Mi patria es mi barrio Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Miguel Guillén   
Miércoles, 01 de Noviembre de 2017 00:00

Va de clases sociales, no de orígenes. Ni 155 ni DUI. No en nuestro nombre.

Jordi Évole explica a menudo que su patria es su barrio. Se trata de una afirmación que compartimos muchas personas en Cataluña, y más concretamente en esa Cataluña que sale poco en los medios y que para muchas otras personas es invisible. Mi barrio, donde crecí y donde sigo viviendo, se construyó en los años sesenta del siglo pasado, gracias al esfuerzo y al trabajo de personas que llegaban a Cataluña huyendo de la pobreza y la miseria desde otras zonas de las Españas. Mis abuelos, sin ir más lejos, tardaron más de quince años en construirse como pudieron su humilde vivienda, de domingo en domingo, gracias a su trabajo y a la ayuda de los vecinos, en muchos casos paisanos de sus pueblos de origen.

“Mis manos mi capital”, que decía un antiguo cartel del PSUC. En aquel barrio de los sesenta no había luz, ni agua corriente, ni escuelas, ni ambulatorio, ni llegaba el autobús. Mi padre, muy jovencito en aquella época, se acuerda perfectamente de ello. La lucha y el esfuerzo de aquella generación heroica sirvieron para que hoy nosotros sí dispongamos de estos servicios y hayamos podido estudiar en la escuela pública del barrio o podamos poner la vacuna a nuestros hijos en el ambulatorio, a pesar de la infrafinanciación de los servicios públicos que gestiona la Generalitat (gobernada la mayoría de años por la derecha). Porque nuestros abuelos y después nuestros padres se hincharon a trabajar: de albañil, fregando escaleras o en una fábrica textil, donde fuera. Y así algunos pudimos incluso estudiar en la universidad pública. En mi barrio, hasta no hace tanto había descampados donde jugábamos los niños, esquivando las jeringuillas que segaron la vida de tantos y tantos vecinos víctimas de la heroína. Hoy a muchos esto les suena a película de Eloy de la Iglesia, pero se trata de algo que muchos vivimos en primera persona. Mis padres, antes de dejarme salir a jugar a la calle, siempre me decían lo mismo: “ni se te ocurra tocar ninguna jeringuilla”. Mis amigos escuchaban en casa la misma advertencia.

En mi barrio se habla castellano con un acento raro, mezcla de andaluz, murciano y extremeño, como en tantos y tantos barrios obreros de la Cataluña metropolitana. Muchas veces he tenido que justificar ante amigos de otras partes de las Españas el porqué de mi forma de hablar. Un acento que nuestros padres y abuelos nunca perdieron y que mi generación aún conserva. Muchos, a nuestros hijos hoy les hablamos en catalán. O en castellano, qué más da. Porque el supuesto conflicto lingüístico solamente existe en la mente de algunos políticos oportunistas y malintencionados.

Hablando de política, en mi barrio casi siempre ganó el PSC, y en las dos últimas generales lo hizo En Comú Podem. En las autonómicas del 2015, ganó Ciutadans (tomemos nota). Casi nadie vota a CiU, ERC o la CUP y son muy pocos también quienes se sintieron llamados a participar en las movilizaciones del 9-N (2014) o el 1-O (2017). La independencia de Cataluña es algo que aquí, en mi barrio, muy poca gente reclama. Mi antiguo profesor Vicenç Navarro lo ha explicado muchas veces aquí en Público, así que no insistiré en el tema. Si en los últimos años las banderas esteladas que había en los balcones se podían contar con los dedos de una mano, desde hace algunos días han proliferado las banderas españolas, como cuando Iniesta le metió el gol a Holanda en la final del Mundial. ¡Menos mal que nos habían dicho que esto no iba de banderas! Y los que no nos sentimos identificados con la una ni con la otra no tenemos más salida que la atonía.

En mi barrio hay mucha gente que las ha pasado canutas en los últimos años: paro, desahucios, tristeza y dolor. Tengo la sensación de que hace demasiado tiempo que son pocas las voces que denuncian sus dramas. Tengo la sensación de que hay un tema que todo lo tapa con un trozo de tela, sea la que sea. Y tengo la sensación de que esto es la gran derrota de la izquierda. Y de la gente de barrio. Fastidia que determinados sectores de izquierdas se acomplejen y se mimeticen con el independentismo mainstream. Quienes no necesitamos disfrazarnos ni cortarnos el pelo de determinada manera no nos hemos acomplejado nunca, porque venimos de donde venimos y somos quienes somos. Porque esto, creo que vale la pena recordarlo, va de clases sociales, no de orígenes. Y permítanme ejercer el derecho a dudar de las movilizaciones “transversales” o “interclasistas”. No me las creo demasiado, la verdad… Por eso no podemos permitir que determinados personajes que han estudiado en colegios de pago nos den ahora lecciones. Que se vengan a vivir una temporadita al barrio, sería muy recomendable para no hablar en nombre de ningún pueblo elegido. “El Poble Català”, dicen algunos sin ruborizarse.

Mucha gente se ilusionó cuando un tipo con coleta y un grupo de profes universitarios revolucionaron nuestro panorama político. España era irreformable, decían algunos, y estos jóvenes académicos se encargaron de desmentirlos. Aquí, en mi tierra, una activista de la PAH puso en jaque al establishment convergente, hoy aún en el poder en Cataluña gracias al apoyo de determinada izquierda. Muchos creímos que sí se podía. Pero ahora, y estos días con más intensidad, el desamparo se extiende por los barrios de la Cataluña metropolitana y parece que quienes tienen la responsabilidad de gobernar han preferido optar por el “cuanto peor, mejor”, para satisfacer sus intereses partidistas y sus instintos más primarios. Y lo que es peor: empezamos a sentirnos desamparados también por quienes teóricamente deberían representarnos. Faltan dirigentes que conozcan la realidad de los barrios metropolitanos, indudablemente. También en lo que se ha dado en llamar “la nueva política”.

Volviendo a la estrategia del “cuanto peor, mejor”: se ha optado por esta estrategia irresponsable y suicida en uno y otro lado de la trinchera, con diferentes grados de (ir)responsabilidad. En un lado, la tradición heredera del franquismo sigue controlando muchas estructuras del estado y no duda en utilizar salvajemente la violencia si lo considera necesario. Un problema político se ha decidido intentar resolverlo por la vía judicial y represiva, algo que no servirá para solucionar el conflicto de fondo y solamente generará más problemas. En el otro lado, unos políticos irresponsables han decidido proclamar la independencia sin tener el apoyo popular y democrático suficiente, engañando a la gente que, de buena fe, se ha creído que todo iba a salir gratis y nos íbamos a convertir en la Dinamarca del Sur de un día para otro. Los dirigentes saben de sobras que esto no iba a ser así, por eso han dudado tantas veces, por eso la bancada de Junts pel Sí parecía un funeral en el momento solemne de la aprobarse la declaración de independencia el pasado viernes. Esperemos que no sea demasiado tarde, pero el pesimismo hace mella. Vaya si la hace. Ni 155 ni DUI. No en nuestro nombre.

Miguel Guillén
Politólogo y autor del libro ‘Podemos-Izquierda Unida. Del desamor a la confluencia’

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Fuente:

Mi patria es mi barrio

Va de clases sociales, no de orígenes

Ni 155 ni DUI. No en nuestro nombre.

Jordi Évole explica a menudo que su patria es su barrio. Se trata de una afirmación que compartimos muchas personas en Cataluña, y más concretamente en esa Cataluña que sale poco en los medios y que para muchas otras personas es invisible. Mi barrio, donde crecí y donde sigo viviendo, se construyó en los años sesenta del siglo pasado, gracias al esfuerzo y al trabajo de personas que llegaban a Cataluña huyendo de la pobreza y la miseria desde otras zonas de las Españas. Mis abuelos, sin ir más lejos, tardaron más de quince años en construirse como pudieron su humilde vivienda, de domingo en domingo, gracias a su trabajo y a la ayuda de los vecinos, en muchos casos paisanos de sus pueblos de origen. “Mis manos mi capital”, que decía un antiguo cartel del PSUC. En aquel barrio de los sesenta no había luz, ni agua corriente, ni escuelas, ni ambulatorio, ni llegaba el autobús. Mi padre, muy jovencito en aquella época, se acuerda perfectamente de ello. La lucha y el esfuerzo de aquella generación heroica sirvieron para que hoy nosotros sí dispongamos de estos servicios y hayamos podido estudiar en la escuela pública del barrio o podamos poner la vacuna a nuestros hijos en el ambulatorio, a pesar de la infrafinanciación de los servicios públicos que gestiona la Generalitat (gobernada la mayoría de años por la derecha). Porque nuestros abuelos y después nuestros padres se hincharon a trabajar: de albañil, fregando escaleras o en una fábrica textil, donde fuera. Y así algunos pudimos incluso estudiar en la universidad pública. En mi barrio, hasta no hace tanto había descampados donde jugábamos los niños, esquivando las jeringuillas que segaron la vida de tantos y tantos vecinos víctimas de la heroína. Hoy a muchos esto les suena a película de Eloy de la Iglesia, pero se trata de algo que muchos vivimos en primera persona. Mis padres, antes de dejarme salir a jugar a la calle, siempre me decían lo mismo: “ni se te ocurra tocar ninguna jeringuilla”. Mis amigos escuchaban en casa la misma advertencia.

En mi barrio se habla castellano con un acento raro, mezcla de andaluz, murciano y extremeño, como en tantos y tantos barrios obreros de la Cataluña metropolitana. Muchas veces he tenido que justificar ante amigos de otras partes de las Españas el porqué de mi forma de hablar. Un acento que nuestros padres y abuelos nunca perdieron y que mi generación aún conserva. Muchos, a nuestros hijos hoy les hablamos en catalán. O en castellano, qué más da. Porque el supuesto conflicto lingüístico solamente existe en la mente de algunos políticos oportunistas y malintencionados.

Hablando de política, en mi barrio casi siempre ganó el PSC, y en las dos últimas generales lo hizo En Comú Podem. En las autonómicas del 2015, ganó Ciutadans (tomemos nota). Casi nadie vota a CiU, ERC o la CUP y son muy pocos también quienes se sintieron llamados a participar en las movilizaciones del 9-N (2014) o el 1-O (2017). La independencia de Cataluña es algo que aquí, en mi barrio, muy poca gente reclama. Mi antiguo profesor Vicenç Navarro lo ha explicado muchas veces aquí en Público, así que no insistiré en el tema. Si en los últimos años las banderas esteladas que había en los balcones se podían contar con los dedos de una mano, desde hace algunos días han proliferado las banderas españolas, como cuando Iniesta le metió el gol a Holanda en la final del Mundial. ¡Menos mal que nos habían dicho que esto no iba de banderas! Y los que no nos sentimos identificados con la una ni con la otra no tenemos más salida que la atonía.

En mi barrio hay mucha gente que las ha pasado canutas en los últimos años: paro, desahucios, tristeza y dolor. Tengo la sensación de que hace demasiado tiempo que son pocas las voces que denuncian sus dramas. Tengo la sensación de que hay un tema que todo lo tapa con un trozo de tela, sea la que sea. Y tengo la sensación de que esto es la gran derrota de la izquierda. Y de la gente de barrio. Fastidia que determinados sectores de izquierdas se acomplejen y se mimeticen con el independentismo mainstream. Quienes no necesitamos disfrazarnos ni cortarnos el pelo de determinada manera no nos hemos acomplejado nunca, porque venimos de donde venimos y somos quienes somos. Porque esto, creo que vale la pena recordarlo, va de clases sociales, no de orígenes. Y permítanme ejercer el derecho a dudar de las movilizaciones “transversales” o “interclasistas”. No me las creo demasiado, la verdad… Por eso no podemos permitir que determinados personajes que han estudiado en colegios de pago nos den ahora lecciones. Que se vengan a vivir una temporadita al barrio, sería muy recomendable para no hablar en nombre de ningún pueblo elegido. “El Poble Català”, dicen algunos sin ruborizarse.

Mucha gente se ilusionó cuando un tipo con coleta y un grupo de profes universitarios revolucionaron nuestro panorama político. España era irreformable, decían algunos, y estos jóvenes académicos se encargaron de desmentirlos. Aquí, en mi tierra, una activista de la PAH puso en jaque al establishment convergente, hoy aún en el poder en Cataluña gracias al apoyo de determinada izquierda. Muchos creímos que sí se podía. Pero ahora, y estos días con más intensidad, el desamparo se extiende por los barrios de la Cataluña metropolitana y parece que quienes tienen la responsabilidad de gobernar han preferido optar por el “cuanto peor, mejor”, para satisfacer sus intereses partidistas y sus instintos más primarios. Y lo que es peor: empezamos a sentirnos desamparados también por quienes teóricamente deberían representarnos. Faltan dirigentes que conozcan la realidad de los barrios metropolitanos, indudablemente. También en lo que se ha dado en llamar “la nueva política”.

Volviendo a la estrategia del “cuanto peor, mejor”: se ha optado por esta estrategia irresponsable y suicida en uno y otro lado de la trinchera, con diferentes grados de (ir)responsabilidad. En un lado, la tradición heredera del franquismo sigue controlando muchas estructuras del estado y no duda en utilizar salvajemente la violencia si lo considera necesario. Un problema político se ha decidido intentar resolverlo por la vía judicial y represiva, algo que no servirá para solucionar el conflicto de fondo y solamente generará más problemas. En el otro lado, unos políticos irresponsables han decidido proclamar la independencia sin tener el apoyo popular y democrático suficiente, engañando a la gente que, de buena fe, se ha creído que todo iba a salir gratis y nos íbamos a convertir en la Dinamarca del Sur de un día para otro. Los dirigentes saben de sobras que esto no iba a ser así, por eso han dudado tantas veces, por eso la bancada de Junts pel Sí parecía un funeral en el momento solemne de la aprobarse la declaración de independencia el pasado viernes. Esperemos que no sea demasiado tarde, pero el pesimismo hace mella. Vaya si la hace. Ni 155 ni DUI. No en nuestro nombre.

Miguel Guillén
Politólogo y autor del libro ‘Podemos-Izquierda Unida. Del desamor a la confluencia’

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Fuente: Público