La culpa del rey Imprimir
Monarquía - Casa irreal
Escrito por Arturo del Villar / UCR   
Miércoles, 03 de Octubre de 2012 05:37

Juan Carlos y la medalla a los héroes de AnnualSu majestad el rey católico nuestro señor, que Dios nos lo guarde muy bien guardado, ha impuesto la Cruz Laureada de San Fernando, colectiva y póstumamente, al regimiento de caballería de Alcántara que ayudó a paliar el conocido como desastre de Annual. Está muy bien que se lauree al ejército español por sus derrotas, ya que hace siglos que no conoce una victoria. Indudablemente, no es posible calificar como victoria del ejército español el triunfo de los militares rebeldes en 1939, puesto que utilizaban armamento y material bélico enviado por la Alemania nazi y la Italia fascista, y tropas pertenecientes a ambos países, Portugal, Irlanda y otros en los que prevalecía la extrema derecha.

Está muy claro que con esta condecoración su majestad católica ha pretendido saldar la responsabilidad de su trágico abuelo, el perjuro Alfonso XIII, en el desastre de Annual. Esa responsabilidad fue juzgada y condenada en el Congreso en 1931. Las Cortes Constituyentes aprobaron el 27 de agosto constituir una Comisión de Responsabilidades sobre las actuaciones de Alfonso XIII en Marruecos, sobre su política social en Catalunya, el golpe de Estado propiciado por él en 1923, las gestiones criminales de la dictadura derivada del mismo, y el proceso de Jaca.

Esa Comisión presentó el 12 de noviembre un acta de acusación contra el exrey, en la que, entre otros delitos que ahora no nos importa tratar, se le consideraba culpable de haber animado al general Manuel Fernández Silvestre a realizar unas operaciones en Marruecos que ocasionaron el desastre de Annual.

En la madrugada del 20 de noviembre las Cortes Constituyentes aprobaron el acta acusatoria y declararon culpable de alta traición al ex rey, por lo que fue “degradado de todas sus dignidades, derechos y títulos, […] sin que pueda reivindicarlos jamás ni para él ni para sus sucesores”.

 

Un general indisciplinado

 

Fernández Silvestre padecía una personalidad conflictiva, nada apta para ocupar cargos de responsabilidad, lo mismo civiles que militares. Fracasó cuando dirigía la Comandancia de Larache en 1913, por lo que se le quitó de África, para evitar males mayores, y se le dio asilo en la Casa Militar del rey. Por eso trabó una relación con el monarca que tuvo consecuencias funestas, al juntarse dos temperamentos chulescos.

La guerra en el Rif resultó en general siempre contraria para las tropas españolas. Estaban destinados a morir, más que a matar en Marruecos, los jóvenes sin recursos económicos, que no podían pagar la llamada cuota para redimirse de cumplir el servicio militar obligatorio. Eran obreros y campesinos analfabetos, carne de cañón utilizada por los generales para obtener ascensos por méritos (ajenos) de guerra. El pueblo español tenía demostrada su oposición a la guerra en Marruecos; no hay más que recordar los tristes sucesos de julio de 1909, durante la llamada Semana Roja de Barcelona, causados al oponerse los ciudadanos al embarque de reservistas hacia los territorios ocupados en el norte de África.

Solamente los accionistas de las empresas radicadas en Marruecos, empezando por Alfonso XIII, deseaban continuar aquella guerra causante de tantas ruinas para la nación, por el abandono de campos y fábricas al movilizar a los jóvenes trabajadores, y por el número incontable de muertos que causó.

 

Mandos corruptos y tropas desmotivadas

 

Coinciden los historiadores en presentar a unas tropas sin ningún interés en la contienda, y desmoralizadas por la corrupción existente: todos los mandos se entregaban al robo, desde los cabos a los generales, y como consecuencia los soldados malcomían, mientras ellos estaban comidos por chinches y piojos; convivían con ratas y cucarachas; carecían de botas, debiendo caminar en alpargatas, que son baratas, aunque destrocen los pies; les faltaba el agua y llegaban a beber hasta orines de los caballos con azúcar; los fusiles eran vendidos a los rifeños, así como las municiones, como culminación increíble de la mayor descomposición posible en un ejército combatiente en tierra extranjera.

Se produjeron algunos suicidios de oficiales, los decentes porque no soportaban tanta corrupción, pero resultaba inútil denunciarla, otros porque temían ser acusados de ella. La distracción favorita de los oficiales consistía en violar a las moras, por lo que el ejército español era odiado por todos los rifeños, incluidos los que se hacían pasar por amigos, pero en la batalla se unían a sus camaradas.

A ese lugar volvió Fernández Silvestre para continuar la guerra imposible, a pesar de las quejas sobre su comportamiento. El 12 de febrero de 1920 se le nombró comandante general de Melilla, y dirigió escaramuzas contra los patriotas rifeños. A diferencia de los españoles, contrarios a la intervención en Marruecos, tierra que nadie consideraba su patria, porque obviamente no lo era, los rifeños combatían por la independencia de su patria, así que lo hacían con un fervor ausente en sus enemigos.

 

El señorito del ole

 

Fernández Silvestre se sentía menospreciado por el nombramiento de su compañero Dámaso Berenguer, general de División, como alto comisario y general en jefe de las fuerzas españolas en Marruecos. A su carácter irreflexivo se unió esa envidia nunca disimulada. Por ese motivo decidió ignorar las órdenes de su superior, y actuar según sus impulsos. Se vanagloriaba de recibir instrucciones directamente del rey, y lo declaraba en público. Verdaderamente el rey era jefe de las fuerzas armadas españolas, de modo que podía dar las órdenes que estimase oportunas, pese a su incompetencia en todos los órdenes de la vida, incluido el respeto a la familia.

En contra de las indicaciones de Berenguer, al que despreciaba con la osadía de sentirse respaldado por el monarca, Fernández Silvestre avanzó hacia Alhucemas, y obtuvo algunas victorias parciales, permitidas por los rifeños para que se confiara. Fue entonces cuando el rey le envió un telegrama de felicitación, cuyo texto desapareció. Por eso unos historiadores aseguran que decía: “Ole los hombres”, pero otros afirman que gritaba: “Ole tus cojones”, y hay otros más que, para evitar discusiones, aseveran que no tenía más que una palabra: “Ole”.

Lo cierto y demostrado es que por ese motivo, difundido en los medios de comunicación, Alfonso XIII se ganó un apodo más, el de Señorito del Ole. Con los motes se desquitaba el pueblo de la opresión borbónica; el más usual era el de Gutiérrez, lo que causaba disgustos a los apellidados así realmente.

 

El desastre de Annual

 

Cuando el jefe de la insurrección anticolonialista, Abd-el-Krim, dio orden de atacar el refugio de las tropas españolas en Annual, el 22 de julio de 1921, los soldados desertaron, muertos de hambre y de sed y sin armas. Entre Annual y Nador quedaron unos diez mil españoles muertos. La cifra exacta nunca fue dada a conocer por el Gobierno de su majestad católica, presidido a la fecha por el conservador Manuel Allendesalazar, para evitar que el pueblo se lanzase a la calle otra vez en protesta contra la guerra inicua.

Unos 600 soldados fueron hechos prisioneros, y muchos murieron mientras esperaban el rescate. Abd-el-Krim reclamó cuatro millones de pesetas de las de entonces para liberarlos, y Alfonso XIII comentó al saberlo: “¡Qué cara es la carne de gallina!”, una desvergüenza intolerable para sus vasallos, enviados a defender sus intereses financieros en una tierra extraña, sin comida, sin agua, sin calzado y sin armas. Pero la chulería real no respetaba a nadie.

Sin embargo, la conmoción popular fue tan inmensa que el Gobierno se vio obligado a dimitir, y el Congreso debatió la cuestión. El acuerdo tomado consistió en encargar al general Picasso la elaboración de un informe para depurar las responsabilidades. El informe fue creciendo desmesuradamente, sin que se conociesen sus considerandos. El Gobierno puso todos los impedimentos a su alcance, que eran muchos, para impedir que avanzase. El motivo es obvio. Se quería evitar que fuese conocida la responsabilidad de Alfonso XIII en las causas del desastre, clarísima desde todas las perspectivas.

La maniobra definitiva de ocultación la consumó el general Miguel Primo, al dar un golpe de Estado en Barcelona el 13 de setiembre de 1923, con la complacencia y la inspiración del rey, que se apresuró a acatarlo. Suspendió la Constitución que en 1902 juró guardar y hacer guardar, disolvió el Parlamento, prohibió los partidos políticos, y aceptó una dictadura militar que tanto le beneficiaba entonces. Sin Cortes no era posible examinar el expediente Picasso, que así quedó momentáneamente olvidado. Fue una culminación natural de sus errores, que le acrecentó el desprecio del pueblo español y al final le llevó al exilio, y a la condena por las legítimas Cortes Constituyentes elegidas libremente por los ciudadanos cuando dejaron de ser vasallos.