La Conspiración de Mayo Imprimir
Monarquía - Libros / Monarquía
Escrito por Amadeo Martínez Inglés   
Jueves, 06 de Diciembre de 2012 00:00

Conspiración de Mayo1981. España, al borde de una nueva guerra civil

(La rebelión de los generales franquistas)

 

Todo sobre el nuevo «Alzamiento Nacional» que preparaba la derecha castrense española para el 2 de mayo de 1981 y que frustró el 23-F

Milans del Bosch, el general que no quiso ser un nuevo Franco

 

 

En el acuartelamiento del Tercio de La Legión, el príncipe, revestido con la toga de Escipión el Africano, les espeta a los militares allí congregados:

 

—España no dará un paso atrás. Cumplirá todos sus compromisos y respetará el derecho de los saharauis a ser libres, utilizando para ello todos los medios disponibles.

 

No menciona expresamente la palabra «guerra», pero la cosa parece quedar muy clara para los miembros de las Fuerzas Armadas allí presentes. España no va a claudicar ante el órdago de Hassan II, y no va a permitir la violación de su frontera norte por parte de la llamada Marcha Verde o las Fuerzas Armadas alauíes.

Juan Carlos, lego en estrategia, en táctica y en orgánica militar, y seguramente arrastrado por el patriótico ambiente que, después de la recepción oficial en el Tercio, reina en el lujoso Casino de Oficiales de El Aaium, donde asiste a una larga y bien regada copa de vino español, se va de la lengua en todos los sentidos. Por eso sacando pecho y subiendo su regia barbilla, les dice sin sonrojarse a los generales, jefes y oficiales que lo rodean:

 

—No dudéis un solo instante que vuestro comandante en jefe estará aquí, con todos vosotros, en cuanto suene el primer disparo.

 

La euforia que estas palabras (y la visita en general, que apenas dura unas diez horas) desata en las unidades saharianas en particular y en el Ejército español en general, en unos momentos especialmente dramáticos y de moral dubitativa, es enorme y traspasa las fronteras. En el Ejército (el que esto escribe es, en aquellos momentos, jefe de Operaciones en el Estado Mayor de la Brigada XXXI, de Intervención Inmediata y con acuartelamientos en Valencia y Castellón), la excursión dominguera de su general en jefe eleva hasta la estratosfera la moral imperial y el deseo de lucha de unos profesionales alicaídos, mal pagados, mal equipados, dotados del mismo material anticuado con el que acabaron la Guerra Civil (a excepción de unos pocos carros de combate y camiones cedidos en 1953 por el Ejército norteamericano y que no podrían ser usados en una hipotética contienda con Marruecos), pero que ven en el joven heredero del dictador la reencarnación de su invencible Caudillo. Se empieza a hablar con apasionamiento en los cuarteles de ir a la guerra, de darle una lección al moro, de defender con uñas y dientes, hasta la muerte si es preciso, el desértico territorio que Franco elevó en su día a la categoría de provincia española. La mayoría no saben, excepto los que prestamos servicio en Secciones de Inteligencia o Estados Mayores, que el Ejército español se encuentra bajo mínimos, que apenas dispone de munición para poder aguantar más de un día de combate en el Sahara Occidental y que carece de barcos y aviones para abastecer a las tropas allí desplegadas; y no digamos para las que habría que transportar con toda urgencia desde la Península Ibérica en caso de guerra total con nuestro incómodo vecino del sur.

Así las cosas, el hechizo castrense, el subidón de adrenalina del Ejército de Franco, se vendrá abajo con estrépito escasos días después de la visita de Juan Carlos a El Aaium. Será cuando la realidad se imponga abruptamente y el humillante y bochornoso «Pacto de Madrid» paralice con estrépito todos los planes de guerra de un Ejército que se sentirá traicionado por su propio comandante en jefe y al que no dudará en pedirle cuentas por ello en el futuro cercano.

 

6 de noviembre de 1975

La Marcha Verde invade la antigua provincia africana española. En virtud del pacto secreto entre Kissinger, Hassan II y el flamante nuevo Jefe del Estado español (el viejo se está muriendo en el hospital, hecho un guiñapo entre monitores y sondas), los campos de minas de la frontera han sido levantados y los legionarios españoles prudentemente retirados. España hasta se permite la desvergüenza de enviar al ministro de la Presidencia, señor Carro, para que gire una visita de cortesía a los campamentos marroquíes. La ONU, incómoda y sin saber de qué va la cosa, urge a Hassan II a retirarse y a respetar la legalidad internacional. España mira para otro lado. ¡Bastante tiene el principito con asegurar su corona! Y el tirano alauí no hace el menor caso.

 

9 de noviembre de 1975

Hassan II da por alcanzados todos sus objetivos en el Sahara Occidental y en espera de las conversaciones de Madrid (ya tiene asegurada su presa), retira los campamentos de la Marcha Verde a Tarfaya. Argelia protesta y retira su embajador en Rabat. Los miembros del Frente Polisario, traicionados por España, se aprestan a la desigual lucha.

 

12 de noviembre de 1975

Comienza la Conferencia de Madrid entre España, Marruecos y Mauritania, con EE.UU. de mandamás en la sombra.

 

14 de noviembre de 1975

Declaración de Madrid sobre el Sahara Occidental. Se entrega a Marruecos toda la parte norte de la antigua provincia española: 200.000 kilómetros cuadrados de gran importancia geoestratégica, muy ricos en toda clase de minerales, gas y petróleo (descubierto por petrolíferas yanquis y en reserva estratégica). A Mauritania (que los abandonará enseguida en beneficio de su poderoso vecino del norte) se le transfieren 70.000 km2 cuadrados del sur, los más pobres e improductivos. Las Cortes y el pueblo español no saben nada del asunto. Todo se ha tejido entre bastidores, con la CIA, el Departamento de Estado norteamericano y los servicios secretos marroquíes como maestros de una ceremonia bochornosa en la que el príncipe Juan Carlos ha movido sus hilos a través de sus validos y hombres de confianza: Armada, Mondéjar, Torcuato Fernández Miranda… mientras el Gobierno del anonadado Arias Navarro, con Franco moribundo y su porvenir político en el alero, se ha limitado a ejercer de convidado de piedra en la mayor vergüenza política y militar de España en toda su historia. Porque sí, efectivamente, este país, después de su flash imperial, ha padecido en diferentes épocas derrotas sin cuento, descalabros memorables y renuncios espectaculares, pero nunca jamás había traicionado de una forma tan perversa a sus propios ciudadanos (los saharauis lo eran de hecho en el otoño de 1975), se había humillado de tal manera ante un pueblo más débil que él pactando en secreto su rendición, y abandonado cobardemente el campo de batalla sin pegar un solo tiro. Todo ello después de entregar a su envalentonado enemigo acuartelamientos, armas y bagajes.

La estupefacción que el Pacto de Madrid (realizado con nocturnidad y alevosía) produce en el Ejército español, que había empezado ya a movilizar a sus mejores unidades operativas, las denominadas de Intervención Inmediata, con vistas a la guerra total con Marruecos, es de antología. Se culpa de inmediato al Gobierno de entreguismo y traición, pero también de estúpido, frívolo, indocumentado y figurón a su nuevo comandante en jefe, el príncipe Juan Carlos, que según el clamor de las salas de banderas, ha cedido a las presiones de los políticos y ha abandonado a las tropas destacadas en el Sahara Occidental. Mal empieza, desde luego, su andadura como jefe Supremo de las Fuerzas Armadas el general Borbón, heredero de Franco y Jefe de Estado en funciones que, ante la reacción del Gobierno de su odiado Arias echándole las culpas del sonoro fracaso internacional, el Pacto que se ha sacado de la manga para contrarrestar las amenazas de guerra de Hassan II, y la crítica acerba de los militares que se substancia en unos «estados de opinión» explosivos, desaparece de la escena política durante varios días sin decir esta boca es mía.

Jamás le perdonará ya el Ejército (todavía franquista hasta la médula) el ridículo sufrido ante el sátrapa alauí y el humillante abandono de casi 300.000 km2 de suelo patrio ante una nación como la marroquí, que ya nos había tendido a los españoles en el pasado emboscadas políticas y militares sin cuento, siempre saldadas en su absoluto beneficio. Tanta será la animadversión castrense que aflore contra el nuevo comandante en jefe de las FAS españolas, a cuenta de su aventura bochornosa sahariana, que a éste no le quedará más remedio que enviar en las siguientes jornadas, en maratonianos y agotadores periplos de semanas de duración, a sus militares cortesanos, encabezados por Armada, para pedir árnica a los capitanes generales de las distintas circunscripciones militares; cerrando un pacto secreto con ellos por el que se comprometerá a proteger contra viento y marea y, sobre todo, contra los partidos políticos emergentes, la integridad futura de la patria y los sagrados principios del Movimiento Nacional heredados del supremo Caudillo. Segundo pacto de La Zarzuela que, como veremos más adelante, acabaría por incumplir el nuevo rey, generando con ello gravísimos problemas futuros con los altos jerarcas militares, y que estarían a punto de acabar con la transición democrática y sumir al país en una nueva guerra civil.

Pero dejemos, por el momento, la primera aventura castrense del todavía príncipe Juan Carlos, que despertará, como acabamos de ver, abundantes rechazos en las FAS y enturbiará su relación futura con muchos generales franquistas, a pesar del testamento del dictador, y sigamos con los últimos momentos del moribundo Caudillo.

El 3 de noviembre de 1975 Franco es operado de urgencia en un antiguo botiquín del complejo de El Pardo, adonde es llevado en circunstancias lamentables ante la oposición de su yerno, el marqués de Villaverde, a trasladarlo al hospital La Paz de Madrid. Y escasos días después, el 7 de noviembre, es operado de nuevo a vida o muerte en ese centro sanitario e ingresado en la UVI, de donde ya no saldrá con vida. Muere el 19 de noviembre, a las diez de la noche, aunque la noticia de su desaparición física se dará, por razones obvias, bastantes horas después.

Con el cadáver de Franco todavía caliente y expuesto a la veneración popular en un inmenso salón del Palacio Real de Madrid, el día 22 de noviembre de 1975 será proclamado rey de España (de la España aún franquista) el entonces príncipe y general de Brigada del Ejército español Juan Carlos de Borbón y Borbón. La llamada por el dictador «instauración» monárquica se llevará a cabo, pues, como él mismo había diseñado y como el heredero había perseguido con todas sus fuerzas. En el hemiciclo del Palacio del Congreso de los Diputados, en la Carrera de San Jerónimo de la capital de España, soberbiamente engalanado para la ocasión, con la presencia del Gobierno en pleno, todos los procuradores franquistas y con abundantes invitados de postín (entre ellos, la propia hija de Franco, la duquesa de Villaverde), se celebra la imponente ceremonia de juramento del nuevo rey ante el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Agustín Rodríguez de Valcárcel, que textualmente afirma:

—Juro por Dios y sobre los Santos Evangelios, cumplir y hacer cumplir las Leyes Fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional.

Nuevo y solemne compromiso del asustado y nervioso príncipe ante todos los españoles que será contestado a grito pelado, en una sobreactuación manifiesta, por el presidente de las Cortes franquistas:

—Si así lo hacéis, que Dios os lo premie, y si no, que os lo demande.

Las palabras del falangista Rodríguez de Valcárcel resuenan como un trallazo en los oídos de los cientos de procuradores presentes en la ceremonia, pero también, al hilo de lo acontecido después, en los del joven general que, impecablemente vestido de uniforme de gala, acaba de jurar en falso. «¡Que Dios os lo demande!» Treinta y cuatro años después, todavía muchos historiadores no acabamos de comprender aquel perjurio sin sentido del desahogado príncipe (hoy todavía rey de España) el 22 de noviembre de 1975. Fue algo que, por otra parte, muchos demócratas españoles valorarían después muy positivamente, ya que gracias a él recibimos el inconmensurable regalo de algunas libertades y derechos (casi todos parciales) por parte de su nueva y graciosa majestad borbónica.

Y es que el pueblo español, que después de casi cuarenta años de feroz dictadura militar veía por fin la posibilidad de disfrutar de alguna de las mieles democráticas tan abundantes en los países de su entorno europeo, enseguida le quitaría importancia a ese pequeño e intrascendente pasaje de la ceremonia de la proclamación en el que el nuevo rey, ante un falangista de postín, se permitió tomar a chacota al mismo Dios, a sus Santos Evangelios, a los cientos de procuradores franquistas presentes en el acto, y a todos los ciudadanos españoles que veían el evento a través de la televisión. Le perdonaron tamaño desliz en beneficio de la convivencia pacífica entre españoles (históricamente bastante difícil de conseguir y todavía mucho más de mantener), la democracia en general, y la llamada «modélica transición española» en particular.

Enterrado el cadáver de Franco en el Valle de los Caídos, el 23 de noviembre de 1975, la faraónica obra mortuoria de su Régimen, y celebrada cuatro días después la solemne ceremonia religiosa de su coronación en la iglesia de los Jerónimos de Madrid, comenzaría el largo reinado de Juan Carlos I. Se inició así una época harto engañosa y equívoca de la historia de España, en la que conceptos tan nobles, bellos y deseables como transición política, democracia, libertad, Constitución, soberanía del pueblo, prosperidad económica, solidaridad social… han tapado otros tan absolutamente rechazables como corrupción generalizada, nepotismo, oligarquía política, censura mediática, pelotazos financieros, terrorismo de Estado y envilecimiento general de las instituciones más representativas. Eso ha llevado a este país, a pesar del indiscutible salto en su riqueza (propiciado en gran parte, no conviene olvidarlo, por su entrada en la Comunidad Europea y la consiguiente ayuda de la misma en fondos de cohesión y desarrollo) a la preocupante situación que ahora padece, a finales de la primera década del siglo XXI, con una fuerte crisis en su entramado político, social e institucional, agotamiento del consenso tan trabajosamente conseguido en la transición, una tremenda crisis en el terreno económico y financiero, e impotencia de los poderes públicos para resolver definitivamente el endémico problema del terrorismo.

El nuevo rey que asume la Jefatura del Estado español el 22 de noviembre de 1975 no deja de ser, teórica y políticamente hablando, un dictador en toda regla, heredero de un autócrata, que ha recibido con su herencia todos los poderes excepcionales que ostentó Franco durante los casi cuarenta años que permaneció al frente del inmenso cuartel en el que convirtió España tras su sublevación y la Guerra Civil consiguiente. Tutelado en la sombra, dirigido en secreto desde hace años por su antiguo profesor de Derecho Político, mentor, ídolo personal y primer valido in pectore, Torcuato Fernández Miranda, Juan Carlos se encontrará cómodo desde el principio con ese poder absoluto. Y hasta es muy posible que, siguiendo sus impulsos personales expresados ya con toda claridad en sus años mozos de cadete en la Academia General Militar de Zaragoza, se hubiera decantado por continuar sine die con una dictadura militar coronada, explícita y tradicional, si no hubiera sido por la inteligencia privilegiada de don Torcuato, que no dejó nunca de recordarle con vehemencia que el futuro de la nueva monarquía «instaurada» por Franco en su persona, pasaba indefectiblemente por pactar con los partidos políticos que lucharon contra el dictador en la guerra civil e ir a un régimen de libertades consensuado y respetuoso con el pasado, homologable (por lo menos en sus formas externas) con los sistemas democráticos imperantes en Europa

Juan Carlos de Borbón se decidirá finalmente por esa transición a la democracia pactada y consensuada, pero, obviamente, querrá sacar la máxima tajada de esa «real concesión a sus nuevos súbditos», obteniendo las máximas contrapartidas de los líderes políticos de la izquierda que, desde la clandestinidad, el olvido o el exilio, se aprestaban a hacer valer sus derechos en la nueva etapa que se abría tras la muerte de Franco. El bisoño monarca es de todas formas consciente de que el poder real en España en esos momentos recae en el todavía poderoso Ejército franquista, que ha recibido un mandato testamentario de su Generalísimo para que obedezca y apoye a su sucesor, pero desconfía de lo que la institución monárquica pueda hacer en el medio y largo plazo. Por eso una de las primeras medidas de Juan Carlos ha sido, antes incluso de ceñir la corona y contactar con los dirigentes políticos, el conseguir de los generales su apoyo incondicional a una transición suave, hacia una monarquía parlamentaria respetuosa con los principios generales del antiguo Régimen y las Leyes Fundamentales del Movimiento Nacional.

Con ese apoyo inicial, y dirigido siempre desde la sombra por don Torcuato Fernández Miranda, empezará inmediatamente a negociar con socialistas y comunistas su adhesión al nuevo sistema político que él quiere liderar como «rey de todos los españoles», prometiéndoles una Constitución y un régimen de libertades de corte europeo a cambio de substanciales concesiones por parte de ellos. Sus emisarios políticos, entre los que sobresaldrá el confidente, amigo y testaferro financiero, Prado y Colón de Carvajal, no perderán demasiado tiempo en circunloquios con sus interlocutores del PCE y PSOE: o la nueva monarquía de Juan Carlos I con libertad de partidos, pero respetando todos sus símbolos, o una nueva dictadura militar de consecuencias realmente imprevisibles.

El inefable heredero de Francisco Franco conseguirá así, no sin serias dificultades con los comunistas de Santiago Carrillo (que aún estando de acuerdo en principio con el pacto pedirán tiempo para que sus bases lo asimilen sin demasiados sobresaltos), que ambos partidos se comprometan a aceptar unos postulados políticos que muy pocos años antes nadie se hubiera atrevido ni a formular. Pero las circunstancias eran las que eran y había que coger el tren de la Historia antes de que éste descarrilara de nuevo. En principio, ambos partidos de izquierdas se comprometerán a aceptar la nueva monarquía juancarlista y todos sus símbolos; el blindaje de la misma en una futura y consensuada Constitución española; la inmunidad personal del nuevo monarca y su familia; una transición sin ruptura ni revanchismo con el anterior régimen autoritario, y una ley electoral que garantice el control de los nuevos partidos que pudieran «querer tocar poder» en la nueva etapa política, primando así la supremacía de las organizaciones tradicionales.

Ésta es la tan cacareada «modélica transición», el cambio político que diseñaron los primeros validos de la nueva monarquía borbónica, y que enseguida asumiría con entusiasmo, alegría contenida, y hasta con agradecimiento el pueblo español de la época: una democracia formal, aparente, con ciertas libertades para los nuevos súbditos de un trasnochado reino ibérico «instaurado» a título personal por un dictador militar que, no lo olvidemos, acabó a sangre y fuego con un régimen democrático en 1939… a cambio de un rey cuasi divino, por encima de las leyes, inviolable, no sujeto a responsabilidad alguna, y, además, con los poderes ocultos necesarios y suficientes para, a pesar de la nueva democracia y el Estado de derecho consiguiente, seguir ostentando el auténtico poder, esta vez en la sombra, desde bastidores.

Con el presidente del Gobierno, asimismo heredado del dictador, el trasnochado falangista Arias Navarro, Juan Carlos chocará de inmediato. Arias, que no está al corriente de los planes diseñados por Torcuato Fernández Miranda, quiere seguir gobernando como si tal cosa, al viejo estilo franquista, y sin darse cuenta que las circunstancias políticas son muy otras. Su relevo al frente del Gobierno estaba cantado desde mucho antes del 22 de noviembre de 1975, pero en los primeros momentos de la todavía nonata transición política del franquismo a la democracia había que actuar con sumo sigilo y el nuevo monarca se tomaría el relevo sin prisas. Todavía el viejo político, que acababa de hacer llorar a medio país con sus propias lágrimas de cocodrilo en el momento de comunicarle la muerte de Franco, «la espada más limpia de Europa» (pocas veces se ha oído en TVE un disparate más vergonzoso), le podía hacer algún importante favor antes de ser sacrificado.

El rey quiere a su valido, don Torcuato, como presidente de las Cortes franquistas y del Consejo del Reino, un puesto absolutamente imprescindible para empezar a acometer sin estridencias de ninguna clase las reformas urgentes que la monarquía recién instaurada necesita para que sus débiles raíces se fortalezcan. Le pide pues al presidente Arias, que no le ha presentado su renuncia y aspira a continuar en su alto puesto, que consiga del Consejo de Estado la inclusión en la terna para la elección de presidente de ese alto organismo a su antiguo profesor de Derecho Político. Arias lo logra, no sin algunas dificultades, seguro de que ese favor inicial al nuevo monarca, a pesar de sus desencuentros pasados, influirá positivamente en su porvenir político. No será así, obviamente, y una vez que el entorno del cambio (con Juan Carlos I como locomotora del mismo, según la propaganda oficial del momento) se encuentre seguro y dominando importantes parcelas de poder, será defenestrado sin contemplaciones. Esto ocurrirá el 1 de julio de 1976 bajo la consabida y manoseada fórmula de «dimisión voluntaria» del interesado, escasas semanas después de que el rey se permitiera, en una entrevista a la revista norteamericana Newsweek, tachar de «desastre sin paliativos» a su jefe de Gobierno.

Éste será, sin duda, el primer acto de fuerza del heredero del dictador Franco a título de rey. Después vendrán otros y otros… todos los que sean necesarios para asentar su corona y su «democratizado» poder. Pero no le será nada fácil al joven Borbón lograrlo. Y el mayor de los peligros le vendrá precisamente de donde menos lo podía esperar, del propio Ejército franquista que le había jurado fidelidad y acatamiento, y con el que precisamente había pactado una transición moderada y sin traumas.

 

 

 

 

Capítulo dos

Tres golpes, tres

 

El primer Gobierno del rey. La legalización del PCE. Las primeras elecciones democráticas del 15-J-77. El Ejército se siente traicionado. La reunión de Játiva. El mapa involucionista en la España convulsa del otoño de 1980: El golpe duro o a la turca de los generales franquistas. El golpe de «los espontáneos». La apuesta «primorriverista» de Milans. El contragolpe borbónico o «Solución Armada». Milans del Bosch, Armada, Tejero, los capitanes generales franquistas, los líderes políticos… conspira que algo queda.

 

Tras la abrupta salida del falangista Carlos Arias Navarro de la Presidencia del Gobierno español, el rey Juan Carlos empezaría a mover sus hilos con presteza para colocar en su lugar a un hombre de su entera confianza que pudiera asumir sobre sus espaldas la ardua y peligrosa tarea de iniciar la apertura democrática pactada en su día con el ya flamante presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, su preclaro profesor de Derecho Político, don Torcuato Fernández Miranda.

Tanto profesor como alumno hacía ya tiempo que habían hablado con profusión de este asunto y se habían puesto de acuerdo en la persona idónea para llevar a cabo tan importante labor: Adolfo Suárez, un político joven, ambicioso, muy inteligente, procedente de las filas del Régimen y con un carisma incuestionable. Y que, además, condición muy relevante a tener en cuenta en aquellas especiales circunstancias, carecía en sí de proyecto político propio, por lo que era previsible no pusiera demasiados inconvenientes en asumir el de ellos.

El nuevo presidente de las Cortes franquistas actuó como siempre, con suma previsión, profesionalidad, orden y discreción. Movería sus influencias en el Consejo del Reino, y conseguiría sin mucha dificultad que en la terna a presentar al rey para que éste designase un nuevo presidente del Gobierno figurase, acompañado de Silva Muñoz y Gregorio López Bravo, el desconocido político de Cebreros. Así pues, la operación planificada en secreto por Juan Carlos y su valido político funcionaría a la perfección y el 2 de julio de 1976, apenas veinticuatro horas después de que el presidente Arias presentase su dimisión al rey, con sorpresa mayúscula y bastantes descalificaciones por parte de una parte importante de la clase política y periodística era nombrado Adolfo Suárez nuevo jefe del Ejecutivo español.

Sin embargo, no iba a ser en el terreno político donde la nueva monarquía española, con su joven presidente del Gobierno al frente, tendría que afrontar muy pronto graves problemas, sino de los militares franquistas que, a pesar del testamento del dictador y el pacto entre caballeros suscrito con Juan Carlos tras su ascensión al trono, enseguida serían conscientes de que su bisoño comandante en jefe, el nuevo Caudillo que debía continuar la ardua labor de su insigne predecesor, iniciaba un peligrosísimo camino que podía llevar de nuevo al país a los preocupantes momentos anteriores al «heroico» Alzamiento Nacional del 18 de julio de 1936; invalidando con ello su victoria del 1 de abril de 1939 sobre «las hordas rojas» y dando de facto la vuelta a la tortilla política cocinada durante los casi tres años de cruzada contra el comunismo, la masonería, el separatismo, el liberalismo, y, en definitiva, contra todo el amplio abanico de enemigos de la patria que en su día se atrevieron a enfrentarse a legionarios y regulares

En consecuencia, así como en el terreno político y social la transición hacia el nuevo régimen de libertades pergeñado por sus asesores iba a resultar incluso mucho más cómoda y sencilla de lo previsto (el rey, como acabamos de ver, en connivencia con el presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, Torcuato Fernández Miranda, no tuvo el más mínimo inconveniente para nombrar presidente del Gobierno a Adolfo Suárez), en el militar, aparentemente más fácil y predecible al ostentar el monarca la suprema Jefatura de las Fuerzas Armadas, los problemas, algunos de ellos muy graves, iban a aparecer en el corto plazo, poniendo en serio peligro todo el proceso en marcha e, incluso, la pervivencia de la propia institución monárquica. Ésta no vería resueltas sus dificultades con los militares hasta el 23 de febrero de 1981, fecha en la que, desmontado el peligrosísimo órdago castrense franquista previsto para el 2 de mayo de ese mismo año 1981 (y que da nombre al presente libro) a través de la chapucera (pero efectiva) maniobra político-militar borbónica cocinada en La Zarzuela y que todos los españoles conocemos como «23-F», las nuevas autoridades militares subordinadas al poder emergente socialista aceptarían ya como un hecho irreversible el desmantelamiento del franquismo en los cuarteles y la mayoría de edad de la nueva monarquía «juancarlista».

Tres serán los momentos especialmente graves con los tendrán que lidiar Juan Carlos I y su pléyade de asesores militares y validos civiles si despreciamos el ya mencionado 23-F que no fue, como el poder político ha querido hacer ver a los ciudadanos españoles durante la etapa más dura de la transición, ni el instante más dramático y peligroso en el devenir de la misma, ni, por supuesto, aquel grave «movimiento involucionista contra las libertades y la democracia a cargo de un pequeño grupo de militares y guardias civiles nostálgicos del anterior régimen». Más bien fue todo lo contrario: una operación político-militar montada desde la cúspide del Estado para defenderse in extremis del golpe letal que preparaban para primeros de mayo de 1981 (La Conjura de mayo), los jerarcas más extremistas y poderosos de la organización castrense franquista. Es algo que afortunadamente terminaría bien para la causa del nuevo Borbón en el trono, y de todos sus nuevos súbditos, aunque no por ello los españoles deberemos de dejar de reprobar siempre, y con todas nuestras fuerzas, tamaña insensatez, porque ésta estuvo a punto de costarnos una nueva guerra civil y porque, como es bien sabido, el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo

Estos tres momentos especialmente graves para la democracia y el régimen de libertades que, mediado ya el año 1976, iniciaba con timidez manifiesta su andadura entre los españoles, serían cronológicamente hablando los siguientes: el Sábado Santo «rojo» de la Semana Santa de 1977, en el que el presidente Adolfo Suárez legalizó el PCE desafiando al Ejército franquista; el 15 de junio del mismo año 1977, día en el que se celebraron las primeras elecciones generales de la nueva etapa democrática y en el que la cúpula militar vigiló con lupa el proceso electoral acuartelada en la sede del Estado Mayor del Ejército en Madrid, para actuar de inmediato si las urnas se escoraban demasiado hacia la izquierda; y por último, el otoño de 1980, con los capitanes generales franquistas todavía en la cúspide del poder militar, conspirando abiertamente contra la democracia y la Corona, y exigiéndole al rey que defenestrara a Suárez si no quería que los carros de combate mandaran todo al infierno.

De todo esto voy a hablar en las páginas que siguen (ya lo he hecho con mucha amplitud y detenimiento en trabajos anteriores) porque es absolutamente necesario para que el lector pueda entender el brutal golpe militar que preparaban los generales franquistas contra el rey (al que tachaban de traidor al sagrado legado del Generalísimo) para mayo de 1981, y que por fortuna, sería abortado en última instancia con la subterránea maniobra puesta en marcha por los militares cortesanos Armada y Milans del Bosch algunas semanas antes. Son situaciones y hechos de los que sólo tuvimos constancia algunos militares situados a la vera de los altos jerarcas castrenses de la época y de sus servicios de Información. Sin recordarlos con detalle, sin sacarlos a la luz pública con toda nitidez, nunca se podrá entender lo que fue la transición política en este país ni lo que pasó en el Congreso de los Diputados aquella recordada tarde de finales de febrero de 1981 en la que un polémico e indisciplinado teniente coronel de la Guardia Civil, al frente de medio millar de hombres armados, penetró en su hemiciclo humillando gravemente a los legítimos representantes del pueblo español para montar un esperpento.

El primero de estos hitos históricos de la transición democrática que acabo de señalar es el conocido popularmente como el «Sábado Santo rojo» de la democracia española. Veamos con todo detalle su desarrollo:

En los primeros meses de 1977 la situación en el Ejército español era de tan gran inquietud y de tan auténtico malestar interno que empezaba ya a preocupar seriamente no sólo a las altas autoridades «aperturistas» de la Vicepresidencia del Gobierno para Asuntos de la Defensa, con su titular, el teniente general Gutiérrez Mellado a la cabeza, sino a los propios altos mandos franquistas de su Cuartel General ubicado en el soberbio edificio del palacio de Buenavista, en la plaza de la Cibeles de Madrid.

Los estados de opinión que en las últimas semanas habían ido llegando a la cúpula del Ejército de Tierra procedentes de las Secciones de Inteligencia de los Estados Mayores de las distintas Capitanías Generales eran tajantes: la inquietud, el desasosiego, la incertidumbre sobre lo que pudiera traer consigo el camino a la democracia emprendido en España, las dudas sobre la actuación en tal sentido del propio rey y de su nuevo presidente de Gobierno, Adolfo Suárez, y el rechazo generalizado a una transición que empezaba a poner en serio peligro las más profundas esencias del Régimen instaurado por Franco en octubre de 1936, estaban presentes, y en proporciones cada vez más alarmantes, en los comentarios y charlas que a diario se suscitaban en las salas de banderas y en los clubes de oficiales. Eso sucedía sobre todo en las unidades más inquietas y con más poder real con las que contaba el Ejército español: la Brigada Paracaidista y la División Acorazada Brunete nº 1.

Si bien era cierto que ese malestar y esa inquietud no eran nuevas en las Fuerzas Armadas, sobre todo en el entonces muy politizado Ejército de Tierra en el que habían empezado ya a aflorar con fuerza en el verano del año anterior cuando el rey nombró, con abundantes reticencias en algunos círculos políticos y sociales, a Adolfo Suárez como presidente del Gobierno, también era del todo punto cierto que las aguas de la institución castrense española empezaron a bajar mucho más tranquilas a partir de la famosa reunión de Suárez con las más altas autoridades militares (vicepresidente del Gobierno para Asuntos de la Defensa, ministros del Ejército, Marina y Aire, jefes de Estado Mayor, capitanes generales...) celebrada el 8 de septiembre de 1976 en la sede de Presidencia de Gobierno (Castellana n.º 3) donde, según la mayoría de los jerarcas castrenses que acudieron a la cita, el jefe del Ejecutivo les había prometido («puedo prometer y prometo») que jamás legalizaría al Partido Comunista de Santiago Carrillo.

Tan rotunda aseveración política, que meses después sería si no negada, sí matizada por el general Gutiérrez Mellado, en el sentido de que Adolfo Suárez hizo esa promesa a los allí reunidos en el supuesto de que el líder del PCE no se aviniera a aceptar las reglas del juego democrático, produjo de inmediato un efecto balsámico y reparador en las Fuerzas Armadas. Todo lo relacionado con el Partido Comunista de Santiago Carrillo, y en especial con su hipotética legalización, seguía siendo un tema tabú para los militares ganadores de la Guerra Civil que, controlando la práctica totalidad de las capitanías generales y sus grandes unidades operativas, no estaban dispuestos a permitir que unos acomodaticios y ambiciosos políticos les ganaran finalmente la partida. Por eso, las palabras del presidente del Gobierno a sus máximos representantes, en las postrimerías del verano de 1976, serían absolutamente bienvenidas y elevadas a la categoría de juramento solemne.

Pero a partir de primeros de marzo de 1977 las cosas empezarían a cambiar drásticamente en los cuarteles, en las capitanías generales y, sobre todo, en el abigarrado laberinto de pasillos y despachos que conformaban el máximo órgano de planeamiento, mando y control del Ejército de Tierra español: el palacio de Buenavista de Madrid, donde se ubicaba el Ministerio del Ejército y su recientemente remodelado Estado Mayor. Los rumores sobre una hipotética «traición» del presidente Suárez, en el sentido de que podía legalizar en las próximas semanas al Partido Comunista de España, comenzaron a hacer mella, vía Secciones de Inteligencia, en las más altas autoridades militares del ministerio y del EME (Estado Mayor del Ejército). El ambiente empezó a enrarecerse con rapidez y los informes reservados sobre próximas e importantes decisiones del Ejecutivo contra el Ejército y contra la patria, se como una peligrosa mancha de aceite por cuarteles generales, capitanías, estados mayores y salas de banderas.

El grado de información sobre lo que se preparaba desde el Gobierno era, lógicamente, mucho más intenso y preciso en la cúpula del Ejército, en la sede del Ministerio y Estado Mayor. En este último centro, aunque existía un riguroso cinturón de seguridad informativo alrededor de sus cinco Divisiones operativas para que todas estas informaciones y análisis sobre la situación política del país y las hipotéticas intenciones del Ejecutivo no trascendieran en demasía a los cuarteles, la tozuda realidad era que el propio grado de tensión que se vivía en el Ministerio (donde trabajábamos en aquellas fechas más de dos mil uniformados y casi medio millar de funcionarios civiles) y el agudo malestar que evidenciaban sus más altos dirigentes, hacían muy difícil que los informes reservados y los comentarios de todo tipo sobre la tensa situación que vivían las Fuerzas Armadas no trascendiera a los militares de a pie de las unidades.

A ello contribuía especialmente, como acabo de señalar, el supino malestar de los generales y altos cargos del Ministerio y Estado Mayor, que no se recataban lo más mínimo de comentar con sus subordinados de cierto nivel la oscura maniobra que en las más altas esferas del Gobierno se estaba tramando contra los sagrados valores del Ejército y de la patria. Deleznable actuación (la legalización del PCE) que, de concretarse, tendría que ser considerada sin ninguna duda por el Ejército como una auténtica declaración de guerra por parte del Ejecutivo; debiendo actuar en consecuencia con todos sus medios y todo su poder en defensa de esos sagrados intereses colectivos.

Toda esta inquietud y todo este malestar y desasosiego que, como digo, empezó a materializarse con toda nitidez a lo largo de las primeras semanas de marzo de 1977, no podían dejar indiferentes, aunque por motivos bien distintos, a las altas autoridades militares del Gobierno (reformistas) con el general Gutiérrez Mellado al frente, y a los altos mandos del propio Ejército (franquistas) ubicados en su sede de Buenavista. Por eso, y a las puertas ya de la famosa Semana Santa de ese trascendental año de 1977, tanto las primeras, con sus reiteradas promesas de que el Gobierno no contemplaba a corto plazo la legalización del PCE y que lo único que había hecho sobre el tema era encargar un informe técnico a sus expertos, como los segundos, los generales franquistas que conspiraban descaradamente en sus despachos pero que no querían ser los primeros en actuar, no se recataban de enviar mensajes tranquilizadores a los cuarteles generales, a las salas de banderas y a los numerosos centros de reunión de oficiales y suboficiales.

El pulso entre ambas fuerzas estaba en el aire y se venía venir; lo veíamos con meridiana claridad todos los que estábamos destinados en los centros informados del todavía entonces «poder militar», existiendo muchas posibilidades de que ese pulso se ventilara a lo largo de las jornadas de ocio y religiosidad próximas a llegar. El Gobierno, que en aquellos momentos tenía tomada ya su decisión de legalizar al PCE a pesar de los temores y recelos que suscitaba la posterior reacción del Ejército (los oficiales de Estado Mayor destinados en el Cuartel General teníamos información muy precisa sobre los contactos del rey con Santiago Carrillo a través de su embajador personal, Prado y Colón de Carvajal), no podía dejar de desaprovechar una ocasión como la que le brindaba las vacaciones de Pascua a punto de comenzar; con medio país fuera de sus lugares habituales de trabajo y los canales de reacción castrenses bajo mínimos.

Efectivamente, el día 9 de abril, Sábado Santo, el Gobierno de Adolfo Suárez, con la expresa autorización del rey Juan Carlos que ya había negociado con el líder de los comunistas españoles las condiciones expresas de tan arriesgada operación, da el temido paso al frente y legaliza el Partido Comunista de España. A las cuatro de la tarde, horas antes de que la espectacular noticia se difunda por los medios de comunicación, la confirmación de la misma llega a la sede suprema del Ejército en Cibeles, provocando un auténtico escándalo institucional que nadie parece querer reprimir o por lo menos, controlar. Por los canales internos de la Institución el aldabonazo gubernamental corre con estrépito: «El PCE ha sido legalizado»… «El PCE ha sido legalizado»… Con el paso de las horas el escándalo inicial se va convirtiendo en un estruendo que nadie sabe cómo acabará.

Una prueba fehaciente de la crispación y desasosiego que se vivía en aquellos momentos en el Ejército y de que sus más altos mandos se preparaban para lo peor, lo constituye el hecho, insólito en esta Institución desde la Guerra Civil, de que la práctica totalidad de los jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor destinados en el Cuartel General fuéramos requeridos con toda urgencia para incorporarnos, esa misma tarde, a nuestros despachos, independientemente de que estuviéramos o no en la capital de la nación. Concretamente, en mi caso particular, logré presentarme a las diez de la noche en el palacio de Buenavista de Madrid, después de más de seis horas de viaje en mi coche particular, permaneciendo en mi lugar de trabajo hasta las tres de la madrugada al objeto de ultimar con toda urgencia, como jefe de Movilización del Estado Mayor del Ejército, las órdenes oportunas para movilizar de inmediato a 150.000 reservistas del Ejército de Tierra, así como para militarizar todo tipo de empresas de transporte, comunicaciones, servicios, energía, televisión, radio… y demás organizaciones civiles esenciales para la vida del país. Afortunadamente, estas órdenes excepcionales, como todos sabemos, no se pondrían finalmente en ejecución.

Al día siguiente de la legalización gubernamental del Partido de Santiago Carrillo, el domingo 10 de abril de 1977 (Pascua de Resurrección) la prensa y la radio recogían ya ampliamente y con toda clase de comentarios y editoriales, el trascendental hecho político. Pero «el gran mudo», el Ejército español, permanecía callado. Sin embargo, el lunes 11 de abril la situación parece agravarse súbitamente. En algunos diarios de la capital se habla ya sin tapujos de una dimisión en bloque de los tres ministros militares, a substanciarse en las próximas veinticuatro horas, lo que podría abrir una grave crisis institucional y de Gobierno de consecuencias imprevisibles. En los Estados Mayores de los tres Ejércitos la situación es asimismo muy delicada. Durante el domingo, la División de Inteligencia del Ejército de Tierra ha estado en contacto permanente con las capitanías generales, los sectores aéreos y los departamentos marítimos, y sus informes son preocupantes. Las primeras autoridades militares regionales controlan de momento la situación y han evitado hacer declaraciones fuera de los canales reservados de mando, pero en los cuerpos y unidades la preocupación es creciente, y a lo largo del día las salas de banderas pueden hervir... En Madrid, el suceso del sábado ha caído como una bomba en las dos unidades más operativas y conflictivas de la región: la BRIPAC (Brigada Paracaidista) y la DAC (División Acorazada). Y los problemas pueden empezar precisamente por ahí.

A las nueve horas se reúne el teniente general Vega, jefe del Estado Mayor del Ejército, con un numeroso grupo de generales de su Cuartel General para analizar la preocupante situación. La reunión durará toda la mañana del día 11, pero antes de que termine, sobre las doce horas, la cúpula del EME conoce, a través de la División de Inteligencia, la dimisión irrevocable como ministro de Marina del almirante Gabriel Pita da Veiga. Se espera, asimismo, que le secunden en las próximas horas los generales Félix Álvarez-Arenas y Carlos Franco, ministros respectivos del Ejército y del Aire.

Los medios de comunicación de esa misma mañana ya habían recogido con cierta alarma, en sus primeras ediciones, que los tres altos militares (especialmente el almirante Pita da Veiga, quien, según esos medios, se enteró de la noticia a través de la televisión) habían sido cogidos por sorpresa ante la histórica decisión gubernamental. Esto no fue así obviamente. Antes de emprender vuelo a Canarias, en los primeros días de la Semana Santa, el vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, había llamado por teléfono a los tres ministros militares alertándoles de una posible decisión del presidente Suárez en el sentido de legalizar el PCE, si los informes jurídicos en marcha y las negociaciones secretas con Santiago Carrillo resultaban positivas. Y no sólo se enteraron los ministros (el de Marina pidió, incluso, explicaciones a Gutiérrez Mellado sobre esos informes en preparación) sino que, a través de las oportunas notas informativas de la División de Inteligencia del EME, la mayoría de los componentes de los Estados Mayores de los tres Ejércitos recibimos precisa información paralela.

Sin embargo, a pesar del impacto de la dimisión del almirante Pita, que inmediatamente trasciende a la opinión pública, los generales Álvarez-Arenas, que no se deja ver por su despacho alegando enfermedad, y Franco, no le siguen los pasos. El general Gutiérrez Mellado, al conocer la decisión del ministro de Marina, regresa precipitadamente a Madrid y trata de contener la cadena de dimisiones. Los capitanes generales del Ejército de Tierra son convocados urgentemente a una reunión extraordinaria del Consejo Superior del Ejército, a celebrar el día siguiente en Madrid, y sin que se sepa muy bien de qué autoridad ha partido la convocatoria.

El martes 12 de abril por la tarde se reúne el citado Consejo Superior del Ejército bajo la presidencia del teniente general Vega Rodríguez, jefe del Estado Mayor. El ministro del departamento continúa con su extraña enfermedad. En principio, la reunión estaba convocada para las 11 de la mañana de ese día y todos, en la gran casa de Cibeles, pensamos que sería el teniente general Álvarez-Arenas, como ministro del Ejército, el que finalmente tomara las riendas de la misma. No obstante, las horas han ido pasando y la reunión retrasándose una y otra vez, mientras los rumores y las cábalas aumentaban en intensidad y frecuencia. A pesar de que antes del almuerzo habían tenido lugar encuentros informales entre los distinguidos «príncipes de la milicia» protagonistas del extraordinario evento, hasta bien entrada la tarde los jefes y oficiales del Ministerio y Estado Mayor no hemos tenido acceso a alguna información relevante con que alimentar nuestra ansiedad profesional. Sabemos entonces que el general Álvarez Zalba, secretario del ministro, auxiliado por los tenientes coroneles de EM Quintero y Ponce de León (ambos destinados en la secretaría general del EME), está redactando una nota oficial sobre el «cónclave» recién finalizado. Se asegura «en pasillos» que éste ha sido muy tenso y duro, con intervenciones personales crispadas a favor de plantar cara al Gobierno de una vez por todas, de frenar como sea la excepcional medida política que ha tomado.

El malestar, la indignación en la cúpula militar, alcanzan cotas inimaginables según los oficiales mejor enterados de la División de Inteligencia. A pesar de ello, termina la jornada en el EME sin que ese grave malestar trascienda a la esfera civil más allá de ciertos comentarios, recogidos en determinados medios de comunicación, sobre la dimisión del almirante Pita da Veiga, ocurrida el día anterior. Dimisión que, según esas mismas informaciones, puede contagiarse a los ministerios de Tierra y Aire en cualquier momento.

Se especula también en algunos medios, emisoras de radio y televisión preferentemente, sobre el «ruido de sables» detectado en algunas unidades militares a raíz de la decisión política tomada por Suárez; pero las informaciones son escasas, erráticas, sin mucho conocimiento de causa. La efervescencia militar interior es mucho más elevada que todo eso, aunque circunscrita, de momento, al área de la capital de la nación: Ministerio del Ejército, de Marina, Estado Mayor del Ejército y grandes unidades operativas de la Primera Región militar.

El Ejército, a todas luces, se presenta mayoritariamente unido frente al Gobierno. El verdadero peligro de que pueda iniciar en las próximas horas alguna extraña maniobra de corte involucionista hay que situarlo en el grupo de tenientes generales que acaba de reunirse en Madrid. Las capitanías generales se han quedado sin sus máximos responsables, al salir éstos precipitadamente hacia la capital de la nación, y sus mandos interinos obedecerán ciegamente las directrices que puedan dictarse desde Cibeles. El Ministerio de Marina, donde los almirantes en activo se han conjurado para que ninguno de ellos ocupe la vacante dejada por Pita da Veiga, y el del Aire, con mucho menor peso específico, secundarán con toda probabilidad cualquier medida antigubernamental tomada por el de Tierra. Y no olvidemos que en éste, ante la sospechosa enfermedad de Álvarez-Arenas, ha tomado las riendas del poder un general como Vega Rodríguez, con fama de duro y decidido.

El miércoles 13 de abril, a primera hora de la mañana, corre con rapidez por los despachos y pasillos de Buenavista la minuta de la nota redactada por el general Álvarez Zalba y sus dos auxiliares en la tarde/noche anterior. Es explosiva, y va dirigida a «todos los generales, jefes, oficiales y suboficiales del Ejército». Constituye en sí misma un claro desafío al Gobierno al rechazar de plano la legalización del PCE y amenazar descaradamente con tomar las medidas necesarias para anularla. Frases como éstas: «El Consejo Superior del Ejército exige que el Gobierno adopte, con firmeza y energía, todas cuantas disposiciones y medidas sean necesarias para garantizar los principios reseñados (unidad de la patria, honor y respeto a la Bandera, solidez y permanencia de la Corona, prestigio de las Fuerzas Armadas...)»; o «El Ejército se compromete a, con todos los medios a su alcance, cumplir ardorosamente con sus deberes para con la patria y la Corona», no dejan dudas sobre las intenciones de los máximos jerarcas militares.

El escrito, aparte de su total improcedencia legal y desfachatez política (olvida que en un Estado de derecho las Fuerzas Armadas deben estar subordinadas al poder civil que emana del pueblo soberano), presenta abundantes irregularidades de forma y errores de redacción. Manifiesta, por ejemplo, que el Consejo se ha reunido bajo la presidencia del teniente general Vega Rodríguez y, sin embargo, aparece con la antefirma del ministro del Ejército, Félix Álvarez-Arenas Pacheco; aunque en el borrador y en los miles de copias que se difundirán horas después por canales nada reglamentarios, resulta la rúbrica del jefe del departamento brilla por su ausencia. El documento dice también, al referirse a la ausencia del ministro, que «por enfermedad de aquél», cuando es él mismo el que redacta el manifiesto.

No cabe la menor duda de que este incendiario panfleto golpista ha nacido del nerviosismo y la impotencia imperantes en la cúpula militar desde bastante antes de la tensa reunión del Consejo Superior del Ejército, desde el mismo instante en que sus miembros, incrédulos y perplejos, recibieron por los medios de comunicación (los menos) o a través de sus secciones de Inteligencia (los más) la traumática noticia de que el presidente Suárez, a pesar de sus promesas, «sí se había atrevido» a legalizar el PCE.

La crisis es tan grave en esas primeras horas del miércoles de Pascua que parece desbordar a las autoridades de Defensa, Presidencia del Gobierno, y hasta al propio rey Juan Carlos, bajo cuya dirección se ha tejido toda la maniobra para sacar al PCE a la superficie electoral. Los generales franquistas, convencidos de que el monarca no ha respetado el compromiso pactado con ellos, parecen decididos a romper la baraja y a detener como sea el proceso democratizador puesto en marcha por el Borbón. Éste, mientras tanto, ausente, sumamente preocupado, y no muy dispuesto a reprimir por la fuerza este primer y grave órdago militar franquista contra su persona y su proyecto político, reaccionará por fin (como hará a partir de ese momento repetidas veces en el futuro) echando mano de los militares monárquicos más fieles a su persona, entre los que se encuentra el general de División Jaime Milans del Bosch, jefe de la División Acorazada Brunete, la gran Unidad operativa más poderosa del Ejército español, con sus acuartelamientos a muy pocos kilómetros de la capital de España. Lo llama por teléfono. Son exactamente las diez horas del miércoles 13 de abril de 1977

—Jaime, escúchame bien. No debes ni puedes intervenir en estos momentos. La decisión que ha tomado Suárez era absolutamente necesaria para dar credibilidad al proceso de apertura democrática en España. Yo he sido informado de todo desde el principio y el presidente del Gobierno ha actuado con arreglo a mis instrucciones. El PCE debe involucrarse en la transición que hemos emprendido y para ello, es absolutamente necesario que pueda concurrir a las próximas elecciones generales. Tengo amplias seguridades de Santiago Carrillo de que su partido respetará el juego democrático, la monarquía y el nuevo régimen que ésta representa. No hay peligro alguno para España; créeme, Jaime. Todo está bien pensado. Confía en mí. Pero, por favor, no te muevas, no tomes ninguna decisión precipitada.

La conversación telefónica entre el rey Juan Carlos y el general Milans actuará como un bálsamo sobre la gravísima crisis militar desatada en el país con motivo de la sorpresiva legalización, por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, del Partido Comunista de España; pero no la desactivará por completo, ya que algunos de sus flecos permanecerán todavía algunas jornadas más. El jueves 14 de abril transcurre sin novedad importante, aunque con el mismo clima de incertidumbre y desasosiego de jornada anteriores. La nota del Consejo Superior del Ejército ha transcendido integra a la opinión pública y a los medios de comunicación. El Gobierno acusa un fuerte impacto pero reacciona. Gutiérrez Mellado, con autoridad y firmeza, llama al orden al ministro Álvarez-Arenas (restablecido milagrosamente de su enfermedad) y al jefe del Estado Mayor del Ejército, general Vega Rodríguez.

Así las cosas, el panfleto involucionista es desautorizado; se retiran los ejemplares que circulan por el Ministerio de l Ejército y se anulan los envíos previstos a las Regiones Militares, vía cadena de mando. Nadie parece saber de dónde ha salido el maldito escrito; el ministro niega haberlo firmado; el general Vega dice que él no ordenó su redacción. Se buscan responsables. El general Álvarez Zalba y sus dos colaboradores, tenientes coroneles Quintero (famoso después por su conocido informe sobre el golpe de Estado turco del 12 de septiembre de 1980, que inspirará aquí aventuras involucionistas) y Ponce de León, son cesados y trasladados a otros destinos.

La rápida contraofensiva de Suárez y de su fiel vicepresidente para Asuntos de la Defensa, Gutiérrez Mellado, tiene éxito. Los capitanes generales, pillados en «fuera de juego», miran para otro lado. La falta de un líder de confianza los paraliza. La inoperancia del ministro del Ejército y del jefe del Estado Mayor los desconcierta. A media tarde lo peor parece haber pasado y el plante militar se desinfla. Subsiste todavía el malestar en las unidades operativas de Madrid, pero por lo que respecta al Ministerio, Estado Mayor y capitanías generales, el movimiento de reacción ante la medida tomada por el Gobierno se ha detenido en seco.

El peligro, sin embargo, no ha remitido del todo, aunque si se produce alguna acción violenta por parte de alguna Unidad ya no tendrá el respaldo explícito de la cúpula militar, de los «príncipes de la milicia», que han optado por esperar mejor ocasión. Continúan, no obstante, las presiones sobre Milans del Bosch para que actúe sin contemplaciones. Pero con la secreta recomendación de que «no se mueva» (realizada el día anterior por el rey Juan Carlos), es ya muy poco probable que lo haga y que uno solo de los doscientos carros de combate que manda (y que llevan bastantes días con sus motores al rojo vivo) inicie su cabalgada golpista.

La tragedia no llegó a estallar, como todos los españoles sabemos, ni en el famoso «Sábado Santo rojo» de aquel azaroso 1977, ni en los terribles días que le sucedieron. No obstante, seguiría larvada en el difícil camino de la transición política española. Los generales franquistas no se atrevieron a dar el paso al frente en esa ocasión, pero no por ello arriaron sus nostálgicas banderas ni enfundaron sus viejas espadas. Simplemente, decidieron esperar su día «D» o tomarse tiempo para templar sus indecisos espíritus de cara a un nuevo pulso al Estado. De todas formas, Adolfo Suárez había sido ya sentenciado, pues se había convertido con su «traición» en enemigo número uno del Ejército español. Había despreciado valores tan caros a sus miembros como la unidad de la patria, el honor, la Bandera o el respeto a la palabra dada… Había lanzado una terrible afrenta a aquellos que ganaron una sangrienta «cruzada» contra el comunismo internacional. Su suerte, evidentemente, estaba echada. Esta vez se salvará del peligro, y hasta conseguirá abundantes éxitos políticos en el futuro en su lucha por convertir España en una democracia real y avanzada; pero un todavía lejano día de enero de 1981, abandonado políticamente por todos, incluso por el rey (que ofrecerá en bandeja su cabeza política a los generales ante el temor de un golpe de Estado), caerá abatido por los que ahora lo amenazan.

Y sigamos con el recordatorio histórico de los momentos más difíciles de los primeros años del reinado de Juan Carlos I para poder comprender después los oscuros episodios que convulsionaron a este país en los últimos meses de 1980 y primeros de 1981, y que estuvieron a punto de arrojarlo nuevamente a las cavernas de una cruenta guerra civil. Si peligroso fue el devenir de los acontecimientos castrenses en la Semana Santa de 1977, de cara a la salud del delicado proceso de democratización de la vida política española emprendido en noviembre de 1975, no menos inquietante iba a resultar, dos meses después, la histórica jornada en la que por primera vez en muchos años iban a celebrarse en nuestro país unas elecciones democráticas. Porque a lo largo de aquel 15 de junio de 1977 (más bien de la larga noche que le siguió) la transición española vivió uno de sus peores momentos, uno de sus más preocupantes puntos de inflexión o «no retorno». Fueron unas horas cruciales en su «ser o no ser» por culpa de los más poderosos tribunos del Ejército español que, sin autorización alguna del Gobierno legítimo de la nación, permanecieron horas y horas reunidos en «cónclave» secreto en la sede del Cuartel General del Ejército en Madrid, dispuestos a saltar con todas sus fuerzas y todos sus medios sobre la naciente libertad de los ciudadanos españoles si éstos, en el uso de su libre albedrío político, decidían que tenía que ser la izquierda de este país (socialistas y comunistas) los que debían gobernarles en el futuro.

En efecto, en esa larga noche electoral del 15 al 16 de junio de 1977 un nutrido grupo de generales del Ejército español, en el que se integraban los jefes de las Divisiones operativas del Estado Mayor del Ejército con su general en jefe a la cabeza, los máximos representantes de las Direcciones Generales y de Servicios del Ministerio del Ejército y otros altos generales de la cúpula militar en Madrid (Estado Mayor Conjunto de la Junta de Jefes de EM, Capitanía General...) se reunieron en el más absoluto de los secretos en el palacio de Buenavista de la madrileña plaza de Cibeles para vigilar al segundo el escrutinio en marcha y, si éste no finalizaba con arreglo a sus deseos y las fuerzas políticas de izquierdas salían de él victoriosas, actuar en consecuencia, frenando en seco el proceso político democrático iniciado en España dos años antes.

Esta atípica e ilegal reunión, que se inicio sobre las nueve de la noche del 15-J y no se dio por finalizada hasta las siete de la madrugada del día siguiente (cuando ya se tuvieron noticias oficiosas fiables sobre el triunfo, aunque pírrico, de la UCD), fue convocada de la forma más reservada posible (por no enterarse de ella, no se enteraron ni el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, ni, en principio, el propio rey Juan Carlos) y ha permanecido celosamente ignorada por la Institución castrense española (oficialmente, nunca existió) durante muchos años, hasta que en marzo de 1994 el que esto escribe, jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército en aquel importante día y colaborador obligado de los participantes en tan oscuro evento, la sacó a la luz en un libro sobre la transición política española que, ¡ como no!, sería parcialmente censurado por el poder.

Hasta ese año 1994, la mayoría de los españoles ignoraba que el 15-J de 1977 fue una jornada especialmente difícil para la naciente democracia española, un día de los llamados «históricos» en la vida de la nación, en el que otra vez los carros de combate de la División Acorazada Brunete nº 1, los «paracas» de Alcalá de Henares, los escuadrones de Caballería de Retamares o los batallones de Infantería de Leganés y Campamento, pudieron terminar de un solo golpe, como meses atrás, con el sueño de las urnas y la libertad. Hubiera bastado una victoria moderada de la izquierda, un pálido anticipo de lo que sería después el aplastante triunfo socialista de 1982, para que la cúpula de generales que se pasó toda la noche del 15 al 16 de junio reunida en secreto en el palacio de La Cibeles de Madrid (revisando minuciosamente los informes sobre el recuento de votos que llegaban periódicamente a mi despacho de jefe de Servicio del EME), pisara en bloque el freno de emergencia castrense.

Todo estuvo preparado aquella larga noche para que ese freno de emergencia pudiera ser pisado. Nadie durmió en el Cuartel General del Ejército hasta que en la madrugada del 16 de junio los canales reservados de información del Ejército adelantaron datos fidedignos sobre resultados casi definitivos de la consulta electoral; con el triunfo de la UCD, aunque sin llegar a alcanzar la mayoría absoluta.

Pero veamos ya cómo se preparaba la cúpula militar para hacer frente a tan trascendental momento de la vida política nacional, en el que voy a entrar con todo detalle para que el lector español se dé cuenta del peligro real que corrimos a lo largo de muchas horas todos los ciudadanos de este país; así como de la nuevamente anómala actuación del rey Juan Carlos que, enterado (aunque tarde) de lo que ocurría en el Cuartel General del Ejército, miró para otro lado, dejó hacer, y no se atrevió a llamar al orden a los generales franquistas que conspiraban en secreto. Voy a echar mano para ello, faltaría más, de mis vivencias personales como inesperado notario de esa secreta conspiración del franquismo castrense. ya que aquel tenso día, desde mi puesto de jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército, tuve bajo mi control personal y mi coordinación directa tanto ese alto organismo de mando y planeamiento de las Fuerzas Armadas como todas las capitanías generales y Unidades operativas de intervención inmediata.

Nombrado para tan importante servicio en un día tan especial y con tan marcada responsabilidad personal y profesional por riguroso turno entre más de cien jefes y oficiales diplomados de Estado Mayor, a las nueve en punto de la mañana del 15 de junio de 1977 me hago cargo de la delicadísima tarea de controlar durante las veinticuatro horas siguientes todo el complejo entramado de la institución castrense española. Como es preceptivo, nada más quedarme solo en mi despacho llamo por teléfono al jefe operativo del Ejército, el general jefe de su Estado Mayor (JEME). Sin duda estaba esperando mi llamada, pues apenas tarda unos segundos en ponerse al aparato. Sin hacer mucho caso a mi saludo reglamentario y al consabido «Sin novedad» que le transmito, me espeta con voz fuerte y autoritaria:

—Quiero estar informado al segundo de cualquier circunstancia que pueda producirse en relación con la jornada electoral que comienza, por pequeña que ésta sea. Por la mañana, puede localizarme en mi despacho oficial, y por la tarde, a partir de la siete, no me moveré de mi pabellón. Entrevístese enseguida con el G-2 (general jefe de la División de Inteligencia) con el que deberá coordinar todo lo referente al recibo de información procedente de las capitanías, los medios de comunicación y los organismos oficiales. A partir del cierre de los colegios electorales, deberán estar los dos en permanente contacto con las capitanías generales y pasarme datos concretos cada media hora.

El jefe del Ejército de Tierra da por terminada su conversación después de repetirme, varias veces, que deberé informarle rápida y puntualmente de todo lo que ocurra en la geografía nacional relacionado directa o indirectamente con el histórico día electoral a punto de iniciar su andadura. La jornada se me presenta angustiosa y agotadora. Por la mañana, día de trabajo normal en el EME, procuraré apoyarme todo lo que pueda en la sección de «Interior» de la División de Inteligencia, lo que me impedirá sin duda acudir a mi trabajo habitual en la División de Organización. No debo desconectarme del tema ni un solo segundo. A partir de las siete de la tarde me encontraré solo ante el peligro, pues seré el único jefe de Estado Mayor a cargo de las cinco divisiones operativas, debiendo centralizar toda la información que llegue al Cuartel General desde los servicios secretos, los organismos oficiales, los otros ministerios militares, las diferentes guarniciones del país... para después elaborar rápidas evaluaciones sobre la situación y pasárselas en el menor tiempo posible al general de Inteligencia y al JEME. Con la tensión y el nerviosismo que ya se intuyen en el palacio de Buenavista, la tarea no va a resultar nada fácil.

El general G-2 (el hombre mejor informado del Ejército y posiblemente del país) me recibe en su despacho oficial unos minutos después de las diez de la mañana. Nada más presentarme me susurra con voz tenue pero firme:

—Comandante, el momento nacional es muy grave y de los resultados de los comicios de hoy va a depender en gran medida el futuro de España. El JEME quiere estar informado al segundo durante todo el día y, sobre todo, a lo largo de la noche, de la marcha de las elecciones y de la situación política, social y militar en las distintas capitanías generales.

Y acercándose más a mí y bajando aún más el tono de su voz continúa:

—Quiere tener la capacidad de maniobra suficiente para reaccionar con rapidez ante cualquier contingencia que se presente. Durante la mañana deberá usted estar en contacto permanente con la Sección de Información Interior de mi División, que tiene órdenes precisas sobre el particular, y a partir de las seis de la tarde deberá montar un puesto de mando informativo en su despacho de jefe de Servicio del EME. Yo mismo acudiré allí a esa hora, y entre los dos elaboraremos los informes periódicos que el general Vega quiere recibir cada media hora hasta que los resultados de la consulta electoral estén en la calle.

Me despido de mi interlocutor, después de haber recibido algunas consignas técnicas más relacionadas con la tarea que me espera en las próximas horas y después de degustar, por necesidades del guión, un insípido café cuartelero que el ordenanza del general, exagerando los taconazos y los saludos a mi persona, ha tenido a bien servirnos en el monumental sofá de piel anejo a la abarrotada mesa de su jefe.

Las horas de la mañana y las primeras de la tarde, en las que permanezco enclaustrado en los altos despachos informativos de la División de Inteligencia del EME, al tanto de lo que ocurre en toda la geografía nacional, discurren tranquilas y hasta aburridas. Normal. Es bien sabido que en las horas dedicadas a las urnas es raro que acontezcan hechos graves de orden público, sea cual sea el régimen político y el grado de libertad del país en el que se celebren los comicios. A las seis de la tarde, después de acumular en mi carpeta abundantes informes de las capitanías generales sobre el desarrollo de las votaciones (porcentajes de participación, encuestas, análisis sobre tendencias de voto, comportamiento ciudadano, estado de ánimo en los cuarteles...) abandono la División de Inteligencia y me encierro para el resto de la tarde y noche en el despacho del jefe de Servicio del Estado Mayor. El oficial auxiliar a mis órdenes me transmite el reglamentario «Sin novedad» y me presenta al suboficial de cifra, que acaba de incorporarse procedente del gabinete de la División de Inteligencia. Todo parece estar listo para hacer frente a la avalancha informativa que, con toda seguridad, se desencadenará a partir de las ocho de la tarde (hora de cierre de los colegios electorales) y a cualquier hipotética reacción operativa del mando del Ejército, del que yo me acabo de constituir en el primer y casi único apoyo durante las próximas doce/catorce horas.

Conecto la radio y la televisión, y ordeno al oficial de servicio que me entregue cada quince minutos los télex y partes no urgentes o cifrados. Tomo asiento relajadamente en la butaca situada frente al televisor con la finalidad de aprovechar unos minutos de cierta tranquilidad...

No son muchos, desgraciadamente. Sobre las seis y media, precedido de un par de fuertes taconazos a cargo de los dos policías militares que hacen guardia en el pasillo, entra decidido en mi despacho el general G-2. Sus acelerados movimientos reflejan un exagerado nerviosismo y una fuerte preocupación. Me pide los últimos datos que poseo procedentes de las distintas capitanías generales. Se los resumo rápidamente en dos palabras: tranquilidad y orden. Charlamos unos minutos sin quitar la mirada de la pantalla del televisor. Están dando una somera información sobre el desarrollo de los comicios en toda España. La gente, después de cuarenta años de dictadura, está respondiendo a esta primera llamada a las urnas con orden, civismo y responsabilidad. Todavía es pronto para adelantar resultados, pero se espera, según las encuestas, un triunfo importante de la UCD de Adolfo Suárez. Es previsible que alcance incluso la mayoría absoluta o se quede a muy pocos escaños de ella. Se espera, también, una buena posición para la derecha de Fraga, mientras que los resultados electorales de socialistas y comunistas son una incógnita. Muchos hablan de que éstos van a ser más bien modestos y de que el techo electoral de ambos partidos es relativamente bajo, sobre todo el de los comunistas, recién legalizados. Sin embargo, una posible unión de socialistas y comunistas podría resucitar nuevamente el tristemente célebre Frente Popular. Y aunque esta hipótesis no es la más probable, según los servicios de Inteligencia, sí es la más peligrosa para el Ejército, que bajo ningún concepto está dispuesto a aceptarla. De ello estoy cada vez más seguro conforme pasan las horas y voy conociendo en profundidad los todavía inconcretos planes de mis superiores en el Estado Mayor del Ejército. Uno de los cuales, el todopoderoso general de Inteligencia, está en estos momentos a mi lado, viendo la televisión con la mirada torva y preocupada.

El jefe de los espías de la Casa intenta de nuevo explicarme lo que bulle en su cabeza (y al parecer, en la de nuestro jefe supremo, el JEME) salpicando sus juicios con continuas alusiones a la estabilidad de la nación y al incierto porvenir de nuestros hijos y de la civilización occidental en su conjunto. De todas formas, procura no ser pesimista en demasía:

—Lo más seguro es que todo discurra por los cauces previstos, como ha sido diseñado en las altas instancias y como conviene al Estado; pero existe una mínima posibilidad de sorpresa electoral y si ésta se produce, deberá ser anulada o reconducida de inmediato. Debemos estar preparados en las próximas horas. España se juega su futuro en las puñeteras urnas —sentencia con cierta gravedad, antes de levantarse trabajosamente para poner fin a este primer encuentro de trabajo.

Acompaño hasta la puerta al pequeño burócrata castrense, el poderoso G-2 de la División de Inteligencia, el militar mejor informado del Ejército español, que se aleja por el largo pasillo de la segunda planta del palacio de Buenavista, haciéndolo con su inseparable ordenanza/escolta pisándole los talones. Entro de nuevo en mi despacho. El reloj de la mesa marca exactamente las 18:53 horas. Tengo por delante una hora larga de tranquilidad relativa, pues hasta las ocho no empezará la «movida castrense». A partir de ese momento, con toda seguridad, tendré permanentemente pegados a mi teléfono al JEME, a su segundo en el mando, al general G-2, y a los máximos responsables de información de todas las capitanías generales. No va a ser fácil la tarea. Tendré que emplearme a fondo si no quiero que la situación me desborde. Bien es cierto que a lo largo de mi carrera he estado en sitios cien veces más comprometidos que éste y, además, en peores momentos. Sin embargo, no puedo engañarme. Ahora me encuentro en la cúpula del Ejército, y con la delicada tarea por delante de tener que controlar toda esta enorme institución durante diez o doce horas dramáticas. Un informe mío precipitado o equivocado a un JEME muy preocupado en estos momentos o una orden no excesivamente clara a un inquieto capitán general, pueden desencadenar decisiones muy peligrosas o inconvenientes.

A las siete y media de la tarde, después de ordenar mis papeles y de colocar encima de la mesa el listado de teléfonos de las principales autoridades con las que me puedo ver obligado a establecer contacto, ordeno al oficial auxiliar que establezca un primer contacto con las diferentes capitanías y que me dé la novedad. Los reglamentos y la historia militar son tajantes en este aspecto: «Antes de la hora H del día D, es muy conveniente tener siempre una panorámica informativa general del teatro de operaciones.»

Estoy seguro de que la situación general del país en esos últimos momentos de la jornada electoral es de calma total, pero me interesa saber cómo afrontan estas primeras horas cada una de las autoridades regionales. Sé que todas ellas están ya en sus despachos oficiales, pendientes de Madrid, y quiero conocer sus estados de ánimo a través de los partes de novedades que transmitan al Cuartel General. La simple redacción de unas pocas líneas, que el jefe de Servicio de cada uno de los Estados Mayores regionales consultará escrupulosamente con su capitán general ante una situación política tan importante como la que estamos viviendo, me permitirá pergeñar un primer análisis personal sobre la moral, la disposición y la capacidad de reflejos de los mandos periféricos del Ejército. El llamado «Ejército de Madrid», el más numeroso e importante, me resulta ya suficientemente conocido.

Las contestaciones que en pocos minutos recibo a través del télex me defraudan un poco. Los capitanes generales no se «mojan» en estos primeros minutos de desinformación manifiesta. Casi todos contestan con el reglamentario «Sin novedad en la región», y sólo alguno añade su total predisposición a enviar la información que pueda en cuanto la tenga disponible. A su vez, un par de capitanes generales solicitan al JEME información descendente en cuanto sea posible. En suma, los «príncipes de la milicia» con mando en región militar demuestran, por un lado, mucha prudencia y cierto recelo y, por otro, un notable afán de noticias e incluso de órdenes.

Está claro que por lo menos en estas primeras horas poca información me va a llegar desde dentro del Ejército. Tendré que procurármela a través de la Administración y de los canales de información propios, y para ello deberé movilizar a algunos amigos de la División de Inteligencia del EME (Sección de Información Interior) que, con carácter muy reservado, se ofrecieron personalmente días atrás. Debo moverme rápidamente. No puedo contestar con el silencio o con imprecisas apreciaciones personales a las preguntas que, dentro de muy pocos minutos, empezará a formularme de manera inmisericorde un JEME preocupado, ávido de saber y de controlar la situación.

En consecuencia, cojo el teléfono y me pongo en comunicación directa con un chalet de la colonia de El Viso, en Madrid, donde mis compañeros «espías» de la Sección de Información Interior tienen una de sus bases secretas urbanas. Hablo con su máximo responsable, un teniente coronel antiguo superior mío, que me asegura que la situación hasta el momento es de absoluta normalidad. El Ejecutivo está tranquilo y las votaciones se han realizado sin apenas incidentes. De cifras, todavía nada ni siquiera datos aproximados, aunque algunos sondeos reservados a los que ha tenido acceso su servicio indican que la izquierda, en su conjunto, se mueve sobre el 35% del total de votos emitidos, y también que la UCD roza la mayoría absoluta, pero sin alcanzarla hasta el momento. Nada hay seguro, pues, a esa hora, ocho y cuarto de la tarde del miércoles 15 de junio de 1977.

Acabo de colgar el teléfono cuando aparece nuevamente ante mi, bastante más alterado que en su visita anterior, el general G-2. Me hace una autoritaria seña para que continúe sentado y él hace lo propio en el sillón colocado enfrente de la mesa.

—El JEME ha citado en su despacho, para una reunión urgente, al general segundo JEME, a los generales jefes de las cinco divisiones del Estado Mayor del Ejército y a los generales de las direcciones del Mando Superior de Personal y de Apoyo Logístico —me espeta con rapidez—. También están convocados otros generales de la guarnición de Madrid, entre ellos el jefe de Estado Mayor de Capitanía y algunos comandantes de las Grandes Unidades operativas de la región. Es probable que todos pasemos la noche con él en sesión de trabajo y pendientes de los resultados de las elecciones. Encárguese de pedir mantas en la unidad de tropa del Cuartel General y de que preparen algo de cena en la residencia de oficiales. El suboficial de servicio puede hacer la gestión y llevar todo al despacho de ayudantes del JEME. A partir de este momento, prepare cada media hora rápidos informes sobre las últimas noticias recibidas de Inteligencia, organismos oficiales, capitanías y medios de comunicación para presentárselos directamente al JEME en su despacho. Yo procuraré estar con usted el mayor tiempo posible para ayudarle en la elaboración de esos informes; pero si al terminar alguno de ellos no estoy presente, se lo entrega directamente sin ningún problema al general Vega. Quiero que sepa, también, que el JEME ha pedido soldados armados a la Agrupación de Tropas del Cuartel General y un retén de vehículos a disposición de los ayudantes. Le darán novedades cuando todo esté listo

La situación interna en el Cuartel General del Ejército va subiendo de tono a medida que pasan las horas. Yo esperaba, desde luego, momentos tensos y difíciles para mi persona en la tarde/noche del 15-J, al tener que desempeñar la Jefatura de Servicio en el Estado Mayor del Ejército en un día tan señalado e histórico. Imaginé interminables horas de teléfono con continuas llamadas del JEME, del segundo JEME, de los capitanes generales, de los servicios de información... alternadas con gestiones mías urgentes y rápidas para recabar datos en organismos oficiales, agencias de noticias, medios de comunicación, servicios de Inteligencia del Estado y de otros ministerios, etc., etc. Pero la verdad, habituado a trabajar en Estados Mayores y órganos de decisión de grandes unidades operativas en situaciones muchos más preocupantes que la actual, incluso de guerra, nunca llegué a pensar que nada menos que el jefe del Ejército y toda la cúpula militar se acuartelaran por su cuenta en el Cuartel General durante la larga noche de la primeras elecciones democráticas en España después de cuarenta años de dictadura.

La decisión tomada por el jefe del Ejército era, además, muy peligrosa e inquietante. ¿A qué venía este «cónclave» militar de alto nivel, con todos los generales del Estado Mayor del Ejército, de las direcciones operativas del Cuartel General y de la guarnición de Madrid, reunidos para recabar información precisa y continuada del resultado de las votaciones? ¿Sabía el Gobierno que los altos mandos del Ejército iban a seguir el escrutinio en asamblea permanente? ¿Estaba el rey, jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, al tanto de esta insólita reunión vespertina? ¿Era consecuencia esta singular reunión del supuesto contemplado por el general de Inteligencia, quien sucintamente me había adelantado horas antes sobre que un triunfo claro de los partidos de izquierda debería poner en marcha una reacción militar inmediata y contundente?

Para mí resultaba meridianamente claro que la respuesta a esta última pregunta era «Sí», aunque yo nunca asumí del todo que de las opiniones personales del general tuviera que desprenderse a corto plazo una acción involucionista del Ejército en toda regla. Pero ahora ya no se trataba de opiniones de un alto cargo del Cuartel General o de charlas de despacho de jefes u oficiales de categoría media. Yo era en esos momentos el jefe de Servicio del EME y mi misión principal era controlar durante unas horas cruciales la totalidad del Ejército de Tierra; y dentro de unos minutos iba a tener pegados a mí a los generales con más poder de la cúpula militar, esperando mis informes para obrar en consecuencia. Preocupante, sin duda.

«¡Que todo salga bien y que el pueblo español no se equivoque!», me digo a mi mismo. Los militares, los altos mandos franquistas, han «autorizado» las elecciones y una transición política consensuada, pero a la vez desconfían y no están dispuestos a dejarse «engañar» otra vez por Adolfo Suárez. Si las elecciones no discurren por los cauces previstos por ellos y hay peligro real de ruptura con el antiguo Régimen, actuarán de inmediato. En el pasado mes de abril, cuando el PCE fue legalizado, no se atrevieron a reaccionar, a romper la baraja de la transición a golpe de cañón de los carros de combate de la División Acorazada de Milans del Bosch. Hoy, 15 de junio, se encuentran preparados. Están decididos a todo. Y a mí, humilde comandante de Estado Mayor, me puede pillar el terremoto en su epicentro si, desgraciadamente, éste se produce.

La grave voz del oficial de servicio, que pide permiso para entrar en el despacho, me saca de golpe de mis pensamientos. Se me presenta extraordinariamente respetuoso y me dice en una impecable posición de firmes:

—Mi comandante, acaban de presentarse diez soldados armados de la Agrupación de Tropas del Cuartel General al mando de un sargento. Los he mandado al despacho de Ayudantes. También he remitido allí veinte mantas y unos bocadillos y bebidas, procedente todo ello de la Residencia de Oficiales. Le traigo los últimos télex de las capitanías. Todas sin novedad.

Reviso los télex. Nada nuevo todavía. Meras especulaciones sobre imprecisas encuestas. No puedo confeccionar nada riguroso con estos datos. Redacto, no obstante, un escueto parte informativo al JEME, recalcándole que no me ha llegado ninguna novedad importante, ni de tipo general ni relacionada con el evento político que estamos viviendo. Con arreglo a mis propósitos, voy a tratar de ser prudente al máximo porque la situación no permite alegrías ni irresponsabilidades.

Sobre las ocho y media de la tarde, y con arreglo a las instrucciones recibidas, me dirijo al despacho del JEME, situado a no más de veinte metros del mío, en la misma planta. Entro en el despacho de Ayudantes, anejo al del JEME. En la puerta, siete u ocho soldados con uniforme de campaña, casco de guerra, y armados con el fusil de asalto Cetme reglamentario charlan despreocupadamente. En el interior hay bastante gente: los dos ayudantes (un teniente coronel y un comandante), tres o cuatro generales de la Casa (entre ellos el «G-2»), un par de jefes de Estado Mayor de la Secretaría del EME, un circunspecto camarero repartiendo bocadillos y cervezas, el oficial de guardia del Cuartel General, algunas personas más vestidas de paisano...

El general «G-2» parece respirar aliviado al verme y se dirige hacia mí como una exhalación. Enseguida me pregunta:

—¿Trae el parte? ¿Alguna novedad?

Lee el escrito con rapidez y parece desilusionarse un poco. Como antes en mi despacho, susurra nuevamente:

—Todavía es pronto, claro. Muy pronto. Yo se lo pasaré al JEME.

Y con el papel en la mano, sorteando a los hombres que de pie, bocadillo en mano, intentan alimentarse un poco de cara a las horas que se avecinan, se introduce decidido en el santa santorun del Ejército español.

De nuevo en mi despacho, recibo una sorprendente llamada. Un teniente coronel del Cuarto Militar de la Casa Real, que parece ser ha recibido información parcial sobre lo que esta ocurriendo en el Cuartel General del Ejército a través de algún canal reservado de Inteligencia, quiere datos precisos sobre la reunión de alto nivel que allí se está celebrando: autoridad que la ha convocado, participantes, orden del día, medidas extraordinarias adoptadas… Reacciono de inmediato. Le contestó que no estoy autorizado para facilitarle semejante información. Después le aconsejo que se dirija a la División de Inteligencia del EME para obtenerla y sin mayores explicaciones cuelgo el aparato. «Con el rey hemos topado. No seré yo quien se vaya de la lengua en un momento como éste», mascullo para mis adentros. Además, soy consciente de que la Casa Real, que mantiene un contacto permanente con los servicios secretos castrenses, del Estado, de la Policía y de la Guardia Civil, está ya al tanto de lo que ocurre en la plaza de la Cibeles de Madrid. Otra cosa será que se atreva o no a intervenir. El que no podrá hacerlo, estoy seguro, será el Gobierno de Adolfo Suárez, quien, nuevamente «puenteado» por todos sus subordinados militares, no se enterará de nada.

Desde las 22 a las 24 horas me dedico, sin perder un segundo, a la monótona tarea de confeccionar partes de novedades electorales. Todo lo que la televisión, las radios más importantes del país y del extranjero, los teletipos, los teléfonos (de mi despacho y de los dos auxiliares) dejan caer en mis oídos, mis ojos y mi mesa, queda automáticamente reflejado en los folios de mi carpeta de órdenes. Resumo con rapidez datos, rumores, noticias más o menos contrastadas, pronósticos, comentarios... Los agrupo por grados de fiabilidad: de mayor a menor. A medida que pasan las horas, algunas cifras, muy pocas, van pasando a los primeros puestos; pero, en general, soy escéptico. No quiero pillarme los dedos y, además, el tiempo trabaja a favor de la sensatez. Si llegamos al amanecer sin que algo irreparable se allá producido, habrá muchas menos probabilidades de que ese «algo» tenga lugar a lo largo del nuevo 16-J; por muy desfavorables que hayan resultado las urnas.

El general «G-2» no se separa ni un solo instante de mi lado. Sólo al dar las medias horas, con el último parte redactado a mano, abandona mi despacho y se va al del JEME. Regresa a los pocos minutos y vuelta a empezar. Una y otra vez. Él no colabora mucho en la redacción de los informes. Bastante nervioso, se limita a escuchar la radio y la televisión, y a hacer comentarios en voz baja. Pero, por lo menos, respeta mi labor. Los datos no llegan, obviamente, con la rapidez deseada por el mando y algunos partes se repiten. Sin embargo, procuro siempre que algo nuevo, un juicio personal o un comentario, desarrollen el anterior.

El parte de las doce de la noche es bastante más amplio que los precedentes. Recoge ya algunos datos fiables, aunque todavía incompletos. La UCD aparece en primera posición con un numero de sufragios favorables en torno al 30% y tendencia a estabilizarse; la derecha de Fraga, semihundida, no llega al 7% y con tendencia a la baja; los socialistas del PSOE se sitúan alrededor del 18% de los votos emitidos, y los comunistas, muy cerca del 13%, con tendencia a una ligera subida en algunos de sus feudos tradicionales. Nada preocupante de momento, aunque estos primeros resultados oficiosos se apartan bastante de lo pronósticos oficiales, que asignaban una casi segura mayoría absoluta a la coalición liderada por Adolfo Suárez, unos buenos resultados al partido de Manuel Fraga y un techo sensiblemente menor a las formaciones tradicionales de la izquierda.

Esta vez, el general de Inteligencia no vuelve enseguida de su entrevista con el JEME. Sobre las doce y veinte me llama por teléfono y me comunica que está reunido con el general Vega y con los demás generales del Cuartel General. No cree que la reunión termine antes de las doce y media, por lo que si a esa hora no ha regresado, deberé personarme en la misma con los últimos informes. Efectivamente, el «G-2» no aparece a las doce y media, y un manto de silencio envuelve a esa hora pasillos y despachos. La actividad en Estado Mayor del Ejército parece haber decaído espectacularmente en los últimos minutos, como si la hora mágica de la media noche, por un lado, y la secreta reunión de alto nivel que tiene lugar en el despacho del jefe del Ejército, por otro, hubieran invitado a oficiales, suboficiales y soldados a dar por finalizada, por lo menos aparentemente, su jornada laboral.

Espero unos minutos más y con un par de télex recién descifrados, procedentes de dos importantes capitanías generales, encamino mis pasos hacia el despacho del general Vega. A unos tres o cuatro metros de la amplia entrada a la oficina de Ayudantes del JEME la sorpresa me obliga a quedarme quieto. Poco a poco mi rostro se relaja en una sonrisa: el pelotón de soldados en uniforme de campaña que montaban guardia en la puerta duermen plácidamente en el suelo, en atípica formación, y con los fusiles de asalto pegados a sus cuerpos. Paso por encima de ellos sin dejar de sonreír. Casi río abiertamente cuando, atravesado el corpóreo obstáculo, saludo con un «Buenas noches» a los dos jefes ayudantes que, solos en la madrugada, permanecen sentados impecablemente en sus sillas, como si en esos momentos el reloj marcara las once de la mañana.

Intuyendo mi sorpresa por lo que acabo de ver el teniente coronel ayudante inicia una justificación:

—El JEME, ante la larga noche que nos espera, ha autorizado a los soldados de la escolta a sentarse en la puerta. A los pocos minutos estaban durmiendo. Están mejor así.

No tengo nada que objetar, por supuesto, pero las preguntas que me formulo a mí mismo son obvias: «¿Qué hacen una decena de soldados armados durmiendo en la puerta del puesto de mando del jefe del Ejército de Tierra a la una de la madrugada del 16 de junio de 1977, escasas horas después del cierre de los colegios electorales en la primera llamada a las urnas tras cuarenta años de dictadura? ¿De qué peligro defienden a su amo y señor? ¿Por qué han sido llamados a este servicio armado cuando a pocos metros de distancia, en las compañías de la Agrupación de Tropas del Cuartel General, más de mil hombres permanecen acuartelados? ¿Entra dentro de los planes del JEME ausentarse próximamente de su puesto de mando y necesita para ello una fuerte escolta personal?»

No lo comprendo, la verdad. Pero a estos interrogantes seguirán otros en la larga noche que nos espera. Pido permiso al teniente coronel ayudante para entrar directamente al despacho del JEME. Abro la pesada puerta que separa la oficina de Ayudantes del amplio despacho del jefe operativo del Ejército. En voz alta solicito autorización para entrar en él. El batiburrillo imperante en su interior casi me impide oír la rápida invitación del JEME para que pase. Reacciono. Sorteando las inmóviles figuras que de pie departen entre sí, me acerco a la mesa de operaciones donde el general Vega y dos de sus colaboradores más cercanos (a uno de ellos lo reconozco enseguida como el general «G-2») charlan en voz muy baja, inclinados sobre papeles y mapas. Me presento de manera reglamentaria. El JEME se levanta visiblemente complacido por mi presencia y me tiende la mano.

—¿Cómo va todo, comandante? —me pregunta—. ¿Alguna novedad? ¿Datos concretos?

—Sin novedad, mi general. Traigo datos contrastados, pero en porcentajes todavía no significativos —le contesto mientras le entrego el informe de las 00:30 horas.

El jefe del Ejército se vuelve hacia la mesa y coge unos papeles que tiene sobre ella. El general «G-2» se acerca a él con otros parecidos. De pie, a mi lado, los dos confrontan mis números con los suyos, recibidos sin duda a través de la División de Inteligencia. Ponen buena cara; los números parecen coincidir y no son preocupantes. Me da la impresión de que ambos se relajan bastante con este rápido chequeo electoral.

El jefe del Ejército se dirige de nuevo a mí:

—Gracias, comandante, vuelve en cuanto tengas algo nuevo. El general jefe de Inteligencia va a permanecer conmigo hasta que haya algo oficial. Si se produce una novedad importante, quiero saberla al segundo.

Salgo del despacho de Ayudantes, pasando otra vez por encima de los cuerpos de los soldados que duermen en el pasillo. Ninguno se ha movido de su sitio y ninguno ha soltado su Cetme. «¡Pobres muchachos, obligados a ser soldados contra su voluntad!», pienso. Son casi protagonistas de una historia que ellos seguramente ni siquiera saben que están viviendo. Por eso nunca podrán contar a nadie que la transición política española, la mágica, la increíble, la exportable transición española, estuvo durante bastantes horas de un día de junio de 1977 en el punto de mira del Ejército al que ellos pertenecían por culpa de la «mili» forzosa.

Mis constantes paseos al despacho del JEME continuaron durante toda la noche. Los centinelas siguieron durmiendo beatíficamente en el pasillo; los generales allí reunidos continuaron durante bastantes horas arropando a su jefe entre canapés, cafés bien cargados y alguna que otra cervecilla; los ayudantes estuvieron impertérritos en sus puestos, con el retrato de Franco enfrente de sus ojos; y el todopoderoso JEME, el hombre que podía cambiar la historia de España en cualquier segundo de aquella pesada noche electoral, no paró de acumular informes, partes, télex y telefonemas, con la moral muy alta e inasequible al desaliento.

A las seis de la mañana, con datos ya fiables y seguros sobre el triunfo (aunque no por mayoría absoluta) de la UCD, el hundimiento de Fraga con su Alianza Popular y los moderados resultados del PSOE y del PCE (más importantes, no obstante, de lo que deseaban los jerarcas castrenses reunidos en Madrid alrededor de su jefe), después de una exhaustiva ronda de contactos con todas las capitanías generales que llevé personalmente, el JEME ordenó desmontar el operativo instalado en su despacho y en el mío. Los «guardias de corps» de la puerta de Ayudantes, fueron despertados amablemente por el sargento que los mandaba y que controlaba sus sueño desde un sillón estratégicamente situado en el pasillo; la alerta máxima en la que permanecían los mil soldados de la Agrupación de Tropas del Cuartel General fue desactivada; la orden de «prevención para la acción», cursada reservadamente en las primeras horas de la mañana a las principales Unidades operativas de Madrid: Brigada Paracaidista, División Acorazada, Caballería... etc., etc., fue anulada; los generales de las divisiones del Estado Mayor, del Mando Superior de Personal, de Apoyo Logístico del Ejército, de la Capitanía General de Madrid, de las grandes Unidades de la capital... abandonaron el palacio de Buenavista en pocos minutos a bordo de sus coches oficiales. El JEME, agradeciendo los servicios prestados a todo el mundo, se retiró visiblemente cansado a su pabellón del palacio. El inquieto «G-2» todavía tuvo energía personal suficiente como para, sobre mi mesa, tomar bastantes apuntes finales, y darme un abrazo de compañero y amigo antes de despedirse. El oficial de cifra y mis dos auxiliares directos (oficial y suboficial), con evidente profesionalidad, me pidieron instrucciones para el resto de la noche; proposición que yo, en aquellos momentos y en mi fuero interno, tomé como un autentico sarcasmo.

Así terminó la peculiar, y sin duda harto peligrosa, reunión de la cúpula militar del Ejército de Tierra español en la tarde/noche del 15 de junio de 1977, primer día electoral en este país después de cuarenta años de dictadura. Fue el segundo momento especialmente difícil de la transición española a la democracia y el segundo pulso de los generales franquistas a su jefe supremo, el rey Juan Carlos, quien de nuevo en esta nueva ocasión, a pesar de recibir información precisa y en tiempo real de todo lo que estaba ocurriendo en el despacho del jefe operativo del Ejército, optaría otra vez por no actuar, por callar, otorgar y dejar hacer; consiguiendo con ello de nuevo el éxito gracias sobre todo al pueblo español, que acudió a las urnas con gran serenidad y prudencia, después de tantos años de no poder hacerlo.

Pero a pesar de este triunfo, todavía tendría que enfrentar el heredero de Franco algunos importantes retos futuros por parte del antiguo poder castrense franquista, tal como la conspiración que en su contra empezaría a tejerse en el otoño de 1980 y que amenazó con hacer saltar todo el tinglado por los aires. Y para contrarrestar la cual (la peligrosísima Conjura de mayo que da título al presente libro) esta vez sí que actuaría, desde bastidores como siempre, saltándose a la torera la Constitución y las leyes, y autorizando así una chapucera maniobra palaciega (a cargo de sus cortesanos militares) que le saldría aparentemente mal, pero que, curiosamente, reforzaría su poder y predicamento entre unos incautos ciudadanos españoles que desconocían (y en gran medida todavía desconocen a día de hoy) los entresijos de tan nefasta operación real: la popularmente conocida desde entonces como «23-F». Hablamos de algo muy grave, desde luego, y cuyas responsabilidades políticas e históricas todavía no ha pagado el Borbón porque, haciendo gala de unos muy buenos reflejos personales, las derivaría a sus colaboradores más cercanos, enviándolos a la cárcel durante treinta años.

 

 

Contemplados con todo detalle en las páginas anteriores los dos importantes y graves episodios del inicio de la transición española que acabo de relatar, ha debido quedar ya muy claro para el lector que, aún después del indudable éxito que para el nuevo régimen monárquico supuso la legalización del Partido Comunista de España y la ejemplar y cívica respuesta electoral del pueblo español tras cuarenta años de dictadura, la relación entre el nuevo rey y las Fuerzas Armadas había entrado en una indeseable fase de prevención y mutuo recelo, algo que en sí que no auguraba nada bueno para el futuro. Ello sin que, por el momento, la cosa trascendiera a la opinión pública más allá de algunos medios de comunicación especialmente conocedores de los entresijos castrenses de nuestro país.

Pero esta especial situación, que como acabamos de ver tenía su origen en la ya comentada Semana Santa de 1977 en la que el presidente Suárez se atrevió a dar carta de naturaleza electoral a los discípulos de Santiago Carrillo, tomaría un nuevo sesgo, mucho más preocupante para todos, a partir de la semiclandestina reunión de Játiva de septiembre de ese mismo año. En ella la cúpula del franquismo militar español, ante la pasividad a la que de momento le condenaban los acontecimientos, decidió al unísono vigilar muy de cerca el proceso democratizador español en marcha para evitar en el futuro cualquier desviación del camino pactado. Tras este «cónclave» castrense, bajo todos los puntos de vista ilegal y antirreglamentario, y al que acudieron la mayor parte de capitanes generales en activo (entre ellos Milans del Bosch) y otros muchos en la reserva, tomaría ya cuerpo y se extendería como la pólvora por cuarteles generales, estados mayores y unidades operativas toda la inquietud y todo el desasosiego de un Ejército que se sentía arrinconado y traicionado por su propio comandante en jefe: el rey. Ese malestar y ese desasosiego se concretaron enseguida en algo tangible, organizado y con poder real dentro de la propia Institución.

La democracia española quedaría pues internada, a partir de esta última fecha, en una especie de UVI política en la que todo el complejo sistema de mantenimiento de su vida estaría permanentemente sometido al subjetivo análisis de un pequeño grupo de «salvadores de la patria» vestidos de uniforme; grupo «mafioso» que, en el momento más inesperado, podría ordenar la desconexión del enmarañado manojo de cables, tubos clínicos y monitores de control que componían ese sistema de mantenimiento si, sobre la base de su interesado criterio, los supuestos intereses de la patria recomendaban la muerte eutanásica de la enferma.

Adolfo Suárez, que en su momento tuvo puntual conocimiento de la subversiva jornada de Játiva (en el Ejército llego la información hasta los más modestos escalones), no reaccionó con la prontitud y autoridad necesarias, convirtiéndose así por dejación en una especie de rehén político en manos del poder militar que, poco a poco y en la sombra, le iba a ir comiendo el espacio de maniobra del que había disfrutado hasta entonces e, incluso, la confianza regia y el apoyo de los demás partidos políticos y del suyo propio. Un poder militar que terminaría finalmente con él en los últimos días de enero de 1981.

Así pues, la transición política emprendida en España tras la muerte de Franco, entró en septiembre de 1977, tras la legalización del PCE y las primeras elecciones libres del 15 de junio (pero, sobre todo, después de la recién comentada reunión de jerarcas militares celebrada en Játiva), en una fase clarísima de vigilancia existencial a cargo del Ejército. Resultaba sumamente diáfano que éste no estaba dispuesto a permitir otra «traición» de su jefe supremo, ni a que se torciera el rumbo pactado con él y con las principales fuerzas democráticas autorizadas al juego político, siempre que no cuestionaran las esencias irrenunciables de la patria garantizadas por el Caudillo del régimen anterior: unidad entre los hombres y las tierras que la conformaban, unidad de destino en lo universal, nacional-catolicismo, valores morales tradicionales, familia... y también (aunque esto no se dijera), capitalismo sangrante y rampante, sindicalismo domesticado, dominio de las oligarquías, etc., etc.

Pero para entender el misterio que durante tantos años ha representado el revulsivo político-militar-institucional acaecido en España el 23 de febrero de 1981, es necesario sacar cuanto antes a la superficie del relato el conglomerado de conspiraciones o golpes cívico-militares que empezaron a gestarse en este país tras el verano del año anterior. Después de más de un cuarto de siglo de analizar múltiples informes secretos de los Servicios de Inteligencia de aquella época, de recabar centenares de testimonios personales directos de numerosos compañeros de las FAS y de sintetizar toda la confusa información que durante todo ese tiempo ha ido llegando a mis manos procedente en su mayoría de los Estados Mayores de las Unidades operativas que intervinieron de una u otra forma en aquel evento, puedo entrar a diseñar, sin temor a equivocarme, lo que era el «mapa golpista» español a punto de comenzar el fatídico año 1981:

 

  1. GOLPE DURO A LA TURCA

Su nacimiento o sus orígenes hay que buscarlos en la ya comentada reunión de Játiva de septiembre de 1977, donde la cúpula militar, después de la legalización del Partido Comunista (9 de abril) y de las primeras elecciones democráticas (15 de junio), sienta las bases (su peculiar doctrina golpista salvadora de la patria en peligro) para un eventual frenazo a la transición política española en el momento que considere más oportuno. A aquella reunión asistieron, entre otros, los generales De Santiago, Milans del Bosch, Álvarez-Arenas, Pita da Veiga (éste, vicealmirante), Prada Canillas, Coloma Gallegos... Ese «espíritu de Játiva» no se perdería ya en los meses y años siguientes; antes al contrario, se afianzaría y fortalecería con el aporte ideológico de la trama civil (el aparato franquista todavía muy importante en aquellos momentos) y su entramado periodístico y de propaganda.

Este movimiento involucionista, el más importante y peligroso de todos los que intentaban abrirse camino en la atormentada España del otoño de 1980, recibe nuevos bríos e ideas operativas con el golpe de Estado en Turquía (septiembre de 1980), plasmado por el coronel Quintero, agregado militar en Ankara, en su ya famoso Informe de noviembre de ese mismo año. De ahí que haya sido bautizado con el sobrenombre de «golpe a la turca», aunque también se le conoció inicialmente como «Operativo Almendros» (pseudónimo con el que publicaba sus arengas panfletarias en el periódico El Alcázar) o «golpe de los capitanes generales».

En algunos textos, investigaciones e incluso informes reservados de los servicios de Inteligencia del Estado (Panorámica de las operaciones en marcha, CESID, noviembre de 1980) se habla de un «golpe de los coroneles», independiente de la trama general que estudiamos. No es exacta la información. El movimiento de los coroneles existía, desde luego, con la mayoría de sus componentes localizados en el Estado Mayor del Ejército y Estados Mayores de capitanías generales, pero más bien como colectivo auxiliar y pensante desde el punto de vista ideológico y de la planificación operativa, subordinado totalmente a la autoridad de la «cúpula de Játiva», en cuyo marco trabajaba tanto en el campo legal y reglamentario como en ilegal o subversivo.

Bien es cierto que algunos de los personajes integrados en este grupo de altos oficiales tenían suficiente personalidad y luz propia como para brillar por sí mismos en el universo golpista y poder encabezar en su día algún eventual asalto táctico contra el sistema; pero en el complejo mundo político-militar español de finales del año 1980 y principios de 1981 se necesitaba mucho poder dentro del Ejército (a nivel político, orgánico u operativo) para poder pensar en serio en algo capaz de reconducir la situación política o, más radicalmente aún, de retrotraerla a 1975.

Así, algunos coroneles y tenientes coroneles que parecían trabajar «por libre» para actuar en su momento, en realidad lo hacían dentro del staff o núcleo técnico del macro golpe duro o «a la turca» que contemplamos (la denominada por mí Conjura de mayo, y que va a constituir la almendra del presente libro), cuyo objetivo inmediato era la aniquilación de la monarquía instaurada por Franco, la asunción del poder político por parte de las Fuerzas Armadas y, con ello, la vuelta al franquismo puro y duro.

En su cúpula militar figuraron desde el principio dos clases de jefes militares: generales de gran prestigio e importante currículo profesional, ya en la reserva, como los tenientes generales De Santiago, Álvarez-Arenas, Cabezas Calahorra, vicealmirante Pita da Veiga, general de División Iniesta Cano, general de Brigada Cano Portal... y otros en activo, con mando de capitanía general, como Elícegui Prieto, Merry Gordon, Campano, González del Yerro, Fernández Posse, Manuel de la Torre, etc.; algunos de los cuales todavía no habían dado su placet definitivo a lo que se preparaba, pero colaboraban activamente en su planificación a nivel reservado.

El aparato político (por mucho que en medios de comunicación y en libros se haya especulado con que este aparato civil era fundamental en el conjunto de la trama y el que planificó en definitiva la operación) tenía escaso poder real y estaba compuesto por un número importante de personas pertenecientes a la Confederación Nacional de Combatientes y a la organización político-sindical del antiguo Régimen.

Dentro del aparato periodístico y de propaganda del movimiento que estudiamos habría que citar a periódicos o revistas como El Alcázar, El Imparcial, El Heraldo español, Fuerza Nueva, etc, etc. Todos ellos se alineaban dentro de lo que vino a denominarse «Colectivo Almendros», que trascendió a la opinión pública después de una reunión celebrada el 19 de noviembre de 1980 en un piso sito en la calle San Romualdo número 26 de Madrid, presidida por José Antonio Girón de Velasco, y la que asistió un nutrido grupo de representantes de la Confederación Nacional de Combatientes y periodistas de El Alcázar. Un mes antes, el 17 de octubre, ya se había producido otra importante cita de la trama civil del movimiento en una vivienda de la calle Islas Filipinas, a la que habían concurrido una treintena de personas.

Todo este conglomerado político-militar, cuyo liderazgo ostentaba, por lo menos en los campo ideológico y moral, el teniente general en la reserva De Santiago y Díaz de Mendivil, trataba por todos los medios de atraer a su seno a la totalidad de tenientes generales en activo con mando de región militar (los hombres con verdadero poder fáctico), teniendo fijada en principio su fecha probable de actuación para la primavera de 1981 (más tarde los medios de información militar se atreverían a precisar el día exacto: el 2 de mayo de ese año), dato importantísimo que no se molestaban en ocultar sus órganos de expresión periodística: «cuando los almendros florezcan...»; «cuando vuelva a reír la primavera...»

En resumen, este golpe «duro a la turca», en planificación adelantada a últimos de enero de 1981, contaba con una importante trama militar, un aceptable apoyo civil e ideológico, era de corte totalmente franquista y aspiraba a mover hacia atrás, como en una moviola, la vida del país. Hasta 1936, para ser exactos.

 

  1. GOLPE «PRIMORRIVERISTA» DE MILANS

Desgajado del anterior por las ideas férreamente monárquicas del general Milans del Bosch, toma carta de naturaleza a partir de mediados de 1980. Milans acude en septiembre de 1977 a la reunión de Játiva y es, por lo tanto, «socio fundador» del gran movimiento franquista que se pone en marcha desde ese momento. Pero no está de acuerdo en prescindir del rey. Desde meses atrás, desde el 9 de abril de ese mismo año («Sábado Santo rojo») no había dejado de acariciar la idea de una acción contundente del Ejército para modificar en ciento ochenta grados el rumbo político del país, siempre respetando la institución monárquica. En aquella ocasión, a pesar de tener todas las bazas en su mano al estar al mando de la unidad operativa más poderosa del Ejército español (la División Acorazada Brunete n.º 1), no se atrevió, tras las sutiles recomendaciones del rey que ya conocemos, a dar el gran salto hacia adelante. Después de Játiva, impulsó decididamente una acción fuerte y coordinada contra la nueva democracia española, pero dejando siempre bien patente su oposición a una hipotética república presidencialista aunque ésta fuera dirigida por un militar. Su pensamiento aparece muy claro en los círculos de la conspiración: el Ejército debe «salvar» a la patria una vez más, pero con la efigie del monarca elegido por Franco presidiendo las salas de banderas.

En el verano de 1980, Milans encarga a Tejero el asalto al Congreso de los Diputados (más bien acepta los planteamientos de éste sobre dicha acción), fundiendo en el suyo el «golpe de mano de los espontáneos» (Tejero e Inestrillas) de la antigua »Operación Galaxia». El general buscaba una acción espectacular contra el sistema como punto de partida de las medidas a tomar por el Ejército en su momento, y al tener conocimiento, a través de sus enlaces en Madrid, de la contumacia golpista de Tejero y de sus preparativos para relanzar la desmantelada operación de noviembre de 1978, ocupando ahora el Congreso de los Diputados en lugar de La Moncloa, no dudó en darle luz verde para que completase la planificación de tan arriesgada acción con vistas a ponerla en práctica cuando él así lo ordenara.

 

D) GOLPE DE “LOS ESPONTÁNEOS”

Llamado también «golpe primario» por el CESID y los Servicios de Inteligencia Militar, salió a la luz pública en noviembre de 1978 al desmantelar la policía la «Operación Galaxia», denominada así por ser en la cafetería madrileña del mismo nombre donde sus dos principales promotores, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el comandante del Ejército destinado en la Policía Nacional, Ricardo Sáenz de Inestrillas, planificaban sus acciones.

Estos militares pretendían, antes de que en España se votase la Constitución, asaltar el palacio de La Moncloa mediante una acción espectacular (al estilo de la realizada en Nicaragua por Edén Pastora, el Comandante Cero) para secuestrar al Gobierno en pleno y provocar con ello una reacción en cadena dentro del Ejército, muy sensibilizado por aquellas fechas. Contaban para ello con tres centenares de guardias civiles y policías, mandados por algunas decenas de oficiales y suboficiales de plena confianza.

La detención y posterior procesamiento en consejo de guerra de ambos implicados, que se saldó por presiones corporativas con unos pocos meses de condena testimonial, no lograron, más bien al contrario, paralizar los planes golpistas de este reducido colectivo desestabilizador. Es más, a lo largo de los años 1979 y 1980 siguió conspirando con la idea de llevar adelante sus esperpénticos deseos.

El teniente coronel Tejero, sobre la base de rudimentarios análisis de los planes estratégicos del general Mola para ocupar Madrid en 1936, y también, sin duda, obedeciendo a irrefrenables deseos de protagonismo personal y a ancestrales resabios del estamento castrense española, presto a humillar y meter en cintura a los políticos en cuanto la ocasión se presentara favorable (dentro de los escasos períodos democráticos que ha disfrutado a lo largo de la historia este bendito país), decidió preparar, sin prisas pero con determinación absoluta de llevarlo a cabo en el medio plazo, algo tan sonado o más que lo del palacio de La Moncloa: asaltar el Congreso de los Diputados y encerrar entre sus muros al Gobierno y a los tres centenares largos de diputados. Como todos sabemos, lograría por fin ejecutar semejante acción el día 23 de febrero de 1981, pero no de una forma autónoma y como jefe supremo de lo operación. Captado por el general Milans del Bosch en julio de 1980 para su golpe «primorriverista», fue este impetuoso jefe de la Guardia Civil el que con su rocambolesca entrada en el hemiciclo del Congreso, pistola en mano y al son de burdos gritos cuarteleros, desbarató los sofisticados designios de un numeroso grupo de políticos y militares que habían previsto un 23-F muy distinto del que vivimos.

 

D) «SOLUCIÓN ARMADA»

Planificada por el general Armada, asumida por el rey Juan Carlos, consultada y después aceptada por la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor) y por los principales partidos políticos del arco parlamentario español de la época (PSOE, sector crítico de la UCD, PCE...) nace con la finalidad de desactivar el grave peligro militar que se cierne sobre la Corona y la democracia españolas a mediados del año 1980, reconduciendo la situación política hacia un Gobierno de coalición o de concentración presidido por un alto militar de prestigio.

Los planes en marcha contemplaban el máximo respeto posible a la Constitución y a las normas democráticas vigentes en España y consistían, en esencia, en que inmediatamente después de la previsible dimisión de Adolfo Suárez (en cuya consecución se trabajaría coordinadamente en aras de buscar una rápida solución a la crisis), el rey, en uso de sus atribuciones constitucionales, presentaría al Congreso una reconocida personalidad de las Fuerzas Armadas, de talante abierto y conciliador, que obtuviera de inmediato el respaldo suficiente de la Cámara como futuro presidente de un Gobierno de concentración o salvación nacional.

Armada, hombre de la máxima confianza del monarca, empieza a mover los hilos de esta solución político-militar a partir del verano de 1980. Patrocina contactos con conocidos dirigentes políticos de UCD (sector crítico), del PSOE, de Alianza Popular, del PCE... y, por supuesto, con generales de la cúpula militar fieles a la monarquía, incluido el capitán general de Valencia, Milans del Bosch. Armada conoce muy bien tanto lo que prepara el grupo de tenientes generales contrarios al sistema (el golpe duro o «a la turca»), como la variante involucionista auspiciada por este general monárquico de tradición familiar proclive a la asonada.

Sabe mucho también del profundo malestar reinante en el Ejército a través de sus estrechos contactos con el CESID, la JUJEM y Servicios de Inteligencia de los tres cuarteles generales de las Fuerzas Armadas. Mantiene puntualmente informado de todo ello a La Zarzuela, de la que obtiene su plena confianza para, «respetando todo lo posible» los cauces constitucionales, poner en marcha una solución política capaz de frenar en seco o desactivar de una manera importante los graves pronunciamientos en preparación, sobre todo el previsto para la primavera, satisfaciendo, de paso, las «comprensibles» aspiraciones de las Fuerzas Armadas.

Para adelantarse a las maniobras involucionistas, Alfonso Armada decide poner en ejecución su plan a mediados del mes de marzo de 1981. Concretamente baraja en su mente una fecha: el día 21 de ese mes. Día «D» que, posteriormente, por recomendaciones de los Servicios de Inteligencia del Estado, que siguen de cerca la planificación del movimiento sedicioso de los capitanes generales franquistas contrarios al sistema, adelantará al 23 de febrero (el famosísimo 23-F de nuestra reciente historia). Con resultado, como todos conocemos, ciertamente negativo para su persona aunque no, desde luego, para la de su regio mentor, el rey Juan Carlos, que salvará con su chapucera puesta en escena su régimen, su Corona y hasta su propia vida.

 

 

 

Capítulo tres

 

El golpe duro de los capitanes generales franquistas

 

Un nuevo «Alzamiento Nacional» en plena transición democrática, esta vez en mayo y contra la Corona. «El rey es un traidor, lo fusilamos y en paz». El «Plan Móstoles» (Plan Mola II): Madrid, de nuevo primer objetivo estratégico. General Elícegui: «Esta vez la capital debe caer la primera y sin disparar un solo tiro». Los príncipes de la milicia buscan un nuevo Franco. «Sólo Milans del Bosch puede liderar esto».

 

Presentados en el capítulo anterior los distintos movimientos involucionistas que empezaron a gestarse en España a principios del otoño de 1980, con su poder militar real, vamos a intentar analizar ahora, en toda su preocupante dimensión, el oscuro vertebramiento y el desarrollo planificador del primero y más importante de ellos, el que preparaban los generales franquistas más radicales del Ejército de Tierra español, la mayoría de ellos encumbrados en lo más alto de su organigrama.

Nacido en la ciudad valenciana de Játiva en septiembre de 1977, en la fecha que acabo de señalar (primeros de octubre de 1980) se encaminaba ya decididamente hacia el golpe militar puro y duro, hacia un nuevo y espeluznante «Alzamiento Nacional» de nuevo cuño, con la vista puesta en frenar como fuera la aventura democrática emprendida por la monarquía juancarlista y en instaurar de nuevo en este país una dictadura castrense similar a la puesta en marcha en el pasado por su añorado Caudillo. Y de paso, castigar duramente a su titular, el rey Juan Carlos I, que no sólo no había sabido dar continuidad a la magistral obra de aquél sino que se había permitido traicionar su legado y su testamento político.

Una conjura franquista castrense en toda regla (de la que este historiador tuvo personal referencia por razones de su cargo al recibir profusa información, que en su día puso a disposición del alto mando militar, y que va a salir a la luz pública por primera vez en el presente capítulo, constituyendo en sí la almendra del libro) que iría adquiriendo fuerza y apoyos a lo largo de todo el otoño de 1980. Fue la que finalmente acabaría decantándose en un proyecto claro y preciso de golpe militar contra la democracia y la Corona, planificado hasta en sus más nimios detalles operativos. Aunque, afortunadamente, su ejecución sería poco a poco pospuesta por sus promotores hasta la primavera del año siguiente (la fecha finalmente decidida se fijó en el 2 de mayo de 1981) ante la atrevida y esperanzadora posición adoptada por el grupo más moderado y aperturista del Ejército español que, fiel a la nueva monarquía y al recién nacido régimen parlamentario, aceptaba de buen grado, aunque con carácter temporal, un cierto cambio de rumbo político, un «golpe de timón» institucional que aliviara la grave situación por la que atravesaba el país. La escenificación última de este cambio, de esta corrección de rumbo, de este paso atrás de los demócratas para coger fuerzas, terminaría sin embargo en un auténtico fiasco, en una impresentable chapuza, el 23 de febrero de 1981; aunque, eso sí, supondría una conmoción social y política de tal envergadura que pondría a salvo de una vez por todas a la por entonces débil y vigilada democracia española.

En el inicio del otoño de 1980 la temperatura de la institución castrense española era tan elevada, la fiebre corporativa en la misma era de tal intensidad, que casi me atrevería a asegurar que sobrepasaba en algunos grados la que, según testimonios relevantes de la historia, sufría la misma corporación allá por la primavera de 1936. Además, ese estado febril colectivo de los militares españoles obedecía a causas muy parecidas a las de entonces: frustración generalizada (a nivel personal y corporativo), escalada terrorista (más de 120 asesinatos en lo que iba de año), peligro de desmembración de la patria, delincuencia incontrolada, debilidad del Gobierno, situación económica preocupante... Eran causas reales unas, imaginarias o desenfocadas otras, pero percibidas en la peor de sus dimensiones por unos altos mandos de ideología totalmente franquista, nostálgicos de un caudillaje carismático ya fenecido, y nada dispuestos a entregar la aplastante victoria militar conseguida en la «cruzada» de 1936-1939 a los enemigos de antaño.

En ese estado de angustia colectiva empezaron a circular por los cuarteles, y con gran permisividad por parte de los altos mandos, toda suerte de panfletos en los que con total desfachatez se propalaba la idea de que el barco de la patria peligraba, necesitaba enderezar su rumbo con toda urgencia, y que para ello, era absolutamente prioritario cambiar de capitán, ya que el que lo venía dirigiendo en los últimos años era incapaz de llevarlo a buen puerto en un clima tan enrarecido y difícil. La hostilidad castrense contra Adolfo Suárez, que vio la luz en las altas esferas del poder militar aquél Sábado Santo de 1977 en el que legalizó al PCE de Santiago Carrillo, empezaba a llegar, incluso por vía jerárquica, a las salas de oficiales y suboficiales de Unidades y Estados Mayores. Resultaba meridianamente claro en esos momentos para los profesionales mejor informados de las Fuerzas Armadas que los generales con más poder, los tenientes generales con mando de Región Militar, estaban consiguiendo poner a la disciplinada clase militar española a sus órdenes en contra del hombre que, con dificultades crecientes, gobernaba el país.

Las Fuerzas Armadas españolas, empezamos a verlo con claridad los que en puestos modestos pero de responsabilidad nos encontramos encuadrados en ellas en este importante otoño político de 1980, se preparaban nuevamente para intervenir en la historia; como tantas veces y de manera tan desafortunada hicieron a lo largo de los últimos ciento cincuenta años. Se palpaba en el ambiente, se veía venir, pero iba a ser muy difícil que alguien desde dentro de la Institución pudiera hacer algo por evitarlo. La disciplina prusiana todavía reinante en su seno, la ausencia de canales de expresión adecuados, la penuria económica y social de sus miembros, la endogamia, el autorreclutamiento... eran frenos demasiados potentes como para que alguien pudiera lanzarse a intentar parar lo que se avecinaba. Como el monstruo dormido que huele el peligro, la envejecida máquina militar española parecía dispuesta, otra vez, a lanzar su terrible zarpa sobre un país asustado y expectante.

Todo este malestar del Ejército español, que en la época que estamos comentando (otoño de 1980) empezaba a emerger con fuerza pero que aún no llegaba en toda su preocupante dimensión a los medios de comunicación y a la opinión pública española, tenía su origen en la ya tantas veces comentada Semana Santa de 1977 en la que el presidente Suárez legalizó el PCE de Carrillo, pero sería en la semiclandestina reunión de Játiva de septiembre de ese mismo año, en la que los tenientes generales franquistas decidieron al unísono vigilar de cerca el proceso político español y evitar en el futuro cualquier desviación del camino pactado, cuando se concretaría esa inquietud y ese desasosiego castrense en algo organizado y con poder real dentro de la propia Institución.

Adolfo Suárez que, aunque era continuamente «puenteado» por los servicios secretos castrenses, tuvo puntual conocimiento de la subversiva jornada de Játiva (en el Ejército llego la información hasta los más modestos escalones), no reaccionó con la prontitud y autoridad necesarias, convirtiéndose así en una especie de rehén político en manos del poder militar que, poco a poco y en la sombra, le iba a ir comiendo el espacio de maniobra del que había disfrutado hasta entonces e, incluso, la confianza del rey y el apoyo de los demás partidos políticos y del suyo propio. Un poder militar que terminaría finalmente con él en los últimos días de enero de 1981.

En los últimos días de septiembre de 1980 tendré personal y puntual referencia de la peligrosa situación en la que se debate España en general y sus Fuerzas Armadas en particular al incorporarme a mi despacho de jefe de Estado Mayor de la Brigada de Infantería de Defensa del Territorio de la V Región militar (DOT V) después del paréntesis vacacional. Repentinamente soy convocado, con bastantes dosis de misterio, a una reunión de jefes de Cuerpo con el capitán general de la Región a celebrar unos días antes de que comiencen las fiestas del Pilar. La cita se hace telefónicamente por la Sección de Operaciones (G-3) de Capitanía General, ello sin que el general de la Brigada sepa nada y sin especificar orden del día alguno; sólo se hace referencia a unas posibles maniobras, no programadas, a realizar próximamente. Los generales de la guarnición, curiosamente, no han sido llamados al «cónclave» so pretexto de que se trata de una reunión previa a la decisión definitiva que, en caso de concretarse, se tramitará por los cauces habituales.

La convocatoria me parece totalmente atípica, tanto por la ausencia de los generales con mando en plaza (gobernador militar, jefe de la Brigada, jefe de Artillería...) como por el método empleado para anunciarla y la falta de temario previo. Sin embargo, tengo que reconocer que ni el general de la Brigada, ni yo mismo, le damos especial importancia puesto que ya en ocasiones anteriores los compañeros de Capitanía se habían saltado el orden jerárquico a la torera improvisando reuniones de trabajo directamente con los mandos intermedios de la guarnición.

El ambiente que se respira en la guarnición de Zaragoza, como en el resto del Ejército, en estos primeros días de octubre de 1980 es de tensión máxima y profundo malestar. En las salas de banderas no se habla de otra cosa que de terrorismo, de los últimos atentados de ETA (la mayoría de los cuales han tenido al Ejército y a la Guardia Civil como objetivos), de la «traición» de Adolfo Suárez y de su subordinado político-militar Gutiérrez Mellado, de la inminente desmembración de la patria a causa del separatismo, de la excesiva velocidad que se está imprimiendo al proceso democratizador, de la inseguridad ciudadana, de la crisis de UCD, de la debilidad de un Gobierno que parece haber perdido el norte... Además, en los círculos más conservadores, se expone sin tapujos el «cambio de chaqueta» del rey y de la encubierta operación en marcha para desmantelar lo que queda del antiguo Régimen.

En la prensa franquista, cuyo órgano emblemático, El Alcázar, no falta en ningún cuartel, junto al monárquico ABC, las denuncias contra tal estado de cosas se suceden a diario, alimentando así la frustración y el desasosiego de los uniformados. Se empieza a hablar y a escribir sobre el «Colectivo Almendros», que, con absoluto descaro, pone en letras de molde que algo grave sucederá en este país (en la patria en peligro) cuando en la próxima primavera los almendros se vistan de flor. Sin embargo, el ruido de sables en este otoño de 1980 que comienza no parece ser superior, por lo menos oído desde fuera, desde la calle, al nivel detectado en épocas recientes.

La cita con el capitán general, no obstante, dispara mi inquietud. Si la situación en los cuarteles es de preocupación pero de relativa calma (los «estados de opinión» recibidos a lo largo de las últimas semanas así lo atestiguan), las palabras de la primera autoridad regional castrense, el teniente general Elícegui Prieto, me sumergen desde el principio en un mar de dudas y malos augurios. Bien es cierto que yo había recibido abundante información, a su debido tiempo, sobre la famosa reunión de Játiva antes mencionada y en virtud de la cual la práctica totalidad de los «príncipes de la milicia» habían sellado un pacto no escrito contra el desmantelamiento del sistema político franquista. Conocía, por lo tanto, la aceptación del mismo por parte del general Elícegui y hasta su compromiso claro con las fuerzas más conservadoras del Ejército; pero no esperaba oír ni remotamente lo que con claridad meridiana escuché de sus labios junto a una veintena larga de coroneles y tenientes coroneles, jefes de Cuerpo de la V Región Militar.

A las doce en punto del día señalado (faltan muy pocas fechas para la emblemática jornada del 12 de octubre), nos encontramos el numeroso grupo de jefes de Unidad operativa en una espaciosa sala del viejo palacio que alberga a la Capitanía General de Aragón, en la plaza del mismo nombre de la capital maña. Preside el acto el general Elícegui y a su derecha se sitúa el general jefe del Estado Mayor. Después de los saludos de rigor y de una rápida ronda de intervenciones centrada en las últimas novedades ocurridas en las distintas unidades allí representadas, el general Elícegui toma la palabra y con voz tranquila y un profundo tono de dramatismo comienza a analizar la situación general del país. Sin detenerse demasiado en ningún aspecto concreto, ni siquiera en el terreno estrictamente militar, el capitán general va proyectando ante nuestros ojos una panorámica ciertamente preocupante: terrorismo, separatismo, degradación moral, inquietud social e institucional, pérdida de rumbo del Gobierno de la nación, peligro de nuevo enfrentamiento entre españoles, penuria económica... Compara, sin citarlo expresamente, el momento actual de España con aquel otro especialmente dramático de la primavera/verano de 1936, que desembocó en una «heroica cruzada» contra los enemigos de la patria. No se anda con rodeos. Nos espeta con rotundidad que quizás en los próximos meses los militares españoles debamos dar de nuevo un paso al frente para tratar de enderezar, con nuestro sacrificio, el peligroso rumbo por el que camina la nave del Estado. Debemos estar preparados por si la nación nos necesita otra vez y, si es así, ofrecer nuestras vidas como en años no excesivamente lejanos hicieron nuestros compañeros.

Los jefes militares que le escuchamos, sorprendidos e incrédulos, guardamos un profundo silencio. Nadie hace el menor comentario y nuestros cuerpos permanecen inmóviles, como estatuas de cera. Todos habíamos entrado a la reunión convencidos de que aquel momento era trascendente y que la cita, convocada de manera tan atípica, obedecía sin duda a un deseo de la primera autoridad regional de informarnos personalmente de alguna cuestión delicada relacionada con la inquietud que se vivía en los cuarteles, en la clase política y en la sociedad en general. Pero nadie alcanzó a prever que el general Elícegui se atreviera a plantear descaradamente ante sus jefes de Unidad la posibilidad real y concreta de una próxima intervención del Ejército en la política nacional.

El capitán general continúa con su exposición, pero quizá por nuestras caras de sorpresa y nuestro envaramiento corporal, intenta desdramatizar sus primeras palabras. Nos dice que, como todos sabemos, existe una gran preocupación en los altos mandos del Ejército por el momento político que vive el país, que esta preocupación se la han hecho llegar varias veces, por conducto reglamentario, tanto al presidente del Gobierno como a su majestad el rey; que a juicio del Consejo Superior del Ejército es urgente un «golpe de timón» que vuelva a situar a España en el buen camino; que se intentará por todos los medios que este cambio de rumbo, absolutamente imprescindible, se haga dentro del marco constitucional y respetando la monarquía instaurada por Franco; que no es intención del Ejército suplantar al poder civil, sino simplemente colaborar con él en el arreglo de una situación nacional insostenible; que todos los mandos de la región militar debemos permanecer vigilantes, obedientes a las órdenes de su autoridad y seguros de que él actuará siempre, aún en los momentos más difíciles, en orden a los supremos intereses de la patria... Por último, nos recomienda que guardemos discreción absoluta sobre sus palabras, y que evitemos hacer cualquier comentario relacionado con lo tratado allí o con el posible malestar en las Fuerzas Armadas:

—El Ejército no debe contribuir a generalizar la sensación de desasosiego e incertidumbre entre los ciudadanos. Todo lo contrario. Debe ser capaz de asegurarles la serenidad que necesitan y de ayudarles a que recuperen la máxima confianza en ellos mismos y en las instituciones —sentencia con voz firme y emocionada.

Termina el general Elícegui su monólogo ofreciendo un turno de palabra a los presentes. Pero nadie se mueve; nadie levanta el brazo; nadie pestañea. Yo, anonadado, como si estuviera asistiendo a través del túnel del tiempo a una reunión del general Mola con sus colaboradores más cercanos, allá por la primavera de 1936, procuro guardar en mi mente todo lo dicho por el capitán general de la V Región Militar. Es muy grave lo que he oído. Me ha cogido por sorpresa, no porque no hubiera podido prever que algo así podía plantearse en la guarnición de Zaragoza, sino por la claridad y falta de pudor con las que se había expresado el más alto escalón de su jerarquía. Muy adelantado debe estar todo, pienso, cuando nada menos que el capitán general se atreve a comunicar a los mandos de la Región, reunidos en torno a su persona, que el Ejército se prepara para enmendarle la plana, una vez más, al poder civil.

Escasos días después de la reunión en la Capitanía General de Aragón que acabo de relatar, pasadas ya las fiestas del Pilar, me llegan a través del «G-2» (Información) de la Brigada noticias fidedignas y contrastadas de que actos similares se han sucedido en otras Regiones Militares. Tenientes generales como Campano, en Valladolid; Merry Gordon, en Sevilla; De la Torre Pascual, en Baleares; González del Yerro, en Canarias; Martínez Posse, en La Coruña; Milans del Bosch en Valencia... han protagonizado en sus respectivas circunscripciones, en fechas recientes y con mayor o menor confidencialidad, análogas reuniones con sus jefes de Unidad. Después de la honda preocupación que habían generado en mí las palabras del general Elícegui en Zaragoza, estas informaciones reservadas acrecientan mi inquietud y me confirman totalmente que la cosa va en serio y que, con el concurso de la mayoría de las capitanías generales se está empezando a gestar dentro del Ejército una maniobra involucionista de altos vuelos contra el proceso democratizador en marcha.

Efectivamente, después de la reunión claramente pregolpista de primeros de octubre de 1980 en la Capitanía General de Aragón, se sucedieron otras dos del mismo estilo, una a mediados de noviembre del mismo año y otra en los primeros días del nuevo año 1981, concretamente el 9 de enero, escasas fechas después de la Pascua Militar. Ambas citas, que se justificaron como dos encuentros reglamentarios más dentro de los contactos que periódicamente mantenía la primera autoridad regional castrense con sus jefes operativos subordinados, no despertaron inquietud especial en la guarnición ni, por supuesto, fuera de ella. Además, era muy difícil, por no decir imposible, que trascendiera nada de lo allí tratado puesto que la orden de confidencialidad era tajante y los que asistiendo a ellas por obligación del cargo pudiéramos estar en desacuerdo con la visión catastrofista que del país nos presentaba el capitán general y, por ende, con la drástica receta que él defendía para regenerarlo, teníamos el camino cerrado para cualquier reacción en contra. Por una sencilla razón, porque, a pesar de la claridad meridiana con que se expresaba, sus palabras, de momento, no pedían otra cosa que la plena disponibilidad de los presentes para sacrificarse por la patria, estar vigilantes para defenderla en todo momento y trabajar sin descanso para no permitir su desmembración. Tareas todas ellas que, dejando fuera segundas intenciones, se encuadraban perfectamente entre las obligaciones profesionales de cualquier militar.

En una de sus intervenciones en la última reunión del 9 de enero en el Centro Regional de Mando de la capital aragonesa, el capitán general nos dijo con toda claridad que la única legitimidad política aceptable para nosotros, los militares españoles, era la que provenía del 18 de Julio de 1936, encarnada durante casi cuarenta años por el Generalísimo Franco y que había sido legada a su sucesor en la Jefatura del Estado, don Juan Carlos de Borbón. Era éste el responsable de continuarla en el tiempo sin que perdiera sus esencias básicas y, el Ejército, el garante de que todo discurriera con arreglo al testamento político y a los deseos del Caudillo. También hizo referencia el general Elícegui en esa reunión, aunque sin nombrarlo, al presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, del que dijo estaba poniendo en serio peligro de desmembración a la patria, siendo por ello responsable ante el pueblo español y ante la historia. Por cierto, en esta tercera reunión de los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con la primera autoridad regional militar llegaría a mí con toda nitidez, puesto que presencié la escena, el exabrupto lanzado contra el rey de España, y comandante supremo de sus Ejércitos. Lo protagonizó un coronel al mando de uno de los regimientos ubicados en la capital aragonesa, quien, formando parte de uno de los corrillos formados en la sala al término del «cónclave» castrense pero todavía en presencia del capitán general, no tuvo ningún reparo en lanzar en voz alta, dirigida a otro compañero que defendía, con matices, la labor del monarca, la lapidaria frase que todos los reunidos escuchamos con sorpresa, incluido el general Elícegui:

—El rey es un traidor. Lo fusilamos y en paz.

Y es que los ánimos de los allí reunidos estaban, obviamente, bastante exaltados después de las palabras escuchadas al capitán general y porque, además, en el transcurso de la reunión, aunque con carácter informal, los Servicios de Inteligencia de Capitanía habían trasladado a los presentes las últimas informaciones procedentes del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa) y de la DIEME (División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército) relacionadas con las maniobras subterráneas del rey para contrarrestar su movimiento involucionista. En concreto, sobre las fructíferas andanzas del general Armada en sus contactos con el PSOE (reuniones con Felipe González y Enrique Múgica) y demás grupos políticos del arco parlamentario español, así como sobre las presiones del citado alto militar para llevar definitivamente al general Milans del Bosch al redil de la famosa Solución político-militar que llevaba su nombre. Aunque, en aquel momento, todo hay que decirlo, nadie tenía ni idea de la fecha en que tal maniobra político-militar de La Zarzuela pudiera ponerse en marcha, ni nadie estaba seguro de que ésta llegara a materializarse de verdad algún día. Por los comentarios que pude oír, tras conocerse esas últimas informaciones, se traslucía con toda claridad que la mayoría de los jefes y oficiales con mando de Unidad operativa que asistían al encuentro no se creían mucho que ese salto en el vacío del monarca español pudiera siquiera iniciarse, dado el enorme potencial militar que poseía el incipiente movimiento castrense que allí se estaba gestando.

Terminada la importante reunión de jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza, oída con toda claridad la grave diatriba lanzada contra el rey sin que nadie se diera por aludido y tras las consideraciones vertidas en la misma por el capitán general que, desde luego, no eran nuevas puesto que ya se habían escuchado, siquiera parcialmente, en anteriores encuentros, yo deduje en aquellos momentos, con unos conocimientos ciertamente limitados sobre la situación real en las altas esferas del Ejército, que el capitán general Elícegui apostaba claramente porque la Institución, si las cosas seguían degradándose en el terreno político, actuara sin contemplaciones para reconducirlas. Parecía contar, en principio, con el rey, puesto que había sido nombrado como sucesor en la Jefatura del Estado por el propio Caudillo de España, pero de sus palabras, y sobre todo de su inacción ante el exceso verbal del osado coronel, parecía desprenderse la idea de que la hipótesis de trabajo que contemplaba el ataque directo y personal contra el monarca figuraba ya en un lugar preferente de sus planes «si su actuación seguía poniendo en peligro los sagrados intereses de la patria.»

Me vinieron también a la memoria, tras los acontecimientos vividos en esta movida tercera reunión en la Capitanía General de Aragón, las soflamas de algunos compañeros del Estado Mayor del Ejército vertidas en tropel después del funeral por el comandante Imaz, primer caído militar en la lucha contra el terrorismo, asesinado por ETA en 1977:

—El Ejército no debe permitir la muerte de ninguno más de sus miembros a manos de esos asesinos. Si algo así vuelve a ocurrir, ese acto debería ser considerado casus belli y habría que actuar de inmediato en el País Vasco, con o sin el permiso del Gobierno.

Recordé asimismo la sangrienta lista de atentados realizados por esa organización contra miembros de las Fuerzas Armadas desde el año 1977 sin que éstas, finalmente, llegaran a intervenir; aunque sí fueron «cargando sus baterías» de insatisfacción, ansiedad, odio y complejo colectivo de haber sido engañadas. Y, ¡como no!, las confidencias y comentarios de bastantes compañeros de otras Regiones Militares sobre tomas de postura claramente involucionistas por parte de las primeras autoridades regionales de Sevilla, Valladolid, La Coruña, Baleares, Barcelona y, por supuesto, Valencia (donde mandaba el general Milans del Bosch), cabezas rectoras del llamado «espíritu castrense de Játiva».

El último contacto personal de los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el capitán general, celebrado en un momento (viernes 9 de enero de 1981) en el que la situación parecía empeorar por momentos, me preocupó sobremanera. Tras su término, la situación aparecía totalmente diáfana para mí. Sin embargo, ¿qué podía hacer yo a título personal? Zaragoza no era Madrid y mi pequeña Brigada de Infantería, en la que, por mi puesto, «disfrutaba» de la soledad de un minúsculo poder, no era el Estado Mayor del Ejército ni nada que se le pareciera. Mi superior jerárquico, el general en jefe de la Brigada, se encontraba enfermo y sólo pensaba en su próximo pase a la reserva. La inmensa mayoría de los jefes de Cuerpo que asistían a las reuniones de Capitanía eran disciplinados profesionales que oían al general Elícegui como si fuera el Espíritu Santo vestido de capitán general. Y el resto de jefes y oficiales de la guarnición despotricaba en silencio en las salas de banderas sobre la desastrosa situación a la que nos abocaban los políticos sin que el rey hiciera nada por evitarlo, pero poco más. Obedecerían ciegamente al capitán general y a sus mandos naturales, fueran cuales fueran las órdenes que éstos pudieran dar contra el sistema. No tenían conciencia democrática arraigada ni, como resulta obvio, habían sido educados para pensar al margen de las consignas que recibieran de sus superiores.

Como consecuencia de las reuniones que, con carácter claramente involucionista, tuvieron lugar en todas las capitanías generales del país en las que ejercían el mando militares franquistas de la rama más radical (algunas de las cuales, las llevadas a cabo en la V Región Militar, acabo de trasladar al lector con detalle puesto que las viví personalmente), resultaba meridianamente claro para los que de alguna forma vivíamos el problema a mediados del mes de enero de 1981 que la probabilidad de que se desatara en España en los meses siguientes un golpe de Estado en toda regla era altísima, casi rozando la certeza absoluta. Es más, ya se barajaba incluso en los ambientes más restringidos de los Estados Mayores una probable fecha: últimos días de abril o primeros de mayo de ese mismo año 1981.

Y para completar todavía más el círculo de preocupación y tristeza en el que nos debatíamos las escasas personas que en la Brigada estábamos al tanto de lo que se tramaba entre bastidores, pocos días después de la última reunión en el Centro Regional de mando de Zaragoza recibimos en la Unidad, por conducto reglamentario y con la máxima confidencialidad, una orden de Capitanía para que con toda urgencia se empezara a acumular en sus depósitos de campaña «cinco días» de abastecimientos de todo orden (munición, carburantes, comida, repuestos... etc.) ante la eventualidad de que muy pronto pudieran tener lugar unas grandes maniobras en la zona del pantano de la Cuerda del Pozo, en Soria. Maniobras que podrían ponerse en marcha, con un preaviso de cuarenta y ocho horas, en cualquier momento a partir del día «D+15» de recibido el documento.

La recepción de este escrito supuso para mí, jefe de Estado Mayor de la única Brigada operativa desplegada en Zaragoza, la suprema confirmación de que el día «D» de la operación había sido ya elegido así como decididas las acciones tácticas que lo tendrían como fecha inicial. Sin embargo, vuelvo a repetir, a los escasos demócratas que por aquellas fechas estábamos destinados en las diferentes Unidades del Ejército español, tanto en Zaragoza como en otras guarniciones, no nos quedaba otra opción que esperar. Nada se podía hacer. Ninguna orden ilegal se había impartido hasta la fecha. Lo único que empezaba a detectarse tenuemente en la calle era lo que los periodistas calificaban, una y otra vez, como incipiente «ruido de sables»; un ingenuo eufemismo para disfrazar pesimismos y zozobras colectivos. Por eso los que formábamos parte del pequeño grupo de demócratas de uniforme destinados en la capital del Ebro, preocupados sobremanera viendo cernirse la tragedia sobre nuestras propias cabezas y sobre las de nuestros conciudadanos, no dejábamos de preguntarnos con insistencia un día sí y otro también: ¿Pero es que no oyen nada en Madrid? ¿Es que el Gobierno no se entera de nada? Y en La Zarzuela, ¿qué piensan?

Pero se enteraran o no las altas autoridades del Estado español (que sí se enteraron, como veremos más adelante), los terribles días de incertidumbre continuaron su negro devenir y los preparativos para el macrogolpe militar de la primavera siguieron su ritmo implacable. Quiero volver a señalar al lector antes de proseguir con mi relato que, como acabo de especificar, muy poco era lo que realmente podíamos hacer en aquellos momentos los profesionales de grado medio del Ejército español, abocados a callar y otorgar, tanto a nivel nacional como en el mucho mas modesto de la Capitanía General de Aragón donde, aparte de mi humilde persona, eran muy pocos (poquísimos) los militares demócratas, la mayoría adscritos al Estado Mayor del general Elícegui (el nuevo «Director», el nuevo Mola del nuevo Alzamiento en preparación) que tenían conocimiento del operativo ilegal que se estaba fraguando en las catacumbas de la Sección de Operaciones regional (G-3). Cualquiera que conozca un poco como se las gastan los Ejércitos de cualquier parte del mundo cuando entran en situación de guerra o de emergencia nacional, sabrá de lo que estoy hablando. Los códigos de justicia militar, las todopoderosas patentes de corso que incluso regímenes plenamente democráticos aceptan en su ordenamiento legal, permiten a los altos mandos castrenses ejercer de supremos e inviolables jueces y, en consecuencia, cometer crímenes execrables sin ningún miedo a rendir cuentas ante nadie. Así, por lo menos, ha ocurrido hasta épocas muy recientes en las que el Tribunal Penal Internacional parece haber empezado a perseguir delincuentes, genocidas y criminales de lesa humanidad, vestidos de uniforme, con resultados más bien modestos pero esperanzadores.

En la situación golpista o de preguerra civil que empezamos a vivir los militares españoles en el otoño de 1980 (fuera, en la sociedad civil, apenas se oían, como ya he comentado, unos ligerísimos «ruidos de sables»), cualquier desliz de un mando intermedio que hubiera podido poner en peligro el tremendo operativo en marcha, aunque procediera de un distinguido jefe u oficial diplomado de Estado Mayor, habría devenido sin duda en una gravísima e inmediata reacción jerárquica contra el incauto de turno. Y no estoy hablando de ningún arresto cuartelero, retroceso en el escalafón o pérdida de la carrera, aunque fuera con procesamiento penal incluido. No, no, estoy hablando de la desaparición física pura y dura del «indeseable» profesional que, con su acción, hubiera traicionado y puesto en peligro a sus compañeros, a la causa, a la patria en peligro y al honor de propia la Institución militar.

Pues al hilo de lo que acabo de exponer sobre lo peligroso que en el otoño de 1980 y primeros meses de 1981 hubiera resultado para cualquier profesional del Ejército español el adoptar una postura abierta contra lo que se preparaba en varias Capitanías Generales, con Zaragoza y Sevilla a la cabeza, puede resultar muy clarificadora, y por eso me permito sacarla a colación, la dramática experiencia personal que viví algunos años después, concretamente en 1990, cuando por enfrentarme a los generales franquistas de la cúpula militar (Consejo Superior del Ejército), al propugnar la desaparición del servicio militar obligatorio y la creación de unas Fuerzas Armadas totalmente profesionales, éstos, abandonados a la prepotencia, a la ira jerárquica y a un ridículo afán de suicidio colectivo (el chispazo inicial promovido dentro de la Institución provocaría un monumental debate mediático a nivel nacional que llevaría finalmente al Gobierno de Aznar a suprimir la mili en 1996), reaccionaron violentamente contra mi persona metiéndome ipso facto en prisión y queriendo procesarme en vía penal militar nada menos que por «desvelar secretos de Estado que ponían en peligro la seguridad nacional». Delito flagrante que me hubiera podido suponer muchos años de reclusión e, incluso, algo mucho peor si, convertido ya ad eternum en chivo expiatorio del Ejercito franquista (todavía con ínfulas en España en aquellas fechas a pesar del felipismo en el poder), se le ocurría al sultán de Marruecos atacar Ceuta y Melilla en el corto plazo y, decretado el estado de guerra, al máximo jerifalte castrense español, en búsqueda urgente de un cabeza de turco ad hoc, se le ocurría la peregrina idea de echarme la culpa de la debacle guerrera resultante por haber sacado a la luz pública las miserias de nuestras Fuerzas Armadas.

Al final la cosa se quedaría en «sólo» cinco meses de prisión militar y la pérdida de mi carrera que, desde luego, no está nada mal por unas simples declaraciones profesionales a un periodista especializado en temas de defensa que quería saber de mis estudios sobre la obsolescencia de la mili forzosa y la absoluta necesidad de profesionalizar las FAS españolas. Pero la cosa llegó a estar muy fea, pero que muy fea para mí, por el empecinamiento de unos generales franquistas retrógrados y deseosos de no quedarse sin la bicoca de un servicio militar obligatorio que les proporcionaba cada año doscientos mil «esclavos sociales» para sus trapicheos y servicios personales y, también, por la cabezonería del ministro de Defensa, Narcís Serra, y del propio Gobierno socialista en el poder que, ciegos ante las necesidades futuras de la defensa de este país, defendían a ultranza la pervivencia de la conscripción obligatoria como sistema de reclutamiento para las Fuerzas Armadas.

Pero, evidentemente, aunque decía líneas arriba que era muy poco lo que un militar profesional de grado medio podía hacer ante el grave caso de involución que se estaba gestando en España, aunque poco, algo se podía hacer; arriesgando mucho y, desde luego, con inteligencia, sentido común, precaución infinita y echando mano de los canales informativos internos del propio Ejército que permitían (y todavía permiten, pues para eso se crearon, para que la información paralela a la cadena de mando, muy útil y provechosa para la cúpula militar, pueda fluir en determinadas circunstancias) ciertas confidencias secretas y directas, ascendentes y descendentes, sin necesidad de que ninguna firma, ni ningún remitente, avalara el contenido de los informes, sólo la credibilidad de la fuente. Por todo ello, a través de la Segunda Sección de la Brigada y desde mediados de octubre de 1980 hasta finales de enero de 1981 (fecha en la que después de la tercera entrevista con el capitán general Elícegui Prieto y la primera reunión secreta con responsables de la Capitanía General de Sevilla, se dieron por terminados los encuentros personales directos de la primera autoridad regional con sus jefes de Cuerpo y se entró ya decididamente en la senda del mutismo oficial, la super confidencialidad y el «máximo secreto») envié al Cuartel General del Ejército en Madrid, por vías ciertamente aleatorias o heterodoxas, puntuales y repetidas referencias sobre lo tratado en las reuniones llevadas a cabo en el seno del palacio castrense de la plaza de Aragón de la capital del Ebro durante los meses de octubre y noviembre de 1980 y enero de 1981. Y desde esa segunda fecha (finales de enero) hasta el 11 de febrero de 1981 (escasas jornadas antes del 23-F), día en el que emprendí viaje a Buenos Aires por motivos profesionales, todavía me permití jugar con mi destino (y con mi propia vida) remitiendo al Estado Mayor del Ejército, por la misma vía reservada, hipótesis personales documentadas sobre la planificación operativa que, al hilo de las informaciones que recibía de mis compañeros de Capitanía, se estaba alumbrando en la Sección de Operaciones de la misma.

Era mi obligación moral y profesional y desde luego la cumplí, como creo ha asumido ya el lector, con bastante riesgo por mi parte. Nunca tuve conocimiento (ni oficioso ni, por supuesto, oficial) de que la cúpula militar o el Gobierno de la nación tomaran alguna medida especial para contrarrestar, o por lo menos dificultar, el a todas luces movimiento sedicioso castrense en marcha, que seguiría su curso planificador sin ningún problema o injerencia de Madrid. Aunque estoy seguro de que la información sensible remitida a la capital del Estado sobre lo que se preparaba (en Zaragoza y Sevilla, preferentemente) llegó a las más altas autoridades militares y políticas de la nación, ya que los acontecimientos posteriores y las actuaciones políticas relacionadas con el mismo (la llamada «Solución Armada») han demostrado que, efectivamente, se preparó el contragolpe (23-F) que finalmente lo abortó.

De toda la compleja y amplia planificación operativa que se iría redactando, desde mediados de enero de 1981 (recién terminada la última reunión del general Elícegui con sus jefes de Cuerpo) hasta prácticamente la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, en un círculo muy restringido de la Sección de Operaciones de la Capitanía General de Aragón (el general Elícegui, el nuevo Mola, había tomado en sus manos la planificación operativa del golpe a nivel nacional, complementando su trabajo con el producido por una célula secreta análoga en el G-3 de la Capitanía General de Sevilla) en relación con la denominada por mí Conjura de mayo o nuevo «Alzamiento Nacional» del 2 de mayo de 1981 (Plan Móstoles M-1, M-2 y M-3), la mayoría de ella llegaría a mí (como acabo de señalar) por confidencias reservadísimas e interesadas de compañeros destinados en la misma. Éstos, sin confesarme abiertamente que los datos e informes profesionales que les facilitaba tras sus preguntas y dudas metódicas iban a ser volcados en su confidencial trabajo (en principio me hablaron de un Tema didáctico de Planeamiento Operativo Estratégico o Juego de la Guerra que quería desarrollar el capitán general con carácter meramente teórico), me pidieron en repetidas ocasiones asesoramiento personal sobre cuestiones profesionales y operativas tan concretas como las siguientes:

• Movimiento de Grandes Unidades moto-acorazadas en la Segunda Guerra Mundial y Guerra de los Seis Días.

• Control por las mismas de grandes núcleos urbanos.

• Cerco a distancia de poblaciones importantes.

• Acciones mecanizadas en zonas desérticas.

• Envolvimientos verticales con tropas paracaidistas.

• Enfrentamientos de unidades acorazadas con unidades paracaidistas.

• Lucha de guerrillas.

• Golpes de mano nocturnos y diurnos.

• Movilización inmediata de reservistas.

• Control del terreno propio y enemigo mediante Unidades DOT (Defensa Operativa del Territorio).

Conocimientos sobre los que este profesional podía opinar con algún conocimiento de causa tras bastantes años de estudio en centros militares de todo tipo, cursos de especialización, permanencia en Unidades de élite del Ejército español, destinos en la cúpula militar y en Estados Mayores operativos y, sobre todo, después de mandar durante todo un año una unidad de asalto (comandos especiales) en la Guerra de Ifni.

Dejando la falsa modestia a un lado, pues lo que quiero es que llegue al lector el por qué unos cuantos oficiales de Estado Mayor del Ejército español, involucrados en un macrogolpe militar, se permitieron pedir asesoramiento repetidas veces a un compañero de fuera de su círculo operativo íntimo y con el riesgo que esa actitud podía representar, muy pocos éramos ciertamente los profesionales del Ejército de Tierra español que poseíamos, en aquellas preocupantes fechas de finales de 1980 y principios del año 1981, estudios profundos y reconocidos sobre los mejores Ejércitos del mundo, sobre la última confrontación mundial o sobre las guerras limitadas o de «baja intensidad» desatadas en el mundo tras aquella locura bélica y que aportaron, tanto a la Estrategia como a la Táctica y la Logística, importantes novedades. Baste un ejemplo: la conferencia que impartí a profesores y alumnos de la Escuela de Estado Mayor en junio de 1967, siendo alumno de la misma y escasas jornadas después de que finalizara la famosa Guerra de los Seis Días, sobre las enseñanzas de ese conflicto armado y en particular sobre la nueva estrategia israelí de agrupar Brigadas acorazadas muy móviles en detrimento de las antiguas y pesadas Divisiones, tendría que repetirla año tras año y en todo tipo de destinos durante el resto de mi carrera profesional, dado el impacto que tuvo tanto en los centros de Enseñanza como en todo tipo de Unidades de nuestras Fuerzas Armadas.

Y si éramos pocos, desgraciadamente, los profesionales del Ejército español que, en aquella turbulenta etapa política que vivía nuestro país, dedicábamos una gran parte de nuestro tiempo a estar al día sobre las últimas tendencias en el difícil «arte de la guerra», menos éramos, todavía, los que, estando en posesión de hojas de servicio adornadas con acciones de guerra, conocíamos al detalle las diversas Divisiones y Brigadas que estaban condenadas a ser protagonistas en el ilegal operativo castrense que se preparaba. Y prácticamente uno, uno sólo (el modesto investigador militar que le habla, amigo lector) el que se había permitido publicar en los años setenta, en pleno franquismo y en una afamada revista profesional, extensos estudios críticos sobre la planificación operativa del bando nacional antes y durante la Guerra Civil. En ellos arremetía ferozmente contra los errores de planificación del «Plan Mola» de 1936 (voluntarismo, falta de rigor estratégico, indeterminación táctica y logística, prepotencia, hipótesis alejadas de la realidad… etc., etc.) al dar por sentado que el débil Ejército metropolitano español de la época, con cuatro pequeñas columnas de escasos e indeterminados efectivos y sin apenas «cola logística» (aunque fuera ayudado por la imprecisa «quinta columna» de dentro de la capital), iba a ser capaz de ocupar Madrid, defendida por 80.000 milicianos, en cuestión de horas. Error mayúsculo que también cometería Franco, algunas semanas después, cuando decidió marchar sobre la capital de la nación (en lugar de maniobrar desde Andalucía para cercarla a una distancia estratégica adecuada), para ser frenado en seco en las afueras de la misma por una masa de defensores muy superior numéricamente a sus legionarios y regulares; mejor instruidos, desde luego, pero agotados por la larga marcha realizada y sin el equipo y armamento necesarios para acometer, con garantías de éxito, el cerco táctico y la ocupación de una gran ciudad de un millón de habitantes.

Mis compañeros de la Capitanía General de Aragón conocían, obviamente, mis estudios sobre la Guerra Civil Española, así como el revuelo que se formó en su día al ser conocidos por el mando (estos informes analíticos sobre la incompetencia e ignorancia de Franco los volvería a sacar a la luz pública desde mi cátedra de Estrategia e Historia Militar en la Escuela de Estado Mayor a mediados de los años ochenta, también con el consiguiente revuelo entre profesores y alumnos y la sutil reprobación personal del general director de la misma). Pienso que esta circunstancia, junto a las otras consideraciones que he expuesto con anterioridad, fue lo que debió pesar fundamentalmente en el ánimo de unos jefes y oficiales de Estado Mayor, la mayoría de ellos buenos profesionales «de despacho» que apenas se habían «movido» a lo largo de su carrera de su cómodo destino en Zaragoza y que, a todas luces, querían informarse adecuadamente antes de acometer su delicada labor. Ya que por una ironía del destino y de la historia, se encontraban en aquellos dramáticos momentos ante dos únicos y espeluznantes caminos a recorrer: cooperar con su jefe supremo, el capitán general de la Región, en la planificación de una nueva rebelión militar, un nuevo Alzamiento Nacional contra el pueblo español, de consecuencias claramente previsibles; o tirarse al monte de la deserción y la huida, con el deshonor, la vergüenza, la cobardía y la traición pegadas ya para siempre a su triste recuerdo.

Por todo ello, desde mediados de enero de 1981 hasta el 11 de febrero de 1981, fecha en la que, como he señalado anteriormente, emprendí viaje a Buenos Aires para realizar el Curso de Comando y Estado Mayor del Ejército argentino (la tarde/noche del 23-F la viviría en el aeropuerto internacional de Ezeiza en espera un vuelo para regresar urgentemente a Zaragoza y ponerme al frente del Estado Mayor de mi Brigada), llegaría a mí abundante información sobre los planes operativos (Plan Móstoles) que preparaba el nuevo general Mola español, el teniente general Elícegui Prieto, en Zaragoza, al alimón con su colega de la II Región Militar, el teniente general Merry Gordon. Ahora bien, a partir del 7 u 8 de febrero de 1981, con mis compañeros de Capitanía ya en uso y disfrute de una buena parte de mis conocimientos profesionales tras larguísimas sesiones de trabajo iniciadas a instancias suyas, y conociendo, como ya conocían, mi próxima marcha fuera de España, las filtraciones sobre los planes en marcha del clan de alto nivel Elícegui-Merry y que luego deberían concretarse en una DIPLAN (Directiva de Planeamiento) para la totalidad de las Capitanías Generales conjuradas (en principio las Regiones II, IV, V, VII, VIII, Baleares y, con toda probabilidad, la III de Milans) disminuirían drásticamente. Y sería en los meses siguientes a la famosa jornada del 23 de febrero de 1981, concretamente en el mes de julio de ese mismo año en que regresé a Zaragoza de vacaciones de verano y, sobre todo, a partir del mes de diciembre de ese año en que volví definitivamente a España y me puse a investigar todo lo sucedido en el círculo más intimo de la conspiración (zaragozana, sevillana y valenciana, preferentemente), cuando pude completar al detalle y plasmar en documentos y gráficos toda la trama operativa que la rama más radical del franquismo castrense había ideado para asestar un golpe de muerte a la transición emprendida por el rey Juan Carlos, heredero de su amado Generalísimo.

En las páginas que siguen voy a poner negro sobre blanco todos los conocimientos que adquirí, pegado a la vera de sus planificadores, sobre la terrorífica rebelión militar (en puridad, un nuevo Alzamiento Nacional al estilo del desatado en julio de 1936 y que derivó en una sangrienta guerra civil) que preparaban los generales franquistas más radicales para poner en marcha en la madrugada del 2 de mayo de 1981. Entre esos conocimientos adquiere especial relevancia la supersecreta planificación operativa pensada y redactada para que el citado órdago castrense, como digo, un golpe de Estado en toda regla, llegara a conseguir todos sus objetivos políticos y militares. También compararé esos planes (para que el lector compruebe, una vez más, que la historia se repite) con los ideados por el general Mola en la primavera/verano de 1936 (sus famosas 13 instrucciones reservadas) que sirvieron de pauta para la actuación de los golpistas del 18 de julio de 1936. Pero antes de hablar de planes consolidados y proyectos escritos, quiero trasladar al lector la secuencia detallada de cómo se fraguaron estos y el modo en que se relacionaron entre sí los potenciales y presuntos golpistas para que los documentos precisos y detallados necesarios para la puesta en marcha de su aventura se fueran confeccionando en el más absoluto secreto y sin que apenas nada trascendiera al resto del Ejército y, menos aún, a la opinión pública.

Circunstancia esta última, por lo demás, nada infrecuente en «el gran mudo» que, como la inmensa mayoría de los Ejércitos, era y es la Institución castrense española. Y a las pruebas me remito. En la famosa noche electoral española del 15 de junio de 1977, nada más cerrar los colegios electorales tras las primeras elecciones democráticas en España después de cuarenta años de dictadura, tuvo lugar en Madrid, en el palacio de Buenavista de la plaza de Cibeles, sede del Cuartel general del Ejército de Tierra español, una reunión secreta de prácticamente toda la cúpula militar del momento («cónclave» castrense del que ya tiene constancia el lector pues lo he detallado con pelos y señales en el capítulo precedente), con vistas a vigilar el escrutinio en marcha y actuar rápida y contundentemente si los resultados del mismo daban la vuelta a la tortilla política del franquismo, todavía latente, y el fantasma de un nuevo Frente Popular asomaba por el horizonte.

Pues bien, esta importantísima y secreta reunión de alto nivel en la sede del Cuartel general del Ejército, claramente pregolpista, nunca trascendió ni al resto del Ejército (salvo a unos pocos, poquísimos, representantes de los servicios de Inteligencia, de la Casa Real, del Estado Mayor del Ejército y de algunos Estados Mayores regionales) ni, mucho menos, a los medios de comunicación o a la clase política española. Permanecería en el más absoluto de los secretos durante diecisiete largos años, a pesar de los numerosos trabajos e investigaciones periodísticas publicadas durante ese tiempo sobre la transición democrática española. Y fue así hasta marzo de 1994 en el que, conociéndola al detalle, ya que fui colaborador necesario de la misma al ejercer ese señalado día como jefe de Estado Mayor de servicio en el citado Cuartel General, me permití sacarla a la luz pública en un libro titulado La transición vigilada.

E igualmente ocurriría en épocas más o menos recientes con otros importantes episodios, políticos o profesionales, en el que estuvieran involucrados, para bien o para mal (normalmente para mal) altos cargos militares o distinguidos funcionarios políticos del Ministerio de Defensa o del Gobierno, y que no procediera airear en beneficio de la Institución o para evitar claras responsabilidades personales, políticas o penales. Como han sido los casos del terrible accidente del Yak 42 o el derribo, en acción de guerra, de un helicóptero Cougar de las Fuerzas Aeromóviles del Ejército de Tierra; en Turquía y Afganistán respectivamente.

En el primero de ellos, el inefable ministro de Defensa, Federico Trillo, responsable último junto con el presidente del Gobierno en aquellas fechas, señor Aznar, de la chapucera identificación de los militares fallecidos en el mismo al haber ordenado la urgente repatriación de los cadáveres y, por supuesto, de que las Fuerzas Armadas españolas utilizaran para el desplazamiento de sus soldados aviones inseguros pertenecientes a líneas aéreas tercermundistas. Así, Trillo se salvó de un seguro procesamiento penal gracias a la estupidez de unos subordinados (médicos, en este caso) que prefirieron callar y asumir responsabilidades ajenas antes que romper el silencio ordenado desde la cúspide jerárquica de la Institución. Y en el segundo, obedeciendo también la consigna de«callas o te vas a la calle», tanto los pilotos del segundo helicóptero atacado (que se salvó del derribo gracias a la urgente y certera «maniobra de evasión» de su comandante) como los responsables militares de la zona de operaciones en Afganistán y los altos mandos de la cúpula militar en Madrid, guardarían un escrupuloso silencio, producto también de la estupidez y del miedo a perder sus carreras, sobre las «perlas» vertidas a los medios de comunicación por parte del siguiente ministro de Defensa, señor Bono; quien para justificar lo injustificable llegaría a echar la culpa del supuesto accidente al «impresionante» viento de 18 nudos que reinaba en la zona y, también, faltaría más, a la impericia del piloto fallecido que no supo realizar adecuadamente una sencillísima maniobra de «descreste táctico» con semejante vendaval pegado a su rotor de cola. Para ser sinceros, en este triste episodio del helicóptero abatido en Afganistán, con 17 muertos en acción de guerra, que todavía colea en los juzgados y que levanta ampollas en las familias de los fallecidos, el único que habló para contar la verdad fue un simple soldado que viajaba en el helicóptero que se salvó por los pelos del ataque talibán, quien inmediatamente sería reprobado, silenciado y descalificado por sus propios mandos.

Pues bien, la realidad es que, por miedo puro y duro o por una mala asimilación de lo que debe ser la disciplina en una Institución castrense como la española, todavía con muchos resabios del franquismo, en el Ejército español no habla nadie y los secretos de la Institución (los suyos propios y aquellos episodios nacionales, casi todos negativos, en los que ha intervenido muy directamente) duermen durante años y años el sueño de los justos sin que nadie, salvo algún lenguaraz historiador como el que escribe estas líneas, ose sacarlos a la palestra para conocimiento de los ciudadanos y juicio de la historia. Y yo diría, con riesgo de pecar nuevamente de narcisismo profesional, que esta mudez congénita de los militares españoles se ha exacerbado todavía más desde el año 1990, cuando a este «rebelde» (este sambenito, obviamente, no es mío) y modesto investigador (entonces un coronel de Estado Mayor «con horizonte profesional lejano», dado su currículo, y el curso de ascenso a general ya aprobado con nota) se le abortó su carrera y se le metió en prisión por manifestarle a un periodista especializado que, con la mili forzosa abasteciendo a nuestros empobrecidos Ejércitos de soldados de atrezzo y con un material de guerra (pura chatarra) que no aguantaba ya ni los desfiles anuales por La Castellana, convenía llevarse bien con el sultán de Marruecos si no queríamos, en el corto plazo, vernos abocados a volver a vivir, en esta Península Ibérica tan machacada por la historia, un episodio tan bochornoso como el que sufrieron nuestros visigóticos predecesores cerca del río Guadalete en el año 711. Esta vez en el Guadalquivir, por eso de El Andalus y el califato cordobés.

Y después de la pequeña digresión que antecede sobre el incuestionable «silencio de los corderos» de los uniformados españoles (que afectaría también, ¡faltaría más!, al terrible caso de involución que estamos tratando) por mor de las tajantes órdenes que recibe de sus amos civiles y de los claros miedos personales, voy a retomar el importante asunto de la preparación del golpe duro (El nuevo «Alzamiento Nacional», La Conjura de mayo) con el que los militares franquistas ansiaban mover hacia atrás la moviola política del país, concretamente a julio de 1936 o quizá antes, echando a patadas al rey «perjuro y traidor» y colocando en la cúspide del Estado a un nuevo Franco, a un carismático general con apellido ilustre y autoritario: el teniente general Milans del Bosch y Ussía, capitán general de Valencia.

Pero antes de hacerlo en toda su profundidad y detalle (el lector sabrá perdonarme si en algún momento del relato se me nota en demasía mis orígenes de oficial de Estado Mayor) debo precisar que esta Conjura de mayo, que voy a intentar llegue al lector en toda su preocupante e importante dimensión histórica (aunque afortunadamente no llegara a ponerse en práctica por una chapucera pero efectiva pirueta borbónica), a pesar de permanecer muchos años en el más absoluto de los secretos, debido fundamentalmente a ese pacto de silencio del que acabo de hablar, sí llegaría a oídos del todopoderoso CESID (Centro Superior de Información de la Defensa) que recibiría y «procesaría» algunas referencias sobre lo que preparaba la cúpula castrense de Játiva para cuando «volviera a reír la primavera», ciertamente preocupante, del año 1981; pero sin llegar a determinar en toda su gravísima dimensión ni la autoría real ni la magnitud del órdago franquista.

Así, en el informe confidencial de ese Órgano de Inteligencia del Estado de noviembre de 1980, del que ya he hablado en algún capítulo precedente, denominado Panorámica de las Operaciones en marcha y en el que se presentaban los diferentes movimientos sediciosos que registraban alguna actividad en el otoño de 1980, se habla indebidamente de un «Golpe de los coroneles» (el mimetismo profesional con golpes similares en otros países les jugó, sin duda, una mala pasada a los ejecutivos del CESID) al referirse a un macrogolpe franquista en fase inicial de preparación y que ahondaba sus raíces en la conocida reunión de Játiva de septiembre de 1977. La información, a pesar de proceder del costoso y tantas veces cuestionado Servicio de Inteligencia del Estado (servido casi en su totalidad por profesionales del Ejército y Guardia Civil), era errónea, desenfocada e incompleta porque aunque, obviamente, los planificadores y «cabezas pensantes» de esta conjura involucionista eran, en su mayoría, coroneles, tenientes coroneles y comandantes diplomados de Estado Mayor, actuaban en todo lo concerniente a la misma bajo las órdenes rigurosas y directas de sus jefes supremos, los capitanes generales con mando de Región Militar, y no por su cuenta y riesgo encabezando un movimiento autónomo de segundo nivel.

Por cierto, en referencia a este documento reservado del CESID, que oportunamente recibimos tanto en el Estado Mayor de la Capitanía General de Aragón como yo mismo, en mi calidad de jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V, recuerdo que me quedé bastante sorprendido al estudiarlo con todo detenimiento y constatar las deficiencias que presentaba y el grado de desconocimiento que evidenciaba en relación con la trama que en él se denominaba de «los coroneles». Y enseguida me enteré que, asimismo, los planificadores y ayudantes del general Elícegui también se habían abandonado a la sorpresa e, incluso, a la chanza profesional al comprobar que los bien pagados ejecutivos de La Casa (CESID) le cargaban el sambenito de la importante trama involucionista que se estaba perfilando a nivel nacional a un pequeño e indeterminado colectivo castrense de nivel medio (los coroneles), en lugar de imputar la última y suprema responsabilidad de la misma a la práctica totalidad de capitanes generales del Ejército español con mando en plaza.

Y es que en España, y parece mentira que los militares que en aquellos momentos prestaban su servicio en el supremo órgano de espionaje del Estado no lo supieran, es prácticamente imposible que un coronel o grupo de coroneles, por inteligentes y osados que sean, puedan llevar a cabo ellos solitos un golpe militar en toda regla. Todo está perfectamente planificado (desde los tiempos álgidos del franquismo) para que ninguna Unidad militar de tipo medio (Regimiento, Batallón e, incluso, Brigada) pueda ejecutar movimiento o acción operativa alguna que no haya sido previamente aceptada y autorizada por el Estado Mayor del Ejército y sin que su comandante tenga en su poder la correspondiente orden escrita procedente de su jefe natural. ¿Y cómo se consigue esto? Pues muy sencillo. Centralizando en los más altos escalones de mando del Ejército todos los pertrechos guerreros que las Unidades militares necesitan para poder moverse, vivir y combatir, es decir, la gasolina, los repuestos, los alimentos preparados, los uniformes de campaña… etc, etc. Nadie puede extraer nada de los correspondientes almacenes, depósitos y polvorines (en cantidades importantes, se entiende) si no tiene con antelación de meses las oportunas órdenes de la superioridad (Estado Mayor del Ejército); órdenes que, dada la permanente miseria de las Fuerzas Armadas españolas, se conceden siempre con cuentagotas y después de mirar con lupa la misión a la que van dirigidos. Los mandos superiores (generales de Brigada y División) lo tienen también muy difícil, por no decir imposible, si quieren mover intempestivamente, y no digamos con nocturnidad y alevosía que es como se realizan los órdagos castrenses contra el sistema en todo el mundo, las tropas bajo su mando, sin haber solicitado, desde mucho tiempo atrás, los correspondientes permisos y las oportunas dotaciones logísticas para las mismas.

Porque aquí está la madre del cordero del antigolpismo castrense desde dentro de la propia Institución militar española, puesto en marcha en su día por el mismísimo Franco (que era un completo analfabeto funcional en cuanto a Táctica y Estrategia se refiere, pero todo un experto en levantamientos militares, golpismo institucional y control de sus mandos subordinados) y que desconocía (y desconoce) la ciudadanía de este país que, evidentemente, ha pasado mucho miedo durante los últimos años a cuenta del previsible (y real) afán involucionista de los militares españoles: sin armamento, municiones, equipo, gasolina, comida… etc, etc. no hay golpismo que valga. Es que no existe mando militar, por muchos genes sediciosos que lleve en sus venas, que se arriesgue a sacar sus soldados a la calle para intentar cambiar el equivocado derrotero que, según su particular criterio, puede llevar su patria querida (por culpa, claro está, de los corruptos, ineptos, vagos, ambiciosos, traidores e indocumentados políticos que la gobiernan), si no tiene los medios logísticos necesarios para la completa operatividad de los mismos. Por eso, como comprobará enseguida el lector, los sesudos planificadores de la Conjura de mayo de 1981, a pesar de trabajar en muy altos escalones de la orgánica militar de las FAS españolas, se cuidaron muy mucho de aprovechar los planes de maniobras periódicos del Ejército de Tierra español para poder mover llegado el momento, sin despertar sospechas, las diferentes grandes Unidades involucradas en la misma; así como para poder dotarlas con antelación suficiente de todo tipo de armamento y material.

Pero dejo ya de elucubrar sobre las sutiles añagazas puestas en marcha durante años por el dictador Franco (y que todavía subsisten en los cuarteles españoles, contribuyendo a la ineficacia y falta de operatividad del Ejército de este país, que sigue necesitando de semanas o meses para empezar a mover sus atróficos músculos) para evitar que sus subordinados castrenses se la «pegaran» como se la pegó él al sufrido pueblo español en 1936, y retomo de una vez el relato de la oscura gestación del gran golpe militar de la primavera de 1981 que estamos tratando.

El miércoles 14 de enero de 1981, escasos días después de la tercera reunión de los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el capitán general de la Región, señor Elícegui, tiene lugar en la sede de Capitanía General, con absoluto secreto, la que yo voy a denominar, para que nos entendamos todos y no confundamos con las tres anteriores (en principio, legales y contempladas en los reglamentos militares), «primera reunión secreta planificadora» del golpe duro o «a la turca» que, en fase de decisión hasta entonces por parte de sus máximos dirigentes (los capitanes generales de las Regiones II, III, IV, V, VII, VIII y Baleares), entraría tras ella en otra importante etapa de planeamiento operativo de alto nivel a cargo de personal cualificado de los Estados Mayores de Zaragoza y Sevilla, con el fin último de confeccionar una rigurosa DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) que la pusiera definitivamente en marcha con las debidas garantías de éxito.

De este primer «cónclave» secreto de los equipos planificadores de las Capitanías de Aragón y Sevilla (con un observador de la de Valencia), que tuvo lugar en la Sección de Operaciones de la primera y bajo la supervisión del general Elícegui, me enteré, escasas horas después de que hubiera finalizado, a través de la «antena» que la Sección de Inteligencia de la Brigada DOT V tenía en el Cuartel General regional. Aunque muy poca fue, desde luego, la información que el modesto suboficial que ejercía como tal (un antiguo componente de de la 2.ª Sección del Estado Mayor de la Brigada) nos pudo suministrar, si exceptuamos algunos datos ciertamente importantes como la hora de su inicio: 19:00 horas; la de su finalización: 05:00 horas del día siguiente; y el número y la identidad de los asistentes: capitán general de la Región, general jefe del Estado Mayor, coronel segundo jefe del Estado Mayor, tres componentes de la 3.ª Sección de Operaciones de Capitanía, otros dos de la Sección de Inteligencia, uno de Logística, dos jefes del Estado Mayor de la Capitanía de Sevilla y uno de la Capitanía de Valencia. De todo lo demás, de lo que se trató allí, de lo que se debatió durante horas, de las importantes decisiones tomadas y de los comentarios, algunos espectaculares, que se oyeron (y que voy a poner a continuación a disposición del lector) me enteraría algunos meses después, concretamente en el mes de julio de ese mismo año 1981 en el que, de vacaciones en Zaragoza procedente de Buenos Aires, uno de los protagonistas de la reunión, agradeciendo sin duda antiguos favores y totalmente desbaratado ya el siniestro operativo del 2-M en el que había estado metido hasta el cuello por los sorprendentes acontecimientos del 23-F, tuvo a bien contarme los entresijos de ese contubernio de alto nivel con pelos y señales.

Y lo primero que me contó, con lo que «abrió el fuego» mi antiguo compañero de la Capitanía General de Aragón, si me permite el lector una pizca de ironía con estas cosas del golpismo militar que, evidentemente, no tienen ninguna gracia, resultó tan interesante para mí como eficaz para calmar mis desbocadas ansias por conocer la intrahistoria militar de este país. En concreto, se refirió a las solemnes palabras con las que, tras los saludos de rigor y después de una detallada exposición personal de lo que perseguía con aquella atípica reunión y lo que quería le presentaran a muy corto plazo los planificadores militares a sus órdenes allí reunidos, se destapó el general Elícegui:

—Aprendamos de los errores de Mola y Franco en 1936. Esta vez Madrid debe caer la primera y sin disparar un solo tiro.

Palabras de la primera autoridad militar zaragozana que, sin duda, podrían haber llegado a los allí reunidos con voz mucho más potente de lo que llegaron (en tono paternalista y con escasa potencia decibélica, según el confidencial relator), pero nunca jamás más claras y contundentes de lo que lo hicieron. Porque, evidentemente, el capitán general no se anduvo por las ramas al elegirlas para imprimir su impronta personal en el arduo y difícil trabajo planificador que tenían por delante sus subordinados castrenses y futuros compañeros de fatigas golpistas.

En esta reunión, totalmente ilegal ya, de la Capitanía General de Aragón del 14 de enero de 1981, se suscitaría enseguida el tema de la colaboración del general Milans del Bosch y su posible liderazgo. Se conocía ya lo tratado escasos días antes, concretamente el 10 de enero, en Valencia, entre el general Armada y el capitán general de la Región de Levante, pues al Estado Mayor de este último le faltó tiempo para informar con todo detalle de esa importante entrevista y del posible acuerdo al que podían llegar en las siguientes horas el general Milans y el enviado del rey Juan Carlos. Pero, según la información facilitada por mi interlocutor (que rimaba al milímetro con la que obraba en mi poder, procedente de otras fuentes y referida a la totalidad de los altos conjurados de mayo), la realidad era que en aquellos momentos la totalidad de los asistentes al secreto conciliábulo no sólo estaban convencidos de que Milans daría muy pronto su placet al 2-M, sino que se convertiría, con todos los honores y todas las prerrogativas, en su jefe supremo. Y ello era así porque todos, absolutamente todos, los generales que en las últimas fechas se habían manifestado al respecto a través de los canales reservados interregionales, a excepción del capitán general de Canarias, González del Yerro, que se había desmarcado del sentir general por celos con Milans tras un brusco giro copernicano, deseaban fervientemente y trabajaban sin descanso para conseguir como fuera el compromiso y la dirección suprema del antiguo jefe de la División Acorazada Brunete, y en aquellos momentos capitán general de Valencia.

Tan asumida estaba esta cuestión, a nivel nacional, tanto por los altos mandos implicados en la conjura como por los distinguidos auxiliares de Estado Mayor encargados de dar forma operativa a la misma (una importante y cualificada parte de los cuales estaba allí representada), que el general Elícegui se vio en la tesitura de pronunciar una pequeña disertación sobre el estado de las conversaciones con el general Milans y que, a su juicio, caminaban por la esperanzadora senda de la colaboración, el compromiso, la lealtad y el trabajo por el bien de la patria. Debiendo escuchar a su término la ardiente y conminatoria frase con la que, tras pedir el correspondiente turno de palabra, se despachó un alto oficial (antiguo jefe de Batallón de Carros en la División Acorazada, bajo las órdenes de Milans) presente en la reunión:

—Mi general: Si queremos triunfar en toda la línea, nuestro comandante en jefe debe ser el general Milans. Sólo el general Milans del Bosch puede liderar esto.

En esta reunión «de trabajo» del máximo staff del movimiento de mayo también se debatió, lógicamente, y en toda su profundidad, el principal punto del orden del día no escrito de la misma, que no era otro que el de dar luz verde definitiva, después de bastantes meses de vagar exclusivamente por terrenos políticos e institucionales, a la planificación organizativa, operativa y logística del mismo; es decir, a la redacción minuciosa y técnicamente impecable de una DIPLANE que permitiera la puesta en ejecución, de una manera totalmente coordinada y automática, del plan sobre el terreno; un plan ya bautizado en el reservado ambiente de sus más altos dirigentes y sus Estados Mayores como «Operación Móstoles» o «Plan 2-M».

En consecuencia, la célula operativa de la 3.ª Sección de Capitanía presentó con todo detalle a los reunidos sus propuestas e hipótesis de trabajo, arduamente estudiadas, conocidas ya por el general Elícegui y pergeñadas durante meses con «apoyos técnicos» procedentes de algunos profesionales cualificados ajenos al Estado Mayor regional, con el fin de recabar la aprobación de los presentes a una espectacular maniobra estratégica centrípeta de altos vuelos sobre Madrid, tomando como base (pero anulando los importantes errores y deficiencias de ejecución que presentó en su día) la operación sobre la capital de la nación del 18 de julio de 1936 (Plan Mola).

La importante reunión terminaría, bastantes horas después de comenzada y tras un corto plenario que aprobaría y resumiría las conclusiones de las tres ponencias que presentaron y discutieron diferentes «Ideas de Maniobra» capaces por sí mismas de dar una solución adecuada y brillante al problema estratégico general planteado. Que, en palabras del propio capitán general Elícegui, era el siguiente:

—Copar rápidamente y sin derramamiento de sangre, a partir de las 03:00 horas del día 2 de mayo de 1981, la capital de la nación y todo su entorno de poder político, mediático, económico y social, posibilitando con ello el fin de régimen establecido en España el 22 de noviembre de 1977 y el nacimiento de un nuevo Estado nacional que, con autoridad, dignidad, lealtad, trabajo y espíritu de sacrificio, recobrara las esencias del glorioso Movimiento del 18 de julio de 1936 que tanta paz, bienestar y progreso social había dado a los españoles.

Los allí reunidos serían, finalmente, convocados para otra Comisión de trabajo, sin fecha concreta, a celebrar en el plazo de un mes, en la que debía ser presentado (redactado ya en su totalidad en la vertiente operativa estratégica y con planes logísticos estudiados para satisfacer cualquiera de la hipótesis presentadas) el «Plan Móstoles» en sus tres fases de ejecución, para, una vez aprobado por la Comisión, ser enviado para su conocimiento y estudio, tanto al general Milans del Bosch como al resto de los capitanes generales comprometidos. La fecha tope para que el importante documento fuera remitido a esas autoridades fue asimismo dada por el general Elícegui: 1 de marzo de 1981.

Efectivamente, con arreglo a los planes del capitán general de Aragón, general Elícegui, con el visto bueno de las primeras autoridades militares de Sevilla, La Coruña, Barcelona, Valladolid y Baleares, y con el dejar hacer político y estratégico, con el «Sí, pero no», de la de Valencia (general Milans), antes de que se cumpliera un mes desde la primera reunión secreta planificadora del movimiento de mayo de 1981, el viernes 13 de febrero de 1981 se constituiría de nuevo la Comisión de trabajo de la DIPLANE 02-M o «Plan Móstoles», con una composición idéntica a la anterior, pero que en esta ocasión se vería incrementada sustancialmente pues a ella se sumaron en el último momento, sin duda por presiones de los otros dirigentes del Plan, un representante de la Capitanía General de Valladolid, otro de la de Galicia, un tercero de la de Cataluña y otro de la de Baleares.

La Comisión, presidida como en la anterior ocasión por el general Elícegui, recibiría con grandes muestras de satisfacción y orgullo el sin duda meritorio trabajo de los ponentes que durante más de dos horas expusieron ante los presentes, con todo lujo de detalles, el minucioso trabajo de Estado Mayor realizado. Éste sería aprobado con todos los honores por el capitán general que, obviamente, había intervenido personalmente en su redacción y lo conocía al detalle, y jaleado y comentado durante muchos minutos por el conjunto de los presentes que, como es norma en el Ejército español, agradecieron con sonoros abrazos y repetidas palmadas la labor de sus compañeros. La DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) 02-M-1981, de la que a través de las páginas que siguen va a tener cumplida referencia, por primera vez, la ciudadanía de este país (que va a poder conocer a través de ella, de una vez por todas, el por qué, la razón oculta, de aquel famoso 23-F), fechada en Zaragoza a 13 de febrero de 1981, nacida con la clasificación de «máximo secreto» en las catacumbas de la Sección de Operaciones de la Capitanía General de Aragón, de la mano de unos pocos militares españoles que, por mucho que vivan, nunca admitirán haberla conocido, era ya una realidad, una preocupante y mortífera realidad. De su existencia real yo me enteré, amigo lector, escasos días después de esa reunión del 13 de febrero que acabo de comentar (de la que tuve puntual referencia por valija diplomática. a través de la Sección de Inteligencia de mi Brigada), pero muy lejos de España, en Buenos Aires. Me mantuvo con el corazón preocupado y la mente alerta. Aunque de su letal contenido, de su impecable pero macabra maniobra estratégica que, afortunadamente, nunca llegaría a materializarse, no tendría constancia detallada hasta algunos meses después, concretamente hasta el mes de julio de ese fatídico año de 1981 cuando, desaparecido ya el peligro de su puesta en ejecución gracias al contragolpe borbónico del 23-F, pude por fin conocer con precisión todos sus datos técnicos y su planeamiento profesional.

Pero a pesar de estar perfectamente redactada y consensuada, la DIPLANE 02-M («Plan Móstoles») de febrero de 1981, nunca llegaría a ser distribuida «oficialmente» a los capitanes generales comprometidos con el «espíritu de mayo»”, aunque sí sería conocida por todos ellos en sus líneas maestras muy pocas horas después de finalizado el reservado «cónclave» zaragozano del 13 de febrero, gracias a los informes personales y secretos que les transmitieron sus respectivos representantes en el mismo. Éstos, no obstante, antes de la partida de la capital maña serían alertados por el mismísimo capitán general de la enorme responsabilidad que se verían obligados a asumir si cualquier dato de la Directiva, por pequeño e intrascendente que pudiera parecer, llegaba a alguien que no fuera, única y exclusivamente, su jefe supremo regional.

Y ello sería así porque unos cuantos días antes de la fecha prevista de su difusión (1 de marzo), el general Armada, alertado por los servicios secretos, con todas las alarmas provenientes de los estamentos militar y civil sonando con fuerza en sus oídos, consciente del peligro que se cernía sobre el régimen político instaurado por su señor, el rey Juan Carlos I, sobre su regia persona y sobre la institución que representaba, y con la certeza absoluta de que el movimiento involucionista de los generales más radicales del franquismo castrense caminaba ya a pasos agigantados hacia el asalto final contra el sistema… decidiría, con el apoyo solapado del CESID y la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor), el plácet, aunque a regañadientes, del general Milans (que alegaría no estar suficientemente preparado) y la autorización del rey Juan Carlos, adelantar su órdago personal, profesional y político-militar. Lo tenía preparado para una fecha todavía sin concretar de últimos de marzo de 1981 (siempre barajó una horquilla del 20 al 25 de ese mes), al 23 de febrero de ese mismo año (el luego famosísimo 23-F) pillando por sorpresa y colocando en una situación harto embarazosa a los orgullosos generales del 2 de mayo, que nunca se habían creído del todo sus ambiciosas propuestas personales y sus proyectos políticos reformistas. Ello los llevaría, en las horas de vacío de poder, de pánico ciudadano y de incertidumbre política y social que se sucedieron en España en la tarde/noche del 23 de febrero y madrugada del 24, a intentar por todos los medios poner en marcha su todavía no preparado operativo («Plan Móstoles») y a conseguir del general Milans que asumiera de una vez por todas la dirección del mismo.

Resulta meridianamente claro a estas alturas de la historia que los confiados jerarcas del golpe de mayo no dieron demasiado crédito a las informaciones que recibieron sobre esta última jugada del antiguo secretario general de la Casa Real y marqués de Santa Cruz de Rivadulla, señor Armada (nunca es aconsejable despreciar al enemigo), adelantando su operación político-militar-institucional, en contacto íntimo con el rey y el CESID, a la tarde del 23 de febrero de 1981. Siempre fueron escépticos. De hecho nunca se creyeron demasiado, como acabo de comentar, que esa «rata de palacio con ambiciones» (según el peyorativo comentario de un alto militar de la época comprometido con el movimiento de mayo, que correría con profusión por ciertos ambientes restringidos de la conjura) fuera finalmente capaz de poner en marcha su, por otra parte, conocidísima «Solución Armada» y, todavía menos, que consiguiera «llevarse al huerto» al capitán general de Valencia, general Milans; sobre todo después de las irrechazables propuestas cursadas a este último, a mediados de enero de 1981, por los máximos responsables de la futura Junta Militar (los capitanes generales de las Regiones II, IV, V, VII, VIII y Baleares) en las que, ante las alarmantes noticias llegadas desde Valencia en relación con la entrevista Milans-Armada del 10 de enero, le ofrecían ya sin ambages la dirección suprema del «Alzamiento» de mayo, el honroso título de «Generalísimo» y la jefatura del futuro Estado nacional.

Pero durante el desarrollo de aquel precipitado y chapucero 23-F (desatado un tanto irresponsablemente por el general Armada, apoderado del rey), ni los implicados en el golpe duro de mayo conseguirían adelantar sus planes ni el general Milans asumiría finalmente su liderazgo. Cualquiera de estos dos supuestos nos habría llevado a los españoles irremediablemente al desastre y el monarca español, obligado por la demencial actuación del teniente coronel Tejero en el Congreso de los Diputados, a abandonar a sus validos, los generales Armada y Milans, conseguiría en una dramática ronda telefónica de más de siete horas de duración (auspiciada y moderada por el general Sabino Fernández Campo), enderezar in extremis el rumbo de la delicada situación, atrayendo finalmente a su campo a los poderosos generales de mayo que, sorprendidos y sin un claro liderazgo (el general Milans, actuando con suma prudencia y lealtad nunca llegaría a atravesar ese peligroso Rubicón cesárico que hubiera supuesto de inmediato una nueva guerra civil), no tendrían más remedio que prometer fidelidad y acatamiento a su comandante en jefe. Así se desmoronó con ello, de un solo golpe, la terrorífica conjura castrense que perseguía hundir de nuevo a la nación española en las catacumbas de otra dictadura militar.

En las líneas que siguen voy a presentar al lector, y con ello a todo el país, la detallada planificación del desconocido y durísimo golpe militar previsto para el 2 de mayo de 1981 (objetivo último y prioritario del presente libro) contra la recién nacida democracia española. Un nuevo Alzamiento Nacional en toda regla, al estilo franquista de 1936 que, afortunadamente, no llegaría a estallar, aunque muy poco, pero que muy poco (sólo escasas semanas) faltó para ello. Y no estalló (perdón por la reiteración, pero creo que esta afirmación es sumamente importante) gracias al contragolpe, al golpe blando, al «golpe de timón», a la contraofensiva de La Zarzuela (al 23-F, vamos) autorizada por el rey, dirigida políticamente por el general Armada y militarmente por el teniente general Milans del Bosch. Maniobra político-militar-institucional esta última, que he investigado durante más de veinticinco años a título personal, sobre la que he escrito tres libros y a la que me tendré que referir nuevamente en el presente (ello será en el capítulo siguiente) si quiero dejar bien claro al lector, y a la historia de este país, como se gestó y planificó el duro, clásico, decimonónico y presumiblemente cruento órdago de los generales más radicales del fascismo español.

Pero antes de profundizar con todo detalle en lo que se estaba preparando para salir a la superficie, con todo estrépito, en la madrugada del día dos de mayo de 1981, deberé recordar también, siquiera muy sucintamente, aquella otra conspiración militar que sí estalló, que sí se materializó, que degeneró en una cruenta guerra civil que llevó a la nación española a la barbarie y a la sinrazón, al odio y a la destrucción. Aquel golpe del 18 de julio de 1936, diseñado por el general Mola, fue una auténtica chapuza, un despropósito, una operación precipitada, voluntarista, errónea, técnicamente imperfecta. Este otro, el previsto para el 2 de mayo de 1981, sí fue planificado con todo detalle por auténticos (aunque equivocados) profesionales de las armas, con toda clase de apoyos técnicos, usando al máximo los últimos conocimientos en Estrategia militar, Táctica, Logística… con el fin de que la involución política que perseguían sus poderosos promotores fuera alcanzada en todos sus objetivos, en el menor tiempo posible y con el mínimo coste.

Conociendo ambos proyectos involucionistas (el uno, el del 18 de julio de 1936, histórico ya, aunque todavía levante ampollas sociales; el otro, el del 2 de mayo de 1981, todavía bajo el secreto y la alfombra de la historia) el ciudadano español va a poder disponer de los datos necesarios para comprender definitivamente el porqué, la razón última de ese hecho tan trascendente en la historia española de la segunda mitad del siglo XX (y tan íntimamente relacionado con el segundo de ellos) como ha sido la llamada «intentona militar del 23-F», uno de los secretos institucionales mejor guardados en la ya larga etapa democrática que ha vivido este país tras la dictadura de Franco y que ha propiciado toneladas de tinta en los medios de comunicación.

Porque aquella burda patraña institucional del 23-F, aquel falso golpe militar, aquella ridícula mascarada, aquella chapuza palaciega de altos vuelos montada sobre la difusa línea que separa la legalidad del delito de Estado, sólo tuvo un único fin, una única razón de existir, un perentorio objetivo: parar como fuera el tremendo golpe militar (éste de verdad, éste clásico, con las previsibles consecuencias de todo orden que este tipo de intervenciones castrenses han tenido en este país a lo largo de los últimos doscientos años) que preparaba la extrema derecha castrense para poner en práctica apenas un par de meses después (2 de mayo de 1981) con el fin de acabar manu militari con la monarquía y el régimen juancarlista instaurados en España en noviembre de 1975.

Esta finalidad estratégica y política de desmontar el peligro franquista de mayo de 1981 sería conseguida finalmente por el equipo de emergencia de La Zarzuela que, en los dramáticos momentos posteriores a la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados, acudió de inmediato en defensa de un rey rebasado por los acontecimientos y también al borde del colapso físico y moral. Pero ello sería así tras bastantes horas de vacío de poder, de dudas y vacilaciones regias, de pactos reservados y transacciones personales y políticas con unos generales que, aunque no tuvieran nada que ver con el ridículo órdago bananero del teniente coronel Tejero en el emblemático edificio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, constituían el verdadero peligro oculto para la joven monarquía instaurada por el extinto dictador.

El golpismo militar blando y descafeinado, el golpismo de salón, el intervencionismo regio, el golpismo palaciego de validos y generales cortesanos… ganaría por fin la partida, y parece ser que para siempre, al golpismo tradicional español, al golpismo puro y duro, al involucionismo cruento, al pronunciamiento decimonónico de caballo, sable y proclama. Bueno está lo que bien acaba y mucha gente en este país, mucha ciudadanía desinformada y con el pánico pegado a su cuerpo desde décadas, mucho demócrata advenedizo, mucho amante de pacotilla de la libertad y de los derechos fundamentales de la persona que, seguramente, durante los cuarenta años de dictadura eran asiduos visitantes de la plaza de Oriente, pueden verse tentados (sobre todo después de conocer en profundidad la alocada trama de mayo de 1981 que estoy sacando a la luz) a aplaudir con las orejas la aparentemente valiente y patriótica actitud del rey Juan Carlos en aquella tremenda tarde/noche del 23-F; que, en realidad, no tuvo nada de valiente y menos de patriótica. Lo digo por la sencilla razón de que él era el responsable último de la alocada y chapucera planificación del remedio recetado por su valido y confidente, el general Armada y, por lo tanto de las previsibles y funestas consecuencias del mismo; y, además, por otra sencilla y admitida razón ética y política: el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo. Por muy loable que sea el primero y muy inocuos e, incluso, aparentemente beneficiosos, que sean los segundos.

Veamos pues, amigos, sin más preámbulos, cómo se planificaron los dos últimos golpes militares más importantes de la historia de España y, ya en el capítulo siguiente, el contragolpe, el golpe blando, el golpe de salón, la subterránea maniobra borbónica que destruyó al último de ellos, la Conjura del 2 de mayo de 1981.

 

 

«PLAN MOLA»

(Julio de 1936)

 

En el levantamiento contra la Segunda República española del 18 de julio de 1936 concurrieron dos procesos muy claros y definidos: el civil, de inspiración monárquica y que ya había protagonizado el fracasado golpe militar de agosto de 1932 dirigido por el general Sanjurjo; y el castrense, que no poseía un marcado carácter ideológico y que perseguía restaurar el orden social perdido, erradicando de paso los peligros de todo orden que, según este estamento crucial en la vida política y social de entonces, acechaban a la patria sagrada.

A partir de febrero de 1936, con el triunfo del Frente Popular, la trama militar se impondría clarísimamente sobre la civil, que ya contaba en aquellos momentos con fuerzas paramilitares muy importantes como las del Requeté y la Falange. Esta trama castrense, inicialmente sustentada en la UME (Unión Militar Española), una organización clandestina nacida en 1933 y formada por oficiales conservadores y antiazañistas, se vería sumamente fortalecida con la salida a escena de la Junta de generales, constituida a finales de 1935 por un nutrido grupo de generales «africanistas» y que, a partir de marzo de 1936, tomaría especial protagonismo dentro de un Ejército conmocionado por la victoria frentepopulista.

Los máximos dirigentes de esta Junta de generales (Sanjurjo, Mola, Franco, Saliquet, Fanjul, Ponte, Orgaz y Varela), con la UME ya bajo su mando, fijaron para el 20 de abril un primer intento de derribar al Gobierno republicano, pero éste detectó a tiempo el movimiento involucionista deteniendo a Orgaz y Varela, y alejando de los centros de poder militar a los generales considerados más peligrosos: Goded fue destinado a Baleares; Franco, a Canarias, y Mola, a Pamplona. Este último, a finales de abril y tras el fracaso del golpe del día 20, decidió asumir personalmente la dirección de la trama golpista, acción que sería aceptada por el resto de sus compañeros que no dudaron en nombrarlo jefe del Estado Mayor de Sanjurjo, auténtico líder de la conspiración.

Pues bien, desde primeros de mayo de 1936 el general Mola, convertido ya en «el Director» o jefe operativo máximo del movimiento golpista (aunque en realidad continuara admitiendo el teórico liderazgo de Sanjurjo), se dedicó en cuerpo y alma a preparar el levantamiento militar contra la República desde su puesto, no especialmente brillante, de jefe de la XII Brigada de Infantería y comandante militar de Pamplona. Comienza a redactar y distribuir en secreto sus famosas Instrucciones reservadas de carácter político-militar que, hasta la número trece (impartida el 14 de julio, tres días antes del desencadenamiento del golpe militar), irán llegando puntualmente a sus destinatarios, convirtiéndose de facto en la doctrina que necesitaba el numeroso grupo de generales, jefes y oficiales del Ejército (la mayoría «africanistas», pero sin una preparación académica adecuada) confabulados para cambiar alocadamente el curso de la historia.

A principios de julio de 1936 la escueta y pedestre planificación del golpe realizada personalmente por el inquieto comandante militar de Pamplona estaba prácticamente terminada. El denominado «Plan Mola» preveía el levantamiento coordinado de todas las guarniciones militares comprometidas que, como primera medida, implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones y después cooperarían en la conquista de Madrid; acción esta última que se consideraba esencial para el éxito final de la operación. Las primeras en actuar serían las Unidades de África, que previamente iban a ser concentradas, con la excusa de realizar unas grandes maniobras, en el Llano Amarillo, en Ketama, entre el 5 y el 12 de julio. Allí se produciría el consabido pronunciamiento que sería seguido por el resto de las guarniciones insulares y peninsulares. Luego Mola, al mando de las fuerzas del norte, se dirigiría hacia la capital de la nación, donde el general Villegas habría sublevado los cuarteles. La Constitución republicana de 1931 sería suspendida, se disolverían las Cortes y se produciría una breve pero intensa etapa de represión político- militar con depuraciones, encarcelamientos y fusilamientos de elementos izquierdistas y de militares no comprometidos con el Alzamiento. En esto, «el Director» no se anduvo por las ramas en sus voluntaristas y siniestras Instrucciones:

 

La acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible a un enemigo que es fuerte y bien organizado. Que sepan los tímidos y vacilantes que el que no esté con nosotros estará contra nosotros y como enemigo será tratado.

 

El operativo contra el Gobierno de la República finalizaría con la vuelta del general Sanjurjo, desde su exilio en Portugal, y la creación de un Directorio militar de cinco miembros que establecería las bases para la creación de un nuevo Estado.

Los españoles ya sabemos, desgraciadamente, cómo terminaría toda esta historia de deslealtad y traición de una gran mayoría del Ejército español a los más sagrados principios de la ética y la moral militar, pergeñada durante meses por la mente ciertamente calenturienta del general Mola: en una cruenta guerra civil de casi tres años de duración que se saldaría con más de medio millón de muertos. Ahora bien, si políticamente los preparativos de la insurrección fueron siempre temperamentales y caóticos (las relaciones de Mola con monárquicos, tradicionalistas y falangistas se plantearon desde el principio, salvo en las últimas jornadas anteriores al levantamiento, como un pulso inmisericorde por adquirir el máximo poder en el mismo) en el terreno militar, en el estrictamente técnico u operativo, la cosa fue mucho más allá revistiendo el carácter de una gran chapuza planificadora de la que este historiador, demócrata y republicano, no sabe a ciencia cierta si a día de hoy debemos alegrarnos o lamentarnos los ciudadanos españoles, pues su evidente fracaso inicial (al no conseguir sus objetivos iniciales, con Madrid a la cabeza) degeneró en un largo enfrentamiento civil (para el que la República no estaba preparada militarmente) y, en consecuencia, en una tremenda carnicería; circunstancias estas que no se habrían producido, aunque tampoco conviene minusvalorar la capacidad de represión de los milites «africanistas »que mandaban en el subdesarrollado Ejército español de la época, en el caso de que el levantamiento militar se hubiera planificado adecuadamente desde el punto de vista técnico y, dada la absoluta desproporción de fuerzas regulares, finalizado en cuestión de horas o de días con el pronto triunfo de la sedición. La Segunda República hubiera caído igualmente, sí, pero sin apenas víctimas y con todo su poder (cívico, legal, institucional…) y su legitimidad internacional intactos. Con lo que su resurgimiento, tras la Segunda Guerra Mundial, hubiera sido sin duda más viable.

Pero dejémonos ya de lucubraciones históricas y vayamos al grano de lo que este modesto investigador pretende en este momento, que no es otra cosa que dejar pública constancia (prácticamente nadie lo ha hecho hasta ahora) de la descomunal chapuza técnica que presidió la innoble y cruenta sublevación militar del 18 de julio de 1936, que tuvo como supremo planificador a un hombre, el general Mola, que, dejando al margen sus ya conocidas ideas ultraconservadoras y fascistoides y aún sobresaliendo culturalmente del conjunto de sus analfabetos compañeros de profesión y generalato, no tenía los suficientes conocimientos profesionales para dirigir y planificar en solitario una operación de aquellas características; nada menos que un asalto al Estado de carácter nacional. Fue lo que después propició su fracaso, la muerte violenta de miles de sus subordinados, de cientos de miles de ciudadanos inocentes y la destrucción del país entero.

Mola diseñó un golpe de Estado que en principio, dejando aparte sus rudimentarios planteamientos políticos y su prepotente relación con los partidos y organizaciones que debían secundarlo, hubiera resultado no solo aceptable para cualquier estratega castrense de postín de la época sino incluso brillante. Conviene recordar que hasta entonces los golpes tradicionales en España siempre se habían escenificado: bien usando el «modelo Pavía», o sea entrando a saco con la tropa en el corazón político de Madrid; o a través del consabido pronunciamiento tipo «Martínez Campos». Es decir, lejos de la capital de la nación y a cargo de general con prestigio que, aprovechando la maniobrita castrense de turno, se subía al caballo y lanzaba su proclama a pulmón abierto, con éxito garantizado casi siempre, por lo menos en el corto plazo. Existía, ciertamente, otra variante de la anterior: la puesta en marcha en el año 1923 por el general Primo de Rivera, capitán general de Cataluña, quien en su despacho, sin necesidad de caballo y sin que las fuerzas a sus órdenes estuvieran de maniobras, soltó de nuevo aquello que tan bien resultó históricamente puesto en la boca del Rey Sol casi cuatro siglos antes: «El Estado (el español en este caso) soy yo». Pero claro, este caso se salía mucho de la norma. Era muy especial porque el rey Alfonso XIII estaba en el ajo y avalaba la operación de los militares.

De todas formas, estos sistemas, estas variantes de golpismo castrense, con el paso de tiempo, la lógica transformación del Estado y, sobre todo, tras el nuevo sistema de comunicaciones de tipo radial con centro en Madrid auspiciado y construido casi en su totalidad por el dictador Primo de Rivera, deberían dejarse de lado pues a ningún estratega militar se le escapaba ya, comenzada la década de los treinta del siglo pasado, que la premisa indiscutible para dominar el Estado español era sin duda la de controlar por la fuerza, y lo más rápidamente posible, su capital. Es por ello por lo que acabo de decir que, en principio, la idea del general Mola de controlar cuanto antes Madrid por medio de un movimiento coordinado y centrípeto de varias columnas militares, no era en absoluto descabellado sino todo lo contrario: brillante y sujeto a las normas y principios estratégicos de la época.

Pero una cosa es que la idea estratégica de «el Director» fuera brillante y la única que podía garantizar el éxito a corto plazo, y otra muy distinta que pudiera desarrollarse táctica y técnicamente sobre el terreno a mediados de julio de 1936, dado el lamentable estado en el que se encontraba el Ejército metropolitano español de le época, prácticamente en cuadro, sin soldados, sin medios materiales y con la moral de sus mandos bajo mínimos. Si bien es cierto que el 80% de los jefes, oficiales y suboficiales profesionales se había adherido al levantamiento, el poder operativo real de las Unidades acuarteladas en la Península era ínfimo, cercano al cero absoluto, y sólo el Ejército de África, con 25.000 soldados profesionales y Unidades de élite como La Legión y Regulares, constituía el verdadero «músculo militar» capaz de golpear mortalmente al Gobierno. Máxime teniendo en cuenta que éste, alertado desde meses atrás, seguía muy de cerca el desarrollo de la sedición castrense y no era un secreto para nadie que, en caso de necesidad, no dudaría un instante en armar a decenas de miles de milicianos en defensa de la República. Por cierto, de esto que acabo de afirmar en relación con el poder casi único de las Unidades militares desplegadas en el Protectorado de Marruecos era muy consciente, pero que muy consciente, el ambicioso general Franco, desterrado a la sazón en Canarias, que exigiría (y conseguiría) como moneda de cambio de su participación en el golpe militar el mando supremo de este poderoso Cuerpo de Ejército colonial para así poder intervenir en la Península «a lo Julio César» y hacerse con el poder absoluto, militar y civil.

Pues bien, increíblemente, a pesar del lamentable estado operativo en el que se encontraba el Ejército desplegado en la Península y de su absoluta impotencia para ocupar Madrid por la fuerza (los servicios secretos militares debían estar al tanto del espectacular incremento de poder de las organizaciones izquierdistas y de que el Gobierno del Frente Popular podía armar a 60.000-80.000 milicianos en cuestión de horas, como así ocurrió en cuanto el alzamiento se produjo), el inquieto, ambicioso, iluminado e irreflexivo Mola no dudó un instante en planificar su particular operación estratégica sobre la capital de la nación contando sólo con las guarniciones metropolitanas. Aunque al final, el 24 de junio, cuando Franco dio su definitivo plácet personal a la rebelión tras recibir como un regalo de Navidad el mando de los 25.000 soldados profesionales de guarnición en el norte de África, no dudaría en sacarlos de la reserva estratégica en la que, en sus primigenias directivas había metido a esos cuerpos de élite del Ejército español, y a través de una de sus últimas instrucciones reservadas dar «la orden» a Franco de que también acudiera con ellos a la fiesta guerrera contra la República prevista en los alrededores de Madrid. Lo haría por Córdoba y el desfiladero de Despeñaperros, tras pasar el Estrecho de Gibraltar desde Ceuta y Mellilla «con un par», y con el apoyo logístico y material de los nazis alemanes y los fascistas italianos, naturalmente.

Ni que decir tiene que el nuevo «Julio César» nacido en Galicia (Franquito para los íntimos, Generalísimo para sus partidarios y «el genocida y rebelde Franco» para los demás) se pasaría la citada orden de Mola por el forro… de su gorro legionario, emprendiendo por su cuenta una larga y demencial marcha sobre Madrid a través de Badajoz (fusilando de paso a centenares de defensores de esta última ciudad a golpe de ametralladora), recuperando las ruinas del Álcazar de Toledo por aquello de la imagen, y perdiendo el tiempo todo lo necesario para que Mola acabara cociéndose en su propio fracaso y no le quedara más remedio que dejarle a él el mando absoluto de la insurrección. En lugar de maniobrar rápidamente desde Andalucía sobre el sur y el este de la capital de la nación, para completar el cerco estratégico de la misma (que de forma precaria había establecido Mola por el norte) a una distancia prudencial de 100-150 kilómetros, con el fin de conseguir la rendición gubernamental en muy pocas semanas. Entre pillos e ineptos andaba el siniestro juego de los rebeldes no cabe duda.

En concreto, y ciñéndonos exclusivamente al campo militar, el «Plan Mola» contemplaba la acción coordinada sobre Madrid de cuatro columnas integradas por efectivos de Valencia (3.ª Región Militar), Zaragoza (5.ª), Burgos (6.ª) y Valladolid (7.ª) que se pondrían en marcha una vez decretado el estado de guerra, mientras la decisiva guarnición del Protectorado de Marruecos permanecería en reserva a las órdenes de «el Director». Esto último no dejaba de ser una monumental insensatez estratégica; para explicar la cual a este profesional de Estado Mayor sólo se le ocurre, a estas alturas, una razón plausible: que las primeras lecciones de Táctica recibidas como cadete por el general Mola, en las que como norma general se imparte la idea de que nunca, bajo ningún concepto, un jefe militar debe quedarse sin algunos medios en reserva al emprender cualquier acción, le jugaran una mala pasada al diseñar su operativo golpista. Lo afirmo porque el dejar el 80% de los efectivos de la rebelión en reserva en Marruecos, viéndolas venir, cuando decenas de miles de potenciales enemigos armados se aprestaban a la lucha en Madrid, no era desde luego una idea brillante. De todas formas, esta última decisión estratégica de Mola sería modificada al final, en cuanto Franco, con el mando del Ejército de África a buen recaudo, exigió al todavía «Director» acudir con sus tropas al teórico y rápido festín golpista madrileño. ¡Faltaría más!

En los planes del general Mola se contaba también con otra «quinta columna» (denominación que luego ha hecho fortuna a nivel internacional, quedando contemplada hasta en muchos reglamentos militares que tratan de la guerra irregular, de guerrillas o en conflictos de baja intensidad) formada por las Unidades militares (más bien sus mandos) de guarnición en Madrid y sus alrededores. Hipótesis descabellada también si el Gobierno republicano cumplía sus promesas y movilizaba y armaba a las organizaciones políticas y sindicales capitalinas afines a su causa.

Este «Plan Mola», como me imagino va captando el lector (aunque no sepa nada, ni falta que le hace, de Táctica o Estrategia) al hilo de los comentarios que a vuela pluma voy soltando sobre él, desarrollado en trece Instrucciones Reservadas de «el Director» e impartidas desde mayo a julio de 1936 a unos mandos militares de una muy baja cualificación profesional (incluidos, obviamente, los generales «africanistas» de la época) y de ideas monárquicas y ultraconservadoras, no dejaba de ser una mezcla infumable de preceptos políticos de medio pelo, consignas golpistas para masacrar a cuantos más enemigos mejor y escuetas e irrealizables órdenes operativas. A todas luces un bodrio castrense de primera fila que este profesional en su etapa de profesor de Historia Militar y Estrategia en la Escuela de Estado Mayor, a mediados de los años ochenta, se permitió destapar ante sus alumnos, algunos de ellos extranjeros, provocando el rechazo absoluto del general director de la misma (franquista de pro, ¡como no!), que incluso acudió a algunas de mis clases para tratar, con dificultad manifiesta, pues el pobre hombre tampoco es que dominara demasiado el pensamiento estratégico de Mola, de quitar hierro al asunto. Lo hizo apoyándose en juicios tan personales (y algunos tan obvios) como que aquellos tiempos del 36 eran otros tiempos, que el Ejército, efectivamente, no pasaba entonces por su mejor momento a cuenta del azañismo rampante que lo había «triturado» y reducido a la mínima expresión, y que, en definitiva, bastante hizo con ganar una difícil y sangrienta «cruzada» contra el comunismo internacional con los escasos medios de que disponía. O sea puntualizando, cuarenta y cinco años después y en plena democracia sobrevenida, que Mola era un buen muchacho, que hizo lo que pudo y que Franco, asimismo un buen profesional de las armas celtibéricas, tuvo que luchar como un jabato durante casi tres años contra centenares de miles de milicianos republicanos y contra la masonería y el comunismo internacionales, logrando salvar por los pelos a España y de paso, también a la civilización occidental. Le aseguro al lector que oír todas estas mamarrachadas en una cátedra de Historia y Estrategia del centro más elitista del Ejército español, en 1985 y con muchos años ya de supuesta democracia en España, me resultó especialmente enriquecedor de cara a formar mi personal visión de la transición española y de la supuesta erradicación del franquismo en nuestro país.

Como todos sabemos, el general Mola y demás generales comprometidos con el Alzamiento del 18 de julio de 1936 fracasaron estrepitosamente en el terreno militar al poner en ejecución lo que, repito, visto ahora con espíritu crítico, no iba más allá de constituir una chapucera planificación operativa del mismo. La cosa era tan burda, que las columnas que teóricamente debían desplazarse a Madrid para conquistarla ni siquiera existían de verdad, sólo en la mente calenturienta de «el Director». Los cuarteles de las distintas Regiones Militares estaban en cuadro, casi sin soldados y las directivas de Mola nunca se adentraron en el resbaladizo tema del número de efectivos que debían componer las «columnas libertadoras» y, además, de dónde sacarlos. Y es que las distintas guarniciones implicadas en el golpe, sobre todo las de Valencia y Zaragoza (dada la implantación de organizaciones republicanas en la primera y obreras en la segunda), no estaban en condiciones de garantizar ni el control de sus respectivas circunscripciones ¿Cómo se les podía pedir que lanzaran sus escasos efectivos sobre Madrid?

Así pues, dada la megalomanía, el voluntarismo, la incompetencia profesional y el afán de protagonismo del general Mola, reflejado todo ello en sus imprecisas y visionarias Instrucciones reservadas a los golpistas de julio de 1936, y al analfabetismo (funcional y profesional), el egoísmo y la ambición personal de Franco, la conjura monárquica contra la Segunda República, que se inició en las llanuras magrebíes de El Llano Amarillo en la tarde del 17 de julio de 1936 (el 17 a las 17, según las pedestres consignas cuarteleras de última hora), fracasaría estrepitosamente en el terreno militar. En sus momentos iniciales falló todo, absolutamente todo, para unos rebeldes mal armados, mal organizados, mal abastecidos y peor dirigidos: Los mandos de la guarnición de Madrid, sin tropas y sin un liderazgo competente (que ante la desigualdad de fuerzas hubiera debido ordenar el abandono preventivo de la ciudad y el pase a la clandestinidad) fueron derrotados por las milicias republicanas auxiliadas por militares fieles a la legalidad constitucional; Barcelona, Valencia, otras muchas ciudades importantes del país, grandes núcleos industriales y más del 50% del territorio nacional siguieron bajo la férula del Gobierno legítimo de España, aunque el masivo apoyo inicial de los Gobiernos totalitarios de Alemania e Italia a los rebeldes no hacía presagiar nada bueno si la República no conseguía apoyos urgentes de las democracias occidentales en el terreno militar.

A Franco, golpista de última hora (aunque durante meses había estado mareando la perdiz de su apoyo a la rebelión) hay que cargarle, históricamente, la suprema responsabilidad del terrible holocausto en el que derivó la trama golpista de monárquicos y militares para restaurar la monarquía borbónica, de julio de 1936. Dueño del único puño militar que podía blandir el disminuido Ejército español de la época (los 25.000 soldados profesionales de guarnición en África), conocedor de las dificultades que sufría el llamado pomposamente «Ejército del Norte» del general Mola, después de que su afamado Plan de Operaciones inicial fracasara estrepitosamente (por no tener, no tenían ni municiones para los fusiles de sus escasos soldados) creyó llegado el momento de asumir el papel de Julio César (de medio pelo), con el que llevaba años soñando despierto. En consecuencia, ni corto ni perezoso, rompió toda vinculación operativa o de subordinación teórica con el todavía líder de la rebelión, el general Sanjurjo, y también con su jefe de Estado Mayor, el general Mola, y al frente de sus legionarios y regulares emprendió un alocado y cruento avance sobre la capital de España, desoyendo de tal forma las órdenes que le obligaban a acudir rápidamente a Madrid por el camino más corto.

Alargaría más y más su excéntrica marcha a sangre y fuego hacia su particular Capitolio madrileño, con el fin de agotar a su compañero del norte, el general Mola, virtual comandante en jefe después de la muy sospechosa muerte de Sanjurjo, y quedarse él con el mando supremo de las Unidades movilizadas contra la República. Todo ello mientras recibía, eso sí, a través de la trama civil de la insurrección (monárquicos y tradicionalistas, sobre todo) sustanciosos donativos en armas y municiones procedentes de nazis y fascistas europeos. Lo que no impediría, a pesar de todo, que su tardío intento de ocupar Madrid por la fuerza terminara en un rotundo fracaso al ser frenado en seco en la Ciudad Universitaria por miles de combatientes republicanos, respaldados por una ciudadanía con gran moral de victoria y dispuesta a morir por defender la libertad y la democracia. Primer gran fracaso en el terreno militar que Franco no lograría enmendar hasta casi tres años después, hasta el final de la estúpida guerra de desgaste que él mismo y su absoluta incompetencia profesional hicieron inevitable. Cuando lo lógico hubiera sido, una vez dibujado el terrorífico escenario geoestratégico que el fracaso de la sublevación trajo consigo, ahorrar tiempo y, sobre todo, un gran número de vidas humanas acortando todo lo posible esa fratricida confrontación entre españoles.

Porque aun contando, resulta obvio, con que este general rebelde ansiaba conquistar el poder sobre todas las cosas derrotando al legítimo Gobierno republicano, no resulta comprensible, y más para un militar profesional, que no le interesara, o no supiera (aunque él era un lerdo en conocimientos militares ,al igual que la mayoría de los altos mandos sublevados, si disponía en su Cuartel General de algunos jefes y oficiales de Estado Mayor capacitados), o no fuera capaz de aprovechar su superioridad estratégica, operativa y logística sobre la parte del Ejército que había permanecido fiel a la República para, como ya he esbozado hace algunas líneas, partiendo de Andalucía y atravesando Despeñaperros, rodear Madrid por el sur y el este a una distancia estratégica prudencial (100-150 kilómetros), cerrando así la pinza establecida por Mola desde el norte. Acción a distancia que, obviando el choque frontal entre los dos desiguales Ejércitos en el teatro de operaciones de Madrid, hubiera puesto al Gobierno republicano en la tesitura de establecer unas negociaciones que, con todas las reservas históricas que se quieran, hubieran podido llevar a este país a un pronto final de la contienda o, por lo menos, a un armisticio intervenido y vigilado por la comunidad internacional; con la drástica disminución del número de víctimas que ello podría haber propiciado.

Pero no, a este carnicero gallego vestido de uniforme militar, a este Julio César de pacotilla, a este Franco al mando de una horda de legionarios y regulares, le interesaba alargar la guerra lo máximo posible, ganarla como fuera y sin importarle lo más mínimo el coste en vidas humanas. No entraba en sus interesados cálculos que ésta terminara antes de que él pudiera acabar, hasta el último hombre, en primer lugar con sus enemigos republicanos pero, también, con todos y cada uno de los antiguos compañeros y amigos que pudieran hacerle sombra en el futuro o disputar su liderazgo. Aspiración que finalmente conseguiría después de masacrar y asesinar a medio país. Hasta los verdaderos líderes de la rebelión, Sanjurjo y Mola, morirían enseguida como consecuencia de lo que muy pocos historiadores militares dudamos a día de hoy: de sendos sabotajes cometidos por los servicios secretos del futuro dictador y generalísimo de todas las fuerzas sublevadas, Francisco Franco Bahamonde. Y es que la historia es sabia en este punto, como en casi todos: las revoluciones devoran a sus propios hijos.

 

 

«PLAN MÓSTOLES»

(Mayo de 1981)

 

Analizado bajo todos los puntos de vista posibles aquel terrorífico y chapucero golpe militar contra la Segunda República española del 18 de julio de 1936, que trajo a este país años de guerra, muerte y destrucción (y que he tratado de desmenuzar hasta en las más discutibles decisiones de sus máximos dirigentes, para que el lector pueda descubrir las similitudes que presenta con el acontecimiento histórico que, como primicia, estoy a punto de servirle), voy a presentar y estudiar a continuación otro no menos terrorífico golpe, otro nuevo «Alzamiento Nacional» según la consabida, patriótica y particular visión que sobre sus indeseables actos golpistas tienen siempre los militares españoles que atentan contra el orden político establecido, Hablamos de algo técnicamente mucho más perfecto que el anterior del verano de 1936 y que, exhaustivamente planificado y preparado hasta en sus más nimios detalles para ponerse en ejecución el día 2 de mayo de 1981, en plena transición democrática aún del franquismo a la democracia, no llegaría afortunadamente a estallar. Fue por una serie de circunstancias que el lector va a conocer enseguida y que tienen mucho que ver, pero mucho, muchísimo… con los tristes acontecimientos que se sucedieron en España escasas semanas antes de que esa emblemática fecha, de honda raigambre madrileña, apareciera de nuevo en los calendarios, concretamente en la tarde/noche del 23 de febrero de ese mismo año 1981, y que los ciudadanos de este país conocemos como la famosa «intentona involucionista del 23-F». Falsa intentona (en realidad, una sutil, peligrosa y chapucera maniobra institucional de altos vuelos que a este historiador le ha costado lustros de estudio y esfuerzo esclarecer) que serviría al menos, en última instancia, para desmontar el peligrosísimo órdago que, como acabo de señalar, los generales más radicales del Ejercito español tenían previsto lanzar cuando empezara a despuntar el mes de mayo de 1981.

Entremos, pues, en el estudio del llamado por los servicios secretos militares españoles «Golpe duro de los coroneles»; «Nuevo Alzamiento Nacional», por los altos mandos castrenses implicados en él; “Golpe de los capitanes generales», por el historiador que esto escribe después de estudiarlo y conocerlo a fondo, y «DIPLANE CGA 02-M-1981» o «Plan Móstoles», por los técnicos de Estado Mayor que lo planificaron en secreto.

En esta gravísima conspiración castrense contra la monarquía, contra el régimen político instaurado en la transición y, en definitiva, contra el pueblo español que, asustado y expectante, asistía a un cambio de ciclo histórico, estaban involucradas seis Capitanías Generales del Ejército español, es decir casi el 80% del poder operativo real del mismo. Eran éstas las circunscripciones militares de Sevilla, Zaragoza, Barcelona, Valladolid, La Coruña y Baleares. La de Valencia, bajo el mando del teniente general Milans del Bosch, también podía ser considerada como adicta a este movimiento, pues su titular había abrazado desde el primer momento la doctrina involucionista impartida en la reunión semiclandestina de Játiva del otoño de 1977, en la que los más altos jerarcas de la Institución castrense se juramentaron para parar como fuera una transición que amenazaba las esencias más profundas del franquismo y del «Glorioso Movimiento Nacional». Pero las ideas profundamente monárquicas del teniente general Milans le hacían discrepar en puntos importantes del ideario golpista en el que se habían instalado sus compañeros de aventura, y que contemplaba sin ninguna clase de remilgos al rey Juan Carlos como primer objetivo a batir.

Bajo el punto de vista de la planificación operativa, el nuevo Alzamiento militar previsto para el 2 de mayo de 1981 o «Plan Móstoles» constaba de tres fases perfectamente diferenciadas. Contemplaba un cerco estratégico por sorpresa de la capital de la nación, a una jornada de marcha/combate de Unidades motoacorazadas (100-120 kilómetros, 2-4 horas de marcha), a cargo de columnas (Agrupaciones Tácticas o Brigadas) de las Regiones Militares II, III, V, VII y VIII, que a las 03:00 horas del día 2 de mayo de 1981 se pondrían en marcha para ocupar sus objetivos cercanos a Madrid, y desde unas bases de partida ocupadas con anterioridad en el marco de unas maniobras regionales de ocho días de duración; perfectamente legales y contempladas en el Plan General de Instrucción del Ejército de Tierra. Las distintas Unidades involucradas en la operación habrían salido de sus acuartelamientos hacia estas zonas de maniobras a partir de las 07:00 horas del 25 de abril de 1981 (D-8).

Estas maniobras regionales, programadas para realizarse al unísono en estas fechas concretas por presiones de la cúpula del movimiento involucionista ante la División de Operaciones del Estado Mayor del Ejército (que a mediados del mes de enero de 1981 cursó ya su conformidad con una actuación que en absoluto era excepcional, dado que en épocas recientes se habían desarrollado diversas maniobras interregionales con éxito notable), recibieron distintas denominaciones con arreglo a las propuestas que en su día elevaron las diferentes autoridades regionales. En el «Plan Móstoles» se volcaron pues con todo detalle, como primera fase del mismo (Fase legal, Fase 1 ó M-1), el conjunto de planes regionales para esas maniobras tipo «Gran Unidad Brigada» (Zona de maniobras, efectivos implicados, actuaciones a realizar…), pero sin perder nunca de vista el verdadero fin de las mismas; que no era otro que el de servir de trampolín («Bases de Partida», según la reglamentaria definición táctica) para lanzar la maniobra de altos vuelos que consiguiera el objetivo supremo de la operación: copar a distancia la capital de la nación.

En terminología estrictamente militar, el «Plan Móstoles» estaba redactado, por lo que se refiere a su planteamiento y finalidad, de la siguiente manera:

 

Objeto:

Establecer un cerco estratégico sobre la capital de la nación y su área de influencia a una distancia media de 100-120 kilómetros de la misma, con la finalidad política de controlar todos los órganos del Gobierno de la nación, sus instituciones y organizaciones políticas, económicas, sociales, financieras, de comunicaciones… etc., etc., imposibilitando cualquier reacción en fuerza de la Capitanía General de Madrid y de los centros superiores de mando y planeamiento de las FAS.

Realizar una serie de acciones secundarias sobre Salamanca, Aranda de Duero, Tudela, Teruel y Bailén, con el fin de neutralizar posibles reacciones ofensivas de las Capitanías Generales VI y IX que pudieran afectar a la acción principal contra Madrid.

 

Fases:

1.ª Fase: Operativos regionales con arreglo al PGI (Plan General de Instrucción).

2.ª Fase: Operaciones coordinadas fuera del PGI (Cerco estratégico y acciones secundarias) para conseguir la finalidad política del Plan.

3.ª Fase: Cerco táctico de Madrid a una distancia media de 30-40 kilómetros, con la finalidad de colapsar la capital de la nación ante una necesidad política derivada del fracaso total o parcial de la Fase 2.

Para mejor comprensión del lector, voy a incidir con más detalle en las distintas fases del plan involucionista que nos ocupa:

 

Fase 1:

Los planes regionales para las distintas maniobras contempladas en el PGI (Plan General de Instrucción) a desarrollar a partir del 25 de abril de 1981, pacíficas en principio y sin las cuales hubiera resultado de todo punto imposible poner «en pie de guerra» a las diferentes Unidades actuantes (la doctrina franquista contra el golpismo interno mantenía a los cuarteles en la más absoluta miseria operativa, algo que incluso a día de hoy podría parecer conveniente al ciudadano de a pie de un país como el nuestro, abocado al intervencionismo castrense pero totalmente inaceptable en el marco de unas Fuerzas Armadas pertenecientes a una nación democrática y europea), eran los siguientes:

II Región Militar (Sevilla): Operaciones Montoro y Mérida. Maniobras en zonas de Córdoba y Mérida.

III Región Militar (Valencia): Operación Albacete. Maniobras en el campo militar de Chinchilla.

IV Región Militar (Barcelona): Operación Gandesa. Maniobras en la zona sur de Tarragona.

V Región Militar (Zaragoza): Operación Soria. Maniobras en la zona del pantano de la Cuerda del Pozo.

VII Región Militar (Valladolid): Operación Palencia. Maniobras al norte de la provincia de Valladolid.

VIII Región Militar (La Coruña): Operación Verín. Maniobras en la zona sur de Orense.

Estas maniobras, autorizadas por el Estado Mayor del Ejército y con una duración de ocho días, tenían unas muy claras y decisivas finalidades para los golpistas. Por una parte, como acabo de señalar, el facilitar el abastecimiento de toda clase de pertrechos para unas Unidades operativas que, en situación normal de vida de guarnición, carecían de ellos; por otra, el servir de coartada para el movimiento de las mismas fuera de sus acuartelamientos. Pero la más importante de ellas era, sin duda, el poder acercarlas a la capital de la nación para, llegado el momento y antes de que finalizaran esos días de instrucción en el campo, ocupar rápidamente los objetivos alrededor de Madrid que el propio «Plan Móstoles» les había fijado de cara a conseguir el éxito final del movimiento involucionista.

 

Fase 2:

A la hora «H» del día «D» de la Operación Móstoles, esto es a las 03: 00 horas del 2 de mayo de 1981 (último de los días de maniobras y por lo tanto, sin levantar ninguna sospecha puesto que en esa jornada estaba previsto que los diferentes efectivos regionales regresaran a sus bases), las Unidades mecanizadas y acorazadas pertenecientes a las Regiones Militares involucradas en el plan se pondrían en marcha desde sus campamentos y vivaques en el campo abierto hacia sus objetivos alrededor de la capital de la nación. El cerco a distancia de la misma debería estar completado en un plazo no superior a las seis horas, es decir antes de las 09:00 horas de ese nuevo y emblemático día de la historia de España.

Las columnas golpistas avanzarían hacia Madrid siguiendo varios ejes de progresión, coordinados y regulados en tiempo y espacio, para cortar a distancia el sistema radial de comunicaciones ferroviarias y por carretera que fluyen desde la capital de la nación, aislando ésta y facilitando la apertura de las consiguientes negociaciones políticas que solucionaran «pacíficamente», y desde una situación de fuerza, el gravísimo contencioso planteado. Éste pasaba, como adivinará el lector sin mucho esfuerzo, por la asunción por parte de la cúpula militar rebelde de todos los poderes del Estado.

El «Plan Móstoles», basándose en el antiguo «Plan Mola» de julio de 1936, pero sensiblemente mejorado y con todas las bendiciones técnicas y tácticas de su lado, contemplaba así la progresión hacia Madrid de cinco columnas motoacorazadas, pertenecientes a las Regiones Militares II, III, V, VII y VIII, que debían aislar y asfixiar la capital de la nación a una distancia estratégica (100-120 kilómetros):

 

II Región Militar (Sevilla):

-        Desde la zona de maniobras de Montoro una Brigada mecanizada de la División Guzmán el Bueno avanzaría hacia la zona de Ciudad Real-Manzanares para cortar las comunicaciones de Madrid con el sur. En una acción subordinada a la anterior, efectivos de la misma Brigada ocuparían la zona de Bailen con la finalidad de controlar cualquier posible reacción de la Capitanía General de Granada.

-        Desde la zona de maniobras de Mérida otra Brigada motorizada, perteneciente a la misma División, efectuaría una amplia maniobra de acercamiento a la capital de la nación estableciéndose en la zona de Navamoral de la Mata y cortando las comunicaciones de Madrid con el oeste.

-        La Brigada DOT (Defensa Operativa del Territorio), con base en acuartelamientos de Sevilla, sería la encargada de garantizar el control de la capital andaluza.

 

III Región Militar (Valencia):

-        Desde la zona de maniobras del campo de Chinchilla (Albacete) una Brigada motorizada de la División Maestrazgo”avanzaría hacia la zona de Honrubia-La Almarcha para cortar las comunicaciones de Madrid con Levante.

-        Una AGT (Agrupación Táctica) sobre la base de un Batallón de Infantería motorizado reforzado con medios mecanizados ocuparía la ciudad de Cuenca.

-        El control de las ciudades más importantes de la Región correría a cargo de la Brigada DOT III y unidades de la propia División Maestrazgo.

 

IV Región Militar (Barcelona):

-        Desde la zona de maniobras de Gandesa, unidades de montaña de esta Región militar lanzarían un GT (Grupo Táctico), compuesto por un Batallón de Infantería de esa especialidad reforzado con medios motorizados, con la misión de ocupar la ciudad de Teruel y controlar las comunicaciones que desde Madrid y Zaragoza fluyen hacia Levante.

-        El importante control de Barcelona y su área metropolitana, así como de las otras capitales de provincia catalanas, recaería en la Brigada DOT IV y unidades de la División de montaña de guarnición en la Región.

 

V Región Militar (Zaragoza):

Desde la zona de maniobras del pantano de la Cuerda del Pozo (Soria), una Brigada mecanizada (formada sobre la base de la DOT V de guarnición en la capital del Ebro y reforzada con importantes efectivos acorazados de la División Brunete de Madrid, de maniobras en el campo de San Gregorio, cercano a Zaragoza) avanzaría sobre la Nacional II, en la zona de Medinaceli-puerto de Alcolea, para cortar esa importante carretera radial y aislar Madrid por el este.

Desde Huesca y Jaca efectivos de montaña de la Región ocuparían, en una acción secundaria, la ciudad de Tudela, para controlar cualquier posible reacción operativa desde la Capitanía General de Burgos.

El control de las ciudades de la Región estaría a cargo de efectivos de Operaciones Especiales de la Brigada DOT V y de Unidades de montaña.

 

VII Región Militar (Valladolid):

-        Desde la zona de maniobras de Palencia, Unidades de Caballería de la Región ocuparían la zona de Medina del Campo con la misión de cortar la Nacional VI y aislar Madrid por el noroeste.

-        En una acción secundaria, y para evitar cualquier sorpresa táctica por parte de la Capitanía General de Burgos, unidades de la región ocuparían Aranda de Duero, cerrando asimismo la Nacional I.

-        El control metropolitano de la Región correría a cargo de la DOT VII.

 

VIII Región Militar (La Coruña):

-        Desde la zona de Verín (Orense), Unidades de la Brigada aerotransportable de guarnición en la Región ocuparían las ciudades de Zamora y Salamanca, completando el cerco de Madrid y cerrando sus comunicaciones con el oeste/noroeste.

-        El control regional a cargo de la Brigada DOT VIII.

 

Esta segunda fase del Plan Móstoles contemplaba, pues, como queda expuesto, el aislamiento rápido, incruento y por sorpresa (cerco estratégico) de la capital de la nación por fuerzas militares pertenecientes a las demarcaciones castrenses sublevadas que, realizado durante la madrugada del día 2 de mayo de 1981 y debiendo estar terminado antes de las 09:00 horas de ese mismo día. Ello tenía que dar paso a la apertura de unas negociaciones de la cúpula militar golpista (presidida por los generales Elícegui y Merry Gordón o, muy previsiblemente, por el «generalísimo» Milans del Bosch) con el Gobierno de la nación y con el propio jefe del Estado, el rey Juan Carlos, con el fin de poner las bases para una rápida asunción por parte de la misma de todos los poderes del Estado.

Si las más altas autoridades del Estado y del Gobierno aceptaban el chantaje golpista y se avenían a entregar el poder, las fuerzas militares establecidas en la línea de cerco estratégico alrededor de Madrid lanzarían sobre la capital unos pequeños destacamentos, constituidos básicamente por Unidades de Policía Militar y Operaciones Especiales, que, sin alarmar a la población civil y dejándose ver solo lo necesario, ocuparían los centros sensibles y de Gobierno ubicados en la misma: palacio de La Zarzuela, de la Moncloa, Banco de España, TVE, palacio de Comunicaciones… etc., etc. Inmediatamente, el mando supremo rebelde cursaría las órdenes para que los altos mandos militares no adscritos al movimiento castrense en marcha (la JUJEM y los capitanes generales de Madrid, Burgos, Granada y Canarias) fueran relevados de sus cargos, así como las instrucciones reservadas para asegurar la «neutralización» del rey, las autoridades gubernamentales y los máximos representantes de las más altas Instituciones del Estado.

En todos estos movimientos complementarios para asegurar el control de Madrid, una vez que los poderes del Estado hubieran claudicado ante el tremendo órdago operativo puesto en juego por el Ejército, el «Plan Móstoles» hacía hincapié con toda claridad y rotundidad en que deberían hacerse respetando «al máximo» la vida y la integridad de todas las autoridades involucradas en los mismos, así como de la población civil en general. El éxito de la operación de copo de la capital de la nación y de la consiguiente asunción de poderes, exigía una ausencia total de bajas, tanto militares como civiles, de cara a la consolidación del proyecto político posterior.

En el caso de que, a pesar de amanecer Madrid el 2 de mayo de 1981 totalmente cercada y sin posibilidad alguna por parte del Gobierno de enmendar esa situación en el corto plazo, tanto el Ejecutivo nacional como el rey Juan Carlos no se avinieran al pacto con la cúpula militar rebelde, ésta pondría en marcha, en el plazo de las siguientes 24 horas, la tercera fase del Plan.

 

Fase 3:

Aislada Madrid y no conseguida, a través de conversaciones totalmente incruentas, la finalidad política que perseguía la Fase 2 del «Plan Móstoles» (la caída del Gobierno y de la cúpula del Estado), las fuerzas militares que ocupaban posiciones en la línea de cerco estratégico se pondrían en marcha, durante la noche del 2 al 3 de mayo de 1981, para adelantar su despliegue a posiciones a una distancia táctica de la capital; esto es, sobre un anillo a unos 30-40 kilómetros de la misma.

Este anillo táctico, que sería ocupado en todo caso antes de las 07:00 horas del día 3 de mayo de 1981, estaría guarnecido por destacamentos importantes de las columnas motoacorazadas expedicionarias y delimitado como queda expuesto a continuación:

Fuerzas de la II Región Militar: Navalcarnero-Aranjuez.

Fuerzas de la III Región Militar: Arganda.

Fuerzas de la V Región Militar: Alcalá de Henares.

Fuerzas de la VII Región Militar: Colmenar Viejo-El Molar.

Fuerzas de la VIII Región Militar: El Escorial-Villalba.

En las primeras horas del día 3 de mayo, el alto mando rebelde, sin que sus Unidades militares hubieran efectuado hasta el momento un solo disparo, intentaría doblegar la última resistencia tanto del Gobierno de la nación como del rey Juan Carlos. En el hipotético caso de que, a pesar del asfixiante dogal táctico tejido por los sublevados alrededor de Madrid, las todavía máximas autoridades del Estado español intentaran resistir el asedio, el «Plan Móstoles», en un Anexo operativo ultrasecreto que los jefes de gran Unidad operativa (Brigadas o Agrupaciones Tácticas) sólo podrían abrir después de recibir una orden expresa, cifrada y personalizada, contemplaba ya el uso masivo y sin contemplaciones de la fuerza militar mediante el desencadenamiento de acciones rápidas y expeditivas sobre determinados objetivos de Madrid y su área metropolitana: palacios de La Zarzuela y La Moncloa, Banco de España, Telefónica, Correos, centros de comunicaciones, de radio y televisión… Todo ello para conseguir el control absoluto de la capital de la nación antes de las 07:00 horas del día 4 de mayo.

En el citado documento supersecreto de la Directiva CGA 02 M 1981, merecían especial atención las acciones específicas necesarias para conseguir la superioridad castrense y la neutralización de las Unidades militares ubicadas en la Región Militar de Madrid, así como en una segunda prioridad las pertenecientes a las Regiones Militares de Burgos y Granada. Sobre todo se hablaba de la Brigada Paracaidista, de guarnición en Alcalá de Henares, y la División Acorazada Brunete, con acuartelamientos en El Goloso, Retamares y otros puntos de los alrededores de la capital. Apesar de que la mayoría de sus mandos intermedios y bajos (que comulgaban con las teorías, tanto profesionales como políticas del nuevo movimiento) habían dado ya garantías, a través de los servicios de Inteligencia, de su pasividad cuando no de su colaboración llegado el momento, pues ambas deberían ser «desactivadas» operativamente y sus acuartelamientos puestos bajo el control directo de los jefes de sector que tuvieran los mismos en su zona de acción.

Y vale ya de atosigar al lector con los entresijos operativos y los detalles profesionales (a este paso voy a conseguir que los españoles sean unos expertos en estrategia y táctica golpistas, lo que sin duda les vendrá muy bien en el futuro para que los militares los dejen tranquilos) de la gran conjura castrense franquista, exhaustivamente planificada, redactada, coordinada… y, afortunadamente, no ejecutada, del 2 de mayo de 1981. Una bomba golpista en toda regla que hubiera retrotraído al país a las catacumbas de 1936, dispuesta para estallar a su debido tiempo y que finalmente (lo he repetido hasta la saciedad en páginas anteriores, pero es que si no insisto una y otra vez, no va a enterarse el personal) sería, desactivada, neutralizada, desarmada… ¡por otro golpe militar! Sí, sí, ciudadanos españoles y extranjeros que me leen: por otro golpe militar (parece ser que el fin justifica los medios si está en juego la seguridad del Estado y la corona de su jefe supremo) nacido en las altas esferas de este país precisamente para eso, para desmontar el anterior; éste blando, palaciego, descafeinado, teatral, patético, y consensuado con los principales partidos políticos del arco parlamentario español. Ya se sabe, un clavo saca otro clavo y un golpe militar puede invalidar otro golpe militar…

¿Y se acuerda, querido lector que acaba de deslizar su ávida mirada por estas páginas inéditas, nunca escritas antes de la reciente historia del golpismo militar español, cómo fue denominado (porque conocerlo, lo conoce, de eso estoy seguro) este golpe militar, blando, controlado, «democrático», salvador de la patria en peligro, planificado a toda prisa desde los más altos despachos del Estado español para parar la tragedia que nos amenazaba a todos los ciudadanos de este país cuando volviéramos a celebrar, en el terrorífico año 1981, aquella discutida y discutible gesta del 2 de mayo de 1808? Pues claro que sí, que se acuerda, ¡faltaría más!, si desde febrero de 1981 es la estrella histórica y mediática nacional. En principio sería denominado «Solución Armada» por parte de políticos y periodistas; después, «Intentona involucionista del 23-F», por parte también de los políticos (léase poder) y de la ciudadanía en general y, si me permiten autocitarme y para disentir, algo que me gusta sobremanera, El golpe que nunca existió (como titulé en un libro que no tardó en ser retirado de las librerías) y «Maniobra político-militar-institucional borbónica», por parte del modesto investigador que les habla.

Pues termino, amigos, este largo capítulo dedicado a la gran conjura de mayo de 1981 (la almendra del presente libro) que los generales más radicales de la derecha franquista no pudieron ver culminada. Después de leerlo es obvio que se comprende mucho mejor el por qué de aquella chapucera asonada militar del 23 de febrero de 1981, escenificada al alimón por viejos tanques del Ejército (desarmados y respetando los semáforos y las paradas de stop), por soldados de reemplazo (vitoreando al rey) y por guardias civiles (sin tricornios, chillando y disparando al aire como demonios). Aquella chapuza militar, aquél esperpento golpista de país bananero, llamativo hasta en un país como España que está muy acostumbrado históricamente a que sus militares hagan el ridículo cada muy pocos años, lógicamente, debía obedecer a alguna razón de peso. Y naturalmente que obedeció a una razón de peso, de mucho peso, nada menos que a la de salvar la monarquía juancarlista (instaurada escasos años antes por el dictador Franco) de las iras de unos militares que se consideraban traicionados por su comandante en jefe. Aunque, de paso, sólo de paso, buscara también el salvaguardar las estrechas libertades concedidas generosamente al pueblo español por una transición política timorata, vigilada, consensuada entre los amos del anterior sistema autoritario y los jóvenes jerifaltes de unos partidos políticos que, aún habiendo luchado valientemente en su momento contra la dictadura, aspiraban a tocar poder derrochando pragmatismo y deslealtad con sus caídos.

En el capítulo que sigue voy a presentar al lector, una vez más y convenientemente actualizado y resumido, el famoso esperpento histórico a que acabo de referirme: el 23-F, así como todas las maniobras subterráneas, pactos, contubernios y chantajes que protagonizó el apoderado real para el mismo, el general Armada, y que lo hicieron posible. Porque después de haber diseccionado convenientemente en las páginas anteriores lo que pudo haber sido, y por fortuna no fue, aquel 2 de mayo golpista de 1981, debo incidir nuevamente, para dejarla de una vez totalmente clarificada para la opinión pública española, en la oscura maniobra palaciega que, vestida de golpe militar contra la democracia y la Corona, logró desactivar definitivamente el tremendo órdago castrense en la tarde/noche del 23 de febrero de ese mismo año 1981, poniendo, eso sí, a este país al borde de otra guerra civil; con el teniente coronel Tejero como primer actor escénico, golpista de hojalata, estrafalario Comandante Cero hispánico o, simplemente, como provocador institucional.

 

 

 

 

 

Capítulo cuatro

Al servicio de la Corona

 

La «Solución Armada»: El golpe blando del rey. Las confidencias de su antiguo secretario general ponen nervioso al monarca: «Majestad, están en juego la Corona, la democracia y su propia vida. Es urgente y totalmente necesario parar a los capitanes generales. Y para ello debemos contar con el teniente general Milans. Sin él, todo estará perdido.» La compleja gestación y la chapucera ejecución del 23-F. Del fracaso inicial al éxito final: La Conjura de mayo quedará desactivada.

 

En los primeros días del otoño de 1980, como creo que ya he repetido en varias ocasiones a lo largo del presente trabajo, dada la precaria situación política, económica y social del país y el malestar institucional en el que se debatía el Ejército debido al terrorismo etarra, la puesta en marcha del Estado de las autonomías y la propia transición en su conjunto, se encontraban en período de gestación en España tres golpes militares: el golpe duro o «a la turca» (la denominada por este historiador Conjura de mayo), patrocinado por un grupo muy numeroso de generales franquistas de la cúpula militar con mando de Capitanía General (conocido indebidamente como «el de los coroneles» por los servicios de Inteligencia militar por puro mimetismo profesional en relación con procesos similares en Turquía y Grecia), con un gran poder operativo dentro del conjunto de las Fuerzas Armadas y que apuntaba directamente contra el titular de la Corona (tachado de «traidor» por sus máximos dirigentes) y, por supuesto, contra el sistema político recién instaurado en España; un segundo movimiento involucionista era el de corte «primorriverista», personalizado por el capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch, quien, compartiendo en líneas generales los ideales y fines del anterior y aspirando en consecuencia a instaurar en nuestro país una dictadura militar, deseaba seguir contando con la foto del rey presidiendo las salas de banderas; y el tercero, llamado de «los espontáneos» o «golpe primario» por los servicios secretos castrenses, contaba con el teniente coronel Tejero y el comandante Inestrillas como cabezas rectoras de un nuevo intento, limitado sin duda en medios y alcance, de alterar la pacífica convivencia entre los españoles.

Estos movimientos subterráneos en el seno de las Fuerzas Armadas y la Guardia Civil eran conocidos y seguidos muy de cerca por la División de Inteligencia del Ejército y, sobre todo, por el CESID que en noviembre de ese mismo año 1980 redactaría y enviaría a sus destinatarios mas selectos el ya mencionado Informe sobre las operaciones en marcha, del que tuvimos constancia, además del Gobierno y la Jefatura del Estado, los altos mandos de las Fuerzas Armadas y sus Estados Mayores.

De estos tres golpes de Estado en preparación el que más peligro representaba, obviamente, era el primero puesto que sus responsables ostentaban el mando de un porcentaje muy elevado del poder militar real y, además, aspiraban a dar un vuelco total a la situación política en nuestro país. El que esto escribe, a la sazón comandante jefe de Estado Mayor de la Brigada DOT V, con sede en Zaragoza, tuvo enseguida plena constancia de la existencia de este movimiento involucionista al tener que asistir, por razones de su cargo, a tres reuniones de jefes de Cuerpo de la guarnición con el capitán general Elícegui Prieto, titular de la Región Militar, celebradas en octubre y noviembre de 1980 y enero de 1981 (de las que ya he dado cumplida cuenta al lector en el capítulo anterior), y a lo largo de las cuales se planteó sin ambages la necesidad perentoria de que nuevamente el Ejército «enderezara» abruptamente el rumbo político de nuestra nación. De lo tratado en estos tres encuentros cursé inmediatamente las oportunas notas informativas al mando del Ejército a través del canal de Inteligencia de la Brigada.

Pues bien, en esas preocupantes fechas en las que se iniciaba en España uno de los otoños políticos más convulsos de la historia de este país, La Zarzuela, que recibía periódicos y oportunos informes del CESID, de los servicios de Inteligencia de las FAS, de la cúpula militar (JUJEM) y, sobre todo, de personajes muy allegados a la Corona y de un monarquismo incuestionable como los generales Armada y Milans, entre otros, fue alertada con pavor del ensordecedor «ruido de sables» que llegaba desde los cuarteles y urgida (básicamente por el primero de ellos) a tomar drásticas y pertinentes medidas que neutralizaran tan peligrosa situación.

Al hilo de lo que acabo de decir, quiero transmitir al lector una información confidencial que llegó a mi despacho escasos días después de que, en el primer encuentro que tuvimos los jefes de Cuerpo de la guarnición de Zaragoza con el teniente general Elícegui, saltaran en mi cerebro todas las alarmas sobre el porvenir político y social de esta nación. La información hacía referencia a una entrevista reservada entre el rey Juan Carlos y el general Armada, celebrada en La Zarzuela muy pocas jornadas después del Día de la Hispanidad, 12 de octubre de 1980 (de la que tuvieron constancia los servicios de Inteligencia del Ejército y a través de los cuales llegó a diversas Capitanías Generales afines), y en el curso de la cual el antiguo confidente, colaborador, subordinado y, sin embargo, amigo del monarca español (que tenía ya en su poder informes sensibles y privilegiados sobre la citada reunión «cuasi golpista» celebrada a mediados de octubre en la capital aragonesa), no pudo ser mas explícito con su rey y señor:

—Majestad, están en juego la Corona, la democracia y su propia vida. Es urgente y totalmente necesario parar a los capitanes generales. Y para ello, debemos contar con el general Milans. Sin él, todo estará perdido.

En respuesta a estos «consejos» de su entorno más íntimo, el rey Juan Carlos (según reconocerían el propio Armada y el general Milans del Bosch años después en conversaciones privadas durante su permanencia en la prisión militar de Alcalá de Henares, en unos momentos especialmente dramáticos para ambos) autorizó al primero de ellos, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, Alfonso Armada y Comyn, a consensuar lo más rápidamente posible un hipotético Gobierno de concentración o unidad nacional, presidido por el propio Armada (la inmediatamente aireada por los medios de comunicación «Solución Armada»), con los dirigentes de los principales partidos del arco parlamentario español y altos cargos de las Fuerzas Armadas. Gobierno que debería ser instaurado, tras la ya asumida salida de la Presidencia del mismo de Adolfo Suárez, de un modo totalmente pacífico y respetando «lo máximo posible» las normas constitucionales, con un marcado carácter eventual y con una muy prioritaria misión en su agenda: desmontar, desde la fachada de dureza y afán de cambio que sin duda podía irradiar un Ejecutivo presidido por un alto militar, el golpe involucionista que contra la monarquía y el sistema político recién instaurado en España preparaban los generales más radicales del franquismo castrense.

El general Armada, apoderado del rey para esta singular reconducción política del país (solicitada también en aquellos momentos por amplios sectores del mismo, todo hay que decirlo) obtendría muy pronto la aquiescencia más o menos interesada de los principales partidos políticos nacionales (PSOE, AP, UCD críticos, PCE… etc., etc.) para entrar a formar parte de un proyecto que, aunque de una legitimidad constitucional muy dudosa, podía ser aceptado como mal menor ante una situación nacional casi explosiva. Para conseguir esa adhesión el enviado real no dudaría en reunirse, una y otra vez, con los líderes mas destacados de esas formaciones, con los que negociaría sin desmayo durante meses en aras de conseguir no sólo la aceptación de su propuesta sino su plena integración en ella. Concretamente, el enviado del monarca, después de presentar con crudeza a sus interlocutores las dos únicas alternativas posibles en aquellos dramáticos momentos: o ese Gobierno de «apaño nacional» o el golpe militar puro y duro, les habría garantizado que ese Ejecutivo sólo duraría dos años, al cabo de los cuales se convocarían elecciones generales y se retomaría el rumbo político previsto en la transición.

En relación con estas gestiones en el campo político de Armada (que durante los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1980 llevaría a cabo con total dedicación, afán de servicio, profesionalidad y, por qué no decirlo, grandes dosis de ambición), merece la pena recordar una famosa entrevista suya con determinado dirigente partidario, que saltó en su día a los medios de comunicación y que propició un encendido debate en la cúpula de la organización afectada y en la sociedad en general. Me estoy refiriendo a la «comida de trabajo» que compartió el 22 de octubre de 1980 en Lérida, lugar donde estaba destinado en esa fecha como jefe de la División de Montaña Urgel n.º 4, con el secretario de relaciones políticas de la Ejecutiva Federal del PSOE y miembro de la Comisión de Defensa del Congreso, Enrique Múgica, y a la que asistieron también el político socialista catalán Joan Reventós y el alcalde de Lérida, Antoni Ciurana. Fue un encuentro muy importante, aunque no determinante, para estrechar lazos con los socialistas de cara a que éstos asumieran su proyecto. Es algo desde el propio PSOE se trató de minimizar al trascender a la opinión pública y desatar un encendido debate, y que tendría su continuación, con un feliz desenlace por cierto, en la muy reservada reunión de alto nivel que escasas semanas después mantendría con el líder máximo del mismo, Felipe González. En el transcurso de la cual, tras prometerle varios ministerios en su nuevo Gobierno y a él mismo, a título personal, la vicepresidencia del mismo, obtendría definitivamente su «Sí» mas entusiástico.

También obtendría Armada, como emisario del rey, el plácet de la Junta de Jefes de Estado Mayor (JUJEM); pero, en general, en el campo militar no tendría mucho éxito. No encontró el preciado consenso. Algunos capitanes generales moderados, como los titulares de las Regiones Militares de Madrid, Burgos, Granada y Canarias, no tendrían inconveniente en aceptar la propuesta real, pero sus buenos oficios, avalados siempre por unas credenciales regias nunca escritas pero que nadie osaba poner en duda dada la amistad y confianza con las que el rey Juan Carlos había distinguido siempre a su antiguo preceptor, ayudante, confidente y asesor, fracasarían estrepitosamente ante el núcleo duro del franquismo castrense cuyos máximos dirigentes (Elícegui, De la Torre Pascual, Merry Gordón, Fernández Posse, Campano...) hacía ya tiempo que habían traspasado el Rubicón de la lealtad y la subordinación al monarca, al que públicamente tachaban de «traidor al sagrado legado del Generalísimo», para abrazar decididamente la senda de la involución pura y dura.

Pero aún aparecería un tercero en discordia en el difícil escenario político con el que se encontró el general Armada tras el difícil encargo real: su amigo y compañero Milans del Bosch, capitán general de Valencia. Mucho más cerca de los radicales que de los moderados, discrepaba abiertamente de las ideas antimonárquicas del núcleo duro de los primeros que querían, lisa y llanamente, destruir la monarquía y volver a una dictadura castrense de corte franquista.

En resumen, el apoderado del rey para salvar cuanto antes, y como fuera, la Corona y su tambaleante apuesta por una pacífica transición política hacia la democracia, se encontraría ante sí con dos verdaderos movimientos militares de importancia (dejando de lado, por su escasa relevancia política y militar y porque en aquellas fechas ya había sido fagocitado por el «primorriverista» del general Milans, el «espontáneo» de Tejero) que podían dar al traste con su misión. Veamos ahora el balance de poder militar real:

 

Golpe duro (Conjura de mayo). Radicales franquistas

Regiones Militares II, IV, V, VII, VIII y Baleares

Unidades militares:

• División mecanizada Guzmán el Bueno

• División de Montaña Urgel

• Brigada de Alta Montaña

• BRIDOT II (Brigada Defensa Territorial)

• BRIDOT IV

• BRIDOT V

• BRIDOT VII

• BRIDOT VIII

• BRILAT (Brigada Ligera Aerotransportable)

•Brigada de Caballería Jarama

•Guarnición de Baleares

Total efectivos: 50.000 soldados

100 carros de combate

120 blindados ligeros

 

Apuesta «primorriverista» de Milans

III Región Militar

Unidades militares:

• División Motorizada Maestrazgo

• División Acorazada Brunete1

• BRIDOT III

Total efectivos: 30.000 soldados

250 carros de combate

250 blindados ligeros

1 Obedece a Milans, pero bajo mando administrativo de la I Región Militar.

 

«Solución Armada». Franquistas moderados leales al rey

El poder de los militares franquistas moderados (leales en principio al rey Juan Carlos y que aceptaban su «Solución Armada») era el siguiente:

Regiones Militares I, VI, IX y Canarias

Unidades Militares:

• División Acorazada Brunete2

• División de Montaña Navarra

• Brigada Paracaidista3

• BRIDOT I

• BRIDOT VI

• BRIDOT IX

• Guarnición de Canarias

Total efectivos: 20.000 soldados

70 blindados ligeros

2 Bajo el mando moral de Milans. El capitán general de Madrid sólo podría disponer de una mínima parte, despreciable bajo el punto de vista operativo.

3 Sus mandos operativos intermedios (Bandera Paracaidista) distribuían su simpatía entre el movimiento de los capitanes generales y el del general Milans. Por lo tanto, no se podía contabilizar como fuerza a disposición de esta opción.

 

Del anterior balance de fuerzas se desprendía que las Unidades bajo el mando (administrativo o de facto) del general Milans serían determinantes ante cualquier planteamiento de enfrentamiento militar; sobre todo si podía contar con la mayor parte de la DAC (División Acorazada Brunete), la Unidad de mayor poder operativo del Ejército español, que él había mandado hasta el año 1977 y que lo adoraba profesionalmente. Recordemos que el monto de estas Unidades era, en líneas generales, el siguiente:

30.000 hombres

200 carros de combate

250 TOAs (Transportes oruga acorazados) y blindados ligeros.

Debido a este poder operativo real, el teniente general Milans, a lo largo de los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1980 y enero de 1981, se convertiría en objeto del deseo de unos y otros. Por lo menos, eso cabe colegir tanto de las palabras de Armada dirigidas al rey a mediados de octubre de 1980: «Hay que contar con Milans. Si no todo estará perdido», como de las que tuvo que escuchar el teniente general Elícegui al término de la primera reunión golpista celebrada en Zaragoza el 14 de enero de 1981: «Sólo Milans puede liderar esto.»

Y, desde luego, ese afán por parte de ambos bandos de que el capitán general de Valencia liderara sus respectivos movimientos era del todo punto de vista correcto. Si el general Milans asumía el mando del movimiento de mayo y unía sus fuerzas a la de los capitanes generales radicales, éstos alcanzarían el 80/90% del poder militar real del Ejército de Tierra español:

• La totalidad de las Divisiones de Intervención Inmediata (3 Divisiones, una acorazada, una mecanizada y otra motorizada)

• 1 División de Montaña

• 6 BRIDOTs

• 1 Brigada Aerotransportable

• 1 Brigada de Alta Montaña

• 1 Brigada de Caballería

• Guarnición de Baleares

En total, más de 80.000 soldados, 300 carros de combate y 370 TO,s y vehículos blindados.

La DAC Brunete era, asimismo, objeto del deseo de todos. Pertenecía a la guarnición de Madrid y por lo tanto, estaba bajo el mando directo (administrativo o teórico) del capitán general Quintana Lacaci, pero los altos mandos del Ejército y sus Estados Mayores sabíamos muy bien que, en caso de emergencia y si el capitán general de Valencia así lo quería, no dudaría en ponerse bajo sus órdenes con armas y bagajes. Y por otra parte, los capitanes generales involucrados en el movimiento de mayo, a través del de Aragón, Elícegui Prieto, controlaban temporalmente la flor y nata de sus Unidades operativas (Batallones de carros de combate y de TOAs) que periódicamente se desplazaban al campo de maniobras de San Gregorio (en las afueras de Zaragoza) para realizar ejercicios tácticos con fuego real. Aprovechando uno de esos momentos de dependencia temporal de la Capitanía General de la V Región Militar, su titular podía asumir su mando operativo sin demasiadas dificultades.

Y efectivamente, los planes del general Elícegui para el 2 de mayo de 1981 contemplaban la posibilidad de poder disponer nada menos que de un Batallón de carros medios (55 carros de combate de 44 toneladas) y otro de transportes oruga acorazados pertenecientes a la DAC para, sobre la base logística y de mando de la BRIDOT V de guarnición en Zaragoza, organizar una potente Brigada mecanizada que, tras siete días de maniobras en la zona del pantano de la Cuerda del Pozo, en Soria, se lanzara sobre Madrid en la madrugada del citado día 2 de mayo, para cortar la carretera Nacional II y cercar la capital de la nación por el este. Esta agregación sui generis se podía lograr si el general Milans lo «ordenaba» y, desde luego, con la colaboración del EME (Estado Mayor del Ejército) y del Estado Mayor de la DAC, que no estaba para nada con el capitán general Quintana Lacaci y sí, y mucho, con su antiguo jefe.

Bueno, pues después de profundizar (quizá demasiado, pero he creído que era conveniente para que el lector se haga una exacta valoración del peligro real de guerra civil que se cernía sobre este bendito país allá por los últimos meses del año 1980 y primeros de 1981) en la correlación de fuerzas que mantenían en aquellas fechas los distintos movimientos militares que conspiraban en la sombra a favor o en contra de la transición puesta en marcha en España tras la muerte de Franco, paso a retomar el relato de las andanzas que el enviado regio para una muy especial «reconducción del proceso político y salvación monárquica», marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército, señor Armada, tuvo que vivir para poder cumplir, al final más mal que bien, las órdenes de su señor, el rey de España.

Como consecuencia de los informes reservados que sobre la base de sus gestiones con los altos mandos castrenses y sus conversaciones políticas con tirios y troyanos eleva a primeros de noviembre de 1980 a La Zarzuela, el rey Juan Carlos, alarmado por el imparable avance del golpe duro de los capitanes generales franquistas, toma una nueva decisión político-militar. Lo hace, por supuesto, al margen del Gobierno de Adolfo Suárez, cuyo presidente, una vez más, es marginado dadas sus malas relaciones con los militares. Así, el Borbón le encarga a su confidente y valido que «negocie», como sea y hasta donde sea, con el teniente general Milans del Bosch (de demostrada lealtad a la Corona, pero que lleva tiempo preparando su particular movimiento antisistema y es objeto, además, de presiones de todo tipo por parte de los generales franquistas que quieren que lidere su previsto golpe de la primavera) la adhesión de este carismático general a la Solución que lleva su apellido, haciéndole todas las concesiones que sean necesarias en aras de vencer sus reticencias de meses atrás y conseguir con ello su respaldo y el rápido desmantelamiento del peligrosísimo órdago franquista.

De estas conversaciones Armada-Milans, iniciadas con la entrevista de ambos en Valencia el 17 de noviembre de 1980, saldrá un nuevo plan político-militar-institucional con vocación de ejercer de urgente corrector de la preocupante situación del país en general y de la Corona española en particular: el que podríamos denominar ahora, con la perspectiva del tiempo transcurrido, como «Solución Armada II» o, mejor aún, como «Plan Milans», una variante del anterior (de corte pseudo-constitucional y pacífico en principio), pero trufado de irrenunciables exigencias de Milans, que le convertirán de hecho en algo mucho más peligroso, cuestionable y, por supuesto, inconstitucional e ilegal. Exigencias tales como la de incluir en el nuevo plan la operación de «los espontáneos», con el fin de humillar a los políticos y crear la imagen de una intervención en toda regla del Ejército en la vida nacional que satisficiera a los generales franquistas y diera la impresión a la ciudadanía y, sobre todo, a las amplias capas de la ultraderecha que conspiraban contra el régimen juancarlista, de que se acometía un verdadero cambio en la dirección general del país; o la de que los ministerios de Defensa e Interior del nuevo Gobierno recayeran en manos militares (el primero de ellos en las del propio Miláns, quien, ante la negativa del rey a que hubiera más generales en el Ejecutivo de Armada, tendría que conformarse finalmente con el cargo de PREJUJEM, Presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor); o la promesa de un mayor protagonismo de las FAS en la lucha contra el terrorismo etarra para terminar con él cuanto antes, incluso por la vía de la intervención directa.

Desde mediados de enero de 1981 la reconvertida «Solución Armada», en la que el capitán general Milans del Bosch (que todavía no ha roto definitivamente sus lazos con la cúpula militar de la Conjura de mayo) ha adquirido un protagonismo esencial al quedar bajo su control toda la planificación operativa castrense de la misma, empieza a concretarse, a desarrollarse, a coordinarse y, en consecuencia, a ser conocida y seguida por el CESID (que la apoyará totalmente ya que la JUJEM la ha aceptado desde el principio por indicaciones expresas de La Zarzuela) y por el Servicio de Información de la Guardia Civil, dependiente del Estado Mayor de ese Cuerpo que, ignorando totalmente a su director general, ayudará a Tejero en la planificación y ejecución de su arriesgado operativo. No ocurrirá lo mismo con los Servicios de Inteligencia del Ejército (sobre todo con la poderosa DIEME, División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército) que, obedientes a los altos mandos que en la sombra se preparan para enfrentarse al sistema, trabajarán en campos muy distintos y distantes.

De los avatares de esta compleja maniobra político-militar-institucional en marcha (la nueva «Solución Armada II», aceptada en principio con bastantes reservas e imposiciones por parte del general Milans), salvadora de la monarquía en peligro, el rey será puntual y regularmente informado por el propio Armada, que se entrevistará en numerosas ocasiones con el monarca (personalmente y a través del teléfono) durante los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En concreto, once veces. Tanto durante su destino como gobernador militar de Lérida y jefe de la División de Montaña Urgel n.º4 como desde su puesto de segundo jefe del Estado Mayor del Ejército, cargo al que accede escasas semanas antes del 23-F por expreso deseo de Juan Carlos. Fue algo manifestado numerosas veces ante el ministro de Defensa, Rodríguez Sahagún, y ante el propio presidente del Gobierno, Adolfo Suárez; que una y otra vez se habían mostrado reticentes a que el antiguo secretario general de la Casa del Rey y hombre de la entera confianza del monarca «desembarcara» en Madrid en un puesto de escasa importancia operativa pero inestimable como plataforma de relación política y amplísima información disponible.

Armada se configurará, con el paso de los días y con el cantado apoyo del rey que nadie desmiente (ni el propio monarca que, perfectamente enterado del operativo, lo «deja hacer») como la gran figura política de esta maniobra palaciega en planificación acelerada.

El tiempo apremia, debido a que el amplio y poderoso movimiento involucionista de los capitanes generales franquistas se va consolidando y su aparato mediático (el grupo Almendros) y su apoyo político (la vieja infraestructura política y sindical del antiguo Régimen) ya no se recatan en airearlo a los cuatro vientos. El teniente general Milans del Bosch, por el contrario, todavía indeciso a pesar de las seguridades dadas a su compañero Armada, tomará el mando militar del proyecto ralentizando al máximo la organización del falso golpe militar, del «teatrillo castrense» según el argot al uso en los cuarteles españoles (como «intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen», que así será «bautizado» por el Gobierno cuando La Zarzuela se desmarque de él por «inasumibles defectos de forma») en el que se ha embarcado y en el que no cree demasiado; aunque tratará, eso sí, de colocar a sus hombres (Ibáñez Inglés, Torres Rojas, Pardo, Tejero...) a la cabeza de cada uno de los frentes que tendrá que abrir para hacerlo medianamente creíble ante la opinión pública y, sobre todo, ante los peligrosos generales golpistas que preparan su cruento órdago para cuando en España empiece a reír nuevamente la primavera...

La «Solución Armada», trufada de las consignas y exigencias de Milans, se pondrá en marcha finalmente, después de algunas dudas, vacilaciones y adelantos, a las 16:20 horas en punto del día 23 de febrero de 1981. En ese preciso instante (dato desconocido, por lo demás, para la mayoría de los españoles) veinte agentes del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano y bajo el mando del teniente Suárez Alonso, que han llegado a las inmediaciones del Palacio de la Carrera de San Jerónimo siguiendo órdenes del Estado Mayor del Cuerpo a bordo de cinco coches camuflados, cierran las avenidas y calles que confluyen en el Congreso de los Diputados para facilitar la llegada y entrada en el mismo del teniente coronel Tejero al frente de sus hombres.

Tejero, que ha recibido amplias facilidades para cumplir su misión por parte del Estado Mayor de la Guardia Civil, igual que del Servicio de Información de la Benemérita y también del propio CESID (sus atípicas columnas de autobuses han sido llevadas «en volandas» al Congreso por comandos especiales de la Agrupación de Operaciones Militares Especiales de este centro), ejecuta el asalto al palacio de la Carrera de San Jerónimo a las 18:23 horas, como todos los españoles conocemos de sobra. Pero he aquí que lo hace de una forma rocambolesca, alocada, tercermundista, peligrosísima... y con el agravante, además, de ser escuchado en directo por toda España a través de la radio y difundido después por la televisión. Resulta así una acción golpista esperpéntica en la forma (aunque efectiva y contundente en su desarrollo operativo, todo hay que decirlo), capaz de producir vergüenza ajena al más chapucero de los dictadores caribeños: tiros, empujones, gritos cuarteleros, humillaciones a las más altas autoridades del Gobierno... bochorno nacional, en suma. El general Armada, cerebro de la operación y director de la acción en Madrid, se asusta. El rey, informado de urgencia, también. A su fiel servidor, don Juan Carlos le había dejado las cosas muy claras: ni violencia, ni soldados, ni tanques en las calles; por el contrario, discreción máxima, coordinación con las fuerzas políticas; lo mismo que respeto, «en lo posible», a las formas democráticas y constitucionales que conformaban en sí mismas las señas de identidad de la Corona.

El general Armada, entonces, trata de reaccionar con rapidez e intenta que el rey lo reciba lo más pronto posible en La Zarzuela para explicarle todo lo ocurrido y asegurarle la pronta solución del «asunto Tejero» por medio de una personal y urgente reconducción del mismo (reconducción de la reconducción en realidad). Pero ya es tarde. La «Solución Armada» ha sido de inmediato abandonada por La Zarzuela después de unos minutos de frenético cambio de impresiones entre don Juan Carlos, sus ayudantes, y el secretario general de su Casa Militar, el general Sabino Fernández Campo. El monarca le dice a Armada, en conversación telefónica a las 18:40 horas (en la que también interviene Fernández Campo), que continúe en su puesto militar del Estado Mayor del Ejército a las órdenes de su titular, el general Gabeiras, y que se abstenga de acudir a palacio. El rey teme que su nombre se asocie a la vergonzosa intentona.

Don Juan Carlos, a toda prisa, monta su particular puesto de mando anticrisis en La Zarzuela, con el fiel Sabino (que ante la defenestración de Armada, actuará a partir de entonces como nuevo valido regio) de jefe de Operaciones, a fin de dirigir el proceso que salve la enrevesada situación política creada por la torpeza del marqués de Rivadulla y, por ende, a la Corona. Ambos inician, en lucha contra el tiempo, una frenética ronda telefónica con las diversas Capitanías Generales para tratar de atraer a todos sus titulares (antidemócratas viscerales la mayoría de ellos) a un frente democrático-monárquico contra el golpe militar en desarrollo que presentan, en principio, como minoritario, totalmente ajeno a ellos, y sin cabeza directora visible, puesto que ni Milans, ni mucho menos Armada, son reconocidos como sus dirigentes.

Luego, cuando en La Zarzuela tengan la confianza de que la práctica totalidad de los capitanes generales están con el rey (algunos, como el general De la Torre, jefe de Baleares, ni siquiera han contestado a las llamadas regias, y otros, como Elícegui, jefe de Aragón, han retrasado voluntariamente durante horas la entrevista telefónica con el monarca) todo cambiará. Los dos generales monárquicos, Milans y Armada, serán elegidos como los «cabezas de turco» del tremendo desaguisado, los responsables directos de una alocada «intentona militar contra la democracia y el pueblo español», mientras que Sabino Fernández Campo será investido de todos los honores y pasará a la historia, junto con el rey, como la gran figura del 23-F: el hombre fiel, inteligente y valeroso que supo reconducir magistralmente la difícil situación político-militar por la que atravesaba el país, salvando de paso el Estado de derecho y las libertades de todos los españoles. Don Juan Carlos, por su parte, ganará muchos puntos ante los ciudadanos de este país, siendo venerado a partir de entonces como el «salvador y garante máximo de la democracia» en España y consiguiendo con ello asentar definitivamente su régimen monárquico que, en los últimos años, venía siendo severamente cuestionado por un franquismo residual, pero todavía poderoso, que no le perdonaba la «traición» cometida al sagrado legado del extinto Generalísimo.

Así las cosas, el general Armada, pese a no tener éxito en su infructuoso intento de entrevistarse personalmente con el rey, trata, pasados unos minutos de duda, de «reconducir» la situación a los cauces previstos. La salida de la División Acorazada (otra de las exigencias de Milans) está siendo abortada por el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci (auxiliado por el CESID), que al igual que la JUJEM (con el jefe del Estado Mayor del Ejército de Tierra, general Gabeiras, como líder de este órgano colegiado de poder militar tras imponerse a las ansias de protagonismo que en un primer momento habían mostrado sus compañeros), obedece prontamente las nuevas órdenes que empieza a impartir el «gabinete militar de crisis» de La Zarzuela, dirigido por el general Sabino Fernández Campo. Las primeras Unidades que, un poco por libre, se aprestan a salir después de la reunión celebrada a primeras horas de la tarde en el Estado Mayor de la División Acorazada Brunete y de las órdenes preparatorias cursadas al efecto por el comandante Pardo Zancada, son frenadas en seco por las tajantes instrucciones de la primera autoridad regional madrileña. Sólo algunos pequeños destacamentos motorizados llegarán a ocupar los objetivos fijados en determinadas áreas de la información y las comunicaciones: TVE, RNE... etc., etc. Por lo tanto, en este asunto de la Acorazada, de indudable importancia porque podría ser el detonante de un estado de guerra generalizado en el resto del territorio nacional si los carros de combate de esta gran Unidad llegaban a ocupar los objetivos estratégicos de la capital, Armada ve cómo se van resolviendo algunos problemas iniciales.

El general Torres Rojas, virtual jefe de la División, y su jefe de Estado Mayor, Pardo Zancada (el coronel San Martín, jefe del Estado Mayor de la División y componente del Grupo Almendros, se ve atropellado por un golpe que no es el suyo y coopera más bien pasivamente), no saben qué hacer para neutralizar el «frenazo» de Quintana Lacaci a las unidades de la Brunete ante la ausencia de órdenes del general Armada, director de la operación en Madrid. Éste, atrincherado en el Estado Mayor del Ejército, no da señales de vida. Trata por todos los medios de acudir al Congreso para serenar los ánimos y dar paso a la segunda fase de su plan: la formación de un Gobierno de concentración presidido por él, y respaldado por el rey y por las fuerzas políticas mayoritarias. No quiere darse cuenta de que, abandonado por La Zarzuela ante el cariz que han tomado los acontecimientos, eso ya no es viable y, en consecuencia, sus actuaciones en solitario van a levantar rechazos crecientes. Sus insinuaciones en tal sentido, procurando dejar siempre fuera de toda sospecha a la Corona, sus descaradas propuestas a favor de unos planes ya periclitados, sus deseos de protagonismo en la resolución de una crisis, que se salía por completo de sus competencias... irán cerrando un peligrosísimo círculo a su alrededor que terminará devorándolo por completo.

Mientras tanto, el «gabinete de crisis» de La Zarzuela, capitaneado por Sabino Fernández Campo (un Sabino exultante y seguro de sí mismo por la confianza absoluta que el rey acaba de depositar en su persona, en detrimento de su competidor Armada), intenta por todos los medios reconducir la situación a los nuevos planes. Se desaprueba oficiosamente el rocambolesco asalto al Congreso como medida inicial, pero nadie en palacio sabe la actitud que van a tomar los capitanes generales implicados en la Conjura de mayo que, de momento, no han apoyado la acción de Tejero y están a la espera de que se clarifique la asonada.

El rey habla con el capitán general de Valencia, quien, ante la inoperancia de Armada y las primeras noticias de La Zarzuela rechazando la operación, se siente traicionado y monta en cólera. La conversación, formalismos jerárquicos aparte, es muy tensa según personas del entorno más íntimo del Estado Mayor de Milans. Éste se niega en principio a revocar las órdenes de emergencia dictadas para la Capitanía General de Valencia y le espeta al rey unas duras palabras:

—Aquí lo que pasa, majestad, es que algunos no tienen lo que hay que tener para llegar hasta el final. Esto no era lo pactado.

Juan Carlos intenta calmar los ánimos de su subordinado y amigo. Y lo hace echando mano, como siempre, de su campechanía y sencillez de trato; pero esta vez los resultados serán modestos porque la situación es muy delicada para el capitán general de la III Región Militar que, hasta el momento, es la única autoridad militar que ha declarado la ley marcial en su jurisdicción y ha sacado los tanques a la calle. Si su supremo valedor, su jefe supremo, la más alta autoridad del Estado a favor de la cual él ha dado semejante paso al frente, se desmarca totalmente de la operación alegando «inasumibles defectos de forma» y ordena la vuelta atrás con urgencia... su situación personal y profesional puede convertirse en desesperada en muy pocas horas. Máxime teniendo en cuenta que el general Armada, según el propio monarca, ni se encuentra en La Zarzuela, donde según los planes iniciales debería estar en esos momentos, ni controla la División Acorazada Brunete, que permanece paralizada por ausencia de órdenes suyas, y ni siquiera está localizable en su despacho del Estado Mayor del Ejército en Cibeles.

Pero a pesar de todo, nada indica todavía que la situación sea irreversible, que se hayan roto todos los puentes entre el teniente general más monárquico del Ejército español y su señor. Sólo se trata del primer contacto entre ambos, ciertamente preocupante, después del urgente cambio de planes motivado por el bochornoso espectáculo dado por Tejero en el Congreso y de la asunción por La Zarzuela de una nueva vía reconductora. La peligrosa pelota del putsch sigue en el tejado...

Don Juan Carlos continúa con su apresurada ronda telefónica, con el futuro conde de Latores allanando el camino que lleva a sus compañeros de generalato, para tratar de conocer la posición de todos los capitanes generales, la mayoría de los cuales, comprometidos con el golpe de mayo, son reacios a ponerse al aparato. En Madrid, Gabeiras (jefe del Estado Mayor del Ejército) y Quintana Lacaci (capitán general) se ponen enseguida al lado del rey en su nueva estrategia reconductora. Sin embargo, hasta tres veces tiene que insistir don Sabino con Zaragoza para que el capitán general Elícegui Prieto recoja personalmente la dramática llamada del monarca:

—¿Estás conmigo, Antonio? ¿Puedo contar con tu lealtad?

Preguntas que son respondidas con evasivas tanto en la capital de Aragón como en Valladolid, Sevilla, Barcelona y La Coruña. Únicamente en Granada y Burgos, además de Madrid y Canarias, sus titulares no dudan ante el rey. En Palma de Mallorca, el general De la Torre Pascual ni siquiera se pone al teléfono. Sólo la primera autoridad militar de Canarias, González del Yerro, ha buscado personalmente el contacto con don Juan Carlos para dejar clara su posición con respecto al golpe. Nunca estuvo de acuerdo ni con que Armada fuera presidente de un Gobierno de concentración ni con la promoción de su compañero de Valencia, Milans del Bosch, al más alto puesto de las Fuerzas Armadas.

En el curso de esta alocada ronda telefónica el rey recibe la urgente llamada de su padre, el conde de Barcelona:

—Cuidado con los militares, hijo. Acuérdate de los coroneles griegos en 1967 —le previene. Constantino, su cuñado, pagó las consecuencias con un exilio en Londres.

También algunos dirigentes europeos, Giscard d’Estaing entre ellos, apoyan protocolariamente la amenazada democracia española. El gigante USA, por el contrario, permanece en principio callado y habla después con palabras equívocas:

—Es un asunto interno español —dirá el secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig. Sentencia que cae en La Zarzuela como una segunda bomba, después de la de Tejero.

Ante el cariz nada halagüeño que presenta, con el paso de las horas, la recién abrazada «reconducción de la reconducción», don Juan Carlos decide jugársela. El tiempo apremia. El país está paralizado y su corona pende de un hilo. Llama nuevamente a Milans:

—Jaime —le dice en tono solemne—, tomo las riendas del Estado. Ni abdico ni me voy. Tendrán que fusilarme para que abandone.

Palabras dirigidas, más que a Milans, que sabe es de los suyos, a los otros capitanes generales que, agazapados en sus respectivos centros de poder, esperan el momento más oportuno para saltar sobre la democracia y la Corona. Éstos, mientras tanto, siguen sin llamar al rey, lo ignoran olímpicamente. Consultan entre ellos. Pero la pasividad de la División Acorazada los tiene inmovilizados. Desde el ya lejano órdago castrense de la Semana Santa de 1977, ésta había sido siempre la condición sine qua non para sumarse a cualquier eventual movimiento de Milans: «Ocupar Madrid con la DAC Brunete. Controlar con los carros de combate todos los centros neurálgicos del Estado.

El rey no estará seguro de nada hasta pasada la medianoche del 23 de febrero. Desde las 18:23 horas, cuando se inició el asalto directo al Parlamento (la operación en sí comenzó a la 16:20 horas, como he relatado con anterioridad, con el cerco a distancia del palacio de la Carrera de San Jerónimo por efectivos del Servicio de Información de la Guardia Civil vestidos de paisano), no encuentra el momento para dirigirse al pueblo por radio o televisión. «¿Por qué no lanza un mensaje real por la radio o a través del teléfono a todos los medios de comunicación, dado que el palacio de La Zarzuela ha sido respetado con exquisito mimo por los golpistas?», se preguntaron entonces y se siguen preguntando todavía millones de ciudadanos españoles. De todos es conocido que en situaciones de golpe militar, sea cual sea el desgraciado país en el que ocurra, la toma de postura inmediata del jefe del Estado y su decisión o no de luchar contra él con todos los medios a su alcance, suelen resultar determinantes para el desarrollo posterior de la asonada y, en ocasiones, para abortarla de manera fulminante.

La respuesta, casi treinta años después, aparece con mucha más claridad que en el pasado, y por ello no se debe ocultar ni un día más en aras de hipotéticos secretos de Estado o ridículos e inexistentes peligros para la seguridad nacional. Seamos serios. Razones que desde la culminación del lamentable evento del 23-F han esgrimido aquellos que siempre han deseado que la historia, la verdadera historia objetiva y valiente, no pudiera nunca abrirse camino entre la maraña de falsas historietas de buenos y malos, de militares golpistas y reyes «salvadores de la democracia y las libertades», que ellos mismos consideraron oportuno fabricar desde el poder para que la sacrosanta transición no tuviera que hacer frente, en sus primeros pasos, a un vendaval político y social de consecuencias imprevisibles.

Y la verdadera historia de este país nos dice ahora, y nos dirá siempre, que el rey Juan Carlos, que se la jugó a título personal e indebidamente el 23 de febrero de 1981 para desactivar como fuera el vendaval castrense que estaba previsto soplara sobre La Zarzuela con furia incontenible, apenas dos meses después, no controló en absoluto la situación durante las primeras horas de la famosa «intentona involucionista», ejecutada por sus edecanes palaciegos y autorizada por él. La demencial entrada de Tejero en el Congreso, imposible de asumir, y la torpeza subsiguiente de Armada intentando personarse en palacio, lo habían colocado en una situación personal tan incómoda y peligrosa que, profundamente afectado, intentó despejarla cuanto antes con la inestimable ayuda de sus ayudantes militares y, sobre todo, con la del secretario general de su Casa Militar, Sabino Fernández Campo.

Éstos nuevos consejeros le recomendaron enseguida, en unas conversaciones dramáticas en las que estuvo presente la propia reina Sofía, tratando de animar a un soberano deprimido y ausente, abandonar de inmediato sus estrechas relaciones con Armada, olvidarse por completo de la famosa «Solución político-militar», auspiciada por su eterno confidente y amigo (que le podía afectar de lleno si no obraba con prudencia pero con decisión). Debía coger el toro por los cuernos del arduo problema que había propiciado toda la aventura palaciega (el golpe duro contra la Corona que se perfilaba en el horizonte primaveral) hablando directamente con los díscolos capitanes generales franquistas que, a pesar de no tener su maniobra involucionista totalmente preparada, podían, ante el vacío de poder existente, dar un paso al frente y desencadenar una marea insurreccional que arrasara todo. El rey, siguiendo al pie de la letra las directrices de sus consejeros, se empleará a fondo durante siete largas horas (sobrepasando ampliamente sus competencias constitucionales) para recobrar el control que no tenía y de paso asegurarse su supervivencia política y personal, antes de hablar al país y definirse públicamente sobre los acontecimientos en curso. Mientras tanto, España se debatía entre la tensión y la duda.

Sobre las ocho de la tarde, no obstante, el monarca, consciente de que deberá dirigirse a los ciudadanos por televisión tan pronto como sus circunstancias personales y políticas se lo permitan, pide a Prado del Rey (a través del marqués de Mondéjar) los equipos técnicos necesarios para grabar un mensaje a la nación; aunque no tiene prisa, necesita ganar tiempo. Acepta la propuesta del gabinete de Subsecretarios y Secretarios de Estado presidido por Francisco Laína, director de la Seguridad del Estado, para mantener una imagen de normalidad en el funcionamiento de las instituciones, pero él ya está decidido a usar todo el poder que la anómala situación ha puesto en sus manos para, dejando de lado las limitaciones que la Constitución establece para su figura, defender su corona con uñas y dientes, hasta las últimas consecuencias. Se asegura directamente la fidelidad de la JUJEM para su nueva estrategia (ya tenía su asentimiento previo a la «Solución Armada»), obviando la autoridad del presidente del nuevo Gobierno interino de la nación y de su «Departamento de Defensa», que ni siquiera son consultados, a la que ordena controle militarmente la nueva situación usando todos los resortes de la cadena de mando. Asimismo, establece, a través del «gabinete de guerra» que lidera Fernández Campo, un control exhaustivo y directo sobre la cúpula de la Guardia Civil y Policía Nacional. Las veleidades del flamante nuevo «presidente» Francisco Laína, ingenuo él (que sin estar en el meollo de la cuestión, quiere acabar manu militari con una situación que considera explosiva, asaltando cuanto antes el Congreso de los Diputados con fuerzas especiales de estos dos últimos Cuerpos de Seguridad), son desestimadas sin contemplaciones por La Zarzuela, que tiene otras prioridades mucho más acuciantes en esos momentos. Entre las que se encuentra, obviamente, la de asegurar la lealtad de los capitanes generales franquistas, sin la que nada está seguro.

Sabino Fernández Campo intenta nuevamente hablar con Elícegui. En Zaragoza están acampados fuertes contingentes de la DAC Brunete (una Brigada acorazada), una fuerza operativa importante que puede ser decisiva. El general Merry Gordon, en uniforme de campaña y «bastante alterado», se encuentra en su despacho de la Capitanía General de Sevilla. El general Campano, de Valladolid, en el suyo. En Baleares, el general De la Torre Pascual tiene ya preparado el bando de declaración del estado de guerra y sólo espera un guiño de sus compañeros más radicales. En el Estado Mayor de la Capitanía General de Galicia se dan los últimos toques a las órdenes de operaciones que pongan en marcha a las distintas Unidades. Sólo Madrid (Quintana Lacaci), Canarias (González del Yerro), Granada (Delgado) y Burgos (Polanco) garantizan cierta continuidad constitucional.

Los contactos telefónicos regios se suceden con dramatismo. El vacío de poder es alarmante y la situación empeora por momentos. La duda y la tensión hacen mella en determinados momentos en los propios «negociadores» de La Zarzuela que, a pesar de todo, continúan con su delicada misión. Por fin, la pasividad operativa de Armada, la sorpresa y frustración de Milans, el apoyo jerárquico de la JUJEM (auxiliada permanentemente por el CESID), la fachada legal de continuación del Estado de derecho que ofrece el Gobierno interino de subsecretarios y la decidida actuación del capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, inclinarán la balanza, después de unas horas dramáticas, del lado de la sensatez y el orden constitucional.

En el Congreso de los Diputados, Tejero no acepta la propuesta de Armada (contemplada en la segunda fase de su plan y que él desconocía) de un Gobierno de coalición con socialistas, centristas y comunistas, presidido por el propio general. La considera una traición porque, según él, no era lo pactado:

—Me vino con una lista del nuevo Gobierno que quería presentar al Congreso para su aprobación. En ese momento no me dijo si la conocía o no el rey. Predominaban altos cargos socialistas, centristas, y hasta había comunistas. No la pude aceptar. Yo no me estaba jugando el tipo para eso —comentaría meses más tarde con otros compañeros del Cuerpo.

Antonio Tejero se compromete, no obstante, con Armada a no causar víctimas si se respeta la situación existente y no se ataca a sus hombres. Compromiso que al mediodía del día siguiente, 24 de febrero, ampliará en el llamado «pacto del capó», firmado sobre un vehículo aparcado en las cercanías, por el que aceptará salir del atolladero en el que se encuentra con ciertas condiciones que exculpan a sus subordinados. En este pacto intervendrán, además de Tejero, el omnipresente general Armada, el comandante Pardo Zancada, el teniente coronel Muñoz Grandes (ayudante del rey y delegado personal suyo para este tardío arreglo postgolpista) y el también teniente coronel Fuentes Gómez de Salazar, antiguo integrante del SECED (Servicio de Inteligencia del almirante Carrero Blanco).

Sobre las 01:10 horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981 todo parece quedar definitivamente bajo control. Milans ha accedido a retirar sus carros de combate de las calles de Valencia y el bando por el que asumía todos los poderes del Estado en su Región militar, orden que no cumplirá totalmente hasta pasadas las cuatro de la madrugada; los capitanes generales comprometidos con el golpe de mayo, sorprendidos, expectantes, descoordinados, sin un líder que tome las riendas del movimiento en un momento tan delicado como aquél y con su operativo militar todavía en fase de planeamiento, con parsimonia y resignación han ido prometiendo lealtad al jefe supremo del Ejército; la situación en el palacio de la Carrera de San Jerónimo, a pesar del golpe de efecto testimonial del comandante Pardo Zancada y sus policías militares, introduciéndose a última hora en el edificio en apoyo de sus compañeros de la Benemérita, está prácticamente resuelta...

El rey habla, por fin, por televisión, TVE, todavía la única. El país respira tranquilo. La democracia española y la Corona se han salvado. El «golpe de los golpes», el golpe que nunca existió, «el movimiento involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la rebuscada teoría oficial del Gobierno de turno), el chapucero órdago político-militar-institucional patrocinado desde la más alta magistratura de la nación para desembarazarse de sus antiguos compañeros franquistas, que le tachaban de traidor y amenazaban su trono (los conspiradores del 2 de mayo), según la versión que más pronto o más tarde recogerá la historia de España... ha sido neutralizado. ¡Loado sea Dios!

 

 

 

 

Capítulo cinco

Milans, el general que no quiso ser

un nuevo Franco

 

El sueño primorriverista del general Milans del Bosch. La «Solución Armada». Los «pactos de Valencia» con el enviado del rey. Las tentaciones de los golpistas de mayo: Director del Alzamiento, Generalísimo y Jefe del nuevo Estado nacional. Las ofertas del monarca: Jefe del Ejército (PREJUJEM) y, después, presidente de un Gobierno de autoridad bajo el manto de la Corona. El general en su laberinto. Su acendrado monarquismo lo empujará al final al bando del rey, pero los supremos intereses de la Institución lo llevarán finalmente al deshonor y la prisión.

 

Y después de haber repasado en el capítulo anterior, una vez más, cómo se desarrollaron en su día tanto las andanzas del general Armada, para diseñar la solución político-militar que salvara a su señor el rey Juan Carlos y a la Institución que éste representaba (y todavía representa) de las insidias de sus antiguos subordinados castrenses, así como los acontecimientos que tuvieron lugar en este país, como consecuencia de las anteriores, en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981 (y, que vuelvo a repetir, estuvieron muy cerca, pero que muy cerca, de devenir en una nueva, y posiblemente más cruenta que la anterior, guerra civil), paso ahora a estudiar otro personaje. Lo hago desde el punto de vista de la investigación histórica, evidentemente, pues es la apasionante, denostada, vilipendiada y muy poco conocida figura del teniente general Milans del Bosch, capitán general de Valencia cuando tuvieron lugar los deprimentes hechos del 23-F y hombre con muchísimo poder, asimismo, cuando acontecieron otros con igual o más carga de peligro y desestabilización que los anteriores; como los del famoso Sábado Santo de 1977, en el que el presidente Adolfo Suárez legalizó el Partido Comunista de Santiago Carrillo, o las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de ese mismo año 1977.

Y estas investigaciones personales, realizadas durante muchos años en el estrecho círculo de militares que estuvieron bajo sus órdenes en destinos ciertamente importantes como la División Acorazada Brunete n.º 1 y la Capitanía General de Valencia (sus dos últimos cargos y ambos de una relevancia extrema), y, en especial, los conocimientos que sobre su figura pude adquirir en las conversaciones que, sin luz ni taquígrafos, mantuve con él cara a cara en la prisión militar de Alcalá de Henares en una época ciertamente difícil para ambos, me van a permitir presentar al lector una imagen histórica ciertamente diferente, y desde luego mucho más acorde con la realidad, de la falsa y estereotipada que los intereses de Estado y la preservación de la seguridad de la Casa Real española han creado y divulgado para uso interno del país todos estos años pasados.

Vaya en primer lugar, aunque ya me conoce el lector y sabe que los miedos, las reservas y las autocensuras huyen de mí como de la peste, que, desde el punto de vista ideológico y político, las diferencias entre este antiguo «príncipe de la milicia» español de la segunda mitad del siglo XX y el modesto historiador que redacta las presentes líneas, fueron siempre abismales, profundas, desproporcionadas. Yo, ni por asomo comulgué nunca con sus ideas políticas muy cercanas a la extrema derecha (combatió con los nazis en la Segunda Guerra Mundial encuadrado en la División Azul española, con el grado de capitán); ni con las que basaban el porvenir y el desarrollo político, económico y social de este país en la autoridad suprema y centralista del Estado nacional; ni con las que se desprendían, sutilmente eso sí, de sus arraigadas creencias religiosas; ni, por supuesto y sobre todo, con las que seguían viendo a la monarquía española (nada parlamentaria, por cierto, y sometida al poder purificador militar) como bien último a preservar sobre todas las cosas.

Ahora bien, y debo reconocerlo, bajo el punto de vista profesional (yo nunca he renegado de mi profesión y siempre he defendido que, hasta que el hombre deje de ser un cafre para el hombre y la Nación/Estado un peligro cierto para el vecino, España debe tener una Institución armada, pequeña, profesionalizada y preparada, digna de un Estado moderno, democrático y europeo), bajo la perspectiva del militar seguro de sí mismo, honesto, valeroso y muy preparado profesionalmente, la figura de este hombre, la del para muchos odiado y temido general Milans del Bosch, siempre me pareció digna, por lo menos, de un profundo respeto. Convencimiento personal que debería asumir, ya sin ninguna reserva mental, cuando con los años, y tras los espectaculares acontecimientos políticos y militares que vivió este país en los años setenta y ochenta del pasado siglo, me viera en la tesitura de estudiarlos a fondo y, en consecuencia, llegar a lo más recóndito de su controvertida alma de soldado.

Pero antes de entrar en la etapa más conflictiva e interesante de la vida profesional del general Milans y de su absoluto protagonismo en los acontecimientos históricos que estoy reviviendo para el lector en el presente libro (la Conjura de mayo de 1981 y el contragolpe borbónico conocido como 23-F, que la desmontó) querría pasar revista, siquiera someramente, a su intensa biografía personal:

Jaime Milans del Bosch y Ussía (Madrid, 8 de junio de 1915) pertenecía a una familia aristocrática de tradición castrense y muy dada a secundar históricamente cualquier movimiento, patriótico por supuesto, que pusiera en tela de juicio la prevalencia del poder político sobre el militar. Con cinco antepasados suyos en el olimpo del generalato, sus escasos biógrafos no han dejado nunca de resaltar el curioso hecho de que tanto su abuelo como su padre hubieran participado en sendos golpes militares.

En el año 1934 ingresó en la Academia de Infantería de Toledo, donde le sorprendió la Guerra Civil. Como caballero cadete de la misma luchó en la defensa del Alcázar de esa ciudad, donde entró con un automóvil cuando estaba sitiado por las fuerzas leales al Gobierno de la República, donde fue herido de cierta gravedad. Ascendido a alférez, rápidamente, en un mes, pasó a teniente. En cuanto pudo se integró en La Legión, en una de cuyas unidades de élite, la VII Bandera, combatió con el rango de oficial. Al final de la contienda se unió voluntariamente a la División Azul desplazándose a Rusia para luchar, junto a la Alemania nazi, contra la bestia negra del régimen franquista: el comunismo bolchevique.

Fue herido cinco veces en acción de guerra (una de ellas en Rusia, donde ganó una Cruz de Hierro) y condecorado en la Guerra Civil española con la Medalla Militar Individual. Se diplomó en Estado Mayor de los tres Ejércitos, en Altos Estudios Militares y en Cooperación Aeroterrestre, siendo profesor en las Escuelas de Estado Mayor y Guerra Naval. Estuvo después destinado, 1962 como agregado militar, en la embajada de España en Argentina, que prestaba cobertura diplomática también a Uruguay, Chile y Paraguay. A su regreso a España, ya como coronel, pasó a mandar el Regimiento Mecanizado Asturias 31, y así se incorporó a la dirección de carros de combate, ganando cada vez más prestigio entre sus compañeros de armas.

Fue ascendido a general en marzo de 1971, recibiendo el mando de la XII Brigada de la División Acorazada Brunete, y en 1974, promovido a general de División pasando a mandar la citada gran Unidad operativa del Ejército español, que adquiriría desde entonces un gran protagonismo en la vida política y militar de este país. En 1977, a pesar de su «dudosa» actuación durante la crisis desatada en España tras la legalización del Partido Comunista por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, ascendió a teniente general y le fue concedido el mando de la Capitanía General de la III Región Militar con sede en Valencia.

Su figura profesional, no obstante, no sería pública y relevante hasta, precisamente, esa Semana Santa del año 1977 (el famoso «Sábado Santo rojo»), en el que el presidente Suárez, jugándose el todo por el todo, dio el peligroso paso al frente que legalizó las huestes de Santiago Carrillo, desatando con ello una de las situaciones político-militares más graves (si descartamos la gravísima de la Conjura del 2 de mayo de 1981, que tendría lugar cuatro años después) que ha vivido este país durante la transición democrática. Milans mandaba entonces, como acabo de señalar, la Unidad más poderosa del Ejército español, la DAC Brunete, convirtiéndose por tal circunstancia, y su indudable carisma personal, en el árbitro de la peligrosa situación.

Las presiones para que interviniera, ocupara Madrid con sus carros de combate y destituyera a Adolfo Suárez instaurando un «Gobierno de autoridad», empezarían a llegar en tropel a su despacho de jefe de la División Acorazada Brunete escasas horas después de que el arriesgado órdago suarista tomara carta de naturaleza y, según sus propias palabras, hubo momentos en que «llegaron a ser irresistibles».

Tras dos largas conversaciones con Milans en la cárcel de Alcalá de Henares y luego una decena de llamadas telefónicas por mi parte, tengo suficientes elementos de juicio sobre el papel de este prestigioso militar en el golpismo que nos ocupa.

—Estuve tentado de hacerlo al recibir —me confesó cara a cara, explicando su posible reacción ante la legación del PCE—, tras la famosa nota del Consejo Superior del Ejército que cayó en el Gobierno como una bomba, el apoyo explícito de casi el ochenta por ciento de los tenientes generales que formaban ese Consejo. Pero la llamada del rey, al que informaba de todo y respetaba sobre todas las cosas, me impidió hacerlo. Y mire usted, coronel, siempre me he mostrado orgulloso de esa decisión.

No cabe la menor duda, a día de hoy, de que en aquella dramática situación político-militar de la Semana Santa de 1977, la prudente y respetuosa actuación del poderoso jefe de la DAC Brunete, el general Milans del Bosch nos salvó a todos los españoles de un alocado salto en el vacío del Ejército español de la época, que, desde luego, hubiera terminado con la incipiente transición democrática y, además, sabe Dios con cuantas cosas más. Porque, de haberlo querido y tras ocupar Madrid con sus carros de combate y demás vehículos blindados, en no más de tres o cuatro horas, el jefe de la Acorazada hubiera pasado a dirigir un Gobierno autoritario de corte castrense en este país, aunque, eso sí, con el retrato del rey Juan Carlos presidiendo las salas de banderas. Gobierno que, con el todavía poderoso Consejo Superior del Ejército (franquista hasta la médula) dominando la práctica totalidad de las Capitanías Generales, hubiera devenido en el corto plazo en una nueva y auténtica dictadura franquista.

Evidentemente, el general Milans no quiso transitar este peligrosísimo camino, templando sus nervios en la legalidad y el orden constituidos. Y ésta es una primera actuación suya en el ámbito de una gran crisis institucional por la que todos sus conciudadanos, incluidos obviamente los que nunca comulgamos con sus ideas políticas, le debemos eterna gratitud.

Pero su gran actuación personal y profesional, en su mayor parte desconocida para el gran público, que lo llevaría a ser el árbitro indiscutible en la situación caótica que viviría la España de finales del año 1980 y principios de 1981, fue sin duda la que llevó a cabo al frente de la Capitanía General de la III Región Militar, con sede en Valencia. Aunque desde el año 1977 no mandaba la emblemática y poderosa DAC Brunete, seguía siendo el jefe moral y de facto de la misma ya que la mayoría de sus jefes y oficiales le adoraban profesionalmente después de estar tres largos años bajo su suprema dirección. Y, además, como capitán general de Valencia tenía bajo su jurisdicción una de las tres Divisiones de Intervención Inmediata del Ejército español: la División Motorizada Maestrazgo n.º 3, compuesta por dos Brigadas motorizadas; la XXXI, ubicada en Castellón y Valencia, y la XXXII, acuartelada en Cartagena. Con unos efectivos totales de 15.000 soldados, 100 carros de combate, y centenares de piezas de artillería y vehículos blindados y motorizados.

Con todas estas fuerzas bajo su mando directo (30.000 soldados, 200 carros de combate, 250 blindados ligeros…), seguía siendo, en Valencia como antes en Madrid, el general con más poder dentro del Ejército español. Eso era lo que lo llevaría a convertirse, desde el verano de 1980, en el «objeto del deseo» de los dos grandes bloques políticos en los que se hallaba dividida en aquellas fechas la Institución castrense española: radicales franquistas y moderados monárquicos.

Desde la ya comentada reunión de grandes prebostes del Ejército español en Játiva, de septiembre de 1977, donde se sentaron las bases doctrinales de un gran movimiento militar contra el sistema político juancarlista que patrocinaba la «modélica transición» del franquismo a la democracia, Milans del Bosch formaba parte, por derecho propio, de la cúpula directiva del mismo; pero había dejado muy claro a sus conmilitones que él no comulgaba con la idea, totalmente generalizada entre los mismos, de ir hacia una sublevación generalizada que conllevara la caída inmediata de la monarquía instaurada por Franco si la deriva antipatriótica puesta en marcha por el Gobierno de Adolfo Suárez (y autorizada por el rey) no se corregía en los siguientes meses con arreglo a sus deseos.

Cuando las cosas se fueron radicalizando aún más con el paso de los meses y la situación dentro del Ejército pasó a ser claramente pregolpista, a mediados de 1980, el general Milans que, como acabo de señalar, por su poder militar real y su carisma y liderazgo moral dentro de las FAS era ya objeto del deseo de tirios y troyanos (militares franquistas y monárquicos), siempre mantuvo su lealtad a la corona representada por Juan Carlos de Borbón; quien a su vez, desde el año 1977, cuando el militar ocupó el cargo de jefe de la DAC, no había dejado de mostrarle su admiración y orgullo por tenerle bajo sus órdenes. Así llegaron a ser ambos (rey y general) confidentes, colaboradores. y, dentro del valor relativo que los monarcas dan a esta palabra y la prevención con la que los vasallos deben relacionarse con sus señores, «muy buenos amigos».

El general Milans del Bosch, ya como capitán general de Valencia, al hilo de lo que estoy relatando, llegó a convertirse durante los preocupantes meses del otoño de 1980, junto con el valido y apoderado real, el general Armada, en uno de los más claros y poderosos puntales de la monarquía juancarlista y también en uno de sus más prestigiosos defensores y valedores; sobre todo en el interior de las Fuerzas Armadas. Por eso no puede extrañar a nadie en este país, y mucho menos a historiadores e investigadores, que en noviembre de 1980 (concretamente el día 17 de ese preocupante mes de nuestra historia reciente), recibiera la visita de su compañero Armada, como embajador real, para proponerle su adhesión a la maniobra político-militar que se preparaba para frenar en seco al ala más radical del movimiento castrense antisistema de Játiva. Era el que conspiraba en secreto y no había aceptado las moderadas medidas que, con el pleno asentimiento del rey Juan Carlos, les había hecho llegar para reconducir la peligrosa situación política por la que atravesaba el país desde los primeros meses de ese año 1980.

El teniente general Milans, que no se decidiría con carácter definitivo a secundar la maniobra político-militar-institucional de Armada (la famosa «Solución Armada», que luego degeneraría en el tristemente célebre 23-F) hasta última hora, concretamente hasta el sábado día 21 de febrero de 1981 (dos días antes de la demencial puesta en escena de Tejero), aceptaría en principio la propuesta de Juan Carlos I, transmitida en secreto por su enviado y valido, el marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército de Tierra, D. Alfonso Armada y Comyn. Aunque él mismo, según su propia confesión, recibiría escasos días después puntuales referencias sobre la misma de boca del propio monarca.

Pero Milans presentaría, a su vez, importantes contrapropuestas y relevantes exigencias que desnaturalizarían de manera importante el proyecto inicial diseñado por Armada y aceptado por el rey. De hecho lo radicalizarían y lo convertirían en algo mucho más preocupante y peligroso. Más que nada para hacerlo, según él, más creíble y operativo ante los ojos de sus compañeros de Játiva (los conspiradores de mayo) y conseguir con ello sus fines políticos y militares. Dando largas así, en principio, a las jugosas dádivas que continuamente le presentaban estos últimos para que, dejando de lado su acendrado monarquismo, abrazara de una vez por todas el liderazgo supremo del Alzamiento Militar en el que ellos estaban trabajando como solución definitiva para los arduos problemas a los que la patria se enfrentaba en aquellas fechas.

El general Milans, que mantenía intensas y duraderas negociaciones con la cúpula de la Conjura de mayo (que se verían incrementadas durante los meses de enero y febrero de 1981; sobre todo desde el 13 de febrero, cuando finalizó la redacción de la DIPLANE o Directiva de Planeamiento Estratégico que iba a poner en pie de guerra a la mayoría del Ejército contra el régimen político de la transición), y aún aceptando en principio las propuestas de Armada puestas sobre su mesa del despacho de Capitanía General de Valencia los días 17 de noviembre de 1980 y 10 de enero de 1981, «marearía la perdiz» con el apoderado regio. Lo hizo de ese modo, aunque guardando la lealtad debida con él, porque las presiones de sus pares de la milicia fueron incrementándose a lo largo de los meses y llegaron a ser casi irresistibles a partir de su última «reunión de trabajo» con Armada del 10 de enero en Valencia, de la que pareció desprenderse (por lo menos así lo recogieron las informaciones de los diferentes servicios de Inteligencia militar) la aceptación plena y definitiva por parte del capitán general de la III Región Militar de las tesis de Armada para la reconducción política de una transición democrática que hacía agua por todas partes.

Así pues, tras la tercera reunión «pregolpista» de la Capitanía General de Aragón y la subsiguiente de la célula planificadora de su Estado Mayor, ambas celebradas con escaso margen de días a mediados del mes de enero de 1981 (concretamente los días 9 y 14 del citado mes), los emisarios de la cúpula golpista de mayo empezarían a llegar a Valencia con propuestas cada vez más tentadoras para su capitán general. La última de esas embajadas recaló en la capital del Turia el 12 de febrero, y estaba compuesta por tres jefes (un teniente coronel y dos comandantes) de los Estados Mayores de Zaragoza y Sevilla. La delegación portaba la ya redactada Directiva para el desencadenamiento del operativo del 2 de mayo y no se anduvo con remilgos jerárquicos para ofrecerle a su superior de Valencia la suprema dirección de la «Operación Móstoles» y la presidencia de la Junta Militar que asumiría todos los poderes del Estado en la madrugada del 2 de mayo de 1981. Era lo que equivalía a poner a sus pies la Jefatura del futuro Gobierno de la nación y el cargo de Generalísimo de los Ejércitos españoles. Todos los poderes que Franco dejó al morir, vamos.

Para que le sea más fácil al lector comprender el oscuro y peligroso juego que entre bastidores se desarrolló, a lo largo de los primeros meses del terrible año 1981, entre las capitanías generales de Valencia, Zaragoza, Sevilla, y algunas otras más, por una parte, y el entorno del rey Juan Carlos por otra, para conseguir como fuera la adhesión a su causa del poderoso capitán general de Valencia, teniente general Milans del Bosch, voy a presentar a continuación la cronología resumida del mismo, centrada en su último estadio: está formada por los diez días de febrero de 1981 anteriores a la mascarada operativa de Tejero y sus guardias civiles contra el Congreso de los Diputados, al falso golpe militar, al esperpento castrense que, casi treinta años después, todavía conoce la opinión pública española como «la intentona involucionista del 23-F». De verdad, amigo lector, que no puedo dejar de sonreír cuando, a estas alturas, escribo estas cosas y, más aún, después de ver hace escasos meses en la televisión pública española el vomitivo pseudoreportaje sobre el 23-F confeccionado a mayor gloria del todavía rey de todos los españoles, Juan Carlos I. La matraca sobre su supuesta valentía, salvadora de las libertades y la democracia en este país, sigue ahí viva, continúa siendo todavía necesaria para que el sombrajo de la transición no se derrumbe estrepitosamente. Ello a pesar, claro está, del continuado y arduo trabajo de investigadores e historiadores…

 

Cronología de una decisión histórica

 

12 de febrero de 1981 (jueves)

Una misión del Estado Mayor de los conjurados de mayo, compuesta por 3 jefes de EM (1 teniente coronel y 2 comandantes de las Capitanías Generales de Zaragoza y Sevilla) visita al general Milans en Valencia, con la Directiva de Planeamiento para el golpe del 2 de mayo bajo el brazo. Le ofrecen, sin ambages, la jefatura suprema del «Alzamiento», el cargo de Generalísimo de las FAS, la Presidencia de la Junta Militar golpista y la Jefatura del nuevo Gobierno nacional que se forme tras la asonada militar.

 

13 de febrero de 1981 (viernes)

Por la mañana:

Armada, que ha tenido información privilegiada por parte de Milans sobre la propuesta que le ha hecho llegar la cúpula de mayo, se reúne con el rey en La Zarzuela. Le informa exhaustivamente de este extremo, así como de la terminación de la planificación de la «Operación Móstoles».

Por la tarde:

El rey habla, secráfono en mano, con Milans. Trata por todos los medios de llevarlo definitivamente a su causa. Le ratifica los anteriores ofrecimientos de Armada (cargo de PREJUJEM) y le dice que acepta su propuesta de instaurar en España, si en dos años no se ha enderezado la transición a través de lo que prepara Armada, un Gobierno fuerte de corte militar del que él será su presidente, suspendiendo la Constitución si fuera necesario.

 

14 de febrero de 1981 (sábado)

Armada llama de nuevo a Milans. Amplía en determinados aspectos lo que le ha dicho el rey y le asegura que la monarquía, el régimen político que ésta sustenta, y la propia vida del rey Juan Carlos I dependen de su decisión personal.

 

17 y 18 de febrero de 1981 (martes y miércoles)

Los generales Elícegui (Zaragoza), Merry Gordon (Sevilla), Campano (Valladolid) y De la Torre (Baleares) vuelven a la carga y presionan a Milans. Este calla y otorga. No se define. Su ambigüedad calculada recuerda mucho a la utilizada por Francisco Franco en las semanas anteriores al levantamiento golpista de julio de 1936, la que tanto soliviantó a Mola.

 

21 de febrero de 1981 (sábado)

Nueva llamada del rey Juan Carlos. Milans acepta definitivamente unirse a la «Solución Armada» auspiciada por el monarca. Pero su indecisión de las semanas anteriores le pasará una importante factura operativa. Ha ido dejando pasar el tiempo y tiene muy atrasados los planes para liderar en el terreno castrense la operación planificada por el valido real. Bien es cierto que éste siempre le habló de una fecha de últimos de marzo (20 al 23 de ese mes) para poner en práctica su plan y que ese día «D» lo había adelantado, sin su expreso conocimiento, al 23 de febrero por presiones del CESID, que había recibido filtraciones de la reciente culminación de los planes operativos de la Conjura de mayo. Y, también, su propia indecisión en abrazar una de las dos importantes hipótesis de actuación que tenía sobre su mesa desde hacía meses había paralizado en demasía el trabajo de su fiel Estado Mayor.

 

Expuesta, pues, esta pequeña cronología de las nada sutiles presiones puestas en marcha por las cúpulas de los dos grandes movimientos político-militares que intentaban llevar a su puerto la débil nave de la transición democrática española en los días anteriores al 23-F para, si me permite el lector la expresión futbolística, «fichar» al galáctico jefe de la Capitanía General de Valencia, quiero completarla haciendo un pequeño análisis personal de las mismas. Veamos:

El general Armada quiso (para seguir con el mismo lenguaje deportivo) fichar como fuera a su superior jerárquico, el teniente general Milans, porque sabía de las propuestas de los capitanes generales «rebeldes» para que éste liderara su macrogolpe del 2-M. Él siempre lo tuvo muy claro: si Milans daba el «Sí» a sus pares del generalato, la suerte de la Corona española estaba echada.

Los capitanes generales golpistas jugaron muy fuerte desde el principio en esta batalla sui géneris entre bastidores y llegaron a ofrecerle a Milans así, sin rodeos, nada menos que ser el nuevo dictador de este país, el nuevo Franco, el nuevo Generalísimo de los Ejércitos y el jefe del Estado de la España tradicional, rediviva y refundada, que debería otra vez ver la luz tras la perniciosa etapa liberal ensayada sin ningún éxito por el heredero regio de Franco, a partir de noviembre de 1975. Pero el capitán general de Valencia, monárquico a carta cabal, se resistió desde siempre, desde la reunión de Játiva, a secundar totalmente ese proyecto. Les fue dando largas porque lo que él quería, según su particular visión, era salvar a su patria pero sin destruir la monarquía. Deseaba hacer realidad su viejo sueño «primorriverista» de un Gobierno militar fuerte que enderezara de un solo golpe el rumbo de la indeseable transición democrática «que se estaba cargando a España»… pero con el actual rey, heredero de Franco, en la Jefatura del Estado.

No obstante, se avino a considerar, no sin muchas dudas y vacilaciones, la opción real representada por Armada, aunque fue muy exigente tanto con él, su titular y promotor, como con su valedor, el rey Juan Carlos, a los que presentó importantes contrapropuestas y muy claras y precisas exigencias. Este proceder, sin duda con un fondo patriótico y nada reivindicativo a título personal, quizá fue el que propició a última hora la clara «traición» de su rey y señor, lo mismo que su ruina personal y profesional.

La principal y más importante «sugerencia» del general Milans, asumida por el rey tras largas y profusas dilaciones el 13 de febrero de 1981, diez días antes del desencadenamiento de la operación Armada (23-F para el gran público), sería la siguiente:

 

El Gobierno de Armada solo debería durar dos años. Al cabo de los cuales, si la precaria situación (peor, según él, que la vivida por España en la primavera de 1936) por la que atravesaba la nación no se había resuelto, se debería ir a un Gobierno mucho más fuerte, de corte castrense, sin complejos ni remilgos de ninguna clase y rompiendo toda clase de ataduras con los partidos políticos que habían respaldado el anterior. Este nuevo Ejecutivo debería estar presidido por un militar con prestigio y autoridad.

 

El general Milans, que había contestado con un «Sí, con reservas» a la propuesta de Armada en la reunión celebrada entre ambos en la Capitanía General de Valencia el 10 de enero de 1981 (y en la que estuvieron presentes algunos muy cercanos colaboradores del capitán general), cuando ya tenía sobre la mesa la promesa de los capitanes generales «rebeldes» (no concretadas, es cierto, en todos sus extremos hasta el 12 de febrero) de ser jefe del nuevo Estado nacional tras el pronunciamiento del 2-M, no se había postulado, obviamente, ni ante el monarca ni ante su valido para ser el presidente de ese futuro Gobierno militar a instaurar en España tras el hipotético fracaso del segundo de ellos. Así que recibió con sumo agrado el importantísimo ofrecimiento del primero, materializado en la tarde del 13 de febrero de 1981, para convertirse, en 1983, en un nuevo Miguel Primo de Rivera redivivo.

Era un ofrecimiento que a todas luces evidenciaba entonces, y con mucha más fuerza lo hace ahora, que los Borbones no aprenden nunca de sus pasados errores, aunque en esta ocasión resulta meridianamente claro para cualquier oteador privilegiado de la historia de este país (sobre todo de la militar) que el rey Juan Carlos I, asustado por el cariz que estaban tomando los acontecimientos en el terreno castrense, quería atraerse al prestigioso general Milans a su campo como fuera, a toda costa, con una propuesta que éste no pudiera rechazar… Pero que ni él mismo tenía muy claro deseara cumplir. Vista la rapidez con la que actuó en su contra, llamándolo «desleal» y llevándolo a galeras por treinta años, cuando en las horas subsiguientes al demencial 23-F vio resueltos todos sus viejos problemas y, por el contrario, tanto él como su compañero Armada, amenazaban con convertirse en otro nuevo, y muy peligroso, para su amada corona.

Pero el teniente general Milans del Bosch propondría y conseguiría otras muchas cosas antes de afiliarse definitivamente a la llamada «Solución Armada». Entre ellas, las siguientes:

 

• Ser el jefe operativo máximo de la misma, que a partir del 10 de enero de 1981 pasaría a llamarse en propiedad, aunque en círculos muy restringidos de sus planificadores y conocedores, «Plan Milans» (o «Solución Armada II», como me he permitido denominarla personalmente en algún trabajo anterior mío para resaltar su importante deriva política y militar, y también para que no perdiera totalmente su identidad y sus orígenes), desplazando de facto al valido real Armada de la suprema dirección del operativo.

• La antigua «Solución Armada» quedaba así desgajada en dos: la vertiente política, que seguía dirigida por Armada en contacto directo con los partidos políticos y personalidades militares moderadas (JUJEM y Capitanía General de Madrid, preferentemente), y la vertiente operativa militar, que asumió Milans como jefe supremo de toda la operación.

• El general Armada pasó a ser el jefe de la Operación en Madrid, con responsabilidad para llevar a cabo la puesta en marcha de su Gobierno de concentración/salvación nacional, ya pactado con los partidos políticos nacionales, una vez que el teniente coronel Tejero hubiera copado el Congreso de los Diputados.

• Milans obligó también a Armada a aceptar e integrar en su operativo político-militar el copo del Congreso por parte de Tejero («golpe de los espontáneos» o golpe primario, según el CESID) para, en primer lugar, humillar a los políticos, a los que el capitán general de Valencia siempre odió cordialmente; pero, sobre todo, para crear un ambiente, una escenificación de golpe de Estado (un «teatrillo castrense» según el argot cuartelero español) que hiciera creíble el conjunto de la operación para sus compañeros del golpe de mayo.

 

Con la aceptación de la «Operación de los espontáneos» por parte de Armada, su famosa «Solución» (a mediados de enero de 1981) quedaba muy trastocada (él en principio se había negado en redondo a iniciar su operativo con el estrafalario asalto al Congreso por parte de Tejero) y en realidad, como acabo de señalar, pasaba a convertirse en un nuevo plan, el «Plan Milans», con el objetivo puesto en ocupar el poder a dos años vista. En plan esquemático, la cosa quedaba así:

 

• En otoño de 1980, «Solución Armada». Ejecución: 23 de febrero de 1981. Objetivo: «Golpe de timón» a la transición. Gobierno de concentración/salvación nacional para desmontar el golpe de mayo de 1981.

• En enero de 1981, Solución Armada + Golpe primario o «de los espontáneos» + exigencias de Milans = Plan Milans. Ejecución: febrero de 1983. Objetivo: Gobierno autoritario de corte castrense. Posible fin de la transición.

 

El rey, evidentemente, dejaba hacer a sus subordinados y confidentes Armada y Milans, los dos generales más monárquicos y fieles con los que contaba la Corona en aquellas horas dramáticas. Armada le informaba de todos sus conversaciones y trapicheos con políticos y militares, especialmente con Milans, pero estaba tan preocupado con lo que le contaba su antiguo secretario general (el golpe de mayo podía, además de costarle la corona, acabar con su vida) que lo único que le exigía era «máxima prudencia, discreción y respeto en todo lo posible de las formas democráticas y constitucionales»; es decir, que salvara su puesto y su vida, pero con el menor coste político posible pues «quería seguir reinando, después de la tormenta, sobre un país formalmente democrático.»

 

Y, después de todo lo antedicho y para terminar este denso capítulo dedicado a la importante, desconocida y, sin duda, vilipendiada figura del antiguo capitán general de Valencia, Milans del Bosch, voy a rescatar y resumir en unas pocas páginas la, por lo menos para mí, trascendental entrevista que mantuve con él en la prisión militar de Alcalá de Henares, allá por el mes de marzo de 1990, cuando tanto él como yo atravesábamos, por causas bien distintas, una situación harto difícil en el terreno personal y profesional. Creo que con este documento muy especial ayudaré en gran manera a que muchos lectores, que no han tenido acceso a mis libros anteriores por causas obvias (eran, y son, tan políticamente incorrectos que el poder de turno los persiguió y ninguneó desde su nacimiento con todos los medios a su alcance), lleguen a conocer en toda su profundidad la controvertida personalidad de este militar, sin duda uno de los más importantes del siglo XX, así como su destacada actuación en uno de los episodios históricos más trascendentales que vivió España (en gran medida en los subterráneos y cloacas del poder) en los últimos meses de 1980 y primeros del fatídico año 1981. Nada menos que con una nueva guerra civil en el horizonte cercano.

La entrevista, realizada en dos jornadas, en el más absoluto secreto y, por supuesto, con la ayuda inestimable de oficiales de la prisión, se desarrolló así en los aspectos más fundamentales de la misma:

Pregunta:—Empecemos, si le parece mi general, cronológicamente y con un asunto importante. En relación con el «Sábado Santo rojo», usted mandaba en aquellas fechas la División Acorazada, la unidad más potente del Ejército español, y yo estaba destinado en el Estado Mayor del Ejército, un lugar privilegiado desde donde viví todo el proceso. El martes de Pascua el Consejo Superior del Ejército emitió la famosa nota que fue tomada por muchos como una amenaza, un ¡basta ya! del Ejército a la maniobra sorpresiva de Adolfo Suárez legalizando el Partido Comunista. Se especuló mucho, e incluso algunos jefes y oficiales del Estado Mayor del Ejército estuvimos convencidos de ello, con que usted estaba a punto de sacar los carros de combate a la calle después de la reunión del CSE; con que todo el Ejército, después del plante del ministro de Marina, estaba dispuesto a parar en seco la transición y que sólo esperaba el paso adelante de usted. Dentro de las FAS, en algún momento de aquella tremenda semana, se llegó a hablar de que sus Batallones de carros «calentaban motores».

Respuesta:—Bueno, Inglés —Sonriendo y comiéndose mi primer apellido—, usted sabe que las Unidades de carros calientan motores todas las mañanas para cargar baterías y chequear los sistemas de a bordo. Sí, aquellos días de la Semana Santa de 1977 fueron especialmente duros y difíciles; sobre todo, después de la dimisión de Pita da Veiga y la confusa nota del Consejo Superior del Ejército. Yo era entonces, como usted bien sabe, general de División al mando de la Brunete y no asistí a la reunión del CSE que se celebró el martes por la tarde,pero recibí muchas presiones para dar un paso al frente y acabar con aquella lamentable situación; de compañeros militares, de inferiores de mi entorno y también de superiores. Concretamente, algunos tenientes generales que acudieron a la reunión del Consejo en la sede del palacio de Buenavista, me visitaron después en mi cuartel general esa misma tarde y me pidieron con insistencia que interviniera la DAC.

»Existía desde luego, y no lo voy a negar ante usted, un plan (ya muy clásico, muy estudiado) que contemplaba un rápido movimiento de la Acorazada sobre Madrid para hacerse con todos los edificios públicos e institucionales de la capital: Presidencia del Gobierno, Banco de España, TVE, Correos, emisoras de radio... etc., etc. En una palabra, se trataba de activar el «Plan Diana», con algunas pequeñas modificaciones, para forzar en pocas horas la caída de Suárez. Y de una forma totalmente incruenta y sin disparar un solo tiro. Después de la Acorazada, los capitanes generales hubieran emprendido acciones similares en sus respectivas circunscripciones, muy limitadas, sin necesidad de declarar estado de guerra alguno. El asunto se podría haber resuelto en cuatro o seis horas y el rey, «dimitido» Suárez, habría confiado la Presidencia de un nuevo Gobierno a un político de consenso dentro de la propia UCD. Acto seguido, el Ejército se hubiera retirado de inmediato a los cuarteles.

»Yo me tomé aquella situación con mucha cautela, con mucha serenidad. No quería dar pasos en falso; sobre todo por el rey, sin cuya autorización y apoyo jamás hubiera dado el primer paso. El miércoles por la mañana estaba dispuesto a llamar al rey, pero él se me adelantó. Me llamó sobre las diez horas (yo estaba reunido con algunos mandos de la División) y me dijo que el Ejército no debía intervenir en aquellos momentos pues se podía ir al traste todo el delicado proceso de la transición, en el que estábamos todos metidos sin posible vuelta atrás. Me dijo también que la decisión que había tomado Suárez era absolutamente necesaria para dar credibilidad al proceso de apertura democrática en España y que él había sido informado, desde el principio, por el presidente del Gobierno y le había dado su plácet personal. Según el rey, el PCE debía involucrarse en la transición y concurrir a las primeras elecciones generales, pues Santiago Carrillo había dado toda clase de seguridades de que su partido aceptaría el juego democrático, la monarquía y el nuevo régimen que ésta representaba. «No hay peligro alguno para España, Jaime. Todo está muy bien pensado. Confía en mí. Pero por favor, no tomes ninguna decisión precipitada», me dijo el rey aquella mañana para terminar la conversación. De todas formas, Inglés, debo reconocer ante usted que durante bastantes horas de esa terrorífica Semana Santa estuve dispuesto a actuar ante la tremenda presión que sufrí de muchos compañeros. Pero, afortunadamente, después de la llamada del rey lo vi todo más claro y no lo hice. Y creo que acerté. Siempre me he mostrado orgulloso de esa decisión.

P: —Perdone, mi general, pero en el EME y otros despachos de Estado Mayor que esperábamos su decisión se habló de rencillas o, mejor dicho, de disparidad de criterios sobre el jefe militar que debía de asumir la suprema dirección del operativo. Se especulaba con que algunos capitanes generales no estaban de acuerdo en que un general de División, aún con un prestigio como el suyo, saliera como líder o caudillo del movimiento anti-Suárez. Había, por así decirlo, un «complejo de Franco» en algunos capitanes generales.

R:Sí, puede ser que hubiera algún recelo por parte de algún alto mando regional, pero no llegó a mí y desde luego, no lo hubo ni en el ministro ni en el JEME, que me apoyaban incondicionalmente. Pero no se trató sólo de eso… Si yo hubiera estado decidido y hubiera creído sin ningún género de dudas que el bien de España lo demandaba, hubiera dado el paso adelante. La razón última de que no moviera un solo carro estuvo, como acabo de decirle, en el rey. El rey me convenció de que la situación de la patria en aquellos momentos no estaba para demostraciones de fuerza del Ejército, para interferencias de las Fuerzas Armadas en un proceso político en marcha que, ya de por sí, se presentaba arriesgado y difícil.

P:Perdone la rotundidad de la pregunta, mi general, y que vaya directamente al grano… ¿Y en el 23-F el rey sí le autorizó a actuar?

R:—En el 23-F las cosas eran radicalmente distintas que en abril de 1977. En el año 1977 el proceso democrático estaba en sus comienzos, prácticamente no había comenzado aún pues no teníamos Constitución ni se habían celebrado las primeras elecciones generales. El rey tenía razón. No hubiera tenido ningún sentido abortar algo que todavía no había nacido, que despertaba muchas ilusiones en los ciudadanos españoles y que era indefectiblemente el único camino político a transitar (o por lo menos, así lo creía él) para integrar a España en la Europa del futuro. Los altos mandos militares (por lo menos una amplísima mayoría) teníamos, además, plena confianza en el rey como sucesor del Caudillo y es de justicia reconocerle que en aquellos momentos, a pesar de su juventud, tenía las cosas muy claras y contaba con amplios respaldos en la sociedad y en la clase política.

»En febrero de 1981 el panorama era radicalmente distinto. Era la propia transición la que hacía agua por todas partes, la que estaba fracasando estrepitosamente, con un Ejército profundamente frustrado, la economía bajo mínimos, el terrorismo a punto de hacer claudicar al Estado de derecho, los partidos políticos sin rumbo, el Gobierno desbordado... En fin, que el porvenir de España se presentaba mucho más negro incluso que en 1936. Muchos generales con mando y la mayor parte de los capitanes generales estaban por el cambio, incluso contra el propio rey que, para bastantes de ellos, había «traicionado» el sagrado legado del Caudillo. La situación era muy delicada, desde luego. Yo conocía lo que se preparaba para mayo, pero no estaba por ir contra la monarquía. Quería cambiar, evidentemente, tal estado de cosas, pero siempre bajo el manto de la Corona.

»El rey quiso dar un ‘golpe de timón’ institucional, enderezar el proceso que se le escapaba de las manos. Y en esta ocasión, con el peligro que se cernía sobre su corona y con el temor de que todo saltara por los aires, me autorizó a actuar de acuerdo con las instrucciones que recibiera de Armada. El rey tenía plena confianza en mí, ya que le había demostrado mi fidelidad en múltiples ocasiones y, por supuesto, en el antiguo secretario general de su Casa Militar, el general Armada. Éste, muy bien informado (puesto que recibía información privilegiada del CESID), con muy buenas relaciones políticas con los partidos y con las instituciones, con el apoyo de la cúpula de las Fuerzas Armadas por su amistad con el rey, y con la total confianza de éste, recibió el encargo de organizar lo que muy pronto empezó a llamarse en los medios de comunicación «Golpe de timón» o «Solución Armada», para frenar la cantada involución que preparaba el Ejército y que se esperaba, como usted también sabe, para primeros del mes de mayo de 1981.

»Armada, a partir del otoño de 1980, actuó siempre como ‘apoderado real’. Se reunió conmigo varias veces, y por teléfono me tenía al tanto de sus conversaciones con el rey y con los partidos. Nunca ha sido cierto que Armada me engañara al decirme que venía de parte del rey. Yo hablé telefónicamente con el monarca en varias ocasiones (concretamente, el día 13 de febrero por la tarde, después de la famosa entrevista secreta que Armada tuvo con Juan Carlos y que éste nunca le dejó comentar, y la última el sábado 21 de febrero, dos días antes del 23-F), e incluso le visité alguna vez personalmente en La Zarzuela, donde yo tenía entrada libre cuando quería. Siempre me dijo que confiara en Armada, que éste tenía todo muy bien preparado para solventar los graves problemas que tenía España en aquellos momentos; que la solución pasaba por un Gobierno de salvación nacional (con carácter eventual) presidido por él y que yo con ese Gobierno me haría cargo de la suprema dirección operativa de las Fuerzas Armadas, puesto que desempeñar la cartera de Defensa (en lo que también había pensado) no lo veía prudente, dado que la mejor solución era, para no alarmar ni a la clase política ni a la sociedad, que no hubiera más militares en ese Ejecutivo que su propio presidente.

»Todo debía hacerse con el mínimo coste institucional, sin movimientos de tropas (acaso los más imprescindibles), de una manera totalmente incruenta, sin traumas sociales, para presentarlo ante la opinión pública española y mundial como una salida ‘urgente y constitucional’ a la grave crisis abierta en España tras la dimisión de Adolfo Suárez. Dejando la puerta abierta, además, a la reconstrucción de la situación democrática anterior en el plazo máximo de un par de años. Lo esencial era parar, como fuera, la operación del 2 de mayo de ese mismo año, y que conocía Armada a través del CESID y de la que yo, obviamente, también estaba al tanto. El rey me pidió, concretamente y con un carácter muy reservado y personal, que no interviniera en la misma, que la controlara, que la parara si era posible y, si no lo era, la retrasara todo lo posible para dar tiempo al ‘golpe de timón constitucional’ en el que trabajaba Armada a marchas forzadas. Sabía del prestigio y la buena imagen que yo tenía entre los demás capitanes generales en activo y sabía que podía confiar en mí. En resumen, Inglés, y para terminar este amplio parlamento: Me adherí, en principio, a la ‘Solución Armada’ después de que el rey personalmente me confirmara las propuestas de Armada unos días después de la reunión en Valencia del 10 de Enero de 1981, aunque seguí bastante tiempo con mis dudas. que no resolví definitivamente hasta el sábado 21 de febrero.

P:Mi general, el otro día me comentó con absoluta rotundidad que el rey había dado su plácet, de una forma reservada claro, a la operación político-militar que propiciaba Armada y a la que usted se sumó, en principio, a partir del día 10 de enero de 1981. ¿Cuáles son las razones o por qué cree usted, que Juan Carlos adoptó esa postura tan arriesgada y que podía traerle tan graves problemas a él, a la monarquía, e incluso a España en su conjunto si no salía conforme a las previsiones del antiguo secretario general de su Casa?

R:El rey, obviamente, quería lo mejor para España y para la transición política emprendida por él al subir al trono. Tenía muy claro que debía seguir por ese camino y consolidar como fuera el régimen de libertades y de democracia, sin el cual España no tenía futuro en Europa y el mundo.

»Armada, que conocía muy bien la situación del país en general y la del Ejército en particular, pues tenía muy buenos amigos en el CESID y en los Estados Mayores de todas las capitanía generales, incidió mucho en lo negativo de la situación en los informes reservados que periódicamente le llevaba al rey. Era vox populi entonces entre los altos mandos que Armada se reunía con mucha frecuencia con don Juan Carlos en La Zarzuela, y en los últimos meses de 1980 y enero y febrero de 1981 lo hizo repetidas veces.

»El rey, un hombre joven en aquella época pues apenas tenía 40 años, con poca experiencia en la política, con muy pocos años de rodaje en la Jefatura del Estado y en una encrucijada del país francamente preocupante, tomó al pie de la letra los consejos de Armada (en los que podía haber, sin duda, un tanto por ciento de subjetivismo e, incluso, de ambición personal) de ir a una arriesgada operación de ‘cambio de rumbo político’ que, claro está, nos llevaba a una situación de excepcionalidad política aunque fuera por un corto periodo de tiempo. Yo creo sinceramente que el rey, un hombre joven, repito, con poco rodaje en tan altos menesteres y ante un momento político muy difícil, se asustó un poco y ante las recomendaciones de Armada, al que respetaba y tenía en gran aprecio, optó por ‘dejarle hacer’, creyendo de buena fe que obraba por el bien de la patria y en contra de un golpe de Estado (que se estaba planificando, eso es cierto) y, ¡quién sabe!, si de una nueva guerra civil.

P: Mi general, una pregunta embarazosa pero que durante años se ha hecho mucha gente en la calle: Si lo que se puso en marcha el 23 de febrero de 1981 en Valencia y Madrid no fue un golpe militar al estilo clásico (de lo que hemos hablado ya y de lo que no tenemos ninguna duda ni usted, ni yo, ni muchísimos españoles), sino más bien la puesta en escena de una operación político-militar, ampliamente consensuada, para facilitar ‘el golpe de timón’ o cambio de rumbo constitucional auspiciado por la Corona para frenar la posible injerencia del Ejército en la vida política nacional, ¿a qué vino sacar los carros de combate a la calle en Valencia y algunas tropas en Madrid? ¿No hubiera bastado, quizá, unas declaraciones solemnes de sus más altos promotores o unas adecuadas manifestaciones institucionales (caso de no poder evitar como parece que así fue la actuación de Tejero en el Congreso), y si acaso, si hubiera sido absolutamente necesaria, alguna declaración suya en Valencia o de Torres Rojas en Madrid, tras el inicio de los acontecimientos, pero sin sacar tropas a la calle y menos los carros de combate que siempre causan pánico en la población civil? Además, ya sabemos que en las instrucciones de ‘arriba’ figuraba en lugar destacado la nada despreciable condición de ejecución: ‘nada de movimientos de tropas’ o, como mucho, alguno meramente testimonial.

R:Armada y yo discutimos mucho estas primeras actuaciones de la operación. Él era partidario de no mover ni un solo soldado y, en el caso de que fuera absolutamente necesario, no más allá de algunos pequeños destacamentos de policía militar para garantizar la seguridad de determinados órganos informativos y de Gobierno. Lo de Tejero no se podía parar, lo tenía absolutamente preparado y no nos podíamos arriesgar a que actuara por libre; aparte de que tanto Armada como yo llegamos a la conclusión de que podía venir muy bien un golpe de efecto a nivel nacional, aunque totalmente incruento y limitado, para hacer creíble el cambio de rumbo ante los capitanes generales y como revulsivo o punto de partida para escenificarlo adecuadamente. Sin duda era necesario que se produjera un vacío de poder, muy limitado en el tiempo, para poder desarrollar todas las fases de la operación prevista por Armada; entre ellas, su propia presentación por el rey como futuro presidente del Gobierno.

»Tejero sólo fue autorizado a entrar y copar el Congreso de forma totalmente incruenta y con el máximo respeto a sus señorías. Pero este hombre, con un carácter un tanto inestable y emocional, no pudo controlar sus nervios, perdió los papeles, se salió del guión y haciendo gala de un autoritarismo enfermizo (como todos sabemos y vimos), maltrató físicamente al vicepresidente del Gobierno, Gutiérrez Mellado, y amenazó y asustó a los diputados con gritos cuarteleros y ráfagas de metralleta. Nada de esto estaba previsto.

»En cuanto a los tanques, mi Estado Mayor, y yo mismo, dudamos bastante de la conveniencia o no de sacarlos a la calle. Al final, decidimos hacerlo, pero sólo para escenificar ese ‘golpe de efecto’ a nivel nacional del que le hablaba antes. Ahora bien, tengo que decirle algo de suma importancia que mucha gente no conoce. El batallón de carros de combate que ocupó Valencia procedente de la Brigada XXXI, estacionada en Bétera, salió prácticamente desarmado. No iba a combatir contra nadie. El pueblo valenciano (ni cualquier otro de España, por supuesto) no era su enemigo. Se trataba sólo de un movimiento táctico para dar fe de una situación muy especial que había asumido el Ejército con carácter muy temporal y de acuerdo con las más importantes fuerzas políticas e institucionales del país. Las unidades de carros tenían, además, órdenes rigurosas de respetar todo lo posible el entorno urbano (incluso los semáforos y reglas de circulación) para evitar accidentes entre la población civil. Enfilaron, como digo, las calles de Valencia prácticamente sin munición de cañón y con muy poca de ametralladora. Repito, no iban a luchar contra nadie, no tenían enemigos y sólo se trataba de escenificar una acción política especial, atípica desde luego, que era previsible durara muy pocas horas. No salió la cosa como esperábamos, evidentemente, pero de la actuación de los carros no se produjo ningún altercado ni ninguna víctima.

P: Pasemos a otra cosa, mi general. Usted es un diplomado de Estado Mayor desde hace muchos años, con una brillante carrera y muchos años de experiencia en situaciones de crisis y de guerra, en posesión nada menos que de la Medalla Militar Individual. ¿Cómo no previó y planificó en detalle un avance relámpago sobre Madrid (no digo que fuera conveniente en aquellos momentos, mi general, sólo trato de indagar el por qué de sus decisiones en aquella dramática jornada) para controlar todos los resortes del poder en la capital de la nación en el hipotético caso de que la operación político-militar puesta en marcha en la tarde del 23 de febrero de 1981 fracasara y se viera en una situación harto difícil desde el punto de vista personal y profesional?

R:La operación político-militar, como usted la llama, no podía fracasar tal como estaba planteada si todos los que estábamos comprometidos en ella actuábamos con arreglo a lo pactado. No estaba pensada, no era (como ya hemos visto) un golpe militar a la vieja usanza, una asonada típica, un pronunciamiento castrense de primeros de siglo. Estaba pensada como una acción patriótica en la que, ante la situación lamentable, caótica, en la que se debatía España, la más alta institución del Estado, con el auxilio de los principales partidos políticos nacionales, de sus líderes más cualificados y, por supuesto, de las Fuerzas Armadas (a través de algunos de sus altos mandos leales a la Corona) iba a intentar reconducir la transición política iniciada tras la muerte de Franco y que se nos estaba yendo de las manos a todos.

»Yo nunca tuve ninguna duda, tras hablar varias veces con Su Majestad, de que la operación saldría bien y de que se reconduciría la situación sin derramamiento de sangre, sin graves traumas institucionales, y sin poner en peligro ni la estabilidad de la patria ni de la Corona.

»Cuando la cosa cambió, tras la actuación de Tejero en el Congreso, y personalmente me sentí abandonado a mi suerte en aquellas terribles horas de la noche, por supuesto que contemplé, con mi Estado Mayor, una rápida marcha hacia Madrid con todo el poder acorazado de que disponía. Esta acción hubiera supuesto un gran impacto psicológico a nivel nacional y habría cambiado totalmente la situación a partir de las primeras horas de la madrugada del martes 24 de febrero de 1981. Mi Estado Mayor estaba en condiciones de lanzar las primeras vanguardias de carros (el Batallón de Bétera estaba totalmente movilizado desde primeras horas de la tarde y disponía de medio centenar de carros M-47, prácticamente nuevos de motor, capaces de plantarse en Madrid en 8-10 horas) a partir de las 12 de la noche del 23-F. Antes no, porque hubiera sido necesario organizar tácticamente el batallón disperso por Valencia, el resto de la División que permanecía acuartelada, municionar a tope las columnas y organizar el apoyo logístico necesario para tan importante marcha. Pero yo nunca quise iniciar, aún abandonado por la Corona, una arriesgada maniobra como esa, un órdago militar capaz de desencadenar una nueva guerra civil o, sin llegar a eso, unos enfrentamientos entre compañeros que podían terminar con abundantes bajas.

»Bien es cierto que en aquellos momentos no hubiera tenido enemigos de importancia. Los capitanes generales de Zaragoza, Sevilla, La Coruña, Baleares, Barcelona y Valladolid se hubieran sumado a mi iniciativa de inmediato, y así me lo hicieron saber repetidas veces por teléfono. Es más, estuvieron esperando durante horas ese movimiento mío para declarar el estado de guerra en sus respectivas circunscripciones. Alguno de ellos ni siquiera se pusieron al teléfono cuando el rey los llamó, pero a mi sí se me ponían con rapidez.

»El único enemigo a priori podía ser el capitán general de Madrid, Quintana Lacaci, y también la JUJEM; pero ésta a título testimonial, puesto que carecía directamente de tropas. Pero la mayor parte de la División Acorazada (incluida la Brigada que se encontraba de maniobras en Zaragoza) estaba de mi parte, y tanto Torres Rojas (su jefe virtual) como su Estado Mayor, dirigido de facto por Pardo Zancada, se hubieran opuesto de una forma efectiva a su acción, muy difícil por otra parte, para parar mi División Maestrazgo en marcha hacia Madrid.

»Pero, repito, yo no estaba dispuesto a ‘jugar a Julio Cesar’ y a poner en peligro mi patria. Con gran sufrimiento por mi parte, y no precisamente por lo que me podía caer encima a título personal, pues tenía fácil el huir de España si hubiera querido, obedecí al rey en sus nuevas órdenes, acepté el nuevo cambio de planes, y me puse a la entera disposición del jefe del Ejército y del Gobierno. No me quité de en medio como podía haber hecho fácilmente y como me sugirieron algunos, ofreciéndome, incluso, la posibilidad de un exilio temporal dorado y la vuelta después de unos pocos años, cuando todo se hubiera calmado.

P:¿Quiere decir, mi general, que alguien en las altas instancias le propuso huir de España hasta que todo hubiera pasado?

R: Sí, así es, algo parecido a eso. En una charla que personalmente tuve con el JEME, a eso de las dos de la madrugada, cuando yo ya le había dicho al rey que retiraba las tropas a los cuarteles y anulaba el estado de guerra, me ofreció un avión para mi, mi familia y mis colaboradores de más confianza, para poder abandonar España y pedir asilo político en el país que yo estimara pertinente. Se me llegó a citar algunos como Francia o Portugal, con los que el Gobierno español podría hacer gestiones urgentes para que me recibieran. Con mi marcha, y puesto que la implicación de Armada en el asunto en aquellos momentos no se contemplaba, se desinflaba el golpe, recayendo exclusivamente sobre mi persona el liderazgo del mismo y todas las responsabilidades sobre su planificación y ejecución. Se le hubiera podido dar así carpetazo sin necesidad de abrir, como se tuvo que abrir luego, un peligroso proceso militar de consecuencias imprevisibles. Sobre todo, por lo que se podía derivar del mismo si hablábamos los involucrados.

»Me negué en redondo a esta componenda y preferí arrostrar las consecuencias de mi acción; aún sabiendo a lo que me exponía, pues inmediatamente sería tachado de líder del golpe por ser el militar de más graduación y sin posibilidad alguna de defenderme al no poder sacar a la luz pública, en un posible juicio militar, las razones y causas últimas de mi actuación.

 

P:Pero mi general, perdone que insista. Al no actuar usted con la máxima energía y decisión, saltándose todos los frenos una vez que se produce la nueva decisión de La Zarzuela (donde Sabino movía todos los hilos como usted sabe) en el sentido de desmarcarse totalmente de la operación, y Armada, por su parte, al no ser recibido por el rey, se encuentra totalmente anulado, ¿no cree que se echaba a los pies de los caballos, que asumía un papel de ‘mártir cantado’ y que ya sin el apoyo del rey, tanto la JUJEM como el JEME y los políticos que habían consentido con la maniobra político-militar de Armada, se echarían sobre usted (el general con más prestigio del Ejército), le convertirían en un auténtico cabeza de turco y le harían responsable de un golpe militar clásico, que en realidad no existió? Por otra parte, al no tomar el liderazgo tras el cambio de planes real y no huir hacia adelante, teniendo todas las de ganar se convertía usted en el perdedor absoluto de todo el evento, pues los capitanes generales de la conjura de mayo ‘solos en la madrugada’, no tendrían otra opción que rendir pleitesía al rey y volver al redil de la obediencia y la sumisión, olvidándose de sus proyectos de cambio. Y, además, ya para siempre...

R:Bueno, vayamos por partes, Inglés. Se ve que usted ha estudiado el tema y que ha reflexionado largo y tendido sobre aquellos acontecimientos sobre los que yo, debo reconocerlo, llevo pensando casi nueve años; en lo que hice y, todavía peor, en lo que no hice en aquellos dramáticos momentos de la tarde/noche del 23-F.

P:Perdone mi general, ya le he comentado varias veces que el 23-F ha sido mi hobby durante todos estos años. Como ya le he dicho, tengo un libro prácticamente terminado desde el año 1986, con testimonios de algunos de sus colaboradores y subordinados. Y me apasiona, además, como oficial de Estado Mayor que soy, todo lo que haga referencia a hechos históricos, castrenses prioritariamente, y sobre todo a sus entresijos y a los complejos procesos de su toma de decisiones.

R:Ya, ya, ya lo sé, Inglés. Pues bien, tras la segunda charla con el rey (en toda la tarde/noche hablé con él cuatro o cinco veces y varias más con Sabino), pasadas las ocho de la tarde, en la que ya me dice con claridad meridiana que no puede asumir lo de Tejero y que sería conveniente que anulara el estado de guerra y retirará los carros de combate de la calle (a lo que en principio me negué con palabras respetuosas, pero muy firmes), me quedé ciertamente anonadado, sorprendido en extremo, humillado... Nunca creí que algo así pudiera ocurrirme. Algunos me han criticado, en el juicio de Campamento y después a lo largo de estos años de prisión, que confiara tanto en Armada, que fuera un tanto ingenuo e imprevisor. No sé si cometí esos errores, supongo que sí, pero ya le he dicho en algún otro momento que yo no me metí en aquella aventura sólo por las indicaciones de Armada. Aparte de que lo que él me contaba, tenía que ser objetivamente cierto pues a nadie se le podía ocurrir que el general actuara por su cuenta y organizara toda aquella operación sin respaldo del rey, pues hubiera estado abocada desde el principio al más rotundo fracaso, y Armada nunca ha jugado a perdedor en toda su carrera militar.

»Yo hablé con el rey varias veces sobre el asunto. Siempre tuve línea directa con La Zarzuela, desde muchos años antes, y la utilizaba a menudo. Jamás el rey se negó a hablar conmigo cuando lo solicité por teléfono o cuando quise ir a verlo en determinados momentos delicados de la transición. Como en la época previa a la dimisión de Suárez, en la que fui personalmente a hablar con él varias veces, pero a título individual, nunca en compañía de otros tenientes generales como se ha escrito por ahí, con pistolas de por medio.

»Siempre tuve la confirmación real sobre lo que Armada preparaba para reconducir la preocupante situación española de finales de 1980. Y me sumé a esa operación, que evidentemente presentaba bastantes riesgos, sin ambición de ninguna clase, porque creía que era mi deber, con la esperanza puesta en que sirviera para solucionar de una vez los graves problemas de la patria y también los de la joven monarquía representada por el rey Juan Carlos. Cuando me di cuenta de que nada había salido como estaba previsto, que todo había fracasado, después de hablar varias veces con el rey, analicé, evidentemente, varias posibilidades para tratar de salir de la delicada situación personal en la que me encontraba; entre ellas, la de ausentarme de España aprovechando las facilidades logísticas y diplomáticas que se me ofrecían; o la de pactar con el JEME, desde una posición de fuerza, el sobreseimiento de cualquier posible acusación posterior contra mi persona, garantizándome, incluso, la continuación de mi carrera militar con todos los honores; y también, la que usted me apuntaba antes, la de conquistar el poder a través de una rápida marcha sobre Madrid con mi División Maestrazgo, a la que se hubieran sumado, en cuestión de minutos, la División Acorazada y las capitanías generales más importantes. Pero yo no tenía ambición de poder político, no me había sumado a la ‘Solución Armada’ para ser un nuevo Caudillo de España. Los tiempos eran otros y, además, yo no podía ser desleal con la monarquía en la que siempre he creído. Por otra parte, siempre existía el peligro de enfrentamiento cruento entre compañeros, de otra nueva guerra civil.

»Opté por sacrificarme y arrostrar las consecuencias de mi acción. Yo era un militar, el de más categoría entre todos los que habíamos dado ese arriesgado paso, y mi obligación era asumir la máxima responsabilidad por lo ocurrido. ¿Que me convertía así en un cabeza de turco, en un perdedor, en un ingenuo que había sido engañado...? Era lo más seguro, pero usted sabe muy bien que un oficial con mando jamás debe refugiarse en responsabilidades ajenas para justificar las suyas propias. La historia, en última instancia, será la que juzgue...

 

 

 

Capítulo seis

Entre servicios secretos

anduvo el juego

 

El doble juego del CESID: Primero, bajo las órdenes directas del rey y la JUJEM, coopera con Armada, le informa de la existencia y progresos del golpe duro de los generales franquistas y le apoya en la planificación del 23-F. Después, cumple las órdenes de arruinar definitivamente la fracasada operación del marqués de Rivadulla. El Servicio de Información de la Guardia Civil, por su parte, ayuda en todo momento a Tejero. Agentes del SIGC cercan con antelación el Congreso para facilitar su llegada. Los servicios de Inteligencia del Ejército de Tierra (Estado Mayor y Capitanías) cooperaron en todo momento con los conjurados de mayo.

 

Lo primero que quiero dejar muy claro, al iniciar este capítulo en el que voy a intentar diseccionar al detalle el papel que desempeñaron los diferentes servicios de Información adscritos a Instituciones españolas en relación con los dos grandes eventos (la Conjura de mayo y el 23-F) que estoy estudiando en el presente libro, es que ninguno de los servicios secretos de este país fue, en absoluto, el máximo responsable de los tristes acontecimientos vividos por este país en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, como bastantes periodistas (no muy bien informados y pseudo «investigadores de oídas» o de café) han recogido en sus orgías literarias sobre aquél falso golpe militar. Alguno de esos informadores por cuenta ajena ha llegado incluso a titular como 23-F. El golpe del CESID el librito consiguiente sobre la materia, publicado, ¡como no!, en emblemático y oportuno aniversario.

Ni tampoco, obviamente, fue ninguno de los servicios secretos españoles (CESID, SIGC, Divisiones de Inteligencia de los tres Ejércitos, División de Inteligencia del JEMAD, Servicios de Información de la Policía…etc., etc.) el autor, planificador, incitador y, mucho menos, máximo dirigente, del macro golpe de Estado que da título al presente libro, en preparación en determinados Estados Mayores del Ejército de Tierra allá por el otoño de 1980 y primeros meses de 1981, y cuyo día «D» estaba clara y precisamente señalado: el emblemático 2 de mayo de ese último año.

Y es que, aquí en España, como en el resto del ancho mundo, los servicios secretos, de información, de inteligencia, de espionaje o de contraespionaje, como queramos llamarlos, por muy poderosos, operativos y sofisticados que sean, debido a su precisa y determinada dependencia jerárquica, no pueden protagonizar, liderar o abanderar en solitario una maniobra involucionista o desestabilizadora de envergadura y, menos aún, un golpe militar en toda regla; en su propio país o en otros. Aunque, eso sí, pueden (y hasta me permitiría decir que «deben» con arreglo a sus específicos estatutos de actuación) y de hecho así lo hacen con mayor o menor fortuna, informar, cooperar, ayudar, facilitar, allanar el camino, auxiliar en una palabra al jerifalte (normalmente, un político con grandes apoyos o un militar con importantes efectivos bajo su mando) que sí puede hacerlo. Pero, repito, nunca, jamás, protagonizar en solitario, con su propio jefe como líder máximo del evento, una asonada militar, pronunciamiento castrense o revuelta política que aspire a cambiar substancialmente las coordenadas del ordenamiento institucional en su propio país o en terceros.

En España, como creo que he dejado suficientemente explicitado en el capítulo en el que expongo con todo detalle la planificación operativa de la Conjura de mayo, muy pocas personas en el ámbito de las Fuerzas Armadas (y perdón por trivializar en un asunto tan serio como el que estoy tratando) podían permitirse el lujo en aquellas fechas (y menos todavía en las actuales) de liderar un movimiento involucionista en toda regla, capaz de llevarla en volandas en cuestión de horas a La Zarzuela o La Moncloa en lugar de a una prisión militar, con muchos años de «reserva de habitación». Y hasta hace muy poco tiempo esas escasas personas eran (ahora, afortunadamente, no hay ninguna) unos pocos capitanes generales con mando en plaza, los llamados «príncipes de la milicia» con autoridad directa sobre alguna de las tres grandes unidades operativas del Ejército español: las Divisiones de Intervención Inmediata. Que detentaban más poder, incluso, que el propio jefe supremo de las FAS, el rey, un mando constitucional y protocolario, o el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (PREJUJEM), más tarde jefe del Estado Mayor de la Defensa, que, aún siendo el mando operativo máximo de los Ejércitos españoles, no ejercía el mando directo sobre ninguna gran unidad. Lo que no deja de tener su importancia en tiempos de turbulencias políticas o crisis internas en las FAS.

Nada que ver estos poderes reales y de mando directo de tropas (el de los capitanes generales del Ejército español) con el que si duda tienen y gestionan los servicios secretos (la información es poder) que no disponen de poder militar «contante y sonante». Son unos meros, aunque importantísimos, auxiliares del mando (político y militar) y, en todo caso, cooperadores necesarios en cuantas acciones (o chapuzas) legales e ilegales acometa éste.

Al hilo de lo acabo de exponer recuerdo que me reí mucho (ya lo he apuntado en páginas anteriores), en privado naturalmente, cuando en noviembre del año 1980 recibí en mi despacho de jefe del Estado Mayor de la Brigada DOT V, con sede en Zaragoza, el informe del CESID titulado Panorámica de las operaciones en marcha, prolijo documento confidencial que hacía referencia al abanico de movimientos involucionistas (militares, civiles y cívico-militares) y golpes de Estado en preparación en España en aquel funesto otoño de 1980. Y más aún se debieron reír, aunque nunca tuve constancia de ese extremo, mis compañeros de la Capitanía General de Aragón al comprobar que los eficientes y todopoderosos servicios de información del Estado español (compuestos, todo hay que decirlo, exclusivamente por militares, la mayoría de ellos «desecho de tienta» de Unidades operativas) tachaba como «golpe de los coroneles» el amplio movimiento político-militar que se estaba fraguando a nivel nacional y con los más carismáticos capitanes generales de la extrema derecha en su cúpula directiva.

Y eso no es todo, los flamantes ejecutivos castrenses de La Casa, en informes posteriores aún más reservados y circunscritos exclusivamente al ámbito militar en los que involucraban como altos responsables de la trama a coroneles como Quintero Morente o San Martín, llegaron incluso (evidenciando un supino desconocimiento sobre esa conjura de alto nivel que se estaba planificando y desarrollando en varias capitanías generales), a alertar a la de Zaragoza y a la Brigada de Infantería en la que este modesto historiador militar prestaba entonces sus servicios, sobre el, según ellos, in crescendo «golpe de los coroneles», urgiendo a remitir cuanta información sensible pudiéramos recabar sobre el mismo. Era con el fin, faltaría más, de proceder a su seguimiento y desarticulación. Un despropósito tras otro de aquel CESID de los años ochenta, prácticamente descabezado y sometido a las presiones y los vientos de múltiples amos políticos y militares.

Vamos, pues, a estudiar someramente las andanzas de los principales servicios secretos españoles (Centro Superior de Información de la Defensa, Servicio de Información de la Guardia Civil y División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército de Tierra) en los dos importantes eventos que estamos tratando: 23-F y Conjura de mayo, con especial hincapié en el primero de ellos que fue en última instancia el único que se puso de verdad en marcha:

 

Centro Superior de Información de la Defensa (CESID)

El CESID venía siguiendo muy de cerca, a lo largo de todo el año 1980, el panorama involucionista español y, dentro de él, los preparativos del núcleo duro de los generales franquistas (aunque rebajaba la categoría militar de los involucrados, como acabamos de ver, a la mucho más modesta de coroneles; no se sabe si por mimetismo con otros famosos movimientos foráneos, porque confundía la parte con el todo, o por miedo a carismáticos capitanes generales con mucho poder), así como las veleidades y contactos del general Milans con los anteriores dentro de su apuesta personal por un golpe antidemocrático pero promonárquico. También vigilaba estrechamente al tándem de «los espontáneos»: Tejero e Inestrillas, contra el que ya actuó contundentemente al sacar a la luz la famosa «Operación Galaxia», en noviembre de 1978. Estaba también al corriente (como muchos españoles en aquellas fechas), sobre todo militares, del plan político-militar auspiciado desde las alturas del poder institucional para reconducir «desde bastidores» una transición política agotada y en peligro cierto de liquidación: la llamada «Solución Armada».

En noviembre de este año de 1980, el CESID elabora el análisis-informe sobre todos estos movimientos militares y cívico-militares en gestación, al que ya me he referido repetidamente, que es elevado a La Zarzuela y a la cúpula militar y del que, parece ser, no tiene conocimiento preciso el Gobierno de Adolfo Suárez o es infravalorado por éste. En ese informe se presenta un abanico de posibles operativos en preparación, agrupados en tres apartados: de carácter civil, militar y cívico-militar. Aunque este informe no es ninguna maravilla desde el punto de vista profesional, pues evidencia abundantes errores analíticos y de concepto, fruto, sin duda, del precario estado operativo en que se encontraba en aquellos momentos este órgano superior de Inteligencia del Estado (con su jefe interino, el coronel Carreras, de figura decorativa, con un «segundo», el teniente coronel Calderón, ejerciendo de amo y señor del centro y con varias «familias» o «mafias investigadoras» en su seno), en líneas generales muestra un aceptable esquema del mapa golpista de la época.

Pues bien, en las primeras semanas de 1981 el CESID, al tanto de los contactos de Armada con Milans y de los de éste con los «coroneles» de mayo, decide intervenir a favor del primero para asegurar el éxito del «golpe de timón» planificado por él. El alto órgano de Inteligencia militar recela de Milans del Bosch, al que conoce muy bien desde los días amargos de la Semana Santa de 1977, en los que estuvo a punto de «meter en cintura» al país. Lo teme, cree que juega con dos barajas, y que si la operación de asalto al Congreso le sale bien y consigue movilizar a la División Acorazada en Madrid, puede sentir tentaciones muy fuertes de desencadenar su proyecto «primorriverista» e, incluso, de decantarse por el golpe duro de los generales/coroneles.

El CESID, controlado por la JUJEM, desea que triunfe el operativo de Armada y aspira, de paso, a desactivar el de Milans, integrado de momento en el anterior pero que cuenta todavía con cierta independencia planificadora y la peligrosa posibilidad, nada despreciable, de desbancar al primero. Por eso introduce a uno de sus más preclaros y decididos hombres de acción, el comandante Cortina, jefe de la AOME (Agrupación de Operaciones Militares Especiales) y antiguo subordinado y amigo personal del general Armada, con el que mantiene todavía estrechas relaciones, en la trama Armada-Milans-Tejero que, bajo la batuta del primero, por lo menos en el plano teórico, camina ya decididamente hacia el día de su puesta en escena definitiva, una fecha todavía no concretada de mediados o últimos de marzo de 1981.

El CESID del año 1981 era, no conviene perder de vista este dato, un organismo de Inteligencia teóricamente dependiente de la cúpula del Estado pero militar hasta la médula, organizado, compuesto y dirigido por militares, con casi todos sus agentes de base procedentes de la Guardia Civil; cuerpo, como todos sabemos, totalmente militarizado. Más tarde, a lo largo de los años y ya asentada la democracia, recibiría savia nueva de personas reclutadas en la vida civil, con una más cuidada preparación técnica y un talante más funcional y menos jerarquizado (aunque ello no le ha eximido de protagonizar sonoros escándalos como el de los GAL y el de las escuchas ilegales a determinadas personalidades de la vida política y social española, entre ellas el propio rey), pero en aquellos días previos al «tejerazo»”este órgano de información, heredero de aquel siniestro servicio de la Presidencia de Carrero Blanco (SECED), presentaba una estructura castrense monolítica (no por ello más eficaz ,sino todo lo contrario) en la que no cabían actuaciones retorcidas de deslealtad o doble juego.

El AOME dirigido por el comandante Cortina actuó, pues, con arreglo a las órdenes recibidas de sus superiores, concretamente del jefe efectivo del CESID, el señor Javier Calderón, en todas las misiones que le encomendaron en relación con el 23-F y que a continuación vamos a presentar o, más bien, a recordar. Nada de lo escrito sobre una hipotética actuación del CESID (o de grupos dependientes de este servicio) a dos bandas (una con el falso golpe, otra contra él) tiene sentido, si bien debo admitir, después de investigar a fondo su equívoco proceder antes y durante la famosa tarde-noche «de autos», que fue el propio centro de inteligencia del Estado en su conjunto el que cambió parcialmente su estrategia operativa cuando, a partir de las 18:26 horas del 23 de febrero de 1981 la JUJEM, obedeciendo órdenes de La Zarzuela, decidió desmarcarse también de la recién iniciada «Solución Armada».

Como decía hace un momento, el CESID, a comienzos de 1981, decide intervenir para asegurar el feliz desarrollo de la «Operación Armada» y neutralizar la posible desviación de ésta hacia la línea «primorriverista» de Milans, o hacia la más preocupante y dura de los «coroneles» franquistas. Sabiendo que Milans va muy atrasado en la planificación de su apuesta política, al estar coordinando su actuación en varios frentes (el suyo personal y los de Armada y capitanes generales), si bien el asalto al Congreso está listo para ser puesto en marcha en cualquier momento, ordena, a través de Cortina, adelantar la ejecución del «golpe blando» de Armada con los siguientes propósitos: sorprender a Milans con los «deberes sin hacer» (la mano derecha de Milans, el coronel de su Estado Mayor Ibáñez Inglés, todavía no había empezado, a últimos de enero de 1981, a poner por escrito todo lo que bullía en la cabeza de su superior el capitán general); disminuir la eficacia del binomio operativo: asalto al Congreso-movilización de la Capitanía General de Valencia, postergando y minimizando todo lo posible la segunda de estas acciones; controlar al máximo, y en su caso abortar, la previsible salida de la División Acorazada; y romper definitivamente todos los nexos de unión entre los planes de Milans y los del movimiento de mayo.

Cortina, en contacto con Armada, que lógicamente no formula ninguna objeción pues favorece a sus planes, adelanta la fecha de ejecución de la operación que lleva el nombre de su superior y amigo, ya pactada con Milans para mediados o últimos del mes de marzo, a la segunda quincena de Febrero. El día exacto queda por definir y se concretará en función de los acontecimientos. El capitán general de Valencia recibe con sorpresa el adelanto y recela de este nuevo personaje que acaba de salir a escena, un oscuro comandante de los Servicios de Inteligencia que parece tener mucho ascendiente sobre Armada. «¿Quién es este Cortina? —le pregunta a su valedor—. ¿Por qué tanta prisa? ¿Por qué se permite opinar sobre asuntos que escapan a su competencia?» No obstante, pronto será convencido por Armada que utiliza de nuevo el nombre mágico del rey para allanar voluntades. Voluntades tan monárquicas y tan convencidas en aquellos momentos como la del teniente general Milans del Bosch.

Este adelanto en los planes supondrá, sin duda, un duro contratiempo para la maniobra preparada por Milans que ni él mismo acierta a valorar en toda su justa dimensión en aquel instante. Sin los documentos definitivos redactados, con abundantes flecos todavía por definir, deberá organizar las distintas acciones deprisa y corriendo: «Operación Alerta Roja», «Operación Turia», bando, reuniones con los mandos operativos, órdenes... etc. Prácticamente todo se dejará para el propio día «D» que, encima, no conoce con exactitud. La chapuza operativa está servida. La improvisación, el nerviosismo, las decisiones sobre la marcha, todo está asegurado...

El CESID conseguirá muchas cosas con la maquiavélica e inteligente infiltración de Cortina en la cúpula directiva del 23-F. Ya hemos apuntado algunas antes: aislar la operación de Tejero (magistralmente realizada después, hay que reconocerlo, desde el punto de vista estrictamente operativo, no político, que fue un verdadero desastre) del resto de las acciones previstas por Milans; retrasar, y abortar en última instancia, la salida de la División Acorazada Brunete, espiando sus acuartelamientos, intoxicando sus comunicaciones, e informando al capitán general de Madrid, teniente general Quintana Lacaci, de las actuaciones de Torres Rojas y de los previsibles movimientos de unidades; hacer inviables los posibles planes del capitán general de Valencia para, ante un éxito espectacular en Madrid, atraer a su seno a los duros generales franquistas; y, en definitiva, descolocar totalmente a Milans en el terreno de la planificación operativa.

Todas esas ventajas, y alguna más, pondrá en el haber del CESID el jefe de su Agrupación de Operaciones Militares Especiales, el comandante Cortina, durante la famosa tarde-noche del 23 de febrero de 1981. Sus hombres conducirán los autobuses de Tejero al Congreso para asegurar su llegada en el minuto preciso, espiarán las comunicaciones de las cadenas de mando de las unidades operativas de Madrid, facilitarán en grado sumo (cuando la «Solución Armada» sea definitivamente abandonada) la actuación de Quintana Lacaci para someter a la Acorazada y la de la JUJEM, para manejar los resortes institucionales de cara al control de la organización periférica del Ejército y... algunas acciones más. Pero no podrán controlar, ni prever, el más espectacular y llamativo de los acontecimientos que se desarrollarán en Madrid esa tarde y que será determinante para el futuro desarrollo del evento: la alocada, la inconcebible, la tragicómica actuación de Tejero en el Congreso de los Diputados... que echará por tierra toda la minuciosa planificación del general Armada para conseguir un «golpe de timón constitucional» en nuestro país, pondrá en peligro la institución monárquica y la democracia, llevará a su ilustre promotor a la cárcel en lugar de a La Moncloa, abrirá serias dudas en la opinión pública española sobre la imparcialidad y el desconocimiento real de la operación por parte de La Zarzuela y, en una palabra, estará a punto de abrir el camino, con todo su poder y dramatismo, al golpe militar puro y duro previsto para mayo.

La locura de Tejero, con su desmedido afán de notoriedad, podrá reconducirse pero no sin graves problemas. Será una «reconducción de la reconducción» nerviosa y peligrosísima, un golpe de timón visceral e instintivo de las altas autoridades del Estado para tratar de anular el otro «golpe de timón» político que, por una pésima puesta en escena, ha quedado invalidado de raíz.

El general Armada, descolocado y abandonado por el rey (quien no quiere asumir de ninguna manera una acción como la protagonizada por el teniente coronel de la Guardia Civil en el Congreso de los Diputados), cometerá, en las siete horas de dudas e indecisiones (desde las 18:23 horas del 23-F a la 01:13 del 24-F), abundantes errores tácticos al querer salvar lo más honorablemente su primigenio plan. El rey, sorprendido y alarmado por lo visto y oído en el hemiciclo del Congreso, teléfono en mano y con su fiel Sabino Fernández Campo pegado a su cuerpo, librará una oscura y férrea batalla con los capitanes generales que, sorprendidos también, estarán a la espera de la menor oportunidad para adelantar su órdago de mayo, decretar el estado de guerra y sacar sus tropas a la calle. ¡Siete horas de febrero de 1981! ¡Ahí están los misterios y las componendas de última hora, la negociación nerviosa, las cesiones, las amenazas veladas...! ¡Ahí están las explicaciones a tan complejas situaciones, a tantas decisiones futuras!

 

Servicio de Información de la Guardia Civil (SIGC)

Veamos, ahora, la atípica actuación en la fecha que estamos recordando (23-F) de otro importantísimo Servicio de Inteligencia del Estado español, el Servicio de Información de la Guardia Civil (SIGC), que sería asimismo determinante, como lo fue la del CESID, para que los hechos que se sucedieron ese día discurrieran de la forma que lo hicieron y no de otra manera. Este Servicio, debo reconocerlo, por su específico campo de actuación, su organización, su dependencia directa del Estado Mayor del Cuerpo y, sin duda, por no querer meterse en un auténtico avispero político y militar, no desempeñaría ninguna actuación destacable en relación con el otro movimiento, el previsto para el 2 de mayo de 1981.

El Servicio de Información de la Guardia Civil, que desde siempre ha gozado de una muy buena imagen profesional y operativa en el desarrollo de sus importantes misiones de investigación y de prevención de delitos, dependía en aquellas preocupantes fechas anteriores al 23 de febrero de 1981 del Estado Mayor del Cuerpo, un elitista círculo cerrado de decisión y planeamiento formado curiosamente por jefes y oficiales de Estado Mayor procedentes del Ejército de Tierra que, desde la Guerra Civil Española y por decisión personal de Franco, que quería tener férreamente controlado el importante Instituto armado, copaban ese trascendental órgano auxiliar del mando en detrimento de los propios oficiales de la Benemérita, que tenían vedado su acceso al mismo al no poder acceder al correspondiente diploma de Estado Mayor. Ese reducido núcleo de profesionales del Ejército de Tierra que dirigía en la sombra todo el entramado operativo, orgánico y logístico de la Guardia Civil, estaba en esos momentos, y ya desde bastantes años antes, bajo las órdenes de un peculiar personaje que luego se haría tristemente famoso como fustigador en la prensa de políticos y demócratas y como imputado en uno de los procesos abiertos contra los GAL (Grupos Antiterroristas de Liberación) al tener la Audiencia Nacional racionales indicios de que este militar español, «tocado con el tricornio de la Guardia Civil», había intervenido en la creación y organización del llamado «GAL verde» e, incluso, confeccionado el sello distintivo de esa organización terrorista. Me estoy refiriendo al entonces coronel (y más tarde, y en atención a sus poderosos dossiers, teniente general) Cassinello.

Este militar que, aunque ultraderechista hasta la médula, siempre supo nadar entre dos aguas y aferrarse con uñas y dientes al poder de turno para subir los largos y difíciles peldaños del escalafón, fue inmediatamente captado por la cúpula directiva de la llamada «Solución Armada» para que facilitara con sus poderosos medios (prácticamente toda la Guardia Civil a su servicio) el feliz desarrollo de la operación político-militar por ella diseñada. Amigo íntimo de Tejero y conocedor, tanto por sus confidencias personales como por los informes del eficaz servicio de información dependiente de su mando, de lo que preparaba el fogoso teniente coronel así como del resto de movimientos involucionistas que se fraguaban en la sombra, con muy buenos amigos circunstanciales entre los políticos que trataban de abrirse camino en la difícil situación política de la época, con abundantes dossiers comprometedores para muchos de ellos, y con la seguridad absoluta de que con su actuación contribuía al debilitamiento de la democracia y a su propia promoción personal, decidió enseguida poner todo su aparato de poder en el campo de sus nuevos amos. Y, más concretamente, en el de su amigo y compañero Antonio Tejero Molina, que había asumido sobre sus hombros, quizá irresponsablemente, una tarea muy superior a sus posibilidades.

Tengo que reconocer, llegado a este punto, que uno de los mayores misterios con los que me topé cuando, ya hace algunos años, comencé mis investigaciones sobre el 23-F, fue el que un teniente coronel de la Guardia Civil como Tejero, «golpista de café» en el absurdo mundo de la «Operación Galaxia», de muy limitada preparación intelectual y profesional, con una desquiciada verborrea de taberna grabada en sus genes que le imposibilitaba para mantener un secreto más allá de unos pocos minutos, sin los conocimientos tácticos necesarios (ya que no tenía en su haber estudios superiores de Estado Mayor) para planificar, organizar y ejecutar un golpe de mano tan espectacular, arriesgado y complejo como el asalto al Congreso de los Diputados, fuera capaz de llevarlo a cabo con perfección absoluta desde el punto de vista operativo, prácticamente sin disparar un solo tiro (los que hubo fueron meramente disuasorios), sin muertos o heridos, sin ser detectado ni neutralizado por los propios servicios internos de la Benemérita, sin que se enterara su propio jefe supremo, el director general de la Guardia Civil, Aramburu Topete, y usando sin ningún problema para su aventura tropas y acuartelamientos de la propia Institución.

La respuesta a este interrogante me vendría bastante tiempo después de la boca de altos jefes y oficiales del Cuerpo que me informarían con pelos y señales de la peculiar actuación del Estado Mayor de la Guardia Civil y, sobre todo, de sus servicios de información, dependientes en aquellos momentos, como digo, del inefable y tortuoso ejecutivo castrense señor Cassinello.

En una reunión muy interesante que mantuve en las postrimerías del año 1993 con un coronel de la Guardia Civil, antiguo compañero mío y buen conocedor de mis investigaciones sobre el 23-F, que apareció en mi despacho acompañado por el capitán del mismo cuerpo, ya retirado, Suárez Alonso (el oficial que con el empleo de teniente mandó ese día el comando de guardias civiles del Servicio de Información de la Benemérita que, de paisano y en coches camuflados, aisló el Congreso de los Diputados a las 16:20 horas para facilitar la llegada de Tejero), quedó meridianamente clara la tortuosa actuación del Estado Mayor de la Guardia Civil en la preparación y ejecución de los bochornosos hechos que protagonizó Tejero en el palacio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid.

Efectivamente, conocedor el coronel Cassinello de las limitaciones planificadoras y operativas del díscolo teniente coronel de la Guardia Civil para llevar a buen puerto la compleja operación de asalto al Congreso en la que se había embarcado, atendiendo a la amistad que les unía hacía mucho tiempo y a sus peticiones de ayuda, y con la autorización expresa del propio general Armada que, obligado a asumir el operativo de Tejero en sus conversaciones con Milans, no estaba dispuesto a correr graves riesgos en su ejecución, decidió tomar bajo su personal tutela toda la precisa organización del arriesgado operativo; decisión que sería muy bien recibida por Tejero. Éste quedaba descargado así de todo el complicado proceso planificador, y a quien lo único que le interesaba de verdad era su papel protagonista en la ejecución del proyecto. Por eso sería el Estado Mayor en pleno de la Guardia Civil el que tomaría bajo su responsabilidad directa la tarea de organizar en profundidad, en todos sus menores detalles, el antiguo órdago operativo de «los espontáneos» transmutado por caprichosos designios del destino a «cebo iniciador» de la pacífica y constitucional apuesta democrática de Armada.

Nada dejaría al albur el cerrado círculo pensante de la Guardia Civil dirigido por el coronel Cassinello: el «fichaje» y posterior seguimiento personal de los guardias que tendrían que acompañar al teniente coronel en su mediático asalto; el visto bueno a la adquisición y custodia en lugar seguro de los autobuses que iban a ser utilizados en el transporte de la tropa; las «órdenes» a los jefes de los acuartelamientos (coronel Manchado), desde donde iban a salir aquéllos para que nada entorpeciese el embarque y su partida; la coordinación con la AOME del CESID y con sus grupos operativos, para la perfecta planificación y ejecución de la marcha hasta la Carrera de San Jerónimo; el cierre previo de las avenidas al Congreso mediante un comando operativo del SIGC, a fin de aislar el objetivo y facilitar la llegada sin problemas del teniente coronel y sus hombres; el repliegue de las fuerzas, una vez que la operación político-militar hubiera finalizado...

Todo fue supervisado por el jefe del Estado Mayor de la Benemérita y puesto en conocimiento puntual de Armada, que no quería dejar nada a la improvisación tratándose de Tejero. Sólo se le dejó a éste la mera ejecución de las estrictas órdenes recibidas. Y, sin embargo, ahí falló. Su megalomanía, su vanidad, su afán de protagonismo, su desprecio íntimo por los burócratas (de Estado Mayor) que le daban las órdenes... precipitarían su «salida de guión», su fracaso (político) y el de sus jefes.

Que nadie dude, pues, a estas alturas, de la intervención y perfecta coordinación de los dos servicios secretos españoles de mayor nivel: CESID y SIGC (éste como brazo operativo del Estado Mayor de la Guardia Civil) en la preparación y ejecución de la llamada «Solución Armada». Que luego no sería tal sino que acabaría «reconvertida» en la famosa intentona golpista del 23-F. Ambos servicios trabajaron y colaboraron activamente durante meses para que ésta terminara en un completo éxito, porque así interesaba a los supremos intereses del Estado. Ello no fue óbice para que cuando las cosas cambiaron, y ya no interesaba a esos supremos intereses nacionales la arribada a buen puerto de los oscuros designios político-militares del antiguo secretario general de la Casa del rey, esos mismos servicios secretos (sobre todo el CESID) cambiaran sobre la marcha su estrategia del «sí» por la contraria del «no», haciendo todo lo posible para que se recondujera la caótica situación a los cauces marcados por la autoridad competente. Y para que sus más altos dirigentes (todos recompensados más tarde con altos empleos militares e, incluso, con la propia dirección general de La Casa), con el desparpajo y la pétrea faz que caracteriza a los espías que mandan a otros muchos espías, dijeran después a todos aquellos que quisieran oírles que ellos del asunto ese del 23-F sólo conocían lo que conocían todos los españoles, es decir, casi nada.

 

División de Inteligencia del Estado Mayor del Ejército (DIEME)

Y ahora, metámonos a calzón caído, es un decir, con uno de los importantes protagonistas (no director, líder o similar, ¡ojo!) del otro evento que estamos sacando a la luz pública, la Conjura del 2 de mayo de 1981: los servicios secretos o de Inteligencia del Ejército de Tierra español. Todos ellos, varios, de gran operatividad y dirigidos y supervisados por la División de Inteligencia del EME, tendrían una gran responsabilidad y predicamento en la planificación de la misma y, sobre todo, en que ésta permaneciese oculta y en disposición de traducirse en hechos muy concretos.

Así como los dos anteriores servicios de Inteligencia de los años ochenta del siglo pasado a los que me acabo de referir, uno de ellos, el CESID, adscrito a Defensa aunque con dependencia operativa directa de Presidencia del Gobierno, y el otro, el SIGC, dependiente del Estado Mayor de la Benemérita, apoyaron abiertamente la llamada «Solución Armada»”(el primero actuó en principio a favor de esta maniobra político-militar real con todos sus medios y después colaboró con la Casa Real para desactivarla cuando fue desautorizada por el monarca, y el segundo ayudó a Tejero para que pudiera planificar su arriesgado operativo), su actuación en relación con el macro golpe que preparaba la extrema derecha castrense española para, a partir del 2 de mayo de 1981, frenar en seco la «modélica» transición del franquismo a la democracia, fue más bien pasiva o, si queremos decirlo de otra manera, marginal y nada relevante. El CESID «patinó» desde el principio al calibrar la importancia del peligrosísimo movimiento insurreccional de la mayoría de los capitanes generales del Ejército de Tierra español (rebajando e incluso despreciando la categoría militar de sus máximos dirigentes a «coronoles») y aunque representó, sin duda, la fuente a través de la cual el general Armada recibiría importantes datos sobre lo que podía pasar en este país «cuando volviera a reír la primavera» de 1981, careció de directrices y ganas para tratar de controlarlo, verificar su alcance real y, en última instancia, desarticularlo.

En el caso del SIGC, la cosa revestiría todavía más claridad y contundencia. Este Servicio, que a todas luces tuvo constancia en su momento de lo que preparaba la mayor parte del Ejército, adoptaría la cómoda postura de «verlas venir», de no interferir en el asunto; de quedarse al margen en suma… Y seguramente por todas o alguna de las siguientes razones: primera, la cosa, evidentemente, no era de su competencia, se salía de los márgenes de actuación que la dirección del Cuerpo y, sobre todo, su poderoso Estado Mayor, le tenía fijados (aunque es de justicia reconocer que todos, absolutamente todos los servicios de Inteligencia del mundo, incluidos los españoles y entre ellos el de la Guardia Civil, se pasan cuando lo consideran oportuno las órdenes restrictivas de sus jefes por el forro… de sus preciadísimas carpetas de documentos sensibles); segunda, la Guardia Civil dependía (y depende) orgánica y administrativamente del Ministerio de Defensa, con lo que su actuación en este campo hubiera podido reactivar el sempiterno conflicto de competencias entre Defensa e Interior (más bien entre sus respectivos ministros); y tercera, hubiera sido sin duda un peligroso salto en el vacío de la Dirección General de la Guardia Civil (más bien de su jefe de Estado Mayor) el tratar de «meterle el dedo en el ojo» a nada menos que siete capitanes generales del Ejército español con mando en plaza, incluido el carismático capitán general de Valencia, Milans del Bosch, con el que, además, el jefe del Estado Mayor de la Benemérita mantenía unas muy buenas relaciones personales.

Los que si apoyarían, desde el principio y a tope, a tumba abierta, con todos sus medios, con todas sus energías profesionales y operativas… el golpe duro de los capitanes generales franquistas serían, obviamente, los servicios de Inteligencia del Ejército de Tierra y, en particular, el organismo que los dirigía y controlaba: la División de Inteligencia de su Estado Mayor (DIEME), radicada en el fastuoso palacio de Buenavista de la plaza de La Cibeles de Madrid, sede del Cuartel General del Ejército.

Esta División de Inteligencia, una de las cinco con las que contaba el Estado Mayor del Ejército (EME), máximo órgano de dirección y planeamiento de la Institución castrense española, formada casi exclusivamente en aquellas fechas por profesionales que hoy en día cualquier español no muy versado en política se atrevería a calificar «de derecha extrema» y que yo, más conocedor del asunto, no dudaría un segundo en colocar en la cúspide del numerosísimo grupo de «franquistas puros y duros» que pululaban a placer al principio de los años ochenta por cuarteles, centros y estados mayores de las FAS españolas. Bien, pues esa DIEME no sólo apoyaría desde sus comienzos (como no deja de ser lógico tratándose de una peripecia política en la que estaban metidos hasta el cuello los máximos dirigentes del Ejército) el movimiento golpista de sus jefes, sino que contribuiría decisivamente a su planeamiento, enraizamiento, crecimiento y desarrollo, sirviendo de poderoso valladar para que otros servicios de Información del Estado español no se inmiscuyeran en el asunto renunciando a meter el diente en tan sabroso bocado informativo. A la par que blindaba el mismo dentro del propio Ejército, filtrando sólo lo que convenía a sus fines, y logrando con ello un secretismo y una impunidad personal y corporativa que ha llegado intacta hasta nuestros días.

En concreto, la actuación de la DIEME a lo largo de los meses en los que se planificó el 2-M habría obedecido a los siguientes fines:

 

• Blindar, como acabo de decir, la «Operación Móstoles» de cara a agentes externos e internos. De esto tendría plena constancia el historiador militar que suscribe, quien vio cómo sus informes iniciales sobre las distintas reuniones «golpistas» a las que tuvo que asistir en Zaragoza, a finales de 1980 y principios de 1981, como consecuencia de su cargo de jefe de EM de la Brigada DOT V, fueron sistemáticamente ignorados por ella y sus escalones informativos subordinados.

• Crear informaciones de decepción y engaño (guerra psicológica) convenientes para el éxito militar y político de la Operación de mayo. Así, aunque la confidencialidad en todo lo relativo al estado real de la planificación del golpe fueron siempre extremos (máximo secreto), se permitieron en determinadas ocasiones inflar y supervalorar el mismo de cara a alcanzar un rentable clima de ansiedad y desasosiego político y social, a nivel nacional, que permitiera poder obtener todo lo que ansiaban sus dirigentes y sin tener que llegar a la plena ejecución del operativo. Pero estos engaños pudieron volverse en alguna ocasión puntual en contra de los intereses del propio movimiento de los capitanes generales, como en el asunto del adelanto de la puesta en ejecución de la «Solución Armada» desde una fecha de mediados o últimos de marzo de 1981 (como había previsto, en principio, su protagonista) al 23 de febrero de ese mismo año, trastocando los planes tanto del general Milans como de los redactores de la Directiva de Planeamiento golpista de mayo. El miedo del general Armada, alertado por el CESID sobre la base de unos supuestos planes de la Conjura de mayo, que en realidad todavía no estaban finalizados, propiciaron la decisión del apoderado del rey con resultado muy negativo para la puesta en ejecución del golpe de mayo. Aunque esa decisión precipitada también afectaría al propio resultado del 23-F, al pillar al general Milans «fuera de juego».

 

• Facilitar los contactos personales entre los distintos capitanes generales involucrados en la Operación de mayo, bien a través de relaciones directas y secretas como por medio de agentes que ejercían la labor de correos.

• Posibilitar la planificación y desarrollo de la Fase 1.ª de la «Operación Móstoles», la legal, la que se iba a desarrollar siguiendo las órdenes y directrices del Plan General de Instrucción del Estado Mayor del Ejército de Tierra, como primer y obligado paso para poner en pie de guerra las distintas grandes unidades rebeldes y poder acercarlas, en la madrugada del 2 de mayo de 1981, a la capital de la nación. En ese sentido, en estrecho contacto con la División de Operaciones del mismo Estado Mayor del Ejército, planificaría el calendario y el despliegue territorial de las distintas zonas de maniobras a utilizar por las grandes Unidades regionales comprometidas con la «Operación Móstoles». Así, el Plan General de Instrucción (PGI) de la División de Operaciones del EME, correspondiente al 2.º trimestre de 1981, de adaptaría a la secreta DIPLANE (Directiva de Planeamiento Estratégico) a redactar por los Estados Mayores de Zaragoza y Sevilla, contemplando toda una serie de ejercicios tácticos tipo Brigada reforzada, con fuego real, a ejecutar por las distintas capitanías generales adscritas a esa Directiva golpista en los últimos días de abril y primeros de mayo de 1981.

 

Y termino este capítulo dedicado a la encubierta actuación de los servicios secretos españoles en dos de los grandes eventos político-militares de la transición. Lo hago recordando al lector que, efectivamente, como puede traslucirse de la información que acabo de transmitirle, los servicios de Inteligencia (la mayoría de ellos circunscritos al ámbito militar, aunque en algunos casos sean las más altas autoridades del Estado las que exploten la información sensible que generan) desempeñan un papel primordial en cuantas actuaciones al margen de la ley (o bordeando la misma) propician esas altas autoridades del Estado. Pero como a la vez gestionan mucho poder y sus dirigentes, si hacemos caso a la propia denominación (Inteligencia) de los entes que dirigen y administran, no suelen pecar de estupidez supina, nunca jamás cometerán el error de liderar, de asumir el mando directo y supremo, de ninguna de las aventuras políticas o militares en las que periódicamente se ve envuelto este país. Se llamen estas 23-F, GAL o similares…

 

 

Capítulo siete

Y después de la tormenta castrense… la traición siguió su camino

 

El 23-F puso fin a la Conjura de mayo y, en consecuencia, al poder militar en España. También, a cuatro años de enfrentamientos soterrados entre los generales franquistas y el rey. Se salvó así el delicado proceso político de la transición, pero el fin nunca puede justificar los medios empleados para conseguirlo; sobre todo si esos medios constituyen un peligro cierto de guerra civil. Los méritos y las responsabilidades del monarca español en los hechos político-militares más emblemáticos de la transición española: el «Sábado Santo rojo”, el contubernio castrense de la primera noche electoral, el 23-F, la Conjura de mayo

 

Resulta meridianamente claro a estas alturas para cualquier analista, historiador o experto militar, varios lustros después de que ocurrieran los importantes hechos relacionados con la transición democrática española que acabo de recordar y, en el caso de la terrorífica Conjura de mayo, descubrir en primicia al lector, que los lamentables hechos ocurridos en España en la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, y que enseguida serían tachados por los propios poderes del Estado como un golpe militar en toda regla (nada más lejos de la realidad), sirvieron en última instancia, a pesar del fracaso político de la «Solución Armada» que había sido su leiv motiv y quizá por ello, para cercenar de un solo tajo el duro y peligrosísimo golpe (éste absolutamente real) que preparaban los capitanes generales más radicales de la extrema derecha castrense española para poner en marcha en la emblemática fecha del 2 de mayo de 1981.

Cogidos éstos por sorpresa ante el imprevisto adelantamiento de la puesta en ejecución de los planes político-militares del general Armada, sin el ansiado liderazgo del teniente general Milans (quien todavía deshojaba la margarita de su adhesión o no a sus tesis golpistas), y tras el revuelo mediático que suscitó en sus primeras horas la alocada peripecia de Tejero en el Congreso de los Diputados y las urgentes y reiteradas llamadas del rey para que todas y cada una de las autoridades militares regionales acataran su autoridad en beneficio de la patria… se verían obligados, tras bastantes horas de duda y crispadas conversaciones con el monarca y su entorno de La Zarzuela, a dejar su ya bien planificado operativo del 2 de mayo para mejor ocasión. Ocasión que, afortunadamente para todos los españoles, ya no se presentaría jamás (la historia no suele dar segundas oportunidades), no por la represión que el poder político de este país, o su comandante en jefe, el rey, victorioso ante ellos, dejaran caer sobre sus autoritarias cabezas (que increíblemente no se materializaría) sino simplemente… por razones de edad. Cuestión esta última que en el Ejército español, desde siempre, representa el supremo poder igualatorio, la temida guadaña que decapita cada muy pocos años la gerontocrática, endogámica, perversa e inculta cúpula de los Ejércitos españoles.

Y todavía más. Con el desmantelamiento por vía de los hechos del nuevo «Alzamiento Nacional» preparado por los tribunos franquistas para revivir en España su particular primavera golpista de 1981, se destruiría asimismo, como bienvenido corolario, el importante poder fáctico militar que todavía existía en España en aquellas fechas. Estaba personalizado en abundantes figuras castrenses del antiguo Régimen y que había venido condicionando, vigilando, mediatizando y, hasta en muchas ocasiones, dirigiendo, el proceso político de la transición puesto en marcha por el heredero de Franco, Juan Carlos I. Con lo que esta moribunda apuesta política podría ver despejado su camino y tomar, sobre todo tras la fulgurante victoria del PSOE en 1982, la deseable velocidad de crucero que demandaba una sociedad española asustada, dividida, expectante… pero muy esperanzada.

Pero mi deber como historiador y analista militar, amigo lector, no solo es contar historias, hechos relevantes protagonizados por reyes y generales, importantes hazañas o fracasos espectaculares a cargo de políticos y dirigentes de postín, ensalzados hasta la náusea o escondidos muchas veces por sus interesados servidores bajo las alfombras del olvido o la manipulación. También es mi obligación estudiarlos y analizarlos a fondo bajo el prisma de la crítica y la petición de responsabilidades. Algo esencial, creo yo, para el correcto funcionamiento y la salud democrática del conjunto de la sociedad.

Por todo ello, y aunque en algunos trabajos anteriores míos ya he tratado el delicado tema de las responsabilidades del rey en el famoso esperpento mediático del 23-F (a estas alturas resulta ya meridianamente claro que nos salvó a todos los españoles, pero no de un golpe militar sino de dos: del duro, durísimo, de los capitanes generales franquistas, y del suyo propio, del blando y pseudoconstitucional planificado con su regia autorización por su subordinado Armada), debo volver a sacarlas nuevamente a colación en éste, en el que he desvelado con pelos y señales uno de los secretos militares mejor guardados de toda la transición democrática española. Pero lo hago extendiendo el área del análisis y la crítica personal a otros importantes episodios político-militares ya conocidos, como la crisis de la legalización del PCE en abril de 1977, el contubernio castrense que tuvo en el Cuartel General del Ejército en Madrid la noche electoral del 15 de junio de ese mismo año para parar en seco el proceso de la transición si se vislumbraba el fantasma de un nuevo Frente Popular, o el proceso golpista iniciado en el otoño caliente de 1980 y que tendría como finalidad la puesta en ejecución de la fallida Conjura de mayo.

Soy consciente de que en este espinoso tema de las responsabilidades del rey de España sobre el 23-F y otros episodios menos conocidos (pero igualmente importantes) de la transición, llueve sobre mojado. Es todavía tabú sobre todo para los medios de información estatales o que se mueven en el área de influencia del poder, y es muy difícil, por no decir imposible, para un historiador solitario, deslenguado y casi siempre «políticamente incorrecto» (y no miro a nadie) tratar de desmontar la almibarada figura histórica (casi angelical) que las conveniencias y los intereses del Estado han creado a medida, y mantenido contra y viento marea todos estos años, para el rey Juan Carlos I.

Tan solo hace unos meses la televisión pública, para contrarrestar sin duda la tesis ya asumida en buena parte por la sociedad española sobre las responsabilidades directas del monarca español en el 23-F, se permitió crear y difundir una miniserie de dos capítulos con un tratamiento histórico del evento absolutamente hagiográfico, cortesano, empalagoso… y, sobre todo, falso y deleznable. Resulta increíble que a estas alturas de la película golpista de la transición española, para «filmar» la cual algunos historiadores militares nos hemos dejado las pestañas tras las cámaras durante años y años, el poder quiera seguir maquillando la realidad de una época convulsa, angustiosa, muy peligrosa, en la que los españoles nos vimos al borde de otra guerra civil, refugiándose en la figura de un rey providencial, bueno, valiente y demócrata, cuasi divino, que nos salvó a todos de un nuevo desastre. La realidad, amigos, es mucho más compleja que todo ello y en esta película sobre los terroríficos años golpistas de la década de los setenta y ochenta en nuestro país (en algunos aspectos más que película sainete, vodevil, entremés, comedia bufa o tragedia griega…), que poco a poco va visionando la ciudadanía española con los ojos muy abiertos, gracias al tesón o la cabezonería de unos pocos investigadores, intervinieron muchos actores: protagonistas, de reparto y extras. Algunos de ellos, dejándose la piel en el empeño, recibiendo como «premio» letales condenas de prisión o sacrificando hasta extremos casi heroicos su profesión, sus amigos y su propia familia.

Y es que, dejando de lado publirreportajes hagiográficos como los de TVE que acabo de mencionar, de vergüenza ajena, y centrándonos en trabajos o libros como el que tiene en sus manos, amigo lector, que tratan de contar la verdad pura y dura sin pelos en la lengua y caiga quien caiga, muchos ciudadanos de buena fe, sobre todo los de cierta edad que han vivido en sus carnes la zozobra y la angustia de aquellos años terribles, pueden verse tentados a dar por buenos juicios de valor fabricados desde las alturas. Son los que enfatizan, agrandan y elevan a los altares del heroísmo y la grandeza de alma, actuaciones políticas de las más altas autoridades del Estado que, en realidad, obedecieron más bien a intereses personales suyos o a espurios deseos de mantenerse en el poder.

Empecemos, pues, nuestra especial visión crítica de los hechos político-militares más importantes de la transición española. El primero de ellos, cronológicamente hablando, fue sin duda la sorprendente legalización del hasta entonces apestado Partido Comunista de Santiago Carrillo por parte del Gobierno de Adolfo Suárez, el sábado 9 de abril de 1977, fecha que ya ha pasado desde entonces a los anales de la historia de este país como el famoso «Sábado Santo rojo». Fue el que desencadenó una profunda y larga crisis militar que a punto estuvo de parar en seco el proceso democrático puesto en marcha en noviembre de 1975, llevando de nuevo a la catástrofe a la sociedad española. Del desarrollo puntual de esta crisis, a lo largo de la cual (siete largos días) los carros de combate del general Milans del Bosch, jefe de la División Acorazada Brunete n.º 1, no dejaron un solo segundo de mantener sus motores al rojo vivo, ya tiene conocimiento el lector si se ha deleitado (es un decir) con otros trabajos anteriores míos o ha tenido la curiosidad, el tiempo y la paciencia de leerse entero el capítulo dos del presente libro.

Por eso voy a entrar en materia centrándome en los aspectos críticos que inciden directamente sobre el principal protagonista de aquel suceso, que no fue, obviamente, el carismático líder militar que ostentaba casi en solitario la fuerza de las armas, por lo menos en la zona de la capital de España, sino su jefe, el jefe supremo de las Fuerzas Armadas españolas, el rey Juan Carlos I; quien actuando con todo su poder de persuasión, pero en plan reservado, confidencial, desde bambalinas… conseguiría en unos pocos minutos el cierre definitivo de la profunda crisis militar abierta. Por cierto, la mayoría de los ciudadanos españoles, durante muchos años, hasta que el historiador que suscribe se permitió dar a conocer, por primera vez y en un libro suyo, la reservada conversación del monarca español con su subordinado, el general Milans, en la mañana del miércoles 13 de abril de 1977, nunca llegaron a comprender cómo una crisis tan grave como aquella, desatada en lo más alto del Ejército español, decayera de pronto, desapareciera en cuestión de minutos, se disolviera como por arte de magia… cuando el peligro y la zozobra parecían alcanzar la más alta cota. La razón ya la sabe el lector y, si no, se la recuerdo de nuevo. Sería el rey Juan Carlos el que, «ya en tiempo de descuento», echando mano del teléfono y de su particular y campechano modo de resolver las cosas, lograse parar la ya cantada intervención de la todopoderosa Brunete ordenándole a su belicoso jefe: «Jaime, no te muevas.»

A buen seguro que después de conocer la oportuna e histórica llamada telefónica del rey al general Milans del 13 de abril de 1977, que acabó de recordar y que desactivó en segundos la profunda crisis desatada en España tras la arriesgada decisión de Adolfo Suárez de legalizar a los comunistas españoles, cualquier ciudadano de a pie de este bendito país, vacunado ya hasta la saciedad contra pronunciamientos militares y golpismo castrense en general, no tendría el más mínimo inconveniente personal en declarar providencial la misma y en lanzar algún que otro grito del cariz de los siguientes:

«¡Chapeau por el rey de España! ¡Muy bien por el monarca que nos salvó a los españoles de un nuevo golpe militar! ¡Gloria al jefe del Estado que trajo la democracia a este país!»

Sin embargo, y siguiendo las directrices analíticas que me he marcado yo mismo al principio del presente capítulo, me van a permitir, tanto ese ciudadano virtual elegido al azar como el resto de los mortales españoles que a día de hoy, comenzado el «tercer Año Caótico de la legislatura maldita» de Rodríguez Zapatero, seguimos luchando a brazo partido contra la mayor crisis económica y financiera que ha conocido este país, que, como historiador militar y estudioso del tema, no esté muy de acuerdo con esas hipotéticas muestras de satisfacción y orgullo. Lo digo por la, parece ser, providencial actuación de nuestro jefe del Estado en la ya lejana crisis del «Sábado Santo rojo», y trate de rebajar algunos grados la gratitud y la admiración que tal proceder real pudo despertar en su momento en el común de los ciudadanos de este país.

Veamos: El martes de Pascua, 12 de abril de 1977, se produce y se difunde una nota institucional del Consejo Superior del Ejército (máximo órgano de mando de esa Institución) claramente intervencionista, por no decir golpista, en contra de una decisión soberana del Gobierno legítimo de la nación. Ante esa diáfana acción subversiva del Ejército, el rey Juan Carlos, como jefe supremo de las Fuerzas Armadas y en aquellas fechas con todos los poderes del Estado en sus manos, debió actuar de inmediato contra los componentes del citado Consejo reuniendo de urgencia a la JUJEM (Junta de Jefes de Estado Mayor), al presidente del Gobierno, al vicepresidente para Asuntos de la Defensa y a los ministros competentes, es decir, a la Junta de Defensa Nacional, al objeto de tomar las medidas disciplinarias necesarias y urgentes que restablecieran la autoridad gubernamental.

En lugar de esa actuación real, que hubiera sido valiente, acertada y acorde con las leyes y los reglamentos militares, el rey, seguramente por prudencia, miedo o indecisión, calla, otorga, deja hacer a los generales franquistas y sólo actúa (el miércoles de Pascua, por la mañana) cuando la situación está a punto de írsele de las manos y el general Milans del Bosch presto a sacar sus tanques a la calle. Y además actúa, como a partir de entonces veremos muchas veces en el futuro, subterráneamente, entre bastidores, en plan amiguete, pidiéndole por favor a su subordinado y amigo que no haga nada («Jaime, no te muevas») fuera de los canales de mando reglamentarios, deseche cualquier tentación golpista (parece ser que por el momento) y deje al Gobierno cumplir con su deber.

En esta ocasión del «Sábado Santo rojo» la mediación secreta y el peloteo con sus generales monárquicos le saldría bien a Juan Carlos I y la sangre (de civiles, por supuesto) no llegaría al río; pero esto no quiere decir (aquí habría que meter de nuevo el conocido tópico ese del fin y los medios) que la actuación del monarca español fuera la correcta, la legal, la conveniente y, mucho menos, la sensata en una situación tan grave como aquella. Tendría que haber actuado por derecho, con arreglo a las leyes militares y civiles, haciendo valer su autoridad sobre los generales franquistas en apoyo del Gobierno legítimo de la nación. Y lo más grave de todo esto es que, como veremos más adelante, el rey Juan Carlos, visto lo bien que le salió su mediación ante el general Milans en este caso de la comprometida legalización del PCE, tomaría ya esta actitud como norma de actuación para el futuro, acostumbrándose a ejercer (con los militares pero también con los políticos) como un poder subterráneo, errático, en la sombra, superior a todos los demás, por encima de las leyes y atento sobre todo, eso sí, a sus intereses personales y familiares. Ejerciendo, casi, casi, como un dictador de facto en la sombra. Y lo hacía en plan campechano y educado, claro… siempre que se cumplieran a rajatabla sus regios deseos.

Así que de loas y parabienes al rey «salvador de la democracia» en esta peligrosísima crisis de abril de 1977, como en las siguientes que vamos a ver, las justas, por no decir ninguna. Los hechos históricos en general, y los militares en particular, nunca son sencillos de valorar e interpretar, y casi nunca resisten el análisis exhaustivo de los historiadores libres y responsables. Concurren en ellos, como por otra parte en cualquier avatar de la vida personal y colectiva, bastantes circunstancias objetivas que pueden hacer variar, a poco que se estudien con espíritu crítico y honesto, el juicio interesado de una historia hecha casi siempre por vasallos y siervos.

Y adentrémonos ahora en otro episodio militar importante que pudo trastocar la historia de la transición española del franquismo a la democracia, muy desconocido por cierto por el común de los ciudadanos de este país y que, sin embargo, ya conoce el lector pues lo he relatado con pelos y señales en otro capítulo de este libro. Y analicemos la también subterránea maniobra del rey Juan Carlos, no para intentar solucionarlo como en el caso anterior, sino precisamente para no hacerlo y abandonarlo. Yo creo que lo hizo de una manera un tanto irresponsable, a su propia suerte, es decir, a que el tiempo aliado con su inacción lo desactivara y redujera a la nada. Me estoy refiriendo, en concreto, a lo acaecido en el Cuartel General del Ejército en Madrid la noche de las primeras elecciones democráticas del 15 de junio de 1977.

En esta nueva ocasión, y de esto puedo dar fe puesto que yo pasé aquella trascendental jornada electoral como jefe de Servicio en el Estado Mayor del Ejército y lo viví personalmente, el rey de España, una de las poquísimas personas que se enteró (seguramente por alguna «antena» monárquica ubicada en la División de Inteligencia del EME) de la secretísima reunión no programada, ni autorizada, ni conocida por nadie (incluido el Gobierno de la nación, que permaneció toda la noche in albis) de la cúpula militar en pleno en el palacio de Buenavista de Madrid, sede del Cuartel General, no movió un solo dedo para tratar de desmontar ipso facto. Debió hacerlo, con arreglo a las leyes y reglamentos militares, con aquel ilegal contubernio castrense que, como ya sabe el lector, tenía por objeto parar en seco el proceso democrático en marcha (echando mano, una vez más, del consabido procedimiento tan querido en los cuarteles de la época del «palo y tentetieso», o sea con los carros de combate, los TOAs, las piezas de artillería y los fusiles de asalto haciendo de las suyas) si de las urnas recién estrenadas por los ciudadanos españoles se colegía que la izquierda, comunistas y socialistas mayormente, podía gobernar de nuevo este país como en febrero de 1936.

No voy a entrar de nuevo en lo ya escrito por mí (en este libro y en otros) sobre este rocambolesco suceso ultrasecreto protagonizado por los más altos prebostes castrenses de la época, que ha permanecido años y años enterrado bajo las alfombras cuarteleras del «gran mudo» español, y que pudo desencadenar durante la larga noche del 15-J si, como digo, el resultado de la consulta popular no se hubiera adecuado a sus deseos, otra reacción ilegal y cruenta del Ejército español. Pero sí quiero, estoy en ello, incidir en las responsabilidades que el rey de España, comandante supremo de las Fuerzas Armadas, pudo contraer al actuar como lo hizo.

Efectivamente, que el rey Juan Carlos se enteró de lo que pasaba en el Cuartel General de la plaza de La Cibeles de Madrid (al contrario de lo que le ocurrió al presidente del Gobierno español, Adolfo Suárez, que una vez más fue «ninguneado» por los servicios secretos militares) está fuera de toda duda puesto que yo mismo, como jefe de Servicio en el mismo, recibí, pasadas las nueve de la noche, una llamada de un jefe militar de La Zarzuela interesándose por la reunión de alto nivel que tenía lugar allí y queriendo tomar nota de algunos puntos substanciales relacionados con la misma: integrantes, duración estimada, orden del día, autoridad que la presidía, medidas complementarias adoptadas… etc., etc. Como ya he relatado en el capítulo correspondiente, ante una situación tan atípica, anómala y potencial generadora de graves responsabilidades personales como la que estábamos viviendo en el Cuartel General del Ejército aquella tarde/noche electoral, opté prudentemente por desviar la llamada a la División de Inteligencia del EME y que fuera ese organismo de Inteligencia, cuyo general jefe, por cierto, hacía horas que recibía toda la información sensible tanto exterior como interior a través de mi humilde persona, el que asumiera la responsabilidad de quedarse corto o pasarse en su información a la Casa Real sobre tan delicado asunto. De todas formas, cuando minutos después de mi corta charla con el alto representante del Cuarto Militar del rey, informé de la misma al «G-2» (general jefe de la División de Inteligencia), éste me hizo un gesto despectivo que indicaba a las claras que no les iba a hacer mucha gracia a los allí reunidos, sobre todo al que ostentaba la máxima autoridad, el JEME (Jefe del Estado Mayor del Ejército), la interferencia real.

Bien, pues en este espinoso asunto (alguien puede a estas alturas históricas calificarlo de baladí o anécdota, y se equivocaría de medio a medio) de la reunión ilegal y no programada de la cúpula del Ejército de Tierra a lo largo de la noche electoral del 15-J de 1977 con fines a todas luces aviesos, el rey, el jefe supremo de los Ejércitos españoles, actuaría (más bien no lo haría) otra vez desde la prudencia extrema, el nihilismo existencial, la indecisión total, el claro olvido de su autoridad y el miedo físico… Aunque debo reconocer, yo que viví y presencié aquellas nada convencionales escenas prebélicas (o pregolpistas, como queramos llamarlas) que tuvieron lugar en el despacho del JEME en el Cuartel General del Ejército en Madrid, en las que, incluso, como había ocurrido escasos tres meses antes con motivo de la crisis de la legalización del PCE, salieron a relucir con profusión mapas militares de Madrid, que la situación en la que se encontraba el monarca español, aún no siendo tan grave y enfrentada a los generales franquistas como llegaría a ser tres años después, no era precisamente fácil de gestionar desde las alturas del mando. Así las cosas, el reaccionar contra los generales prácticamente amotinados, desmelenados y actuando por su cuenta en el palacio de Buenavista de la plaza de La Cibeles, hubiera podido significar… el fin traumático del recuento de votos en las primeras elecciones democráticas de la transición, de ella misma en su conjunto y, con mucha probabilidad, de la monarquía juancarlista.

Pero a pesar de todo, Juan Carlos I, rey de España y comandante supremo de las FAS españolas, debió hacer sentir su autoridad sobre aquellos generales «pregolpistas de salón» del 15 de junio de 1977, actuando con decisión y energía ante una reunión ilegal y antirreglamentaria de unos subordinados que no sólo despreciaron olímpicamente, al convocarla, al jefe del Gobierno de la nación sino también a él mismo y a la Institución que representaba. Habría evitado con ello, sin duda, los malos momentos, la angustia y el desasosiego que tuvimos que vivir bastantes ciudadanos españoles (y él el primero) tres años después cuando los capitanes generales franquistas, muchos de los cuales estuvieron en aquel cónclave clandestino de junio de 1977, plantearon el terrorífico órdago antimonárquico del dos de mayo de 1981, y que a punto estuvo de retrotraer al país a las cavernas de una nueva guerra civil. Y es que los problemas en general, y no digamos los que conlleva la alta dirección política de una nación, por muy arduos y difíciles que se presenten, conviene resolverlos en el momento procesal oportuno. En caso contrario, corremos el peligro de que se pudran, se multipliquen, se compliquen y se extiendan. Y que para acabar definitivamente con ellos tengamos que recurrir a la cirugía más invasiva

Y demos el salto a lo que, visto lo visto, tenía que suceder algunos años después del secreto acontecimiento militar que acabo de reseñar. Con el otoño de 1980, como sabe de sobra el lector, se iniciaría en España una de las épocas más dramáticas y peligrosas por las que tendría que pasar nuestra sacrosanta transición dentro del arriesgado periplo político puesto en marcha oficialmente en nuestro país en noviembre de 1975 (extraoficialmente, bastante antes). Hemos conocido ya con todo detalle cómo en esta época empezó a preparar la extrema derecha castrense franquista su particular embite golpista contra la monarquía juancarlista y, por ende, contra la democracia y el pueblo español. Ahora bien, puestos a analizar este nuevo y tremendo episodio de nuestra historia reciente bajo el prisma de las presuntas responsabilidades del jefe del Estado español (estamos en ello), cabe preguntarse:

¿Hizo bien el rey Juan Carlos en no coger nuevamente el toro por los cuernos, enfrentándose abiertamente a la cúpula militar golpista de mayo de 1981 con todo su poder (legal y constitucional) y su absoluta determinación de someterla a su autoridad, autorizando en cambio la subterránea maniobra político-militar-institucional planificada por su antiguo colaborador y confidente, general Armada? ¿No asumía un riesgo desorbitado, y con él todo el pueblo español, al acogerse a esa solución, nada constitucional, nada legal, nada legítima, para tratar de desmontar, desde la clandestinidad y las alcantarillas del Estado, el órdago golpista de sus generales, nada contentos con la deriva que estaba tomando el proceso político en marcha? ¿Puede admitir la historia de este país que todo un rey, un jefe del Estado, se salga de los cauces institucionales, constitucionales, legales, democráticos, del Estado de derecho en suma, echando mano de unos medios ilegítimos que nunca pueden justificar el fin perseguido por muy loable que éste sea, para cerrar el paso a unos altos militares que pretenden derrocarlo y acabar con su proyecto político?

Evidentemente, no. Nadie ni nada, puede justificar que se intente desactivar un golpe de Estado, por muy terrorífico y cruento que se prevea, planificando en su contra y ejecutando desde la propia cúspide de ese mismo Estado, otro golpe militar. Y ello por muy blando, descafeinado, consensuado, teatralizado… que éste sea.

En este caso de la Conjura de mayo a cargo de los capitanes generales franquistas, el rey, como ya lo he dejado bien claro en relación con los otros episodios anteriormente estudiados, debió actuar por derecho, con luz y taquígrafos, con órdenes directas y precisas, de acuerdo a las leyes y reglamentos militares, para frenar en seco las veleidades de unos subordinados desleales que conspiraban abiertamente, con todo el poder de las armas detrás, para acabar con él y con el sistema político que el propio monarca había patrocinado desde la jefatura del Estado. Nunca debió refugiarse en los militares fieles de su entorno monárquico (Armada y Milans) para en plan subterráneo, desde bambalinas, escurriendo el bulto y dejando siempre una puerta trasera expedita para escapar del atolladero si algo salía mal, organizar un contragolpe blando y pseudoconstitucional que pudiera enderezar la complicada situación política en la que se encontraba sin tener que recurrir al enfrentamiento directo y traumático contra aquellos que lo amenazaban.

Y dejado claro ya, por activa y por pasiva, que la llamada «Solución Armada» (el coloquial 23-F) no debió existir como mero instrumento neutralizador del 2-M, personalmente quiero volver a insistir una vez más (llevo más de veinticinco años investigando el tema y más de quince publicando mis escandalosas conclusiones) sobre la ya confirmada paternidad de La Zarzuela en relación con el primero de esos acontecimientos: el 23-F. Responsabilidad total y absoluta del rey en esa maniobra palaciega que, mal planificada y peor ejecutada desde el punto de vista político (el asalto de Tejero, sin embargo, apoyado en todo momento por el Estado Mayor de la Guardia Civil y el CESID, resultaría impecable desde el punto de vista operativo al conseguir su objetivo limpiamente y sin derramamiento de sangre, al mejor estilo del Comandante Cero nicaragüense), lograría sin embargo desmontar el golpe duro de los generales franquistas después de horas de angustia y peligro cierto de guerra civil.

Esta responsabilidad del monarca español sobre la antiguamente llamada «intentona involucionista» del 23-F, absolutamente demostrada a través de mis escritos de los últimos quince años (ninguno de los cuales ha sido descalificado ni desmentido nunca por nadie) la he hecho llegar a las más altas instituciones del Estado e, incluso, al propio Congreso de los Diputados de Las Cortes españolas, que en septiembre del año 2005 recibió un exhaustivo Informe de más de 40 páginas sobre mis investigaciones y una muy respetuosa súplica de que, a la vista de ellas, se constituyera una Comisión de Investigación en esa Cámara que las estudiara y determinara su alcance, por lo menos histórico. Después de años de espera, por fin, con fecha 2 de marzo de 2009, el Congreso ha acusado recibo de mis informes y los ha remitido a la Comisión de Peticiones de la Cámara para, leo textual el burocrático comentario, «su oportuno estudio y tramitación». Esperemos que ese estudio y esa tramitación no se alargue en demasía. Yo estoy dispuesto, ¡faltaría más!, a proporcionar toda la ayuda y toda la luz que necesiten nuestras egregias señorías.

Los que no se enteran, a pesar del tiempo transcurrido y de la tinta vertida, de qué va esta historia del 23-F (esperemos que después de leerse el presente libro, en el que de una vez por todas se da la razón última de aquella aparente patochada, entren en razón histórica) son los máximos responsables de TVE, que en febrero de 2009, coincidiendo con el 28 aniversario de aquel esperpéntico evento, se sacaron de la manga la dichosa miniserie a la que ya he hecho cumplida referencia, ampliamente publicitada, eso sí, para consumo de los millones y millones de personas desinformadas que, desgraciadamente, todavía pululan desnortadas por este bendito reino constitucional que, parece ser, es la España del siglo XXI; y a la que, aún echando mano de la más absoluta moderación verbal, se la podría calificar de falacia, montaje, peloteo cortesano, basura pseudohistórica… y de todo lo que ustedes quieran. Basura mediática fabricada, eso sí, con el dinero de todos los contribuyentes españoles para tratar de frenar una vez más la verdad sobre aquel acontecimiento a golpe de share.

Y para que si no los han leído estos insignes directivos de televisión española se enteren de una vez, y para que, asimismo, lo hagan los probos ciudadanos de este país que no han tenido la oportunidad de llevarse a los ojos las políticamente incorrectas (durante años, ahora ya no, el tiempo y la verdad todo lo pueden) investigaciones sobre el 23-F de este modesto historiador militar, voy a incluir a continuación, aún a riesgo de ponerme pesado, los dieciséis indicios racionales que, absolutamente irrefutables (por lo menos hasta ahora nadie lo ha hecho), incluí en el ya citado Informe remitido al Congreso de los Diputados. Lo hice avalando mis ya antiguas teorías sobre la máxima responsabilidad del rey de España en tan pintoresco y, sin duda, peligroso evento de nuestra historia reciente que, vuelvo a repetir, para que nadie piense que hago todo esto por republicanismo o inquina personal contra el actual jefe del Estado, sirvió efectivamente para evitarnos a todos los españoles un funesto golpe militar, clásico y duro, de consecuencias harto previsibles.

Bueno, pues ahí van por si alguien no conoce todavía los 16 indicios racionales que avalan la culpabilidad real en el 23-F. De verdad, amigo que me lees, que el redactarlos me costó un grandísimo trabajo de años. Pero creo que ha merecido la pena. Y, además, tengo muchos más escritos y dispuestos por si (lo dudo mucho) los señores diputados de la Comisión de Peticiones del Congreso tuvieran a bien pedirme datos adicionales.

Primero: Armada se entrevista con don Juan Carlos en numerosas ocasiones a lo largo de los meses de diciembre de 1980 y enero y febrero de 1981. En total, once veces (tres en el mes de diciembre, una en enero, el día 3 de febrero a través del teléfono y nuevamente en reuniones personales reservadas los días 6, 7, 11, 12, 13 y 17 de febrero). ¿Qué asuntos tan graves y atípicos empujaban a Armada y al rey a relacionarse personalmente con tanta asiduidad (Baqueira, La Zarzuela, conferencias telefónicas...), no estando ya el primero al servicio directo del segundo sino, por el contrario, en un puesto activo en el Ejército, al mando de la División de Montaña Urgel n.º 4, en Lérida, y más tarde en el Estado Mayor del Ejército, en Madrid?

Concretamente la entrevista celebrada el 13 de febrero (diez días antes del 23-F) en La Zarzuela es revestida del mayor de los secretos; tanto que, meses después, procesado ya Armada, éste le pide al rey por carta autorización para usar en su defensa lo tratado en aquella reunión. El monarca se lo deniega. Resulta así que ni para afrontar una condena de treinta años de prisión el general Armada puede desvelar la conversación mantenida con el Borbón reinante el 13 de febrero de 1981. Debe, en consecuencia, arriesgarse a ser condenado antes que hablar. ¿Razón de Estado? ¿Sacrificio personal por la corona...?

¿Qué asuntos trataron don Juan Carlos y el general Armada ese enigmático día 13 de febrero? Resulta pueril pensar que el general, para defenderse de una posible pena de treinta años de cárcel, intentara refugiarse en un rutinario informe personal sobre la situación del país y del Ejército (además, él no era la persona más indicada para presentar ese hipotético informe al rey) que, según bastantes «investigadores» del caso adscritos a las tesis oficiales, fue lo único que facilitó Armada al soberano a lo largo de la entrevista. Y resulta, asimismo, fuera de toda lógica que el monarca le prohibiese con posterioridad dar publicidad a esos informes y comentarios personales si le podían servir para defenderse.

¿De qué hablaron, pues, don Juan Carlos y su fiel servidor Armada en esa controvertida reunión? Ellos lo sabrán, desde luego, aunque a estas alturas lo lógico sería que todos los españoles lo conociéramos también. Y puesto que el «traidor» Armada ha obedecido escrupulosamente hasta el presente las instrucciones regias de permanecer callado y no es previsible que las desobedezca en el futuro, debería ser el rey Juan Carlos el que, en lugar de ir por ahí prohibiendo a su antiguo subordinado que hable o deje de hablar (circunstancia ésta que resulta muy poco ética en una democracia), nos contara de una vez a los ciudadanos de este país qué diantres de asuntos tan reservados y sensibles trató ese día en La Zarzuela con la persona que, días después, emergería ante la opinión pública española como el supremo cabecilla de la intentona golpista.

Aunque yo me voy a permitir decir aquí y ahora, por si esa declaración regia no llega, lo que muchos españoles llevan comentando vergonzantemente durante años en tertulias de café, reuniones familiares, pasillos ministeriales, charlas políticas... y que algunas personas que hemos dedicado mucho tiempo a este asunto conocemos de sobra: que allí se habló de la «Solución Armada»; de la maniobra político-palaciega a punto de comenzar; del estado de las conversaciones con Milans y con los líderes políticos; del estado de ánimo en los cuarteles; del otro golpe duro que amenazaba, a corto plazo, a la democracia y a la Corona; de aquellas medidas necesarias y urgentes para intentar detener este último peligro sin dañar en demasía el orden constitucional vigente... Todo debía estar bajo control en esos preocupantes momentos. Nada debía dejarse al azar. La cuenta atrás había comenzado. La suerte estaba echada. Sin embargo, los hechos posteriores demostrarían que en el entorno de la famosa Solución político-militar no todo estaba tan atado y bien atado como se creía.

Segundo: Armada siempre le dijo a Milans, en todos sus contactos, que iba de parte del rey, que don Juan Carlos patrocinaba la operación en bien de España y de la democracia. Así lo han reconocido, una y otra vez, los más próximos colaboradores de Milans que estuvieron presentes en las entrevistas del 17 de noviembre de 1980 y 10 de enero de 1981. Y nadie dudó nunca de la veracidad de las palabras de Armada. El general era una figura de gran altura profesional y política, de la máxima confianza regia. ¿Por qué iba a mentir? Sin el rey, la acción se presentaba irrealizable, demencial; nunca lograría llegar a ser el presidente del Gobierno de concentración-gestión que proponía para lo que necesitaba ineludiblemente la previa aceptación de La Zarzuela. Si el monarca no estaba detrás, la operación iría directa hacia un rotundo fracaso (como así fue cuando don Juan Carlos se desmarcó olímpicamente de ella) y Armada tendría que pagar un alto precio (como así fue también) por su alocado protagonismo.

Entonces, ¿por qué iba a mentir Armada al capitán general de Valencia, Milans del Bosch? ¿Para ir los dos a un desastre, a un golpe militar conjunto sin ninguna posibilidad de triunfar y, encima, contra el rey, contra el supremo señor de los dos, y al que ambos respetaban por encima de todas las cosas? Totalmente absurdo se mire como se mire. Armada, sin el rey, no era nada. No podía caber entonces en cabeza humana (y ahora, con el paso de los años, mucho menos) que, salvo que se hubiese vuelto loco, intentara montar todo ese tinglado político-castrense (que, vuelvo a repetir, necesitaba del monarca para ser viable) a espaldas de don Juan Carlos. Hubiera sido un salto en el vacío inexplicable, una temeridad impropia de su inteligencia, un auténtico suicidio profesional y político. Como se demostró en definitiva cuando, abandonado a su suerte, tuvo que pagar con el fracaso, el deshonor y treinta años de prisión la presunta «traición» a su señor.

Pero es que además de esa autorización real para que Armada estableciera todos los contactos pertinentes de cara a planificar todo el operativo que conllevaba la maniobra político-militar bautizada con su nombre, no podía caber ninguna duda entonces (y mucho menos ahora) puesto que el general, desde primeros de octubre de 1980, empezó a actuar de manera prácticamente pública en sus relaciones con partidos políticos y autoridades militares. En nombre del rey, naturalmente. Tanto su entrevista con el socialista Enrique Múgica, en Lerida, el 22 de octubre de 1980 (que alcanzó especial relevancia en los medios y provocó hasta un encendido debate en la Comisión Ejecutiva del PSOE), como otras llevadas a cabo con diversos políticos del arco parlamentario español y militares de la cúpula castrense (de las dos de Valencia con Milans, en las que Armada dijo en voz muy alta que venía en nombre del monarca, tuvimos constancia detallada todos los estamentos militares de cierto nivel), no fueron para nada secretas. Es más, la mayoría de ellas serían recogidas por la prensa y, desde luego, todas por los servicios de Información del Ejército y de los cuerpos de Seguridad del Estado. Y lo lógico, lo racional, lo prudente y lo más conveniente para la seguridad del Estado y de la propia Corona, hubiera sido que si el rey no había autorizado semejantes contactos del señor Armada y éste iba por ahí a su libre albedrío, usando el nombre de su señor en vano de cara a una confusa operación político-militar de carácter anticonstitucional e ilegal, lo hubiera desenmascarado públicamente ipso facto, pidiéndole a continuación al jefe del Estado Mayor del Ejército un fuerte correctivo para el desleal militar. Y está bastante claro a estas alturas que el monarca calló... y otorgó. ¿Por qué?

Resulta curioso al respecto, y muy significativo al hilo de lo que estoy exponiendo, que el presidente del Gobierno de entonces, Adolfo Suárez, se enterara de la famosa reunión de Lérida, no por los socialistas que intervinieron en ella, ni por el PSOE, ni por la cadena de mando militar (que tuvo pronto conocimiento a través de Armada), sino precisamente por el palacio de La Zarzuela, que había tenido puntual y urgente referencia de lo allí tratado. ¿Por parte de quién? Presumiblemente, por parte del «traidor» Armada.

Tercero: Está fuera de toda duda, porque así lo reconocieron en su día tanto el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, como su ministro de Defensa, Agustín Rodríguez Sahagún, que el rey Juan Carlos estuvo muy interesado, a lo largo de todo el otoño de 1980, en llevar a Madrid al general Armada. Como fuera y donde fuera; aunque tuviera que dejar, de una forma muy poco conveniente para su curriculum profesional, el mando operativo de una de las escasas divisiones del Ejército español. Tanto llegó a involucrarse el monarca en este tema que sus continuas recomendaciones y recordatorios causaron cierto malestar en el jefe del Ejecutivo centrista y no digamos en su fiel Rodríguez Sahagún (Pelopincho para los militares) que nunca llegaron a comprender el desmedido afán del monarca por volver a tener a su vera al antiguo secretario general de su Casa.

Este malestar de Suárez en relación con el destino de Armada a Madrid alcanzó su punto álgido en el despacho que tuvo el presidente del Gobierno con el rey el 22 de enero de 1981, fecha en la que la dimisión del primero, por necesidades del guión de la famosa «Solución Armada» y por las continuas presiones de los generales franquistas, estaba ya decidida. Don Juan Carlos comenzó el despacho interesándose, una vez más, por el destino de su antiguo subordinado a Madrid. El JEME, general Gabeiras, había hablado ya repetidas veces sobre el asunto con el ministro de Defensa, quien se había resistido siempre prudentemente a tomar cualquier medida en ese sentido. «¿Qué papel y de que carácter está previsto desempeñe Armada en Madrid para que tenga que abandonar precipitadamente un alto mando operativo en Lérida? ¿Por qué esa insistencia del general Gabeiras, siguiendo perceptibles recomendaciones de La Zarzuela, para hacer efectivo el cambio cuanto antes?», se habían preguntado, una y otra vez, los máximos mandatarios de la defensa de este país.

Adolfo Suárez hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la Jefatura de Artillería, ni la Segunda Jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir, son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea importante desde el punto de vista de las relaciones políticas y sociales. Convendría esperar su ascenso a teniente general y destinarlo después a un cargo acorde con sus cualidades y conocimientos profesionales. El rey, con evidente malestar, se muestra en desacuerdo con el presidente y hace patente, una vez más, su deseo de que el general Armada se incorpore cuanto antes a un destino en la capital de España. Malhumorado, cambia de tercio en la conversación...

En este asunto, aparentemente baladí, del destino del general Armada a Madrid se encierran algunas claves importantes para entender mejor todo lo que ocurriría después en la tarde/noche del 23-F. El interesado ha contribuido con sus manifestaciones (y contradicciones) a que mucha gente (y sobre todo los investigadores de aquel evento) hayamos prestado especial atención a un asunto que, de entrada, no revestiría trascendencia alguna: el cambio de destino profesional de un militar, por muy general que sea y por muy importantes que hayan sido sus cometidos anteriores. A no ser, claro está, que este cambio de guarnición del militar en cuestión fuera determinante para el éxito o el fracaso de una operación político-militar de altos vuelos que podría suponer, caso de concretarse, un auténtico revulsivo político nacional y llevar al susodicho militar nada menos que a la Presidencia de un nuevo Gobierno de salvación nacional o de concentración (o de ambas cosas).

El caso es que con reticencias o sin ellas por parte del presidente Suárez y su ministro Rodríguez Sahagún, el general Armada se incorporó a su nuevo destino en Madrid, en el palacio de Buenavista, sede del Estado Mayor del Ejército, el 12 de febrero de 1981, once días antes de que el teniente coronel Tejero, con su alocado protagonismo, abortara en pocos minutos y de manera fulminante la famosa Solución política que llevaba el nombre de su jefe. ¿Qué impulsó al rey Juan Carlos a recomendar una y otra vez el destino urgente de Armada a Madrid? ¿Para qué lo quería tan cerca si continuamente se estaba entrevistando con él o llamándolo por teléfono?

Cuarto: A las 18:40 horas del 23-F, escasos minutos después de que, como millones de españoles, se enterara del asalto al Congreso de los Diputados protagonizado por Tejero y todavía con la sorpresa y el estupor pegados a su mente puesto que lo ocurrido en la Carrera de San Jerónimo de Madrid se había salido totalmente del guión preestablecido e iba a condicionar (prácticamente a arruinar) la posterior consecución del proyecto político-militar que llevaba su nombre, el general Armada llama por teléfono al rey para, según el propio monarca (que así se lo comunica a Sabino Fernández Campo cuando éste lo sorprende conversando con su antiguo colaborador), pedir su autorización para trasladarse a palacio a «explicarle lo ocurrido en el Congreso y buscar soluciones ante la grave situación creada». Juan Carlos, después de un cambio de impresiones con Sabino, le deniega esa autorización y le ordena permanezca en el Estado Mayor del Ejército a las órdenes del general Gabeiras.

Esta sorprendente actuación de Armada habla por sí sola. Con esta llamada telefónica el general descubre nítidamente quién es el jefe supremo, la autoridad máxima, el responsable último de todo el operativo puesto en marcha minutos antes en el magno edificio de la Carrera de San Jerónimo de Madrid, el personaje en beneficio del cual todos los implicados en el mismo trabajan: el rey Juan Carlos.

Porque si éste no hubiera sido el jefe de Armada, si el general no hubiera tenido por encima de él la autoridad suprema del monarca y hubiera sido él y solo él (como muchos han sostenido desde entonces, incluidos el tribunal de Campamento y el propio rey Juan Carlos I) el cerebro, el jefe, el cabecilla máximo de la operación, ¿a qué venía llamar al rey? Además, ¿qué tenía que explicarle en La Zarzuela si su señor era ajeno a todo y esa explicación, caso de producirse, le hubiera supuesto una confesión de culpabilidad y, en consecuencia, el pasaporte para ingresar de inmediato en la prisión militar de Alcalá de Henares?

¿Es que Armada se había vuelto loco de remate? ¿Se puede asumir, asimismo, sin caer en el absurdo, que el líder de un golpe militar en ejecución llame por teléfono al jefe del Estado contra el que teóricamente está actuando para poder acudir a su palacio a explicarle lo que está pasando y tratar de buscar juntos la solución ante un tropiezo inicial en el operativo? Ridículo de verdad. Salvo, claro está, que dicho jefe del Estado esté naturalmente al tanto de los planes del cabecilla golpista, los haya autorizado con anterioridad y vaya a ser él el rentabilizador máximo de la asonada al conjurar con ella una maniobra involucionista en proyecto mucho más devastadora y cruenta contra su persona y contra su régimen político.

Si Armada, en un momento especialmente duro para él, de confusión y duda ante la desastrosa actuación de Tejero, que trastoca sus planes, llama directamente al rey y quiere verlo y explicarle lo ocurrido, la única razón plausible y lógica para cualquier investigador escrupuloso de los hechos no puede ser otra que la que ahora expongo. El antiguo secretario general de la Casa del Rey se cree en la obligación de excusarse ante él, de explicarse ante su señor, ante su jefe, por la actuación inconveniente de uno de los principales ejecutores del plan previsto entre ambos; bochornosa actuación que puede arruinar todo el proceso político-militar tan arduamente planificado. Si no es así, no puede comprenderse la actuación de Armada, que, evidentemente, cometió algunos importantes errores, tanto en el propio 23-F como en las semanas y meses anteriores al mismo, pero que nunca dio señales de estar loco; más bien todo lo contrario. Uno de esos graves errores cometidos, no obstante, le costaría caro, pues lo llevaría directamente a la cárcel, a la ruina de su carrera, a la enfermedad y al abandono de muchos.

Armada no supo darse cuenta, él que siempre supo manejarse tan bien por palacios y despachos, de que los reyes (todos los poderosos en general, pero especialmente los representantes de esa casta plurinacional en vías de extinción) no admiten, no pueden consentir, fracasos en sus subordinados y validos cuando se trata de subterráneas maniobras palaciegas u oscuras reconducciones políticas al margen de leyes y Constituciones. Cuando un caso de esos se da, el torpe ayudante regio es inmediatamente sustituido por otro, leal e inteligente, que enderece enseguida el entuerto causado por su antecesor y luego consiga, con efectividad y discreción, el objetivo marcado y ambicionado por su señor.

Quinto: La respuesta del monarca a la pretensión de Armada de acudir a palacio a darle explicaciones sobre el asunto Tejero es asimismo sorprendente, sobre todo en una primera lectura, aunque a poco que reflexionemos sobre ella resulta muy clarificadora. A esa hora de la tarde del 23 de febrero de 1981 (18:40), nada ha trascendido todavía al país sobre la presunta responsabilidad del antiguo secretario general de la Casa del rey, marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División, señor Armada y Comyn, en los hechos que contra la legalidad democrática han empezado a desarrollarse, primero en Madrid y luego en Valencia. El general Armada sigue siendo en esos duros momentos un hombre de plena confianza regia, que goza de un gran predicamento profesional y personal en amplios sectores políticos y militares, que ha sido trasladado por el monarca a Madrid (a la Segunda Jefatura del Estado Mayor del Ejército) para, según determinados medios de comunicación y bastantes expertos y comentaristas militares, tenerlo cerca de él en unos momentos especialmente delicados de la vida nacional, ya que es proverbial la amistad y la consideración entre ambos.

Entonces, si nada ha trascendido a la opinión pública a esa hora de la tarde del 23-F sobre presuntas responsabilidades de Armada en los hechos que empezaron a desarrollarse en el Congreso a las 18:23 horas y si, como siempre ha sido aceptado por la práctica totalidad de analistas e investigadores de ese funesto evento (La Zarzuela y el tribunal militar de Campamento, incluidos), el rey no sabía nada de las andanzas político-militares de su subordinado y amigo, ¿por qué no lo recibe en palacio como lo había venido haciendo en las semanas y meses anteriores? No existía ninguna razón objetiva para no hacerlo, puesto que la figura de Armada seguía siendo en aquellos momentos de gran nivel, de gran prestigio, de reconocida solvencia, de profunda lealtad a la Corona... y podía ser, además, de gran ayuda para su señor, el rey Juan Carlos, de cara a resolver el arduo problema nacional que se había suscitado con la entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados y la posterior salida de los tanques de Milans en Valencia.

Sin embargo, el rey no le autoriza a personarse en La Zarzuela y le cuelga de facto, con su negativa, el sambenito de persona non grata en palacio. Esta extraña decisión de don Juan Carlos de abandonar a su antiguo subordinado y amigo, con el que llevaba meses despachando casi a diario, y del que se decía en casi todos los medios de comunicación y mentideros de Madrid que era el elegido del monarca para ser presidente de un hipotético Gobierno de concentración/salvación nacional si las cosas seguían poniéndose feas en este país (la famosa «Solución Armada»), sólo puede comprenderse desde el conocimiento del rey de la responsabilidad de Armada en los hechos que se estaban sucediendo en Madrid y Valencia, y también de su ferviente deseo de dejar a la Corona al abrigo de cualquier sospecha.

Pero es que, además, esta sorprendente reacción del rey Juan Carlos negándole el pan y la sal al hasta entonces fiel colaborador, presenta una segunda lectura tan interesante como la anterior. Si el rey, como acabo de apuntar en el párrafo anterior, sí sabía de la responsabilidad del general en los hechos, la decisión de no recibirlo y dejarlo al margen de los acontecimientos (el monarca se encierra con Sabino después de un episodio personal de desfonde, depresión y nerviosismo del que es testigo su propia esposa y sus allegados) no es precisamente brillante y apropiada para la pronta resolución de la crisis desatada por Tejero... si es que en La Zarzuela se quería en esos momentos que el secuestro del Gobierno de la nación y los señores diputados quedara resuelto cuanto antes, que esa es otra cuestión sobre la que volveremos enseguida.

Y digo que no fue ni brillante ni apropiada, pues si el rey (como acabo de plantear) sabía de la autoridad de Armada sobre los golpistas, lo procedente para la pronta resolución de la crisis hubiera sido utilizar esa autoridad o liderazgo para, desde La Zarzuela, ordenar a Tejero, siempre a través de Armada, su inmediata salida del Congreso. Orden que el teniente coronel de la Guardia Civil habría obedecido de inmediato si hubiera procedido de palacio. No se olvide que tanto los guardias civiles de Tejero como los soldados de la Acorazada que ocuparon Prado del Rey, como los tanquistas de Milans, iban dando vivas al rey, y sus oficiales, el propio Tejero (nada más llegar al Congreso manifestó públicamente que él estaba a las órdenes del rey y del capitán general de Valencia) y el general Milans del Bosch dijeron desde el principio que estaban a las órdenes del monarca por el bien de España. La cosa se hubiera resuelto en cuestión de minutos si Juan Carlos hubiera llamado a Armada a La Zarzuela y le hubiera pedido que desde allí (bien directamente o a través de Milans, que era el jefe operativo) ordenara la salida de Tejero del Congreso y el regreso de los efectivos de la División Brunete a sus cuarteles. Igual que hizo luego personalmente con el capitán general de Valencia, Milans del Bosch, para que retirara sus carros de combate y el decreto por el que asumía todos los poderes en su región militar; al que curiosamente, sin embargo, nunca le pidió que diera orden a su subordinado Tejero de abandonar la sede de la soberanía nacional, que tenía ocupada, dejando libres a los señores diputados y miembros del Gobierno que se encontraban en su interior. Cuestión de prioridades, sin duda.

Entonces, ¿por qué el rey ningunea a Armada y permite que el secuestro del Congreso se alargue innecesariamente y amenace con extenderse y pudrirse?

Pues porque en La Zarzuela se trabajaba ya con otros parámetros. El peligro real para la Corona no estaba en los «golpistas» del Congreso, ni en los de Valencia, cuyos dirigentes obedecerían ciegamente (como así fue en el caso de Valencia cuando el rey le dio la taxativa orden a Milans) cualquier indicación del rey. El peligro real para la Corona y, por ende, para el sistema democrático español (pero este último en una segunda prioridad para el gabinete de crisis dirigido por Sabino Fernández Campo) lo representaba el golpe duro, «a la turca», que, en fase de preparación desde septiembre de 1980 podía desencadenarse en cualquier momento. Y que siempre había sido, desde que los servicios secretos militares alertaron sobre el mismo a Armada y al rey, la razón última de tanta entrevista Juan Carlos-Armada, del lanzamiento de la Solución político-militar que llevaba el nombre del segundo, de las «negociaciones» de su titular con Milans para atraerlo a la misma, del aparcamiento de la primera Solución Armada (la pacífica y pseudoconstitucional) debido a la negativa de los capitanes generales a aceptarla en su inicial planteamiento, y también de la planificación y desencadenamiento de la segunda Solución Armada (Solución Milans, más bien) que contemplaba ya el asalto de Tejero al Congreso como un revulsivo nacional (con vacío de poder incluido) que propiciara el desmantelamiento traumático del golpe duro de mayo y la asunción de sus dos más altos dirigentes a la cúspide del Gobierno y de las Fuerzas Armadas.

A eso (a desmontar el golpe duro de los capitanes generales franquistas: Merry Gordon, Campano, De la Torre, Elícegui, Martínez Posse...) se dedicarían con prioridad absoluta el rey y su flamante gabinete de crisis, liderado por don Sabino. De ahí saldría ese espantoso vacío de poder constitucional de siete horas que puso al país al borde de un ataque de nervios. Lo del Congreso de los Diputados no es que no preocupara (repito que si se hubiera querido se podría haber resuelto en cuestión de minutos con una simple llamada del monarca, igual que ocurrió en Valencia) es que venía incluso muy bien para crear las condiciones idóneas para resolver de una vez por todas el grave problema que de verdad amenazaba a la Corona y a la democracia: el golpe franquista en preparación que, todavía sin cerrar y con sus generales cogidos en falso, debía ser neutralizado aprovechando los poderes extraordinarios adquiridos por el monarca (inconstitucionales en principio) al permanecer secuestrados el Gobierno legítimo de la nación y todos los diputados.

En efecto, el rey en esas dramáticas horas (desde las 18:23 hasta las 01:10) ejercerá de presidente de facto de un Gobierno inexistente de subsecretarios y secretarios de Estado, liderado en teoría por Francisco Laína, con todos los poderes en su mano. Sin decretar estado de excepción o de sitio alguno (decisión que debía haber recaído en el Gobierno, por muy provisional que éste fuera), don Juan Carlos, aprovechándose del secuestro del Gobierno constitucional de la nación, que él podía haber resuelto de inmediato si hubiera querido a través de Armada o Milans, mueve todos los hilos del poder (JUJEM, servicios secretos, Gobierno provisional... etc.) para lograr, tras unas dramáticas negociaciones, lo que a él le interesa sobremanera: que los capitanes generales del golpe duro (prácticamente todas las autoridades regionales, el 80% del Ejército operativo) vuelvan al redil de la sumisión y la obediencia. Pero a su persona, ojo, (Antonio, Angel, Pedro… ¿estás conmigo?, será la angustiosa fórmula inicial en las llamadas del rey a los generales franquistas) no a la autoridad democrática del Gobierno legítimamente elegido por el pueblo soberano al que, en todo este sainete real, le tocará hacer el triste papel de comparsa, de mudo, de humillado, de «secuestrado de piedra»... a manos de unos hombres armados que, para evitar desde el principio cualquier duda sobre quién los mandaba (los dos generales más monárquicos del país) entraron en el sagrado recinto de la soberanía nacional dando sonoros vivas al rey... y a la patria en peligro.

No obstante, a don Juan Carlos la tarea no le resulta fácil. Algunos capitanes generales ni siquiera se ponen al teléfono. Otros retrasan horas y horas la conversación con el rey. Hablan entre ellos. Los más radicales (Baleares, La Coruña, Sevilla, Zaragoza...) están dispuestos a sacar las tropas a la calle y decretar el estado de guerra. Pero la falta de preparación (el golpe estaba perfectamente planificado, pero no se habían distribuido todavía las órdenes operativas y las logísticas), la sorpresa de lo de Tejero, la llamada del rey investido de todos los poderes y con su persona crecida por los acontecimientos, y la indecisión de Milans que, captado por Armada para la causa del rey, no se decide a capitanear el nuevo golpe en preparación, precipita al aborto traumático del golpe de mayo.

Una vez que el rey, con la inestimable ayuda de Sabino, esté seguro del acatamiento de los capitanes generales habrá llegado la hora de desactivar el simulacro, el falso golpe del 23-F, la maniobra palaciega planificada por Armada para salvar la corona de su señor. Que luego, así es la vida, lo acusará de traición igual que a Milans. Sabino, el nuevo valido real, a través del ayudante del rey, Muñoz Grandes, y del coronel Gómez de Salazar, negocia (más bien ordena a Tejero) su salida del Congreso a través del llamado «pacto del capó». El teniente coronel de la Guardia Civil, que no había sido informado de casi nada y que ya había protagonizado un rifirrafe con un Armada fuera de juego, se pliega rápidamente a las exigencias de La Zarzuela. Es evidente que Sabino podía haber dado esa orden de desalojo del Congreso a las siete o a las ocho de la tarde, pero a esas horas el gabinete de crisis y el rey Juan Carlos estaban muy ocupados realizando la tarea que de verdad los preocupaba. Y para finalizar la cual con éxito, no dudarían un solo instante en sacrificar a los dos generales más monárquicos y fieles (e ingenuos, por supuesto) que nunca ha tenido ni tendrá a su servicio monarca español alguno.

Sexto: El rey tarda siete horas en hablar al pueblo español para descalificar y oponerse al «golpe» que acaba de estallar con el asalto de Tejero al Congreso de los Diputados. Lo podía haber hecho en cuestión de minutos a través de la radio mediante comunicación telefónica desde palacio. Sin embargo, no lo hace. Por el contrario, pide unos equipos de grabación a TVE, instalaciones de Prado del Rey (que los oficiales golpistas que ocupan esas instalaciones le envían sin ningún problema), y pierde horas y horas en preparar una comparecencia por televisión que finalmente es emitida sobre las 01:13 horas del 24 de febrero, cuando la crisis política e institucional del país ha sido por fin resuelta y los capitanes generales de las distintas regiones militares han prometido fidelidad eterna al monarca. ¿Por qué Juan Carlos no se define públicamente sobre la intentona golpista hasta pasadas siete horas del comienzo de la misma? Ya han sido expuestas en el presente trabajo algunas razones que justificarían tamaño retraso, pero estoy seguro de que los ciudadanos de este país querrían oír algún día de labios del rey la principal, la suya, la que ha permanecido en la más absoluta de las oscuridades estos veinticinco años.

Séptimo: Los presuntos golpistas del 23-F, como es norma en cualquier golpe de Estado que se precie, no ocuparon (ni intentaron ocupar) el palacio de La Zarzuela, sede oficial del jefe del Estado. No interrumpieron tampoco sus comunicaciones, dejando al rey libre y perfectamente enlazado con todos los poderes del Estado. Incluso la relación telefónica de palacio con el Congreso de los Diputados, donde Tejero se había hecho fuerte, y el Ministerio del Interior, sede del Gobierno interino, fueron siempre fluidas y satisfactorias. Este anómalo proceder de los dirigentes de la intentona casa perfectamente con sus insistentes declaraciones públicas, durante y después del operativo, en el sentido de que el rey avalaba la misma por el bien de España. Y la lógica efectivamente nos lleva en esa dirección (en la del respaldo regio, que lo del bien de España ya es otra cuestión muy discutible). Pensar otra cosa, a día de hoy, nos llevaría al absurdo de creer que los altos mandos militares que planificaron el 23-F (profesionales de Estado Mayor de tanto prestigio como Armada y Milans) eran tontos de capirote y se olvidaron de incomunicar al jefe del Estado contra el que iban actuar; medida ésta que jamás dejaría de tomar el más humilde e irreflexivo de los golpistas caribeños y africanos con grado de sargento. O peor aún, que sin olvidarse para nada de semejante premisa golpista (que conocen todos, absolutamente todos, los cadetes de todos los Ejércitos del mundo) decidieron dejarlo libre para que así fuera capaz de oponerse mejor y luchar con más efectividad contra el golpe que ellos protagonizaban. Con lo que ellos fracasarían estrepitosamente y acabarían con sus huesos en la cárcel durante treinta años... Atípico golpe de Estado este del 23-F, Made in Spain.

Octavo: Y sigamos con las excentricidades de tan impresentable golpe militar. Los carros de combate de Milans salieron a las calles de Valencia totalmente desarmados (sólo con escasa munición de armas ligeras para la defensa de las tripulaciones) y con órdenes rigurosas de respetar el entorno urbano para evitar accidentes entre la población civil. Consigna esta última que cumplieron escrupulosamente (los pesados tanques de 44 toneladas se paraban educadamente ante los semáforos en rojo), hasta el punto que nunca se tuvo noticia del más pequeño incidente de circulación o de cualquier otro tipo a cargo de estas unidades ante la atónita expectación de los ciudadanos.

Esta actuación del capitán general de Valencia y las órdenes reservadas impartidas a sus unidades operativas, en el sentido de evitar la violencia a cualquier precio, indican claramente que (parafernalia castrense aparte, con bando incluido) aquello en lo que se había embarcado el general Milans no era en sí un verdadero golpe militar contra el sistema (que hubiera discurrido evidentemente por otros derroteros mucho menos educados y muchísimo más sangrientos) sino más bien un simulacro, una puesta en escena, un «teatrillo» castrense pactado con Armada para crear las condiciones adecuadas y necesarias para hacer viable la «Solución Armada». O como declararía años después a este investigador desde la prisión militar de Alcalá de Henares el anciano militar: «... se trataba de escenificar una situación política especial, limitada en el tiempo, en provecho de España y la Corona.»

Como por otra parte quedaría fehacientemente demostrado a lo largo de la tarde/noche del 23 de febrero de 1981, cuando, superadas la sorpresa inicial y el malestar que le causaron el cambio de planes de La Zarzuela y las peticiones personales del rey para que echara marcha atrás, el general Milans cumpliría las nuevas órdenes del monarca, quedando con ello en una situación personal y profesional harto difícil.

No cabe duda de que allá por donde lo miremos el famoso golpe del 23-F es atípico, irreal. Ahí tenemos a la máxima autoridad militar de los «insurgentes», el teniente general Milans del Bosch, charlando amigable y respetuosamente repetidas veces con el jefe del Estado, contra el que teóricamente estaba actuando y obedeciendo a continuación sus órdenes para poner fin a la asonada. En España es que no somos serios ni cuando se trata de golpes militares. ¿Pero es que los golpistas, en alguna parte del mundo, reciben órdenes de alguien que no sea su jefe natural? ¿Pero es que un jefe golpista, en alguna parte de este planeta, recibe una llamada del jefe del Estado en el que está actuando ilegalmente, llamándole por su nombre de pila y ordenándole que retire sus tanques y se meta el bando de declaración del estado de guerra por donde le quepa? ¿Pero es que un líder golpista, en el caso de recibir tan absurda llamada, iba a obedecer sin más la orden de retirar sus tropas para darse por fracasado antes de disparar un tiro y pasarse el resto de su vida en prisión o sólo unos segundos ante el pelotón de ejecución? ¿No es lícito, pues, que cualquier mortal más o menos instruido, piense (incluido los nacidos en esta bendita piel de toro ibérica, a los que siempre les dan todo pensado y repensado cuando se trata de estas cosas) que, en el caso de que esa sorprendente relación telefónica entre el jefe de un Estado y el jefe de los golpistas se diese realmente, alguna extraña dependencia debería existir entre ellos? Y no digamos nada si el jefe de ese hipotético Estado resulta ser un rey, por muy constitucional que sea, y el cabecilla golpista un general muy amigo del anterior y monárquico hasta el tuétano.

Noveno: Los golpes militares no se inician jamás a las seis de la tarde; las fuerzas que intervienen en un golpe militar nunca dan vivas al jefe del Estado contra el que atentan en el curso de su ilegal operativo; los tanques que utilizan las Unidades rebeldes comprometidas en un golpe militar llevan siempre sus «santabárbaras» a tope de munición y sus tripulaciones armadas hasta los dientes; el primer objetivo de los rebeldes en un golpe militar es siempre, siempre, el palacio o residencia oficial del jefe del Estado; los presuntos golpistas en una acción militar contra el Estado nunca, nunca, dejan al jefe del mismo libre en su palacio y con todas sus comunicaciones con el exterior abiertas, para que pueda reaccionar cómodamente contra sus enemigos; los dirigentes de un golpe militar no suelen ser tan estúpidos como para llamar por teléfono a la suprema autoridad de la nación, contra la que están actuando, para tratar de explicarle sus movimientos futuros y, menos todavía, para obedecer sin rechistar sus órdenes; los primeros movimientos de carros de combate en un golpe militar se dan siempre en la capital de la nación y no en la de una provincia periférica situada a más de trescientos kilómetros de distancia; los blindados rebeldes nunca, nunca, salvo que el «general» Gila ordene lo contrario, respetan los semáforos y las reglas de circulación, todo lo contrario, intentan por todos los medios alcanzar cuanto antes sus objetivos (palacio real o presidencial, palacio de Justicia, centrales telefónicas, emisoras de radio, de televisión, Banco Central... etc., etc.), importándoles un comino los accidentes o bajas entre la población civil; y, por último, es absolutamente improbable que en un golpe militar el líder de los golpistas lleve en el bolsillo de su uniforme una lista de su futuro Gobierno (para hacerla pública si triunfa la asonada), formado curiosamente no por militares o civiles golpistas de su entorno, sino por políticos pertenecientes a partidos del propio sistema contra el que está actuando ilegalmente.

Todo esto es de sentido común y exactamente lo contrario a lo ocurrido aquí, en nuestro archifamoso y esperpéntico 23-F. Que desde luego no fue un verdadero golpe militar, ni tampoco una «intentona involucionista a cargo de unos cuantos militares y guardias civiles nostálgicos del anterior Régimen» (según la tesis oficial de estos últimos veinticinco años, que no se sostiene ni un segundo en pie); ni el pronunciamiento clásico de un Ejército como el franquista, deseoso de parar manu militari el proceso político democrático en marcha (ese órdago antisistema estaba previsto para unos meses después); ni siquiera la maniobra despreciable de unos cuantos militares monárquicos que, queriendo medrar y promocionarse, traicionaron a su señor y utilizaron su nombre en vano. No, no fue nada de eso, aunque se nutriera en última instancia de personas, medios e ideas cercanas a alguno de estos planteamientos. A quien esto escribe, historiador militar inasequible al desaliento, le ha costado más de veinte años y miles de horas de trabajo y estudio llegar a desentrañar la mayor parte de este misterio político-militar español de finales del siglo XX. Y quiere, por supuesto, que sus conciudadanos, los españoles en general y la historia de este país lo conozcan también. En esas estamos...

Décimo: Armada solicita al rey (como ya he expresado al hablar de las numerosas entrevistas habidas entre ambos en los tres meses anteriores al 23-F) autorización para usar en su defensa lo tratado con él en la reunión secreta del 13 de febrero de 1981 en La Zarzuela, diez días antes del «intento involucionista». El rey se lo deniega. Esta prohibición del monarca habla por sí sola. ¿Qué temía Juan Carlos de las declaraciones que pudiera efectuar su antiguo subordinado en relación con el 23-F? Si no estaba relacionado con ese desgraciado evento, ni sabía nada del mismo, lógicamente ese asunto no se habría tratado en la famosa reunión de La Zarzuela y, obviamente, no podía constituir ningún peligro para la Corona el que saliera a la luz pública lo comentado en un encuentro privado e intrascendente.

Y todavía resulta más sorprendente, en este tema de la negativa regia a que Armada diera publicidad a lo tratado con su señor el 13 de febrero, el hecho de que el general le obedeciera y se callara como un muerto ante el tribunal que lo juzgó, arriesgándose así a una fortísima pena. Si efectivamente Armada había traicionado al rey y había sido un desleal al organizar un golpe de Estado a espaldas del monarca (como ha reconocido la doctrina oficial todos estos años, y el propio Juan Carlos no se ha cortado un pelo en propalar), ¿qué razones tenía para obedecerlo después, cuando ya había sido desenmascarado por su señor y se exponía a una larguísima condena de treinta años de cárcel? ¿Por qué renunciar a defenderse con lo que él presuponía (en caso contrario, no se lo hubiera pedido al rey) podía ayudarle a rebajar o incluso anular tan grave pena?

Ciertamente resulta patética la figura de este hombre (Armada), tachado de «traidor» por su señor y arrojado a los pies de los caballos y que, sin embargo, le obedece y se sacrifica por é aún a costa de dar con sus huesos en la cárcel por muchos años; aunque apenas un lustro después, todo hay que decirlo, fuera excarcelado subrepticiamente debido a la profunda depresión que padecía, alojado todo un año con su familia en plan VIP en el hospital militar Gómez Ulla y posteriormente indultado.

¿Qué clase de traidor y desleal fue en realidad este Armada que se sacrifica por su rey, se convierte en un cabeza de turco de manual, y negocia a continuación su silencio perpetuo por el plato de lentejas de un retiro placentero lejos de la prisión militar? ¿No estaremos más bien ante la figura histórica del valido que, obedeciendo las órdenes de su señor, se mete en un «jardín» político-militar-institucional y después, ante el fracaso de la operación palaciega, es sacrificado y lanzado a las tinieblas por el bien del Estado y de la Institución?

Todo apunta efectivamente, veinticinco años después de aquellos acontecimientos, a que fue así. Y el propio interesado, cuando aún no había cerrado el pacto de silencio con La Zarzuela y permanecía sólo, abandonado y al borde de la muerte en la prisión de Alcalá de Henares, lo transmitió una y otra vez a las escasas personas que, por necesidades de su trabajo, por solidaridad y altruismo, estuvieron a su lado en aquellos tristes momentos de su vida. Algunas de estas personas todavía están vivas y que yo sepa, no se han quedado mudas como el otrora poderoso (y ahora pobre cultivador de camelias) marqués de Santa Cruz de Rivadulla y general de División del Ejército español, don Alfonso Armada y Comyn.

Undécimo: El rey Juan Carlos llama «traidor» al general Armada a través de José Luis de Vilallonga, en el libro biográfico El Rey, publicado en Francia. No obstante, ¡qué casualidad!, en la edición española del mismo no figura ese pasaje. Resulta extraña esa mutilación del texto original en un libro de amplísima difusión nacional y que le podía haber servido al monarca para ratificar ante los españoles, con pelos y señales, la incuestionable deslealtad de uno de sus más fieles colaboradores. Sin embargo, no lo hace. ¿Por qué en Francia sí y en España no? ¿Pesaría en el ánimo de don Juan Carlos aquello tan arcaico de la inmadurez del pueblo español? ¿O tal vez aquello otro tan arcaico también de que en casa de uno hay cosas que mejor es «no meneallas»?

Duodécimo: Siempre ha resultado muy extraño en esta oscura y rocambolesca «intentona golpista» del 23-F que fueran los dos generales más monárquicos del país (de gran prestigio los dos, por otra parte) los que se levantaran en armas contra el régimen político representado por su amo y señor, el rey de España, al que ambos profesaban un respeto y una consideración fuera de cualquier duda. Para estos dos militares (uno procedente de la nobleza y dedicado durante muchos años al servicio de don Juan Carlos, y el otro de familia entroncada en la élite castrense más monárquica), el rey era un bien en sí mismo, una especie de patrimonio nacional al que había que preservar de cualquier peligro y al que había que darle todo sin que importara sacrificio personal alguno. Y efectivamente, cada uno de ellos, en sus respectivos círculos profesionales, trabajaron sin desmayo durante años para que la monarquía recién «reinstaurada» por el dictador Franco echara raíces en una España convulsa a la que le costaba encontrar su camino. Uno de ellos, el de más peso militar, el teniente general Milans del Bosch, incluso llegó a enfrentarse (desmarcándose definitivamente de su proyecto) al grupo de generales franquistas que, tachándole de traidor al Generalísimo, querían la inmediata caída del rey Juan Carlos. El otro, el general Armada, convirtiéndose en el fiel servidor palaciego del monarca, en su confidente, en su ayudante, en su asesor personal, en el secretario general de su Casa.

Así las cosas, resulta increíble, por imposible, que estos dos altos militares monárquicos se pusieran de acuerdo para conspirar en secreto contra el Estado al margen de su amo y señor, poniendo así en peligro una Institución que para ellos era sagrada y por la que estaban dispuestos a arrostrar los mayores sacrificios. Y más increíble resulta todavía (de ciencia/ficción castrense, sin duda) que, después de esa hipotética conspiración, estos dos militares cortesanos se atrevieran a llevar a cabo unos planes político-militares que necesitaban ineludiblemente del aval de la Corona para tener un mínimo de garantías de triunfar, sin el conocimiento y la autorización del rey, por su cuenta y riesgo, capitaneando nada menos que un golpe de Estado que podía hacer saltar todo por los aires, incluida su amada Institución del alma.

Estos dos generales, Armada y Milans, eran (uno todavía lo es) monárquicos viscerales; el primero de ellos, Armada, probablemente también ambicioso; el segundo, Milans, autoritario y temerario, como muchos militares. Pero ninguno de los dos dio muestras jamás, a lo largo de sus dilatadas carreras, de estupidez supina, ingenuidad extrema o idealismo patológico. Además, nunca tuvieron reparo alguno en manifestar ninguno de los dos a todo aquel que quería oírles (salvo en el malhadado juicio militar de Campamento donde reinó un demencial «pacto de silencio», gestionado por los servicios secretos militares y el propio Gobierno de Calvo Sotelo) que ellos siempre fueron fieles al rey, no lo traicionaron jamás, no conspiraron a sus espaldas. Se limitaron a cumplir órdenes y a trabajar arduamente y con mucho riesgo personal, para solucionarle la tremenda papeleta político-castrense que tenía encima de la mesa en aquel terrorífico otoño de 1980. Riesgo que al final se traduciría, como todos sabemos, en una exagerada condena de treinta años de prisión para cada uno de ellos. Dos cabezas de turco ad hoc, evidentemente, para salvar una endiablada encrucijada histórica que podía dar al traste, si emergía la verdad, con la débil transición política emprendida.

Han pasado veinticinco años y este país es otro. Esa verdad, sin embargo, sigue siendo la misma. Ha sido investigada a fondo y debe llegar de una vez a todos los españoles, y también a las páginas de la historia. Ahora ya no peligra el débil entramado de un Estado que en estos años se ha hecho fuerte, democrático y de derecho. El pueblo soberano tiene derecho a saber toda la verdad sobre el 23-F a través de sus legítimos representantes...

Decimotercero: El rey, en un programa televisivo especial con motivo del vigésimo quinto aniversario del inicio de la transición democrática, emitido por TVE el día 19 de noviembre de 2000 y titulado Juan Carlos I, 25 años de reinado, echó la culpa de su tardanza en salir por televisión para condenar el golpe del 23-F a «un capitán golpista (sic), de Caballería por más señas, que se negó a enviar los equipos necesarios para la grabación desde Prado del Rey.»

Esta sorprendente afirmación de Juan Carlos, que no se ha prodigado precisamente en declaraciones personales en relación con este turbio asunto, es totalmente falsa ya que las Unidades militares que ocuparon las instalaciones de TVE (como otros objetivos muy limitados de Madrid) lo hicieron precisamente en nombre del monarca, dando vivas a su regia persona y obedeciendo, según sus jefes, órdenes de La Zarzuela. Ninguno de estos mandos se hubiera atrevido, en aquellas circunstancias, a hacer oídos sordos al más mínimo requerimiento del rey. Y el oficial «golpista» en cuestión (capitán Merlo, del Regimiento de Caballería Villaviciosa n.º 14) no sólo no puso pegas a la orden transmitida al efecto por el marqués de Móndejar, sino que se apresuró a cumplirla con prontitud y eficacia recabando la salida de los equipos al propio director general de la casa, Fernando Castedo.

Como se ve una vez más, seguimos con los sinsentidos, las inexactitudes y las falsedades en este golpe militar sui generis del 23-F: los «golpistas» dando vivas al jefe del Estado y enviándole unos equipos de televisión para que pueda dirigirse cómodamente a su pueblo desde su propio palacio, y conjurar con ello cuanto antes la ilegal maniobra que ellos mismos protagonizan; éste, el rey, aprovechándose (aunque con evidente retraso por necesidades del guión) de las facilidades que le brindan esos atípicos golpistas y tachándoles después (cuando la corona ya no le baila sobre su cabeza) de eso, de auténticos golpistas y de traidores.

Decimocuarto:«Todo lo que hice, lo hice obedeciendo órdenes del rey. Jamás fui desleal con él. Nunca le traicioné. Me he sacrificado siempre por la Corona». Y más aún: «Fue precisamente el rey el que, tras conocer puntualmente los peligros que se cernían sobre España, la democracia y la Corona, me propuso ser presidente de un Gobierno de concentración o unidad nacional a formar con representantes de los principales partidos políticos. Y me encargó que yo personalmente hablara con sus principales dirigentes y buscara el consenso para llevar a buen término el proyecto.»

Las palabras del monárquico general Armada en la prisión militar de Alcalá de Henares a algunas de las personas que le apoyaron espiritualmente en los últimos meses de soledad son bien elocuentes, si hemos de creer a un hombre acabado, abandonado, enfermo, deprimido, encarcelado...

Cosa ésta que no resulta fácil, la verdad, tratándose de un «militar golpista, ambicioso, desleal y traidor».

Decimoquinto: En el juicio militar de Campamento prácticamente todas las personas que declararon (testigos e implicados) manifestaron que los presuntos golpistas creían obedecer órdenes del rey porque, según sus mandos, el monarca estaba al frente de la operación. El propio Tejero, una de las primeras cosas que dijo tras ocupar el Congreso de los Diputados fue que «sólo obedecería órdenes del rey y del capitán general de Valencia, Milans del Bosch». Y el general Armada no se cansó de repetir, antes, durante y después del evento, que «siempre estuvo a las órdenes del rey.»

Sin embargo, el Tribunal militar dio por sentado que todos mentían o habían sido engañados, y que sólo La Zarzuela decía la verdad, que no sabía nada de los manejos de Armada y que éste fue un desleal y un traidor. No se molestó en averiguar nada en esa dirección, en la de la posible culpabilidad del monarca, cuando existía sobre la mesa un dato estremecedor: el rey se había entrevistado 11 veces con Armada (el presunto cabecilla supremo de la intentona) entre diciembre de 1980 y febrero de 1981, las dos últimas escasos días antes del 23-F, concretamente el 13 de febrero (en la reunión reservada en La Zarzuela de la que don Juan Carlos exigió después a su invitado secreto absoluto) y el 17 del mismo mes, seis días antes del asalto de Tejero. Entonces, ¿por qué el Tribunal no investigó la actuación del rey antes y durante el frustrado golpe? ¿Es que el Tribunal no sintió nunca la más mínima curiosidad sobre lo que podrían haber hablado el monarca y el presunto máximo responsable de la asonada en sus frecuentes entrevistas y sobre todo, en las dos últimas, a escasas fechas de ponerse en marcha el operativo golpista? ¿Por qué se dio por demostrado que La Zarzuela no sabía nada del mismo?

Porque resultaba chocante ya entonces (y no digamos ahora) que el rey no supiera nada de lo de Armada (sus planes político-militares se publicaron hasta en los periódicos y los servicios secretos castrenses ofrecieron suculentos resúmenes periódicos del estado operativo de los mismos a los mandos de las Fuerzas Armadas, incluidas las dos entrevistas de Armada con Milans en Valencia) y se siguiera entrevistando una y otra vez con él en el más absoluto de los secretos.

Y más chocante y extraño resulta todavía que habiendo declarado muchos testigos e implicados, bajo juramento, que todos ellos habían sido informados por sus mandos naturales (en el Ejército se suele respetar y creer al que ejerce el mando, sino aviada iba la Institución) de que el rey dirigía todo, de que la operación se hacía por el bien de la Corona y de España, el Tribunal militar no investigara en esa dirección para llegar al fondo de la verdad. ¿Es que se tenía miedo a esa verdad, a la verdad absoluta? ¿O es que esa verdad se conocía ya de antemano y no se quería que saliera a la luz? ¿Se temía que el país, como estaba en aquellos momentos, no aguantara la revelación de que en la Jefatura del Estado podíamos tener a un presunto «rey golpista»?

Decimosexto: Sin la autorización (tácita o expresa) del rey Juan Carlos jamás se hubiera podido producir (ojo a lo que digo, ¡jamás!) el 23-F. Así de claro y así de rotundo. Para que ya nadie pueda alegar en este país que las cosas no se expresan con total claridad y que todavía tiene sus dudas... El rey siempre ha recibido (y recibe), desde su ascenso al trono en 1975, información privilegiada y directa de la cúpula militar (JUJEM), de los servicios secretos militares y en concreto, y desde su creación en 1978, del CESID (Centro Superior de Información de la Defensa), donde él mismo colocó en 1981 a uno de sus hombres de confianza, el general Manglano, que ha permanecido hasta fecha reciente al frente del mismo. En la actualidad el CESID ha pasado a denominarse, como todos sabemos, CNI (Centro Nacional de Inteligencia).

Por lo tanto el rey siempre estuvo perfectamente informado, porque todos estos órganos de Inteligencia también lo estaban, de los preparativos de Armada y Milans para llevar a cabo la llamada «Solución Armada». Como lo estábamos también muchos altos mandos militares y sus Estados Mayores. Quiere esto decir que, aunque Armada y Milans hubieran sido de verdad unos desleales de antología y se hubieran callado como muertos ante su señor en relación con esos planes (cosa harto difícil sobre todo para el primero, dados sus continuos contactos y entrevistas), don Juan Carlos hubiera seguido igualmente al tanto de ellos a través de sus variados y selectos informantes; y, en consecuencia, en disposición de abortarlos en cualquier momento.

No lo hizo, evidentemente. Y si no lo hizo fue porque no quiso. Y si no quiso fue porque lógicamente y en líneas generales estaba de acuerdo con la operación. Otra cosa es que le sorprendiera, como nos sorprendió a muchos, la estrafalaria entrada de Tejero en el Congreso de los Diputados y su penosa actuación posterior. Actuación desgraciada que, puestos a analizarla someramente, hundía sus raíces en variadas razones personales y de planificación: el desconocimiento que siempre arrastró el inefable teniente coronel de la Guardia Civil sobre aspectos muy concretos y fundamentales del operativo en el que estaba inmerso; la excesiva libertad operativa que sus mandos le habían otorgado para la ejecución del mismo, aunque exigiéndole, es cierto, mínima violencia y ausencia absoluta de bajas; y también el efecto perverso que le pudo suponer el llamado «síndrome del golpe de mano». Es lo que conocemos muy bien los militares que hemos protagonizado alguna acción bélica muy arriesgada y espectacular, y que lleva al afectado a no poder metabolizar adecuadamente la inyección de adrenalina que inunda su cuerpo en el momento álgido de la acción, haciéndole cometer errores imperdonables y salidas de guión (o de órdenes, en suma) que arruinan la misión.

Y en esta peligrosísima ocasión del 23-F, el teniente coronel Tejero, atacado sin duda por ese desagradable síndrome operativo, por su reconocida vanidad, por su ancestral antipatía hacia los políticos y por un patológico afán de protagonismo, no sólo arruinaría la maniobra político- militar-institucional planificada por sus superiores (que renegarían enseguida de ella, incluidos los dirigentes de los principales partidos políticos que le habían dado su plácet), sino que, además, a título personal, haría el más espantoso de los ridículos en su particular versión del Comandante Cero español.

 

Conclusión

 

Y después de lo ya expresado por mí en páginas anteriores, inteligente y paciente amigo que escudriñas a través de la lectura mis más profundos conocimientos histórico-militares, poco más me queda por añadir antes de poner el punto y final al presente libro. Creo sinceramente que la cosa ha quedado suficientemente diáfana para todos si exceptuamos, lógicamente, aquellos que atesoran en lo más profundo de su ser dosis letales de indiferencia, sectarismo, servilismo patológico, adoración al poder de turno o, simplemente, les importa un pito la historia y devenir político y social de su propio país.

He sacado a la luz pública (tarea nada fácil) uno de los secretos militares más importantes y mejor guardados de toda la reciente etapa democrática española: la llamada por mí Conjura de mayo, que empezó su andadura subversiva en Játiva, en septiembre de 1977, y tenía previsto alcanzar su climax golpista el 2 de mayo de 1981.

También, y por enésima vez, he pasado revista al famoso 23-F que, después de las revelaciones que hago en relación con esa secreta conjura (y que yo, desde luego, conocía desde hace muchos años; de ahí mi empecinamiento y mi testarudez en cargarle el sambenito de su máxima responsabilidad al entorno de La Zarzuela), debe quedar de una vez por todas «listo para sentencia» (histórica, por supuesto).

Y para completar todo lo anterior, me he vuelto a referir a aquellos otros dos momentos muy delicados de la llamada «modélica» transición del franquismo a la democracia, como fueron la legalización del PCE por Adolfo Suárez y la larga noche de los generales del 15-J de 1977; mágico día éste en el que los ciudadanos españoles acudimos a las urnas después de cuarenta años de férrea dictadura.

Todo está claro, pues, amigo del alma: el 23-F no tuvo nada de golpe militar. Fue, más bien, una maniobra político-militar del propio sistema para desactivar, mediante un Gobierno de concentración o salvación nacional, presidido por un alto militar (el general Armada), el golpe duro, durísimo, que preparaba para la primavera de 1981 el ala más radical del franquismo castrense. O sea, un fuego (institucional), un incendio para apagar otro fuego (golpista), otro incendio. Algo ciertamente peligroso para todos, incluidos sus arriesgados y egregios planificadores, pues en la hoguera bifocal resultante (franquistas radicales contra monárquicos moderados) estuvimos a punto de socarrarnos un buen puñado de españoles. Igualito que en 1936.

Han pasado ya más de treinta años de paz octaviana desde aquellas terribles jornadas del 23-F y la Conjura de mayo, y es de esperar que, desmantelado por completo el antiguo Ejército franquista y conseguidas unas Fuerzas Armadas totalmente profesionales (idea, por cierto, promovida en solitario por este historiador a finales de los años ochenta a través de sus propuestas a la sociedad española y al Gobierno, que acabarían costándole su carrera y meses de prisión militar), nunca jamás vuelva a repetirse en este país algo parecido. Y los españoles podamos seguir confiando la solución a todos nuestros problemas (que los tenemos, y muy graves) en las papeletas y en las urnas.

Claro está que también me gustaría, y permítame el lector esta pequeña picardía republicana, que los ya mayorcitos ciudadanos de este país pudiéramos confiar asimismo a las urnas y a las papeletas de votación la elección, cada pocos años, de la persona que debe ocupar la Jefatura del Estado. Lo de que sea por herencia, por simple cuna, a estas alturas, huele un poco, por no decir mucho, muchísimo, a rancio, ridículo, extemporáneo y desfasado. A ver si todos al alimón hacemos un pequeño esfuerzo por entrar de una vez en el siglo XXI.

No es por nada, pero debo confesar a todos mis lectores que paso un malísimo rato, con dosis masivas de vergüenza ajena y oprobio ibérico, cuando en el transcurso de algún acto protocolario estatal tengo que ver en la televisión (de presente hace años que no me dejo caer por ninguno de ellos, salvo alguna que otra boda real), la figura de nuestro rey Felipe V (perdón, Juan Carlos I, ¿en qué estaría pensando?) rodeado de alabarderos, coraceros a caballo y guardias reales con uniformes fashion de la centuria decimonónica.

Pero no se debe exagerar. Porque aunque todavía no estemos los españoles, como los ciudadanos de la mayoría de países de nuestro entorno, en pleno siglo XXI, hay que reconocer que algo sí hemos avanzado: hemos conseguido desterrar, esperemos que para siempre, la Inquisición, el temible Santo Oficio, los tribunales de honor, la esclavitud de las mujeres y el derecho de pernada… ¡Algo es algo, confiado conciudadano que sufres como yo la caótica vida que nos proporciona esta legislatura maldita de Rajoy! Estamos en el buen camino. Esperemos que no sea demasiado largo…

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ANEXOS

(van aparte)

 

 

 

N.º 1: Despliegue territorial de los distintos movimientos político-militares en gestación en España en el otoño de 1980.

 

N.º 2: Balance de fuerzas operativas de los distintos movimientos militares (otoño de 1980)

 

N.º 3: Plan Mola. Maniobra estratégica diseñada en los meses de mayo, junio y julio de 1936 por el general Mola (el “Director” de los golpistas) para ocupar Madrid por la fuerza el 18 de julio.

 

N.º 4: «Operación Móstoles». Maniobra estratégica correspondiente a la Directiva de Planeamiento (DIPLAN), diseñada por la cúpula de la Conjura de mayo para cercar Madrid en la madrugada del 2 de mayo de 1981 y conseguir la caída del Régimen político de la transición

 

 

 

 

 

 

LA CONJURA DE MAYO

 

ANEXOS

 

 

 

 

Nº 1.- Despliegue territorial de los distintos movimientos político-militares en gestación en España en el otoño de 1980.

 

Nº 2.- Balance de fuerzas operativas de los distintos movimientos militares (otoño de 1980)

 

Nº 3.- Plan Mola. Maniobra estratégica diseñada en los meses de mayo, junio y julio de 1936 por el general Mola (el “Director” de los golpistas) para ocupar Madrid por la fuerza el