiento similar al que Ortega y Machado reivindicaron para el líder que marcó el movimiento obrero en nuestro país a finales del XIX y las primeras décadas del XX.

Por mi parte, y para aliviar de camino la posible incomodidad de laicistas al hablar de santidad, aunque sea de forma secularizada, prefiero considerar a Julio Anguita  –ni mucho menos soy el único que lo ve así– como un profeta laico. La voz firme de quien fue secretario general del PCE y coordinador general de Izquierda Unida queda para la historia como la portadora de un mensaje insobornable de denuncia ética y de crítica y propuestas políticas que se veían respaldadas por lo que ahora, en el momento de obituarios y necrológicas, todo el mundo, hasta sus más firmes adversarios, reconocen: su coherencia personal y su honestidad sin mancha. Éstas eran las credenciales de Anguita y sobre ellas construyó su credibilidad. Podía haber razones para no estar de acuerdo con él, pero no había motivos para no tenerlas en cuenta o para orillarlas y desplazar el debate a la polémica barriobajera o a la frivolidad a la que tantas veces se lleva la política en la sociedad del espectáculo. Era otra paradoja del líder fallecido: concitar atención negándose al espectáculo. Quizá por eso su figura adoptó cierto aire de anacrónica.

Los argumentos para considerar la imagen labrada por Anguita en su intensa biografía política como la de un profeta laico no se limitan a la dimensión moral de su personalidad, sino que su discurso y práctica política redundan también en ello. Recuerdo al respecto la obra de un filósofo y escriturista judeo-francés que me impactó en años jóvenes, cuando el papel político de Anguita cobraba cada vez mayor relieve desde la alcaldía de Córdoba, propiciando el epíteto de “califa rojo” que le ha acompañado hasta el final de sus días. El autor al que hago referencia es André Neher y el libro de marras es el que lleva por título La esencia del profetismo. La obra trata sobre los profetas del antiguo Israel, para señalar que lo principal de ellos no es su capacidad de pronósticos futuros, sino la mirada ética capaz de penetrar en los acontecimientos con la perspectiva de los débiles –“el pobre, el extranjero, el huérfano, la viuda”– para, desde ese lugar de enunciación, acometer la denuncia de estructuras y comportamientos injustos –desde los reyes hasta, también, del pueblo cuando así fuera–; tal denuncia abría paso a la propuesta, a la promesa de un orden nuevo y a la perspicacia anticipadora de la distopía a la que los hechos conducirían de no corregir el rumbo. Pues bien, salvando las distancias, bajo ese prisma observé la figura de Anguita, y pienso que arroja luz sobre su oposición política a la permanencia en la OTAN, su crítica a la forma como quedó consagrado el euro en Maastricht, su preclara denuncia de lo que supuso el GAL –un lastre moral para la misma erradicación de ETA– y su incansable crítica de la corrupción que fue convirtiendo en erial el panorama político español. No hay que olvidar, ni mucho menos, su lucidez al oponerse, elevando su voz junto a muchos otros, a las guerras de Irak en las que los gobiernos de turno involucraron a España, hasta que el presidente Zapatero nos liberó de ese grillete bélico. En una de esas guerras fue abatido su hijo –“malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”, exclamó un padre con el corazón roto–, y quedó en la retina de muchos de nosotros su entereza comunicando la muerte de Julio Anguita Parrado, corresponsal de guerra, con tanta dolorida emoción como serena dignidad. En verdad, siempre me pareció que Anguita tenía más de Séneca que de Abderramán, puestos a subrayar mentores cordobeses.

No hay duda de que la firmeza en sus principios es valor indiscutible de Julio Anguita, quien nunca se arredró ante conflictos políticos que le supusieran una lucha agónica. Con frecuencia se le ha puesto en el debe el correlato de rigidez que entrañaba esa firmeza. Pienso que firmeza en los principios y flexibilidad para operar con ellos en el campo político no son incompatibles, aunque hemos de conceder que el equilibrio entre esos polos no es cosa fácil. El político, como bien dice Max Weber, por más que tenga en cuenta la responsabilidad por las consecuencias de sus decisiones, si en determinado punto aprecia que los principios que no debe traicionar le impiden dar algún paso, ha de decir “aquí me detengo”. No faltará quien sostenga que Anguita esgrimía sobremanera ese “aquí me detengo”, como cuando se detuvo en “una orilla” viendo a todos los demás distintos de él en el espectro político en la otra. De suyo, Anguita no aducía para ello solo cuestiones de principio, sino análisis político. ¿Le faltaron las necesarias dosis de pragmatismo para acometer vías con más cintura política? ¿Careció, por ejemplo, de sensibilidad para, en sus críticas al PSOE, poder tener en cuenta a bases y sectores con los que trabajar para un posible entendimiento entre las izquierdas, a la vez que se situó en problemática coyunda de intereses con el PP de Aznar? 

Cabe pensar que la actitud de Anguita no se debía sólo a que quedaba muy desequilibrada la balanza entre principios y pragmatismo. Eso podría solucionarse con una adecuada estrategia que combinara ambos, de manera que los principios, aun soportando las tensiones de la realidad, inspiraran la praxis. El ya mencionado Weber diría que justamente el profetismo de Anguita le impidió mayor efectividad en el campo de la acción política, incluyendo la electoral –y eso que es referencia obligada citar su éxito al frente de IU en 1996 para llevarla a 21 escaños en el Congreso–. Para el sociólogo y politólogo alemán, es propio del profeta tal férreo anclaje en los principios que le impide las transacciones y pactos que con los que ha de jugar el político. No obstante, el mismo Weber, en El político como profesión, también matiza que esa visión de esos dos papeles como rígidamente contrapuestos responde a una teorización de los mismos como “tipos ideales”, los cuales en la realidad se presentan con posibilidades diversas de solapamiento. El caso es que puede decirse de Anguita, observando con cierta distancia su pensar y hacer desde el mismo campo marxista al que teóricamente se adscribía, que en su propia reconstrucción ideológica del mismo se echaba en falta un modo de pensar más elaborado desde el punto de vista dialéctico, ensanchando ensanchando el campo de las mediaciones necesarias.

Es indiscutible el mérito de quien fuera secretario general del PCE al sostener la bandera comunista en España con nuevas propuestas en la etapa posterior a la disolución de la URSS, con el consiguiente descrédito definitivo de los comunismos de cuño soviético. Después del episodio eurocomunista en tiempos de Carrillo, el PCE como tal no presentó una reconstrucción de su bagaje teórico que pudiera considerarse tal, pues no cubría ese expediente la incorporación de planteamientos ecologistas y reivindicaciones feministas, por más que fueran de suma importancia. La organización de Izquierda Unida siempre estuvo necesitada de un soporte teórico más sólido que aquel con el que pudo contar. Todo ello hace ver que el problema de Anguita, si hablamos en esos términos, no era meramente suyo, sino el de una izquierda con déficit teórico hasta el día de hoy –no esperaba que se cubriera por el lado de un PSOE con una socialdemocracia que claudicó ante el neoliberalismo, en variantes de la Tercera Vía y que en España se vio en la penuria de ideas desde que abandonó el marxismo en 1979, pues nada ocupó el lugar de éste como pensamiento colectivo–.

Con todo, tras dejar sus cargos orgánicos y no volver a desempeñar cargos institucionales, y volver con toda dignidad a su trabajo en la enseñanza, Julio Anguita ha tenido años de muy fructífera tarea precisamente animando el debate político, haciendo valer su crédito y experiencia para hacer oír una voz que consiguió ser escuchada como indispensable. Su estilo claro, directo, incisivo, siempre con un toque muy de docente al que bien le hubiera venido un uso más abundante de la ironía, ganó espacio en un contexto dominado por el cinismo y que se veía cada vez más contaminado por la perniciosa dinámica conocida como posverdad. Desde esa posición, con cierto aire de un Moisés que apunta a la tierra prometida pero no puede entrar en ella, el Anguita que en su día se vio encandilado por la ilusoria expectativa del “sorpasso” respecto al PSOE, acompañó a quienes alumbraron Podemos y luego la coalición Unidas Podemos –entre Podemos e IU–, para compartir las esperanzas en torno a un gobierno de coalición como el que configuran PSOE y la referida Unidas Podemos actualmente. Avisó de que las izquierdas iban a tener enfrente lo que vemos: unas derechas pugnando por reganar el espacio perdido, aunque sea con escaso respeto a los modos democráticos, y echadas en manos del neofascismo que él vio venir desde tiempo atrás. Y no dejó de advertir, incluso estando ya inmersos en la triple crisis sanitaria, económica y social, sobre el grave problema que tiene España como Estado, el cual no deja de amenazar su futuro en tanto no se soluciona. Abogaba, con razones que comparto, por un proceso constituyente federalista y republicano. Ciertamente, la concepción de lo político del Anguita que se rehacía comunista era republicana, por motivos de memoria y razones de futuro. Aquel profeta laico, dirán en tiempos venideros, era un profeta republicano.

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Fuente: CTXT