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Laicismo - Crítica a la religión
Escrito por Artemio Zarco / Gara   
Lunes, 24 de Octubre de 2011 00:00

InfiernoEl 24 de agosto pasado los observatorios terrestres astronómicos captaron una explosión estelar de una luminosidad equivalente a la de mil millones de soles como el nuestro, el que nos calienta y alumbra. Se trata de la explosión de una estrella ubicada en la galaxia M 101. La explosión ha tenido lugar hace millones de años. Ahora nos llega a través de la inmensidad del espacio transportada por las ondas las partículas luminosas de esa explosión. Sumidos en este vértigo cósmico sabemos que esa estrella que existió hace millones de años no existe actualmente. Con nuestros maravillosos instrumentos estamos viendo lo que fue, no lo que es. Actualmente es nada.

 

Cuando se producen este tipo de comprobaciones, el hombre se empequeñece al constatar tanta infinitud y a la vez se pregunta una vez más cómo ha sido que ha llegado a la tierra y cuáles son sus posibilidades de futuro, las suyas y las de sus descendientes.

Mientras éstas y otras consideraciones nos acucian intelectualmente y a menudo nos afligen emocionalmente, solo sabemos que somos en el espacio-tiempo de nuestro fugaz paso por la tierra un momento entre dos eternidades, la del pasado y la del futuro.

En su poema a Aldebarán, la estrella más brillante de la constelación de Tauro, 230 veces más luminosa que el sol, a 68 años luz de distancia con respecto a la Tierra, Unamuno llama a la miríada de los cuerpos celestiales que titilan en la remota lejanía por la noche «celestes jeroglíficos en que el enigma universal se encierra». Con tal motivo formula una serie de angustiadas preguntas: «¿Allende el infinito qué resta?», «¿Qué es lo que hay del otro lado del espacio?», «¿Dónde acaban los mundos?», «¿Me oyes Aldebarán?».

De igual forma y con parecida zozobra Gauguin en uno de sus más famosos cuadros (Museum of Fine Arts, Boston) que representa un escenario polinesio en el que las gentes pasean, hablan y arrancan frutas de los arboles, plantea la triple ansiosa pregunta: «¿De dónde venimos? ¿Qué somos?, ¿A dónde vamos?».

Preguntas las de Unamuno y las de Gauguin hasta ahora sin respuesta al igual que las de tantos otros, de forma que el sentido de nuestra existencia sigue pendiente de una explicación que ni la ciencia, ni la filosofía, ni la poesía, ni el arte acaban de dar.

Sin embargo todos sabemos que la alternativa a ese terrible vacío, a ese agujero negro que nos puede absorber sin dejar rastro de nuestro paso por este mundo, ha sido explicado por otras instancias humanas: las religiones en general y en la parte que nos toca, las cristianas y afinando más, la católica.

Sin más base racional que la de argüir que no va contra la razón, sin más apoyo que su afirmación y su palabra de que son los depositarios y los intérpretes de la revelación de la divinidad, nos aseguran los sacerdotes de esas religiones que existe otra vida y que es eterna y que por tanto no ha lugar a hablar de vacío alguno ni de inexistencia en el más allá.

Hasta aquí poco tendríamos que rebatir: se trataría sin más de creer o de no creer y en este aspecto hasta podría ser sumamente gratificante para quienes decidieran creer, conseguir la certeza fideista de que hay otra vida.

No hay nada que objetar a este planteamiento con independencia para nuestra desgracia de no encontrarnos entre quienes creen. Pero a partir de ahí se transforma completamente el panorama, cuando constatamos que toda esa predicación de la otra vida se convierte en un instrumento implacable del ejercicio del poder de la Iglesia en esta vida.

Con mayor ahínco pronunciaré la sentencia condenatoria contra quienes la predican cuando constato que una de los posibilidades anunciadas de esa vida eterna es la del infierno y que tiene más posibilidades de merecerlo quien no obedezca y no se someta a la Iglesia.

O lo que es igual, es el ejercicio del poder religioso exigiendo acatamiento a través del miedo, del más atroz de los miedos, el del sufrimiento corporal y moral por toda la eternidad, de forma ininterrumpida, sin descanso, sin un segundo de tregua. El infierno es el dolor convertido en existencia eterna.

No es mi intención arremeter contra los cristianos de base, ni faltar a sus creencias aunque no las comparta. Mi denuncia va contra la jerarquía y contra quienes desde la Iglesia difunden la existencia de los horrores infernales.

Desde este enfoque se puede sentar la primera conclusión de que el Papa reinante Benedicto XVI es nefasto.

Su recién visita pastoral a España no es lo más grave que se le puede imputar, con independencia de su escandalosa falta de sensibilidad.

Una sociedad inmersa en la crisis cuya solución ni siquiera se vislumbra, no está para pompas, ceremonias y dispendios, ni para apoteosis papales, ni para triunfalismos con tantos príncipes de la Iglesia reunidos con sus vestiduras talares púrpuras, escarlatas y moradas, cuando tendrían que ser tiempos de templanza y moderación.

Esta demostración de fuerza con el derroche que lo acompaña a cargo de presupuestos públicos que quedan disimulados en penumbras y espejismos piadosos, está totalmente fuera de lugar.

Estas celebraciones faraónicas con nuestro dinero, constituyen una ofensa que comete quien considera normal que el pobre se haga más pobre para festejar al enviado de Dios.

Pero retomamos el argumento. Mucho más condenable que estos festejos millonarios es la doctrina del miedo que difunden entre los fieles. Para mejor desorientar hablan constantemente del amor del pastor a sus ovejas y del amor al prójimo, pero el mensaje que cala y deja su huella temblorosa en el consciente y en el inconsciente asustado del cristiano es la posibilidad de su condenación eterna en el más frenético y espantoso de los infiernos, si no se cumplen sus mandamientos.

La furia de la Iglesia en la imposición de penas está más que demostrada a lo largo de la Historia. El Tribunal de la Santa Inquisición que sobresalió de forma destacada en España, demostró de lo que era capaz una Iglesia intolerante torturando y quemando vivos a los que consideraba pecadores. Esa Iglesia que arrasó cuando tenía ejércitos no se resigna a renunciar a los rescoldos de lo que aún es brasa rabiosa que conserva de su poder religioso.

No hay historias más terroríficas que las de los autos de fe, anticipo de los horrores infernales con los que todavía amenaza a los que no obedecen.

En los sistemas penales, al menos en los occidentales, existe el principio de la proporcionalidad del castigo en función de la gravedad del delito. A mayor delito mayor pena y al revés. En religión no conozco tal proporcionalidad. Al menos a mi me enseñaron que por un solo pensamiento deshonesto corrías el peligro de ir al infierno por toda la eternidad.

Cuánto se tarda en desarrollar un pensamiento deshonesto imaginando y recreando escenas prohibidas? Si el pecador es impaciente empleará segundos o a lo más minutos en desarrollar la aventura amorosa. Si en ese trance distraído por la emocionante experiencia imaginada resulta atropellado al pasar la calzada y fallece en el acto, su alma, según nos han repetido y advertido cientos de veces, irá derecha al infierno y para toda la eternidad. Su alma y luego su cuerpo, una vez llegado el capítulo correspondiente a la resurrección de los muertos, se convertirán en materia ardiente por los siglos de los siglos.

Esta conclusión es tan monstruosa que se rebela todo nuestro ser. No creemos que ni la justicia ni la ira de Dios pueda llegar a tales extremos. Pues esta es la conclusión que pretende restaurar con todas sus consecuencias Benedicto XVI, corrigiendo a los Papas anteriores.

«Ecclesiam suam»

 Ecclesiam Suam» («A su Iglesia») corresponde a las primeras palabras que dan título a una encíclica de Pablo VI promulgada en 1964. Esta fue redactada personalmente por el Pontífice en un intento de renovación de la Iglesia para desenvolverse en los tiempos modernos, poniéndose al día en las cuestiones suscitadas por las ciencias, las artes o la filosofía.

No en vano la Iglesia tiene en su debe coladuras históricas, como la de la condena de Galileo, que todavía produce espasmos de hilaridad en la parte que concierne a la ciencia y de indignación en la que hace a la condena al sabio por un tribunal de fanáticos clérigos conocido por la Santa Inquisición, también denominado Santo Oficio para aviso y advertencia a quien ponga en duda el carácter sacrosanto de su condición.

No es cuestión de repasar tanta desdichada persecución de sabios, pensadores y reformadores. Basta la aislada cita de Galileo para situarnos.

La iniciativa de Pablo VI con la promulgación de la Encíclica constituye un ensayo de hacer más presentable a la Iglesia en un mundo cada vez más crítico que desconfía de los dogmas y de las verdades reveladas.

En definitiva Pablo VI recogió esa iniciativa de su predecesor Juan XXIII, al menos un una cuestión muy concreta a la que nos referimos en el artículo anterior: la vida eterna y las alternativas de disfrutarla en el paraíso o por el contrario de padecerla en el infierno.

Asunto que no es ninguna nimiedad a escala humana hasta el punto que se podría decir que viene a ser la pregunta más angustiosa de los Ejercicios de San Ignacio: «¿De qué te sirve ganar todo el mundo si pierdes tu alma?».

Así dicha la pregunta es irrebatible. Pero planteada en el contexto del ejercicio del poder religioso a través del miedo, la pregunta es sospechosa, se convierte en un instrumento ideológico en el sentido de que forma parte de un planteamiento que se basa en el terror para mantenerse los que lo ejercen aquí en la tierra a la mayor gloria de sus tropelías.

Pregunta angustiosa que lleva en su seno más preguntas igualmente angustiosas: ¿es que existe la otra vida? ¿es que existe el infierno? ¿es que puedes ser condenado al castigo eterno por tus pecados? ¿es que sólo un pecado mortal puede llevarte al infierno? ¿es que cinco minutos de pecados deshonestos o de desahogos lascivos pueden convertirte en una tea humana ardiente, en una antorcha de carne que arde sin consumirse por los siglos de los siglos?

En definitiva este es el planteamiento no negociable de toda la escatología cristiana que los más retrógrados de la Iglesia quieren imponer a sus atemorizados creyentes.

El fuego eterno es una expresión hecha que en la «Divina Comedia» de Dante se expresa en distintas variantes: túnicas ígneas, sepulcros ígneos, lagos de azufre fundido...

Los papas anteriores al reinante Benedicto XVI, han percibido que las contestaciones rotundas y afirmativas a tales preguntas resultan tan desorbitadas, tan contra natura, tan inhumanas que las puertas que conducen a la otra vida chirriaban de forma estridente, hasta el punto que decidieron engrasarlas suavizando la visión de lo que podía ser el infierno.

Todos sabemos que Juan Pablo II resultó un Papa enérgico y más bien poco tolerante capaz de reñir y humillar urbi et orbi con las televisiones filmando a un ministro que además era cura, el famoso nicaragüense Ernesto Cardenal, uno de los seguidores de la Teología de la liberación, a quien tuvo arrodillado el tiempo suficiente para que la opinión pública pudiera percatarse quién fulminaba y quién se sometía. En una palabra: Juan Pablo II pasará a la historia como uno de los Papas más enérgicos defensores de la fe, y sin embargo ha sido desautorizado por su sucesor en una de las cuestiones más sensibles de la religión, precisamente el de la vida de ultratumba y el del premio o castigo eternos inherentes a la misma a que venimos refiriéndonos.

Si dejamos suelta la imaginación e incontrolado el fondo sádico que en proporciones variables lleva en su código genético todo ser humano, acrecentado si ejerce el poder que en este aspecto hace las veces de catalizador activando y acelerando los efectos del castigo aplicado a los disidentes, recorreremos todas las atrocidades históricas: galeras, empalamientos turcos, las hogueras de la Inquisición, los campos de exterminio nazis, los gulags estalinistas, cepos, potros y tantos otros horrores... Pues a lo que voy: todo esto son minucias, menudencias, comparados con los suplicios que si somos malos nos esperan en el infierno por toda la eternidad según la versión amenazadora que históricamente ha venido transmitiendo la Iglesia y que últimamente con Benedicto VXI, el más reaccionario de los Papas que hemos conocido los de nuestra generación, que ya es decir, está planteando en un insólito viaje de retorno en el túnel del tiempo al pasado medieval.

Pablo VI, con su predecesor Juan XXVIII a través del Concilio Vaticano II (1962-65), propició importantes retoques conceptuales, corrigiendo aquí y allá los aspectos más esperpénticos de los castigos infernales hasta llegar a Juan Pablo II, que en el verano del 99 en cuatro audiencias dedicadas a desmontar la credulidad popular sobre el más allá dijo entre otras cosas que «el cielo no es un lugar físico entre las nubes» y que «el infierno tampoco es un lugar, más que un lugar el infierno es una situación de quien se aparta de Dios».

De pronto Benedicto XVI saca de su congelador espiritual el jarro de agua bendita completamente helada. La forma puede parecer la de un bondadoso abuelito leyendo unas cuartillas, pero el contenido es más propio de un profeta mayor de los que desde el Sinaí o desde algún desierto, levantando los brazos al Cielo, invocando a Dios y convocando a la humanidad, nos anuncia la mala nueva de que el infierno existe. Benedicto XVI el Terrible, el Restaurador, el Alguacil de Dios, el Depositario de los Libros Penitenciales, el Conservador de la Cámara de los Horrores, el Inquisidor... nos muestra el infierno en toda su abominación.

Los titulares de los medios de comunicación destacan perfectamente el alcance de esta ciaboga papal:

«Benedicto XVI desmiente a Juan Pablo II; asegura que el infierno es un lugar físico y no mental como decía el anterior Papa» («La Crónica»: Agencias en el Mundo Vaticano 9/2/2009). «El Papa Benedicto XVI resucita el infierno» («El País. Madrid, 23/4/2007), «Contra lo dicho por Juan Pablo II en 1999, Ratzinger sostiene que el infierno existe y es eterno».

¿Cómo explican los medios este cambio de rumbo? Con la más vieja y rastrera de las razones: la conservación y recuperación del poder. Remitiéndose al diario italiano «La República», el periódico digital «La Crónica» dice: «se trata de recuperar el protagonismo perdido y para ello el Pontífice al proclamar que el infierno existe y es eterno responde a esa estrategia».

Una vez más el repulsivo miedo suscitado con toda premeditación por los que ejercen el poder sirve para mantenerlos en su cima.

En este sentido, y como imagen del protagonismo perdido, cabe recordar la reciente y gratificante escena en el Bundestag alemán de la salida masiva de parlamentarios (¿un tercio?) en el momento de iniciar su piadosa lectura el Papa.

Y por último, un atrevido consejo de despedida a Benedicto XVI: que lea o relea la «Divina Comedia» para comprobar que Dante también mete en el infierno a los papas. A ver si eso le hace recapacitar.