Ser republicano Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Antonio Alvarez-Solís   
Martes, 13 de Febrero de 2018 00:00

Ser republicano sugiere a lo largo de la historia moderna y contemporánea, sobre todo en el ámbito que entendemos como occidental, una situación de libertad, de democracia, de igualdad, al menos hasta cierto punto. El afán republicano nace como maduración social ante lo monárquico, enfrentado a la aristocracia sea de sangre o remedada, como respuesta al gran poder económico de una minoría y a la concentración de facultades políticas y sociales en un reducido núcleo de ciudadanos, incluso como práctica de un laicismo razonable y noble frente a la religión jerarquizada.

La tradición asigna al republicanismo una voluntad de progreso. Concede también el republicanismo contenido moral al Estado que aparece de su mano en la historia. De Grecia a Roma, del Renacimiento hasta el siglo XIX la República incita a las masas a un protagonismo creador, llama a la movilidad de los derechos, requiere el alma popular para que se exprese en una calle convertida en foro. Parece, al menos en una observación global, que sólo lo republicano puede enfrentar la corrupción que se asocia normalmente con el poder; estimular una educación extensiva, superar el dominio de la clase presuntuosa y despojar a las instituciones de sus peores herramientas coercitivas para convertirlas en herramientas de una voluntad integradora y constructiva. En los periodos históricos republicanos hay un nuevo aliento común; una pretensión de dignidad popular. Una literatura ya muy nutrida habla básicamente del republicanismo como de un camino de liberación y de crecimiento en la calidad moral e intelectual de las masas, que no sólo se han de enfrentar a la explotación material del ser humano sino que han de atender a un propósito más profundo como es la instauración de otro «sistema» global de existencia. Si no se cambia el sistema las concesiones parciales que se hagan desde un horizonte clasista acaban constituyendo un tren de absorción de los propósitos fundamentales republicanos.

Europa constituye un significativo muestrario de lo que acabo de resumir. Sus periodos republicanos han sido fastuosos. Su recuerdo produce a la par dos efectos encontrados en la sociedad que ha perdido la República y ha regresado a regímenes de opresión verticalista entre los que se mueve una sociedad nuevamente cuarteada por las contradicciones: un quietismo creciente y melancólico ante la pérdida de la calidad humana que se había adquirido con el régimen republicano, pérdida que se supone irreversible, y la irritación desordenada y frecuentemente estéril ante el espectáculo hiriente de una regresión aguda e insalvable hacia la cueva en que se suceden todas las oscuridades. Una campaña arrasadora que nos habla de la muerte de la historia como dinámica de cambio ayuda además a producir un presente inane al que únicamente podría inyectar de nuevo vida un republicanismo rebelde y con verdadera voluntad moral. A este respecto hay que tener siempre en cuenta que la rebelión, y es justo denominarla así, constituye el momento en que la vida se fecunda a sí misma. Es dudoso que el simple uso de la razón atraiga hacia la palabra a quien domina excluyentemente la sociedad.

Analizada así la impostura que se predica ahora como democracia no creo que esa democracia tenga otro objetivo que la invalidación del republicanismo allá donde muestre algún brote sugerente. El problema catalán es un ejemplo del talante triturador del republicanismo desde el Estado. Lo que está sucediendo en Catalunya demuestra una vez más el valor de mostrar en la calle la fuerza de liberación republicana. Esta posibilidad de protagonismo de la sociedad civil es la que ha volcado sobre el movimiento catalán todos los dicterios imaginables por la apretada legión de políticos, intelectuales, periodistas, ciudadanos e incluso jueces que han reducido la denominación democrática a un falso carnet de identidad. El furor de tales ciudadanos, así se autocalifican –inspirado lógicamente por el miedo a la destrucción de su mundo inmóvil– les conduce a algo funesto: proteger sus procederes con un lenguaje que impide toda claridad semántica. Veamos un ejemplo de esto último ya que ese cepo semántico es mortal para conseguir la plenitud política. En el auto en que deniega la libertad al nacionalista catalán don Joaquín Forn el juez Llarena Conde llega a emplear el término «criminal» para sostener la prisión preventiva de quien, entre otros, «incitó a los partidarios de la sedición (catalana) a movilizarse en la calle con la finalidad de reforzar sus actuaciones y forzar al Estado a aceptar la independencia…». Y concreta el magistrado, en un momento de su auto, «la determinación criminal con la que –hasta hace pocas fechas– se conducía el investigado a la hora de lograr el objetivo final que todavía hoy mantiene, ofrece un valioso elemento de inferencia». Sé perfectamente que «crimen» y «criminal» son términos penales aplicables a cualquier alteración de la ley, pero también sé que el término citado va asociado en la mentalidad común a significaciones como violación, abuso, fechoría, maldad, perversión etc. Es decir, la adopción del término «criminal» por el magistrado ocupado en reprimir una acción evidentemente política e ideológica, sin producir más daño que la manifestación pública e ideológica contra una ley no vivencial para los manifestantes, conduce popularmente a que los ciudadanos que reclaman una soberanía propia sean tenidos por protagonistas de una acción humanamente abominable. El uso de tal lenguaje recargado de primitivismo –y ya no sugiero, para no pecar de la misma forma, de incontinencia– empuja evidentemente a consideraciones represivas que pueden acabar con sangre en la calle –¡oé oé!– lo que conduciría a una ruptura social profunda y peligrosa entre españoles y catalanes, y en este caso por la acción española.

Todo lo que voy relatando tienen en España la pretensión doctrinariamente maquiavélica de que la producción de un ambiente bélico suele cerrar filas en torno al «condottiero» que aspira a conservarse e incluso a crecer por medio de una invitación a la algarada patriótica. Franco usó la famosa Carta Pastoral de la Iglesia encarnizadamente española, repleta de señalamientos criminales, para proceder a la destrucción de la República. La habilidad venía de lejos; concretamente de Fernando el Católico, que para acallar la oposición de las Cortes de Aragón a implicarse en las manipulaciones detestables de Isabel de Castilla trastornó a los procuradores aragoneses en unas guerras patrióticas contra Francia. El padre de Fernando estimuló a su hijo autocrático a esas guerras y así convirtió a Aragón en puro macero de armas de la reina castellana. Si no me pareciese ajena a las letras que acabo de escribir podría afirmar al margen del asunto principal referido en este papel que ese es el camino que anda muy pícaramente la Sra. Arrimadas –un «piccolo» Maquiavelo– para aupar al poder a su jefe de filas, ajeno a cualquier comportamiento político que requiera una mínima solidez. Una buena guerra catalana vale un imperio. O como dijo, al parecer, Enrique de Navarra «París bien vale una misa» y se pasó de hugonote a católico para alcanzar el trono francés. Claro que todas estas maniobras fueron saldadas al fin cuando llegó el tiempo de los «sans culottes» franceses, que inventaron una de las más bellas revoluciones del mundo. Nunca se puede decir de esta agua no beberé, simpleza aplicable a los que temen que Catalunya eche a andar. Yo no lo viviré, pero presumo que no soy indispensable. Ya verán mis sucesores el republicanismo urgente que amanecerá en Madrid llegado el momento del censo nuevo.

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Fuente: Naiz