La quiebra de la segunda restauración Imprimir
III República - III República
Escrito por José Jaume / Diario de Mallorca   
Jueves, 15 de Diciembre de 2011 00:00

La quiebra de la segunda restauraciónSiempre es conveniente acudir a la historia para intentar escudriñar algunas de las claves de los tiempos actuales. La española de finales del siglo XIX y primera parte del XX nos ofrece un caso que, con todas las salvedades requeridas, sirve para tratar de dilucidar hacia dónde se encamina la España de ahora mismo. Este ejemplo es el de la primera restauración, la que, alumbrada por el político conservador Antonio Cánovas del Castillo, instauró, junto al liberal Práxedes Mateo Sagasta, el llamado turno de partidos, a partir de la regencia de María Cristina, viuda de Alfonso XII, y a lo largo del reinado de Alfonso XIII, el abuelo del actual rey.

 

¿Cuáles fueron las causas del agotamiento de la restauración canovista? Básicamente dos: la artificialidad de las elecciones, basadas en una norma electoral, además de artificial y viciada por el caciquismo, y la insoportable intromisión del rey, que llegó al paroxismo al endosar el golpe de Estado del general Miguel Primo de Rivera, en septiembre de 1923, lo que ocho años después provocó la caída de la monarquía y la instauración de la Segunda República. Cinco años más tarde se vivió la mayor tragedia española de los tiempos modernos: la Guerra Civil y la larguísima dictadura franquista.

¿Qué similitudes hay entre entre la restauración canovista y la segunda restauración, la que nace con la Constitución de 1978 en vigor? Dos fundamentalmente: la primera, nítidamente observable en las elecciones del 20 de noviembre, el agotamiento del turno de partidos establecido entre PP y PSOE; hoy ya no resulta posible seguir manteniendo una ley electoral que funcionó en 1977, pero que ahora cosecha una contestación ampliamente mayoritaria. La estrepitosa derrota del partido socialista, que ha perdido cuatro millones de votos, y el casi nulo incremento de la cuota electoral del PP, a pesar de la consecución de una sólida mayoría absoluta, debida al desfondamiento socialista, establece, para quien obtusamente no se niegue a verlo, que el sistema ha entrado en barrena, que empieza a sufrir los embates de la ausencia de una legalidad de facto, aunque conserve íntegra la de derecho, por supuesto. Es muy parecido, salvando nuevamente las distancias que haya que salvar, a lo que aconteció más o menos a partir de la Primera Guerra Mundial, iniciada en 1914, cuando se cobró conciencia que la alternancia de liberales y conservadores en el gobierno era un completo artificio sin conexión con la ciudadanía. Los diez millones largos de votos cosechados por el PP y los siete que a pesar de todo ha podido preservar el PSOE, tal vez den pie a colegir que constituyen un caudal electoral suficiente para que el sistema bipartidista se prolongue indefinidamente. No es así. La ley electoral está caducada, y con ella bastantes más elementos del andamiaje político-administrativo que ha originado lo que se ha dado en llamar Estado de las Autonomías. La ley electoral no puede seguir presidiendo las futuras elecciones, lo saben los dirigentes del PP, ahora en el gobierno, como los del PSOE. Si se empeñan en no dar vía libre a reformas sustanciales, en pocos años la desafección hacia las instituciones alcanzará suficiente magnitud para que se llegue al punto de fusión, al de no retorno, lo que conducirá al naufragio del sistema.
La descomunal crisis económica, que no se superará significativamente en un futuro más o menos cercano, contribuirá a radicalizar la desafección pública, lo que siempre se traduce en un plus añadido de dificultad a la hora de gobernar; hacerlo en las circunstancias actuales, con un sistema político-institucional en trance de posible deslegitimación ciudadana, no es una perspectiva esperanzadora. En la primera restauración, ya sabemos cómo acabaron las cosas. Está en manos de PP y PSOE evitar un desenlace traumático si deciden acometer un cambio y no enrocarse en el modelo vigente desde 1977.
La segunda similitud ha venido sobrevenida en los últimos meses, aunque algunos síntomas ya se apuntaban y habían sido detectados por los estudios de opinión que realiza el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS). Es en la Jefatura del Estado, al igual que noventa años atrás, donde surgen incertidumbres. La Constitución de 1978 establece la monarquía parlamentaria y sitúa al rey Juan Carlos en la cúspide del Estado ordenando, además, que la sucesión recaiga automáticamente en su hijo varón, Felipe, príncipe de Asturias. Pero hete aquí que el marido de una de las infantas de España, Cristina, está en el centro de una investigación judicial que puede concluir con su imputación por la presunta comisión de una batería de delitos de índole económica. Solo falta que a la dificilísima situación económica que augura importantes tensiones sociales, y a la previsible crisis de legitimidad política, se le sume una delicada inestabilidad en la corona. Es precisamente lo que puede desencadenarse en cualquier momento de no haber una actuación decidida para establecer un efectivo cortafuegos.

Esbozado el cuadro de situación, basta con echar una somera mirada a los sucesos que desencadenaron la quiebra de la restauración canovista y asomarse después a los actuales para que emerjan claras las concordancias. Las diferencias son notables, notabilísimas, sin duda; pero las similitudes no pueden ser obviadas. Las hay, algunas inquietantes. No sé si es cierto que la historia siempre acaba por repetirse; tengo la certeza de que en la de España hay sucesos que parece que estamos condenados a vivir generaciones sucesivas. Si por un cúmulo de circunstancias adversas quiebra la segunda restauración, algunos, a derecha e izquierda, verán llegada la hora de la tercera república (me pregunto quiénes). ¿No sería preferible acometer todas las reformas necesarias, que no son pocas, y evitarnos determinados trastornos?

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Fuente. Diario de Mallorca