Decencia o barbarie PDF Imprimir E-mail
Derechos y Libertades - Derechos Humanos
Escrito por Amaya Olivas.   
Viernes, 15 de Mayo de 2020 05:09

¿Qué es la decencia?

Nos lo recordaba Jaume Asens, presidente del grupo parlamentario de Podemos, en su discurso en el Congreso de los Diputados, para apoyar la prórroga del Estado de Alarma.

La decencia es el constructo que nos permite habitar con dignidad.

La decencia es recordar que valores como la solidaridad, la empatía, o la fraternidad, nos protegen de la barbarie.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos no es una carta en blanco: es una herramienta de protección frente a la sinrazón.

La decencia es recordar, y recordar adquiere sentido para vivir.

Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño, fue un conocido y reconocido torturador durante la última etapa de la dictadura franquista. Torturaba brutal y salvajemente a todas aquellas personas que eran detenidas por la Brigada Político-Social como consecuencia de la oposición que ejercían contra aquella dictadura sanguinaria. Era su método de trabajo habitual.

Este “señor” ha fallecido la semana pasada en un hospital de Madrid por coronavirus.

Pero sus crímenes no han sido juzgados. De nuevo, el odioso manto de la impunidad, tan frecuente por desgracia en nuestro país, protegió sus atrocidades.

“Porque las ruinas que la tortura produce, todo lo que hemos visto (la animalización del cuerpo, la quiebra del lenguaje…) y que se deduce de haber tenido que habitar lo inhabitable, nos confrontan directamente con un requerimiento (asumir que se sigue torturando) y una exigencia impostergable (impedir que se siga repitiendo)…”

La cita pertenece a Ignacio Mendiola, autor del ensayo “Habitar lo inhabitable”, publicado en Edicions Bellaterra, 2014.

Efectivamente, hablar hoy de tortura (con la complejidad que se deriva del propio concepto) constituye un imperativo moral.

Se hace ineludible recordar los Informes del Comité Europeo para la prevención de la Tortura en sus visitas al Estado español, los procedentes de Naciones Unidas, de Human Rights Watch, Amnistía Internacional, o la Coordinadora para la Prevención de la Tortura. Estos dibujan una auténtica “geografía de la detención”, en espacios como las cárceles o los centros de internamiento anteriormente mencionados.

Y en su seno, una serie de medidas entre las que cabe destacar la incomunicación, ligada al régimen jurídico excepcional articulado para el terrorismo, que ha posibilitado la suspensión de derechos y garantías  fundamentales, como el acceso a la defensa jurídica, la asistencia por un médico sin presencia policial, la ausencia de grabaciones de los interrogatorios, la inexistencia de protocolos que impidieran el despliegue de cualquier tipo de violencia, etc.

En el mismo sentido, ha resultado dramática la frecuencia de lentitud u omisión de investigaciones judiciales eficientes ante la posibilidad de la tortura, los sobreseimientos debidos a la primacía del relato de los cuerpos policiales o el propio corporativismo de estos últimos.

Todo ello ha propiciado que el Tribunal Europeo de Derechos Humanos haya condenado al Estado español en numerosas ocasiones por la falta de investigaciones “profundas y efectivas”, lo que, unido a los indultos recibidos a personas ya condenadas por este delito, dio lugar a un manifiesto de 180 jueces contra tal práctica del gobierno.

En las Observaciones finales del Comité contra la Tortura de Naciones Unidas referidas a España en el 2009 se reclama, entre otras: 1) una ampliación de su definición en el Código Penal, 2) mejora de la capacitación de los funcionarios públicos en el conocimiento de la normativa internacional, 3) necesariedad de reducir el número de suicidios y muertes violentas en los lugares de detención.

Tengo el orgullo de haber organizado el primer curso de formación para jueces sobre la tortura. Participaron profesionales que, desde la psiquiatría, la medicina forense, o la justicia, nos recordaron la necesidad de acabar de una vez por todas con la tortura y los  malos tratos, en las comisarías, en las cárceles, o en los centros de internamiento de extranjeros.

El curso era, por lo expuesto, una obligación impuesta por los Relatores de Naciones Unidas. Y sin embargo, fueron muchos los obstáculos para poder realizarse. Debo decir que mi asociación, Jueces para la Democracia, ejerció un papel decisivo para que pudiera celebrarse.

En el contexto actual aflora lo que Luban[1] ha denominado la “ideología liberal de la tortura”, que la legitimaría como práctica civilizada, que no atávica, dado que su propósito sería, en realidad, la prevención de daños futuros (¡).

Ante ello, resulta sumamente interesante la crítica que I. Mendiola realiza a la famosa hipótesis donde se viene a mostrar un escenario público en el que alguien habría puesto una bomba que va a explotar de forma inminente, habiendo caído el sospechoso en manos de los cuerpos policiales. El supuesto ofrece creciente notoriedad con el auge del discurso securitario.

El autor va desmontando con suma lucidez los presupuestos que habilitarían la posibilidad misma de dicha escena, para acabar concluyendo que, en realidad, solo la radical negación de la pregunta (¿sería lícita la tortura?) nos permite ubicarnos en un plano que analiza críticamente la mera posibilidad del horror.

Porque, efectivamente, lo incuestionable es que el objetivo de la tortura nunca es la indagación, sino la mera persecución: un mecanismo de infringir sufrimiento que busca el sufrimiento mismo, siendo la supuesta búsqueda de información no aquello que guía el curso de la tortura, sino la excusa que, en su caso, se dará el torturador cuando reduce a la víctima al silencio, al grito, al desconcierto.

«La Question», de Henri Alleg[2], constituye el pavoroso relato de los padecimientos físicos y psíquicos que sufrió su autor, comunista, y director entre 1950 y 1955 del periódico Alger Republicain, por parte de miembros de la décima división de paracaidistas franceses en los tiempos de la lucha sucia contra el independentismo argelino.

Sartre hablaba de La Question en estos términos: “El tranquilo valor de una víctima, su modestia, su lucidez, nos despiertan para desmitificarnos: Alleg acaba de sacar la tortura de la noche que la cubre”.

No puede, en efecto, dejar de exponerse que el colonialismo siempre ha nombrado el lado oculto de la modernidad.

Walter Benjamin o Reyes Mate desenmascaran la visión edulcorada de la modernidad europea como sinónimo de razón y progreso. En realidad, detrás de tal mito se escondió un proceso de extracción de las riquezas naturales por la fuerza, asociado a la construcción de la inferioridad del otro: la población indígena, esclava, pobre…Cobra fuerza así la idea del “genocidio fundante”.

Y en ese sentido, la tortura ha sido, y es, uno de los métodos que ha generado por antonomasia “la suspensión de la vida” de los sometidos, a los que se les arranca de sus normas, costumbres, imaginarios y tramas simbólicas para quedar proyectada a una vida que se vive desde su mera condición biológica- corporal (zoé).

En nuestro país, como en tantos otros, al dolor y estigma de las víctimas, ha contribuido de modo lacerante, con la incipiente llegada de la democracia, las odiosas leyes de amnistía, que derogaron los derechos de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación.

Urge dar cuenta de la injusticia para articular modelos de justicia que nieguen radicalmente en la palabra y en la práctica todo asomo de tortura. Somos responsables de articular el espanto, hacerlo presente, tener una memoria fuerte, generar una criminología crítica que se dedique al estudio de los crímenes de Estado, los genocidios, o la violencia institucional en todas sus formas.

Como recuerda Mendiola: “exponer un sentido, compartido, precario, siempre por hacer, pero innegociable, que se asienta en la dignidad de lo humano”.

Y la dignidad, como la decencia, se encuentra en ejemplos como el que nos relataba Emilio Silva:

“En el año 2004, la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica coorganizaba en Rivas Vaciamadrid un homenaje a las republicanas y republicanos que lucharon contra el fascismo.

El cuartel general en el que se preparaba el acto estaba en la sede de la Fundación Contamíname. Una noche, dos días antes la celebración en la que fueron reunidas 741 personas octogenarias de todo el Estado, una mujer llamó para decir que podía llevar a su padre al homenaje pero como trabajaba en un turno de noche no podría recogerlo.

Entonces alguien de la organización llamó al padre; era un hombre de Zaragoza, militante comunista, que había estado 12 años en las cárceles del franquismo. Tras contar una parte de su historia preguntó si tenía que adelantar el pago de la habitación de hotel en la que iba a dormir. Y cuando su interlocutor le dijo que el Ayuntamiento invitaba a los homenajeados, el hombre se echó a llorar. Nadie en este país le había gritado ‘gracias’.

Nadie había escrito con cursiva y mayúsculas su nombre en un Boletín Oficial del Estado, nadie le llevó a un instituto a contar su historia para educar y reforzar los valores democráticos de quienes hoy hacemos uso de las libertades, nadie le condecoró públicamente, le compensó económicamente, como sí ha hecho la democracia durante más de 40 años con el torturador.[i][ii]

En este país nos sigue dando miedo dar voz a los valores que nos constituyen.

Pero recordemos: solo el antifascismo, la lucha contra la tortura, o el fin de la impunidad, encarnan la decencia, y aniquilan la barbarie.

 

[1] Luban, D. (2005). “Liberalism, torture and the ticking bomb” en Virginia Law Review, nº 91, pp. 1425-1461.

[2] Alleg, H. (2010) “La Question”. Traducido por Morales, B. Editorial Hiru. Hondarribia.  (Prólogo de Alfonso Sastre)

[i] https://www.eldiario.es/tribunaabierta/Billy-torturador-cementerio-impunidad-espanola_6_1025107503.html

 

Amaya Olivas, magistrada miembro de Juezas y Jueces por la Democracia.

 

En la imagen superior, Billy el Niño, condenado al infierno (El Mundo Today) 

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Fuente: La Última hora