Salvador Allende, un revolucionario para el siglo XXI Imprimir
Imperio - Latinoamérica
Escrito por Mario Amorós   
Jueves, 13 de Septiembre de 2018 06:20

La madrugada del 5 de septiembre de 1970 Salvador Allende salió al balcón del viejo caserón que la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECh) tenía en la Alameda, frente a la Biblioteca Nacional. Con un modesto micrófono habló a las miles de personas que festejaban la victoria electoral de la Unidad Popular en la principal arteria de Santiago, en una noche constelada que la izquierda había anhelado durante todo el siglo XX. Pronunció un discurso emocionante en el que rindió homenaje a la dura historia del movimiento popular, ensalzó el pluralismo de las fuerzas sociales y políticas que sustentaban su candidatura y prometió que sería leal a la confianza que el pueblo había depositado en él.



No había un lugar más simbólico para dirigir sus primeras palabras al país como futuro Presidente de Chile, porque su bautismo de fuego se produjo precisamente en la Universidad de Chile en la segunda mitad de los años 20, tras llegar en marzo de 1926 a Santiago para estudiar Medicina después de cumplir el servicio militar de manera voluntaria. En 1931 participó activamente, como miembro del marxista Grupo Avance (su primera experiencia militante), en las épicas luchas que condujeron a la caída de la dictadura del coronel Carlos Ibáñez y durante un breve periodo fue vicepresidente de la FECh. Un año después, tomó parte en la efímera República Socialista de junio de 1932, lo que le costó varias semanas de cárcel y ser procesado por una corte marcial. En el funeral de su padre, en septiembre de aquel año, prometió dedicar su vida a “la lucha social”.

Descendiente, por vía paterna, de una familia que tuvo un papel destacado en la lucha por la independencia nacional en los albores del siglo XIX (sus antepasados lucharon junto a O’Higgins y Bolívar) y en la pugna por la democratización del país desde las filas del Partido Radical y la masonería (con el ejemplo luminoso de su abuelo Ramón Allende Padín), hijo de un abogado que terminó sus días como notario de Valparaíso, Salvador Allende Gossens (Santiago de Chile, 26 de junio de 1908) asumió desde muy joven un compromiso social y político inusual en un muchacho de su clase social. Frente a la caricatura del pije Allende, siempre vestido de manera elegante, que tantas veces dibujaron sus adversarios (y algunos de sus compañeros), resplandece su temprana participación en talleres de alfabetización de las clases populares tanto en el Liceo Eduardo de la Barra del puerto como en la FECh y también su colaboración solidaria en consultorios médicos vinculados a los sindicatos anarquistas en Santiago (por la huella labrada en su conciencia por el carpintero libertario Juan Demarchi en 1922) y al Partido Socialista en Valparaíso.

1933 marcó el rubicón en su trayectoria al tomar parte en la fundación del PS en Valparaíso. Su ascenso fue verdaderamente meteórico: secretario regional desde 1935, vicepresidente del Frente Popular porteño desde 1936, elegido diputado en marzo de 1937, responsable local de la campaña presidencial de Pedro Aguirre Cerda que llevó al histórico triunfo del 25 de octubre de 1938 y subsecretario general del PS desde diciembre de este año. Y el 28 de septiembre de 1939 el Presidente Aguirre Cerda le designó ministro de Salubridad cuando tan solo contaba con 31 años. Su trabajo durante dos años y medio al frente de esta importante responsabilidad delinea su personalidad política: su capacidad para diagnosticar los grandes problemas nacionales, explicarlos de manera pedagógica (como aquella exposición sobre la vivienda frente al aristocrático Club de la Unión, en la Alameda, en 1940) y señalar las soluciones legislativas y ejecutivas para corregirlos (como la emblemática reforma de la Ley 4.054 que suscribió el 11 de junio de 1941 y que terminaría alumbrando el Servicio Nacional de Salud en 1952).

También en los años 40 su trayectoria fue especialmente meritoria. Entre enero de 1943 y agosto de 1944, le correspondió ocupar (por única vez en su vida) la secretaría general del Partido Socialista, en un contexto muy influido por la II Guerra Mundial y el distanciamiento de la coalición formada por el Partido Radical y el Partido Comunista. En 1945, fue elegido senador por primera vez. En 1947 y 1948, se distanció del sector anticomunista del socialismo y criticó firmemente la persecución del PC instigada por el Gobierno de Gabriel González Videla, estigmatizado para siempre como traidor por Pablo Neruda en Canto general. Y cuando la mayor parte de sus compañeros apostó por la opción populista de Ibáñez para la contienda presidencial de 1952, supo reagrupar junto a los comunistas en el Frente del Pueblo a las fuerzas de izquierda que apostaron por un camino singular en el contexto de la guerra fría. Elegido candidato presidencial, Allende recorrió por primera vez todo el país, “de Arica a Magallanes” como acostumbraba a decir, con la dedicación y la fe de un misionero. Volodia Teitelboim, Jaime Suárez Bastidas o Carmen Lazo le acompañaron en su primera campaña presidencial y dejaron testimonio de su tenacidad y confianza en la posibilidad de transformar Chile a partir de la formación de un potente movimiento político y social.

En 1958, ya con el socialismo reunificado y la izquierda fortalecida en el Frente de Acción Popular (FRAP), quedó a 33.000 votos de La Moneda y fue el candidato más votado por el electorado masculino. Algunas irregularidades en el escrutinio y la inopinada aparición de un curioso personaje, el “cura de Catapilco”, le privaron de la victoria, que correspondió al derechista Jorge Alessandri. Pero aquel resultado no dejó de sorprender, de hecho la crónica del enviado especial del diario madrileño Abc concluía así: “La elevada votación obtenida por el socialista doctor Allende significa, sin duda, una advertencia”.

En febrero de 1959, mientras se encontraba con su esposa, Hortensia Bussi, en Caracas para asistir a la toma de posesión de su amigo Rómulo Betancourt, decidió viajar a Cuba y allí conoció a los principales dirigentes de la Revolución que cambió la historia continental y endureció el clima de la guerra fría en América Latina por la respuesta de Washington. Amigo y compañero de Fidel Castro y de Ernesto Che Guevara, fue un firme defensor de la Cuba socialista sin por ello renunciar al camino revolucionario que creía más adecuado para Chile. Más crítica y distante fue su visión del modelo político y social de la URSS, extensamente expuesta en un discurso en el Senado en junio de 1948. No tuvo dudas en rechazar abiertamente las invasiones militares de Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968), pero ello no le impidió ensalzar en varias ocasiones el papel de la URSS como aliado de los pueblos del Tercer Mundo que luchaban contra el imperialismo (singularmente elogió su apoyo a Vietnam), ni viajar a este inmenso país en repetidas ocasiones desde agosto de 1954. En noviembre de 1967, estuvo presente (acompañado por su hija Beatriz) en la conmemoración del 50º aniversario de la Revolución. En diciembre de 1972, en el marco de la gira internacional más importante de su mandato, llegó como Presidente de la República a Moscú y Kiev. Una sonora excepción en su relación con la URSS fue el sorprendente discurso, la extraordinaria loa en honor de Stalin que pronunció el 15 de marzo de 1953, en el masivo acto que la izquierda chilena organizó en el Teatro Baquedano de Santiago tras su fallecimiento. Fue el discurso menos allendista de toda su vida.

En 1964, la batalla presidencial le enfrentó con un viejo amigo, el democratacristiano Eduardo Frei Montalva, pero también con la CIA y el Gobierno de Lyndon Johnson, que financió una increíble campaña de propaganda anticomunista… que ya les había dado resultado en Italia en 1948. El 4 de septiembre de aquel año no solo la burguesía chilena respiró aliviada ante la amplia victoria de Frei. “Hemos roto todas las reglas. Abrimos champaña y estamos celebrando”, comunicaron aquella noche los funcionarios de la Embajada de Estados Unidos en Santiago al Departamento de Estado. Su tercera derrota no le indujo ni a moderar sus posiciones políticas, ni tampoco a aceptar el estruendoso proceso de radicalización (retórica) de su partido, con el Congreso de Chillán de 1967 como punto de partida.

Muy pronto advirtió de las limitaciones del programa reformista de la Democracia Cristiana y de la hipocresía de su publicitada “Revolución en Libertad”. La creación del MAPU por los dirigentes más consecuentes de la DC y la masacre de la Pampa Irigoin en 1969 le dieron la razón. La fundación de la Unidad Popular en octubre de aquel año reafirmó su análisis político: por primera vez, junto con la hegemónica izquierda marxista confluían fuerzas tradicionalmente centristas (Partido Radical), de inspiración cristiana (el MAPU) y otros sectores (API y PSD). La campaña para la batalla presidencial de 1970, con la explosión del movimiento muralista y de la Nueva Canción Chilena, la movilización de los trabajadores y de nuevos actores, como los pobladores (los habitantes de los paupérrimos barrios de la periferia urbana), alumbró un inmenso movimiento popular que abrió las puertas de la Historia aquel inolvidable 4 de septiembre de 1970.

Después vinieron sesenta días de una tensión política extrema, en los que la derecha, el freísmo, el poder económico (con el emblemático viaje de Agustín Edwards, propietario de El Mercurio, a Washington el 14 de septiembre) y el Gobierno de Nixon, la ITT y la CIA conspiraron para impedir la investidura de Allende por el Congreso Pleno. Fracasaron porque la Democracia Cristiana estaba dirigida por su tendencia progresista y las Fuerzas Armadas encabezadas por un general ejemplar, René Schneider, asesinado a fines de octubre por la ultraderecha y la CIA.
El 3 de noviembre de 1970 Salvador Allende se terció la banda presidencial y se inició uno de los procesos políticos que mayor esperanza despertaron en el siglo XX. Un periodo lleno de dificultades, también –obviamente- de errores de la Unidad Popular, pero en el que sobre todo brillan los inmensos logros del Gobierno presidido por Allende y del pueblo chileno: la nacionalización del cobre, la reforma agraria y la erradicación del latifundio, la creación del Área de Propiedad Social y la participación de los trabajadores en la dirección de las industrias nacionalizadas, una política internacional no alineada y verdaderamente ejemplar, un proyecto cultural inigualado en la historia nacional (Quimantú, el Tren Popular de la Cultura, el crecimiento y apertura a los obreros de la Universidad Técnica del Estado) y un programa de medidas sociales muy completo (con el medio litro de leche como expresión cotidiana de ese bello cartel creado por los artistas plásticos de la UP: “La felicidad de Chile empieza por sus niños”). Y sobre todo el desarrollo verdaderamente conmovedor de la conciencia revolucionaria del pueblo, su alegría y su permanente movilización en defensa del camino al socialismo “en democracia, pluralismo y libertad”.

Así lo expresó el 21 de mayo de 1971, en su primer Mensaje presidencial al Congreso Pleno: “Pisamos un camino nuevo; marchamos sin guía por un terreno desconocido; apenas teniendo como brújula nuestra fidelidad al humanismo de todas las épocas –particularmente al humanismo marxista– y teniendo como norte el proyecto de la sociedad que deseamos, inspirada en los anhelos más hondamente enraizados en el pueblo chileno. (…) Caminamos hacia el socialismo no por amor académico a un cuerpo doctrinario. (...) Vamos al socialismo por el rechazo voluntario, a través del voto popular, del sistema capitalista y dependiente cuyo saldo es una sociedad crudamente desigualitaria estratificada en clases antagónicas, deformada por la injusticia social y degradada por el deterioro de las bases mismas de la solidaridad humana”. “Los que viven de su trabajo tienen hoy en sus manos la dirección política del Estado. Suprema responsabilidad. La construcción del nuevo régimen social encuentra en la base, en el pueblo, su actor y su juez. Al Estado corresponde orientar, organizar y dirigir, pero de ninguna manera reemplazar la voluntad de los trabajadores. Tanto en lo económico como en lo político los propios trabajadores deben detentar el poder de decidir. Conseguirlo será el triunfo de la revolución. Por esta meta combate el pueblo. Con la legitimidad que da el respeto a los valores democráticos. Con la seguridad que da un programa. Con la fortaleza de ser mayoría. Con la pasión del revolucionario. Venceremos”.

Salvador Allende representa ante la humanidad aquel proyecto político, aquellos años inolvidables… incluso para quienes no los vivimos. Aquel tiempo de las cerezas, similar al cantado en la bella canción de la Comuna de París, un siglo antes.

La huella dolorosa del cruento golpe de estado del 11 de septiembre de 1973 no desaparece de esta angosta y extensa franja encajada entre la cordillera andina y el imponente océano Pacífico. La reciente y vergonzante dimisión del “converso” Mauricio Rojas así lo prueba.

Hoy, 11 de septiembre de 2018, de nuevo martes, nos acompaña la memoria de aquel muchacho que conversaba y jugaba al ajedrez con el viejo Demarchi en su modesto taller de carpintería en Valparaíso, del militante del Grupo Avance, del fundador del Partido Socialista, del médico con profunda vocación social, del masón orgulloso de sus antepasados, del diputado, del ministro del Frente Popular, del senador, del candidato presidencial que unió a la izquierda y de aquel inmenso y hermoso movimiento popular que abrió con él las puertas de la Historia una noche constelada de septiembre de 1970.

El 11 de septiembre de 1973 Salvador Allende se convirtió en un mito del siglo XX. Las estremecedoras imágenes del bombardeo de La Moneda, la belleza casi poética y el dramatismo de sus últimas palabras a través de Radio Magallanes, su muerte en defensa de un siglo y medio de desarrollo democrático de Chile y del proyecto revolucionario al que consagró toda su vida y la ominosa dictadura militar que se instaló en el país otorgaron a su nombre una dimensión universal. Hoy está inscrito en avenidas, plazas, calles, colegios, hospitales, auditorios, puertos, centros culturales, asociaciones, cátedras universitarias, equipos de fútbol o comunidades indígenas de decenas de países. Es sinónimo de valores como democracia, justicia social, pluralismo, derechos humanos, libertad, socialismo.

Recordar a Allende exige ir más allá de la inmensa tragedia del 11 de septiembre de 1973 (y después), de su heroica muerte en La Moneda. Recordar a Allende es recorrer su apasionante trayectoria política, evocar la construcción de aquel gigantesco movimiento popular en Chile, reflexionar sobre la historia de la Izquierda en el siglo XX. Recordar a Salvador Allende invita a pensar y recrear el Socialismo en el siglo XXI.

 

Mario Amorós. Doctor en Historia y periodista. En Chile, acaba de publicarse la tercera edición de su libro Allende. La biografía (Ediciones B, 681 págs.)

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Fuente: Mundo Obrero