Rostros ocultos de las pensiones Imprimir
Opinión / Actualidad - Laboral
Escrito por Sandra Ezquerra / Público   
Martes, 08 de Febrero de 2011 04:39

Ilustración de Jordi Duró (Público)Las exigencias por parte de CCOO y UGT de retrasar los plazos para culminar la reforma de las pensiones e implementar de forma gradual los cambios acordados no hacen más que posponer el golpe de dicha reforma y focalizarlo en las crecientes filas de trabajadores precarios en el Estado español. A diferencia de lo que pueda parecer, la reforma de las pensiones no atañe únicamente, ni de forma particularmente severa, a aquellos trabajadores en la recta final de sus vidas laborales.

 

 Quienes cataremos sus primeros latigazos nos encontramos aún lejos de la edad de jubilación y seremos sus principales víctimas, no sólo como resultado de su implementación progresiva sino también por los cambios acaecidos en el mercado laboral español durante las últimas décadas. Somos aquellos que nos incorporamos al mercado laboral más tarde que nuestros padres quienes sufriremos los efectos de la incapacidad de cotizar los 38,5 años requeridos para cobrar el 100% de la pensión al cumplir los 65.

 Somos aquellos que hemos presenciado impávidos la precarización del mercado laboral durante las últimas décadas, los mismos que nos vemos obligados a trabajar durante cada vez más años en negro, con becas, jornadas parciales y contratos basura, a los que no nos saldrán las cuentas tras la ampliación a 25 años del período de cómputo de las cotizaciones. Somos los mismos que, cuando cumplamos los 66, no nos habremos jubilado aún, no sólo porque no nos tocará todavía por ley sino, sobre todo, porque nos faltarán varios años aún de cotización para poder obtener una pensión garante de una vejez digna.

A los impactos generacionales de la reforma de las pensiones se suman los de otras desigualdades laborales y sociales como las de género y origen nacional. Estas explican la presencia aún periférica de las mujeres en el mercado de trabajo y nos colocan en una posición particularmente endeble ante el endurecimiento de requisitos introducido por la reforma. A finales de 2010, casi el 56% de los trabajadores ocupados en el mercado de empleo formal eran hombres, frente a un 44% de mujeres. Las tasas de ocupación femenina disminuían en los tramos de edad reproductiva, donde a su vez aumentaba el número de mujeres trabajando a tiempo parcial para poder conciliar así su empleo con el cuidado de su hogar y familiares. Asimismo, las mujeres constituíamos menos de un 40% del total de trabajadores remunerados a tiempo completo y más de un 77% de los ocupados a tiempo parcial. Entre estos últimos, las mujeres sumábamos el 97% de trabajadores a media jornada fruto de la obligación de cuidar a niños o familiares adultos y el 94,17% de los que no accedían a un empleo a jornada completa como resultado de otras responsabilidades familiares. En el primer grupo teníamos una presencia desproporcionada las mujeres de entre 25 y 44 años y en el segundo las mujeres de 35 años y mayores. De poco servirá el reconocimiento de nueve meses de cotización por cada permiso de maternidad solicitado –con un límite de dos años en total–, ya que, por un lado, dicho reconocimiento únicamente entrará en vigor en aquellos casos en que la trabajadora haya conseguido cotizar más de 35 años y, por el otro, cabe recordar que los perniciosos efectos económicos y laborales de los malabarismos en pos de la conciliación azotan a las mujeres durante toda nuestra vida, y no sólo cuando decidimos ser madres. Sin ir más lejos, las mujeres solicitamos el 85% de las excedencias para cuidar a familiares adultos.

El ahondamiento del principio contributivo del sistema de pensiones, que prioriza largas carreras laborales formales por encima de la edad biológica, perpetuará la vulnerabilidad social de todos aquellos y aquellas que ocupamos una presencia secundaria en el mercado de trabajo, sea esta en forma de jornadas parciales, trayectorias laborales discontinuas o una alta concentración en la economía informal. Si a ello se le añade que el salario medio femenino constituye todavía el 78% del masculino, que las tasas de paro entre las mujeres de origen inmigrante y las jóvenes son del 29% y el 61% respectivamente y que el salario medio de las primeras suma sólo el 50% del de los hombres autóctonos, mientras que el de las segundas roza el 37% de la población total, no resulta difícil elucidar quién pagará una parte importante de los recortes perpetrados.

No se trata aquí de obviar la gravedad de los efectos de la reforma sobre el conjunto de la clase trabajadora –que sin duda serán severos–, sino más bien de visibilizar que algunas de las desigualdades sociales actualmente existentes se verán profundizadas. ¿Quién será capaz en 2040 de demostrar entre 37 y 38,5 años de cotización a tiempo completo y obtener una pensión digna a las edades de entre 65 y 67 años como resultado de haber computado los últimos 25 años de su vida laboral formal y remunerada? Ni los jóvenes que sufrimos en carne propia la irreversible precarización del mercado de trabajo, ni las mujeres que vemos nuestras vidas laborales constantemente interrumpidas y diezmadas por nuestras múltiples e impuestas obligaciones de cuidado, ni las personas de origen inmigrante que inundan el saco sin fondo de la economía sumergida. Y no estaremos solos, ya que el modelo de vida laboral estable, registrada, ininterrumpida y en constante promoción en la que parece basarse la reforma de las pensiones constituye cada vez menos una realidad del presente y deviene a ritmos acelerados un recuerdo nostálgico de antaño o privilegio de una minoría.

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Sandra Ezquerra trabaja en Institut de Govern i Polítiques Públiques (UAB)