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Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Daniel Bernabé   
Jueves, 24 de Mayo de 2018 04:59
Las buenas maneras

“Al igual que con Willy Toledo, cabe hacerse la pregunta con Pablo Iglesias e Irene Montero: qué hubiera sido de sus vidas si no hubieran decidido saltar a la arena”.

Veo al actor en la parroquia, debajo del Cristo, rodeado de algunos de los suyos, pocos. Los detalles cambian cuando los principios llevan a las personas a ponerse en el disparadero por sus ideas. Esa religión institucional, que ya va para un par de milenios, adaptándose a sistemas, revoluciones y poderes, se transforma en algo cercano, en algo que acoge, en algo que merece ser respetado. Por allí no sobrevuelan los obispos, con sus cátedras infalibles faltando gravemente a quien creen díscolo o pecador. Son demasiadas las salidas de tiesto de los eminentísimos para pensar, seriamente, que a un actor se le esté persiguiendo judicialmente por haber defendido con rudeza una manifestación feminista.

Hay gente que, de soñar tanto la abundancia del miserable, acaba reproduciendo sus maneras, afirmando que nada de lo que sucede puede tener un objetivo que no sea el beneficio personal. Dicen, como pretendiendo sonar definitivos, que si Guillermo Toledo sabe que el juicio no va a llegar a ninguna parte, su actitud levantisca solo tiene como objetivo su promoción personal. No entienden que el problema no es el resultado del juicio, sino el juicio en sí mismo. No saben que hay personas capaces de situar lo que piensan justo por encima de su integridad individual. No son capaces de concebir el precio tan alto que suele pagar quien sobrepasa el límite de lo considerado razonable.

Veo al actor discutiendo con el periodista. Uno es vehemente, el otro es hábil. Uno razona el conflicto, el otro escenifica el consenso. Uno queda fuera de los límites de lo común, el otro juega con el paternalismo de quien se sabe a salvo. Es la tiranía de las buenas maneras, que por un lado son imprescindibles para no caer achicharrado, pero a la vez son cárcel de la verdad más dura. Todo lo que Toledo le dijo a Ferreras, en un memorable encontronazo televisivo, era verdad, ambos lo sabían. La cuestión es que la profesión de uno es actuar y la del otro actuar para lo pautado, eso que cuando las cosas cambian, tras mucho tiempo, se acaba contemplando con una mueca como poco de desdén. Ferreras debería saberlo, fue él uno de los que se plantó en los días posteriores al 11-M, fue él quien sobrepuso verdad a cortesía, esa que pedían desde Moncloa.

El actor ganó en sus círculos, el periodista ganó en los suyos. Uno respeto, el otro audiencia. El problema es que la admiración no da de comer, que, al final, es lo que queda cuando la protesta se apaga y las cámaras enfocan hacia otro lado. Cómo hubiera sido la vida de Toledo si no hubiera sacado aquella pancarta del No a la guerra. Cómo hubiera sido si se hubiera limitado a protagonizar comedias y a hacernos reír un domingo a la hora de cenar. Lo peor, y esta es una pregunta que se hace más de uno, es si al final merece la pena. No por la derrota o la victoria política –frente a eso el rojo ya viene vacunado de casa–, sino por la derrota personal. Las crónicas, incluso las revolucionarias, siempre omiten a los que se quedaron por el camino, a los que sus principios les costaron una familia, una sonrisa, ver atardecer tranquilamente un lunes de noviembre. A la ideología fuera de los márgenes se la necesita, pero también se la acaba aborreciendo.

Lo que más me jode de lo del chalet no es, a mi juicio, la mala decisión. Sino que nadie, y aquí tan solo especulo, advirtiera a la pareja de dirigentes la que se les iba a venir encima. Una de las primeras cosas que pierden los que se meten en esa política que queda fuera de las murallas de la ciudad son los amigos. La incomprensión mutua, las horas de asambleas, las ideas defendidas con demasiada rectitud frente a las replicadas con demasiada inercia. Los costes suelen ser altos, más de los que se imaginan los que ven el espectáculo desde la barrera, como espectadores de una actividad, la política, que ha dejado de ser asunto de todos para convertirse en escupidera de nuestras frustraciones. Ni Iglesias era tan bueno cuando la mayoría bebía los vientos por él, ni ahora es tan malo cuando le culpamos de nuestras desdichas. Iglesias no es el mejor dirigente que podía tener parte de la izquierda, es el que tiene, el que la época se podía permitir.

La imagen, de él y Montero saliendo del hospital, ella hablando con unos familiares y él alerta observando a los fotógrafos que les acechaban, es repugnante. El resaltado de la ecografía en el fotomontaje del panfleto. La provocación desmesurada para que alguien pierda los nervios y suelte un par de hostias. Al igual que con el actor cabe hacerse la pregunta con ambos políticos: qué hubiera sido de sus vidas si no hubieran decidido saltar a la arena. Ellos, al menos, son dirigentes. Ellos, al menos, tienen una cierta protección de una estructura que, al lado de la que la enfrenta, parece endeble. Qué pensará Manuel Clemente, el concejal de IU de Villarrobledo al que amenazaron de muerte por pedir la retirada de un monumento franquista como estipula la ley. ¿Le merecerá la pena?

Corrían los primeros años de siglo cuando compartí mantel con un militante antifranquista de uno de esos pequeños partidos de los que todos hemos olvidado el nombre. Pedimos vino, menos él porque arrastraba un problema de riñón de una paliza que los uniformados le dieron de joven. La conversación derivó hacia esa época y todos empezamos a quedar callados antes sus andanzas. Algunas divertidas, otras, nos pareció, heroicas. Al ver nuestro brillo en la mirada nos advirtió de que no había nada que desear en aquello. De que en la cárcel, entre el frío y la dieta de galera, el estreñimiento era tal que en ocasiones se tenían que sacar del recto las heces con los dedos. Aquello no era un juego, estas cosas rara vez se cuentan. Lo peor es que no recuerdo ni su nombre, casi ni su cara. Una persona que no saldrá nunca en los libros de historia, con una expresión de fuerte desencanto, junto a algo de tristeza y profundidad, pero nunca de cinismo. ¿Le mereció la pena?

Veo a Zaplana saliendo en un coche, más que detenido, escoltado. Alcalde de Benidorm, presidente de la Generalitat Valenciana, ministro de Trabajo, portavoz de su partido en las Cortes. Casi veinte años de cargos. Cuando se cayó del escaño fue a parar a un puesto en Telefónica y otro en Logista, antiguos entes públicos privatizados por el gabinete del que él formó parte. En la empresa de distribución ganaba casi cien mil euros al año, en la compañía de comunicaciones se desconoce. No le han amenazado con dispararle, no le fotografiaron en su vida privada, su figura no despierta una hostilidad desmesurada al aparecer en la tele de un bar. Si es condenado pasará unos meses dentro de un establecimiento penitenciario en condiciones dignas. En el cuartelillo los agentes respetarán su integridad física.

No sabemos si a Zaplana le habrá merecido la pena. Lo que sí afirmamos es que no es lo mismo vivir bajo el ala del leviatán que despertarlo, tener intereses que tener principios, robar que equivocarse, retorcer la ley que pedir su cumplimiento. Cagarse en Dios que cagarse en los pobres.

Disculpen el lenguaje, hay veces que las buenas maneras tienen que tener un límite.

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Fuente: La Marea