Los principios PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Antonio Álvarez Solís   
Martes, 05 de Marzo de 2019 00:00

Catalunya no es la colonia de un país «que envuelto en sus harapos, desprecia cuanto ignora», como escribió entre dolores lacerantes Antonio Machado refiriéndose a Castilla ¡Cuánto cuesta querer a España!

El martes pasado asistí al espléndido espectáculo protagonizado por un político catalán, Jordi Cuixart, hablando de principios morales y no de un depreciado Código Penal frente a un fiscal que pretendía, con evidente y diría que con torpe laxitud, confirmar la prisión del presidente de Òmnium Cultural en el marco del procés. Fue el triunfo de la libertad creadora sobre una ley deshuesada y manejada además con incómoda y evidente pereza por unos magistrados a los que trataba de educar un presidente al que disgustaban las preguntas y las respuestas.

El procesado decidió con intrepidez por su parte que era hora de devolver el pulso al pensamiento, que no puede ser confinado por odios viejos dentro de unos límites carcelarios porque pensar consiste justamente en franquearlos para que los hombres reciban el aliento de una renovada vida. ¿Cómo se puede hablar del valor de una Constitución inmóvil que pesa como una montaña pelada sobre la tierra fértil de una nación en movimiento? ¿Cómo se puede magnificar ese papel constitucional guardado en un memorial entristecido por traiciones y violencias frente al secular deseo de un pueblo que nació con el rostro vuelto a un mar que baña una historia que no puede entender España? ¿Cómo calificar un profundo afán de vida propia nada menos que de rebelión? Catalunya no es la colonia de un país «que envuelto en sus harapos, desprecia cuanto ignora», como escribió entre dolores lacerantes Antonio Machado refiriéndose a Castilla ¡Cuánto cuesta querer a España!

Los que pensamos a la sombra de los arboles antañones nos estremecimos con alegría cuando oímos a Cuixart citar al inolvidable Marcelino Camacho en aquellas dos frases ciceronianas contra leguleyos: «El derecho a votar se gana votando» y «el derecho a la manifestación se gana manifestándose». La democracia vive así. Su vida está hecha de latidos perpetuos que anuncian una reproducción permanente y extensiva de la existencia. Frente a esa tensión vital no valen catecismos muertos en sacristías apolilladas.

Fue en la sala solemne de una institución cansada de años inútiles donde Cuixart fulminó el culto reverencial a una fantasmal Constitución surgida de la muerte y agotada por el abuso. Allí sentenció el pleito en torno a la democracia, que era lo que en el fondo se debatía no sólo para defender los derechos de Catalunya sino paradójicamente para despertar a España. Y explicó el Sr. Cuixart el camino fácil y eficaz: «El derecho a votar en Catalunya se gana votando, en un ejercicio de dignidad colectiva». El filósofo de la libertad y la alegría, Baruch Spinoza, que estamos recobrando después de tres siglos de olvido en España y Portugal, decidió la cuestión levantando la losa: «¡Pues qué altar puede edificarse si se ofende la majestad de la razón!». El edificio solemne dedicado a velar la libertad dormida puede recuperarse, sin embargo, con la fácil y leal observación de cuatro rotundos versos por parte de quienes ahora aran en política con la verja carcelaria: no burlarse, no lamentarse, no detestar sino comprender.

Si España pretende ser protagonista de esa modernidad que quiere estimular con viajes de ochenta días en globo –¿lecturas de Verne?– el Sr. Sánchez, tendrá que volver al primer año de filosofía y empaparse del verdadero sentido que tienen términos como libertad, soberanía, etnicidad, pensamiento, legalidad y otra serie de valores que constituyen la frontera auténtica del término política. Se trata de esencias absolutas, de sustancias básicas, de remedios contra la tiranía que bajo un modo u otro de ejercicio reduce la vida humana a una pobre y triste sobrevivencia.

Porque la libertad no tiene otro contenido que sí misma. No es cierto que la ley la proteja. Las leyes se han hecho para trabar el paso de la libertad y crear esa cosa que se proclama orden y estabilidad, cuando en realidad suelen ser el cerrojo de la gran finca del poder.´

Porque la soberanía no se cría en vientres de alquiler, ni el pensamiento es un producto informático.

Porque la libertad no es un artículo de diseño sino una tentación de vida,
Porque la razón humana es un resto de la razón divina y, por tanto, su uso se diría que debe tener un severo trato litúrgico.

Gobernar es distribuir la mayor cantidad posible de bienestar, de esperanza sólida e inmediata, porque si el corcel que transporta las satisfacciones muere, cebada al rabo.

La grandeza no está en la expansión material ni en grandilocuencias de Corte, sino en ordenar la discreta casa en que no sienta frío la igualdad, en que se distribuya bien el trabajo y sus frutos y en que podamos decir la hora a nuestros hijos en la lengua que nos transmitieron sus abuelos.

Todo esto es fácil si nos devuelven la llave de nuestra casa para invitar cordialmente al vecino. Porque no hay nada que nos acerque más al otro que ofrecerle un café de nuestra cafetera cuando el sol descansa en la oscuridad bien administrada por la luna de todos.

Mañana, si aún vivo, les contaré otro cuento en que Caperucita pide hora al veterinario para que le eche un vistazo al lobo.

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Fuente: Naïz