Delitos de odio Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Víctor Moreno   
Sábado, 16 de Junio de 2018 05:05

El Estado de derecho ha convertido el odio en mecanismo de control político y social, abarcando con su denominación cualquier muestra de crítica al establishment.

Resulta extraño que en una época como la actual, en la que no han cesado las voces a la hora de vitorear la democracia, la participación ciudadana, la libertad individual y de expresión, el Estado de derecho como garante de esas libertades, la palabra odio se haya colado en este escenario con tanta intensidad en la llamada «comunicación de masas» y se utilice como arma explicativa del caos social en que, a veces, cierta clase política dice que estamos inmersos Incluso, se elaboran «Informes de incidentes de odio anuales», señalando el número de casos denunciados por este delito y se comparan unas comunidades entre otras, no sé si para conocer cuál de ellas es la que más odia, y así. Un horror.

Desde los juicios de Nuremberg, no había concitado tanta atención dicha palabra y, entonces, se hizo para hablar de delitos de odio contra la humanidad cometidos por los nazis desde 1933 y, por extensión, por los golpistas en 1936. Desgraciadamente, el odio parece haberse extendido como plaga bíblica por las fronteras de este mundo.

Pocos esperaban que la explicación científica de la lucha entre amos y esclavos, versión hegeliana, y la lucha de clases, versión original marxista, desapareciera con la democracia, y que fuera el odio quien la sustituyera. Darwin publicó, en 1872, “La expresión de las emociones en el hombre y los animales”, donde estudiaba el origen evolutivo de las manifestaciones emocionales, tanto del género humano como animal a secas. Uno de sus capítulos lo dedicó al odio. Darwin decía que sus raíces estaban en la venganza y en la defensa de los intereses propios: «Si hemos sido o esperamos ser agredidos por alguien (…) ese alguien nos será desafecto; y el desafecto se convierte fácilmente en odio». El odio forma parte de la evolución y cuando algo exógeno perturba el equilibrio del sujeto y de las instituciones los mecanismos de defensa saltan. Uno de esos mecanismos es el odio. Pero maticemos. Porque odios, los hay de muchas clases. No es lo mismo el odio de Horacio cuando aseguraba que «odio a la gente profana y la mantengo lejos», que «el odio que Borrell fomenta en Cataluña», según Puigdemont, o «el odio que cultiva Puigdemont en Cataluña», según Borrell.

El Estado de derecho dice que su persecución contra el odio obedece a su piadosa intención de salvaguardar a los indefensos y débiles, pero no dice qué o quién nos librará del odio del propio Estado. Y, ojo, porque el odio del Estado existe, y él lo sabe.

La realidad es que las acusaciones por delito de odio han aumentado. Dicen que por la amplitud vagarosa del precepto y la despenalización de la injuria de carácter leve. Sin embargo, leyendo las sentencias dictadas, el criterio del odio a la hora aplicar su legislación, que es producto de la reforma del Código Penal (LO, 2015, artículo 510), no es claro. Algunas sentencias lo confirman. Calificar la cruz del Valle de los Caídos como una mierda, fue acusado de delito de odio, pero el juez lo desestimó. También, lo sería afirmar que «el mal llamado matrimonio homosexual es una abominación a ojos de Dios»; la querella interpuesta por la Asociación de Abogados Cristianos y el Arzobispado de Pamplona y Tudela, por la exposición fotográfica titulada “AMEN” en el que el autor formaba la palabra «pederastia» con hostias consagradas, con la intención de denunciar la lacra de la pederastia en la Iglesia católica, tuvo el mismo destino del sobreseimiento; la denuncia por la publicación en prensa de una noticia ilustrada con la imagen de dos figuras de la Virgen, besándose en actitud lésbica, acompañada del texto «Contra la normas sagrades, estima com vulgues!», tampoco se aceptó como delito de odio.

Estas resoluciones y otras dictadas por jueces y tribunales en aplicación del nuevo art. 510 del Código Penal, revelan que los requisitos para dictar sentencia como delito de odio son muy vaporosas. En cambio, a los protagonistas de Alsasua se les acusó de terrorismo en primer lugar, luego por un delito de odio y, otra vez, por ser los últimos guerreros de ETA. Y es que la Guardia Civil en estas tierras tiene una categoría moral y transcendente superior a la de la santísima Trinidad. Calificación que no parece tener en Algeciras, donde las gresca entre los del tricornio y gentes del lugar es eso, gresca, algarabía, altercado, pelotera. Nunca odio, ni terrorismo. De hecho, los miles de enfrentamientos de la ciudadanía con la Guardia Civil fuera de Alsasua nunca tuvieron ese sesgo penal por parte de los jueces. 

El Estado de derecho ha convertido el odio en mecanismo de control político y social, abarcando con su denominación cualquier muestra de crítica al establishment. Se invoca la defensa de los desheredados de la tierra, pero el delito de odio, como figura jurídica, es un totum revolotum donde caben todo tipo de supuestos delitos: blasfemia, limpiarse los mocos con la bandera española, escupir cáscaras de pipas a la Guardia Civil, cagarse en Dios o en la Virgen, mearse en la puerta de una basílica, y así. Un despropósito.

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que apelar al odio desde el Código Penal es tan peligroso como basarse en los actos de habla perlocutivos –esos que al decirlos estamos, según los jueces, incitando a hacer daño al otro o exaltando el terrorismo que no existe–, o los delitos sin víctimas, atentados contra alguien que nadie ha visto ni quejado, como el sujeto receptor de una blasfemia; o cagarse en un objeto o símbolo tenido como sagrado y al que, según un juez, alguien ofendió, y, por tanto, ha vituperado y ha ofendido a quien tiene dicho objeto como objeto de devoción, entre ellos el propio juez. Un círculo vicioso.

Quizás, los juristas consideren que han descubierto el Mediterráneo con esta nueva figura delictiva. Spinoza tenía muy claro que ni el odio, ni su correlato el amor, deberían figurar en el Código Penal. El filósofo Héctor Subirats tiraría del sarcasmo para decir lo mismo: «No se entiende la mala fama del odio cuando se analizan sus atributos y sus virtudes: Frente al sobrevalorado amor, el odio es un sentimiento que pide muy poco a quien lo ostenta y que ofrece a cambio una fidelidad duradera e insobornable».

Hay otra dimensión olvidada del odio. García Márquez lo describió en su novela "La Mala Hora". La pasión del odio, más que para diferenciar políticamente a conservadores de liberales, sirve para establecer aquellas líneas necesarias que mantienen vivo el recuerdo de hechos singulares del pasado. García Márquez sostenía la tesis de que este odio ziriqueaba la memoria y desde ella resistir la impostura crónica de los poderosos y la perpetración y olvido de sus crímenes impunes.

Hay gente que dice que la apelación al odio oculta las causas de la inquina social que las clases humilladas y explotadas han sentido hacia los poderosos. No siempre es así. Porque no es verdad que quien odia desee el mal al odiado. Mucha gente odia por motivos más que justificados. ¿Les desean el mal? No. Solo quieren que les suceda lo mismo que esta gente ha padecido, para que comprendan el dolor causado, aun a sabiendas de que es una misión imposible y de que jamás serán tan miserables como sus odiados. Esta certeza, desde luego, la tienen muy clara.

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Fuente: Gara