Mauthausen, el campo de los españoles Imprimir
Nuestra Memoria - II Guerra Mundial y Nazismo
Escrito por Miguel Riaño   
Lunes, 29 de Mayo de 2017 04:46

En el campo de Mauthausen uno podía morir en la cámara de gas, ahogado en un tonel, aplastado por el resto de presos si uno de ellos caía hacia atrás mientras cargaba piedras de 50 kilos por las escaleras de la muerte o directamente apaleado por los guardias si al reo se le consideraba demasiado débil como para que no mereciera la pena trasladarle al matadero de Gusen.

En Mauthausen, destino reservado especialmente para presos políticos y extranjeros y epicentro de la abominable crueldad nazi, murió mucha gente empujada al vacío desde el muro de los paracaidistas, por mera diversión, cuando pensaban que iban a recibir una recompensa por haber cargado más rápido que nadie con los pedruscos inservibles. Otros tantos fallecieron tras recibir una inyección de gasolina. Muchos, también, lo hicieron después de ser bañados en agua fría y dejados morir a la intemperie en la orilla del gélido Danubio a su paso por el norte de Austria.

La liberación de Mauthausen

En Mauthausen morían polacos, soviéticos, italianos, alemanes, austriacos, yugoslavos y españoles como ratas de laboratorio. Los médicos nazis escogían a los más sanos y les operaban para quitarles un órgano vital con la única intención de comprobar cuánto podía sobrevivir un ser humano sin él. Las declaraciones posteriores de los doctores responsables de estas prácticas explican suficientemente bien la enajenación irrespirable que sobrevolaba aquel infierno. Este fue el testimonio de uno de ellos, Eduard Krebsbach, durante el juicio al personal del campo de Mauthausen-Gusen, celebrado en Dachau entre marzo y mayo de 1946 por un tribunal militar norteamericano.

Krebsbach: Cuando empecé a trabajar recibí órdenes de matar a todos aquellos incapaces de trabajar y a los irremediablemente enfermos.

Fiscal: ¿Cómo ejecutó esa orden?

K: Los presos incurablemente enfermos e incapaces de trabajar eran generalmente gaseados. Algunos fueron ejecutados con inyecciones de gasolina.

F: Según su conocimiento, ¿cuántas personas fueron asesinadas de este modo en su presencia?

K: (Silencio)

F: ¿Se le ordenó matar a quienes no estuvieran en condiciones de vivir?

K: Sí. Se me ordenó matar a las personas que considerase que eran una carga para el Estado.

F: ¿Nunca pensó que se trataba de seres humanos, gente que tuvo la mala fortuna de ser preso o que había sido abandonada?

K: No. Las personas son como los animales. A los animales que nacen deformados o incapacitados se les mata. Esto se debería hacer también con las personas por razones humanitarias. Prevendría mucha miseria e infelicidad.

F: Ésa es su opinión, el mundo no está de acuerdo con usted. ¿Nunca pensó que matar a un ser humano es un crimen terrible?

K: No. Cada Estado tiene el derecho de protegerse a sí mismo de las personas asociales, incluidos los incapacitados para vivir.

F: En otras palabras, ¿nunca pensó que lo que hacía era un crimen?

K: No. Desarrollé mi trabajo como mejor sabía, porque debía hacerlo.

La crueldad no fue, sin embargo, el único signo de distinción de Mauthausen, un campo creado en 1938 por orden de Heinrich Himmler para explotar a sus reclusos en las minas de granito de la zona, con las que embellecer después el empedrado de las calles de Viena y de Linz.

También lo fue su final. Un epílogo guiado por la cobardía del régimen, que sustituyó a los oficiales de las SS al mando por policías semiretirados y bomberos de Viena cuando comenzó a darse cuenta de que la defensa sería imposible. A diferencia del resto de campos de exterminio, los presos de Mauthausen se organizaron aprovechando la debilidad de sus nuevos carceleros y comenzaron a preparar su propia liberación, certificada el 5 de mayo de 1945 por medio del 41er escuadrón de reconocimiento de la 11ª división armada del ejército de los Estados Unidos, liderado por el sargento Albert Kosiek.

Para entonces, la autoridad nazi ya era inexistente y las esvásticas se habían sustituido, en su mayoría, por banderas republicanas españolas. Lo primero que vieron los soldados norteamericanos al entrar al campo fueron pieles pegadas a esqueletos, muertos que costaba distinguir de los vivos. Y en medio del horror, una pancarta: “Los españoles antifascistas saludan a las fuerzas liberadoras”.

Mauthausen fue la infamia dentro de la infamia, la jaula del posterior cazanazis Simon Wiesenthal, pero también, como acuñaron los reos franceses, el campo de los españoles. Allí acabaron 7.532 exiliados que habían pasado a Francia en 1939 tras la victoria del bando nacional en la Guerra Civil. Con la toma de Francia por parte del régimen nazi fueron primero encerrados en campos de concentración al sur del país galo para ser después trasladados en 1940, en su mayoría a Mauthausen-Gusen, aunque también a Dachau, Buchenwald, el campo de mujeres de Ravensbrück, Bergen Belsen, Auschwitz, Flossenbürg, Natzweiler, Neuengamme, Sttuthof, Sachsenhausen, Gross-Rosen, Aurigny, Guernesey y Neu Bremm.

De los 7.532 que acabaron en Mauthausen-Gusen murió el 64%, 4.816. La tasa de mortalidad española fue mayor que la general: por el campo pasaron 206.000 personas en siete años y murieron 122.000 (59%). Los españoles fueron víctimas cómplices del colaboracionismo patrio, que pudo salvarlos y no quiso. Antes de encerrarlos, todavía subidos en los trenes en dirección a Austria, el régimen alemán preguntó a su aliado qué hacer con sus compatriotas. Franco y Serrano Súñer respondieron simplemente que a aquellos traidores no se les podía considerar españoles. El nazismo les colocó entonces el triángulo azul de los apátridas con la S de Spanier en el centro y procedió con ellos como ya se ha descrito al inicio de este texto.

Los españoles de Mauthausen se ganaron fama de excelentes albañiles y casi toda la ampliación del complejo corrió de su cuenta. De ahí la frase que se atribuye a un superviviente francés: “Cada piedra de Mauthausen representa la vida de un español”. Aquellos hombres sorprendieron a los propios guardas de las SS cuando murió el primer compatriota y pidieron guardar un minuto de silencio. Pronto la cotidianidad de la tragedia le robó sentido al gesto.

Los exiliados republicanos participaron activamente en la resistencia organizada en los últimos días del campo y ayudaron a derrotar al nazismo también en los tribunales. Lo hizo Francisco Boix, un héroe sin más armas que negativos, nacido en Barcelona el 14 de agosto de 1920, apresado en Francia en mayo de 1940 y trasladado a Mauthausen el 27 de enero de 1941, donde ingresó con el número de matrícula 5.145.

Boix sobrevivió en el infierno más de cuatro años por su habilidad en el laboratorio fotográfico, donde lo emplearon como asistente para tratar las más de 60.000 imágenes tomadas en el recinto con fines oficiales, policiales y de información. Periodista de raza, fue consciente desde el primer momento de la importancia del material que manejaba.

Cuando el nazismo ordenó destruir las fotografías para eliminar pruebas, Boix consiguió, con ayuda de un grupo de presos, conservar cerca de 20.000 negativos que posteriormente escondió entre los muros de su casa una vecina de Mauthausen. Pero no se lleven a engaño: por lo demás, los habitantes de la localidad que daba nombre al campo fueron tristemente célebres por su colaboracionismo con las SS para frenar los intentos de fuga.

Francisco Boix (en el centro), durante su declaración como testigo en los juicios al nazismo.

Francisco Boix (en el centro), durante su declaración como testigo en los juicios al nazismo. WIKIMEDIA

Las fotografías de Boix, que se encargó con su cámara Leica de documentar el estado del campo tras la entrada de los norteamericanos, inmortalizaron entre otras cosas el interrogatorio al comandante Franz Ziereis, la máxima autoridad de Mauthausen durante años. Quien fuera el mayor responsable del horror acabó muriendo de forma irónicamente dantesca: capturado mientras huía disfrazado de tirolés y posteriormente colgado desnudo de las verjas del que fue su campo.

Más allá de eso, la importancia de las imágenes robadas por el barcelonés fue el papel fundamental que desempeñaron en los macrojuicios de Dachau y Núremberg. En ambos compareció Boix como testigo, junto a sus negativos, para demostrar que todos los generales nazis que afirmaban no conocer “absolutamente nada” sobre los campos de exterminio los habían visitado en numerosas ocasiones: Ernst Kaltenbrunner, Albert Speer…

Pero por aquellos procesos no pasaron sólo jerarcas, ministros y generales. En Dachau se condenó a muerte a 58 cooperadores necesarios del exterminio: médicos (Krebasbach incluido), carceleros, encargados… Se condenó incluso a cinco presos españoles, acusados de colaborar con las SS y de haber actuado con crueldad tras ser nombrados jefes (kapos) de alguno de los numerosos grupos de trabajo del campo.

El proceso de Dachau, gestionado íntegramente por la fuerza militar norteamericana, ha sido y sigue siendo objeto de controversia. Fue un juicio ejemplarizante, sin demasiado respeto por la presunción de inocencia y que equiparó a generales con chóferes y vigilantes.  Los condenados a muerte fueron ejecutados un día como hoy hace 70 años, el 27 de mayo de 1947, en la horca de la prisión bávara de Landsberg.

Francisco Boix vivió pegado a su cámara para verlos morir, de forma mucho menos cruel que como lo hicieron sus miles de compatriotas y compañeros de campo. Ya de vuelta en París, tras trabajar como reportero gráfico para la prensa comunista, falleció cuatro años después sin haber conseguido superar los problemas renales derivados de su paso por el horror nazi.

Su memoria, después, vivió casi anónima hasta el homenaje en forma de documental que le dedicó en el año 2000 Lorenzo Soler: Francisco Boix, un fotógrafo en el infierno. El pasado mes de abril, el Congreso de los Diputados aprobó celebrar una votación para homenajearle.

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Fuente: El independiente