¿Cómo sería España sin el nacionalismo español? Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Jorge Armesto   
Sábado, 16 de Diciembre de 2017 00:00

Bandera española y precariedadEl nacionalismo español no existe para sí mismo y los españoles no se reconocen como nacionalistas. Puesto que la nación española existe por la gracia de Dios, no necesita justificación y crea, en palabras de Botey Vallés, un “nacionalismo ignorante”.

Una mañana me desperté y el nacionalismo había desaparecido. Me preparé mi café y me dispuse a seguir el Curso de Gallego que cada martes emitía La2. Desde la desaparición del nacionalismo español TVE dedicaba un día a la semana a impartir cursos en todas las lenguas del estado. Felizmente había quedado atrás el insultante desprecio de la cadena pública por las demás lenguas nacionales a las que, en más de cuatro vergonzosas décadas de abandono, no había dedicado ni un solo minuto.

Con buen criterio, los cursos no eran solo una aburrida sucesión de gramática y vocabulario sino que servían para dar a conocer las creaciones culturales de cada una de las naciones que componían el estado español.

Ese día, además, TVE emitía en prime time un homenaje a Narf, al cumplirse el aniversario de su muerte. En su momento el fallecimiento de un artista con talento tan incontestable no había merecido ni un minuto en los telediarios españoles, ni una línea en la prensa escrita. Pero esos tiempos de oscurantismo y fanatismo centralista ya habían pasado. En España hoy se consideraba la diversidad de lenguas del estado como un tesoro de incalculable riqueza. No como en los días del nacionalismo español que las juzgaba públicamente como un estorbo y, privadamente, como algo a exterminar.

De hecho, fundamental en estos nuevos aires había sido el histórico comunicado de la RAE pidiendo perdón por siglos de opresión lingüística contra las lenguas periféricas. Atrás quedaban las inauditas gilipolleces de sus prebostes tales como sus lamentos por la diversidad idiomática del “globo terráqueo” que juzgaban culpable, por ejemplo, de la pobreza del continente africano, sus llamamientos a la unidad de España o su justificación de la opresión franquista sobre el catalán, gallego y vasco con el argumento de que “es mejor que 400 millones opriman a 3, que al revés”, genialidad que es una lástima que no se les ocurriese en el Juicio de Nuremberg a los acusados por el Holocausto.

El Estado español había cesado el permanente hostigamiento legal a los sistemas educativos de las naciones periféricas. De hecho, ahora se podía estudiar gallego, catalán o euskera en cualquier colegio público del estado siempre que hubiese un quórum razonable de alumnos que las demandase. El descubrimiento de la riqueza cultural de las naciones periféricas atraía cada vez más a los españoles que se preguntaban cómo habían estado tantas décadas sumidos en la ignorancia.

Tanto en las asignaturas de Historia como en Lengua y Literatura, los niños estudiaban también los acontecimientos históricos y culturales de las naciones sin estado. De ese modo los españoles habían adquirido una mayor conciencia de los agravios y heridas que su nación había infringido a las otras y podían comprender mejor algunas de las tradicionales reivindicaciones de los nacionalismos periféricos. Los frutos de este conocimiento habían sido esenciales para dejar atrás la anterior era de ignorancia y prejuicios y construir una sociedad más dialogante y culta.

Este nuevo clima había modificado toda la oferta cultural televisiva: los programas de literatura también se hacían eco de los lanzamientos de libros en el resto de idiomas peninsulares que hasta entonces habían despreciado. Y lo mismo ocurría con los estrenos teatrales, la música y el cine. De repente, los españoles descubrieron que había otras sensibilidades y otros modos de explicar el mundo.

De la programación había desaparecido la oferta taurina, cuya persistencia no se correspondía con las míseras audiencias que concitaba sino solo por la defensa enconada de lo que se consideraba un importantísimo símbolo de lo español. Del mismo modo, el Tribunal Constitucional, había cesado en la persecución de aquellas administraciones que pretendían prohibir tales muestras de barbarie y maltrato animal.

También se habían reducido hasta casi la nada en los informativos las antaño exageradas exaltaciones de “los deportistas españoles”, una cohorte de multimillonarios tan faltos de compromiso con el país que decían representar que ni siquiera pagaban en él sus impuestos pero pasaban, sin embargo, por ser sus más destacados representantes. Así, los tiempos televisivos que había dejado libres el enaltecimiento nacionalista se podían ocupar en glosar la vida de otros españoles anónimos cuya actividad diaria sí era beneficiosa para sus conciudadanos.

Por supuesto, el estado español reconocía la capacidad de las naciones que lo integraban de segregarse si así era la voluntad mayoritaria de sus ciudadanos. Esto había traído un nuevo clima de convivencia en el que los distintos pueblos decidían convivir juntos haciendo uso de su libertad y no por la imposición violenta. Un clima en el que la tolerancia y el respeto a la diversidad habían sustituido al sectarismo y a la idolatría de símbolos reaccionarios.

No todo era cultura e identidad, también había agravios económicos que se iban corrigiendo. La construcción de infraestructuras no privilegiaba obscenamente a la capital de la nación, que antaño era el centro del que irradiaban carreteras y ferrocarriles. Tampoco se consentía ya que las empresas energéticas o papeleras tributaran societariamente en Madrid aunque causasen sus agresiones ambientales en Galicia sin que, para más escarnio, los gobiernos autonómicos tuviesen competencias regulatorias. Esta situación cuasi colonial se había justificado con la falacia del nacionalismo español de que “todo era de todos” (para algunos los impuestos y para otros la contaminación y el daño ecológico) mas hoy ya estaba felizmente superada.

Y entonces me desperté. Todo había sido un delirio motivado, quizá, por mi negacionismo de las fechas de caducidad alimentaria y agravado por la lectura del último vómito de Javier Marías sobre feminismo. Todo seguía como siempre.

Cuando desperté del sueño

Los medios de comunicación y la industria cultural seguían ignorando y ocultando las creaciones de los demás idiomas, circunscribiéndolas a regañadientes a sus guetos territoriales, como si continuase en vigor el Decreto de 1801 prohibiendo en España los espectáculos teatrales que no estuviesen en castellano. De hecho, la fractura cultural se ahondaba cada día.Si bien un andaluz, un castellano o un madrileño reconocen algo de sus respectivos caracteres dentro de “lo español”, difícilmente un gallego encontraría ni un solo rasgo de su cultura en esa difusa definición. Incluso aunque se pueda sentir “tan gallego como español”, al contrario que esos territorios con vínculos comunes, las realidades culturales de España y Galicia son conjuntos disjuntos que no comparten ni un solo elemento.

Cada día podemos encontrar ejemplos de esta afirmación: en la consideración del pop aflamencado como “la música española”, de la copla andaluza como “la canción española” o en la identificación del humor español con el gracejo andaluz. La extenuante proliferación de informaciones sobre vírgenes del rocío, procesiones de semana santa, carnavales de Cádiz y ferias de abril como si fuesen noticias “nacionales” del interés de todos, no solo invisibiliza a las naciones periféricas sino que también lo hace con las realidades andaluzas opuestas a su estereotipo y así es el nacionalismo español el que convierte a esta comunidad en una caricatura folclórica de sí misma.

Pero lo cierto es que en los programas de televisión son abrumadoramente mayoritarios los artistas con acentos sureños exhibiendo sus folclores locales, mientras que es imposible ver muestra alguna de los acentos y la música gallega, catalana o vasca. Por poner un ejemplo, las cuatro décadas creativamente excepcionales del folk galego no han dejado ni una mísera huella en la programación televisiva española.

Ese ninguneo tiene además efectos permanentes. Puesto que en la parrilla televisiva abundan los programas de memoria y los refritos de programas antiguos, la ocultación del pasado de ayer se reproduce una y otra vez hoy en “cachitos de hierro y cromo”, “cuéntames” o “dónde estabas entonces”. Del mismo modo, los programas pastiche de mañana reproducirán los mutilados contenidos de hoy en un ciclo perfecto e inacabable de imperialismo cultural español.

Mientras que la cartelera madrileña, sus exposiciones y eventos tienen presencia permanente, nada de lo que acontece en el norte existe. Quizá esa expulsión simbólica explique por qué, por ejemplo, en Santiago de Compostela es más fácil ver hoy en los balcones ondear banderas negras contra la violencia machista que las casi inexistentes banderas españolas.

Este menosprecio se exhibe en todo, en los programas de entretenimiento, los informativos y los culturales. Los espacios referidos a “nuestro cine” o el “cine español”, se circunscriben únicamente al cine “hecho en español”. Sin el nacionalismo español no se explica tampoco la insistencia en dignificar las chabacanas creaciones cinematográficas del franquismo. El anhelo de construcción de una “cinematografía española” es tal que incluso no se tiene reparos en apoyarse en las producciones de una era totalitaria de la que no se podría extraer expresión legítima alguna. Estos programas contribuyen además a hacer un lavado de cara del franquismo. Cuando los contertulios “rescatan” joyas “injustamente olvidadas” lanzan al tiempo el mensaje de que se podía hacer cine y cultura de calidad durante la dictadura. Tan mala no sería.

Hay programas que son clásicos panegíricos del nacionalismo español. Ya denunciamos en otra ocasión el mensaje rancio ultranacionalista de toros, militares y monjas de Master Chef. Pero incluso otros, como España Directo, tienen la misma función, al tratar de construir una realidad común con recetas de migas o variedades de pimientos mientras se ignoran las expresiones verdaderamente diferenciales de las naciones que componen el estado. Incluso la información meteorológica sirve a ese fin. España comparte más de mil kilómetros de frontera con Portugal. Es de suponer que el clima del país vecino podría ser de interés a los ciudadanos españoles que habitan en ese territorio limítrofe. Sin embargo, en el mapa solo vemos nubes y soles en el territorio español. Y las borrascas llegan a “nuestro país”.

TVE se muestra como la más prolífica creadora de contenidos nacionalistas. De entre todos los momentos y personajes históricos que se podían elegir, fue “Isabel” la que protagonizó su serie histórica. Isabel la Católica remata “la reconquista”, funda España y, de paso, también “El Ministerio del Tiempo”.

En esta serie –cuyas audiencias nunca estaban a la altura de las glosas enardecidas que le regalaba el periódico nacionalista El País para quien era un “programa necesario–, unos agentes viajan por el tiempo para evitar cambiar la historia de España. Desfilan el Cid Campeador, Los Últimos de Filipinas, La Verbena de la Paloma y El Empecinado. El Ministerio del Tiempo proporciona un envoltorio moderno y progre que trata de limpiar los tradicionales símbolos del nacionalismo español aún chorreantes de la sangre derramada en el franquismo. Por cierto, que la incomodidad que genera la sola mención de dotar de letra al himno explica muy bien cómo se viven vergonzantemente los símbolos nacionales: como algo que aún causa oprobio.

Los agentes también salvan Alfonso XII sin el cual, “su descendencia no nacerá”, o sea, la actual monarquía. ¡No, por Dios! ¡No podemos consentir tal catástrofe! Pero por el que más interés se tiene es por Adolfo Suárez, cuya existencia se “salva” en dos programas distintos nada menos. Es el héroe por excelencia del actual nacionalismo español, y quien personifica el mito del consenso y el dogma de la Inmaculada Transición.

El nacionalismo español se expresa cada día de forma “banal”, en feliz expresión de Michael Billig. Para el autor británico los nacionalismos estatales no necesitan enarbolar sus banderas permanentemente puesto que ya son hegemónicos. El reciente conflicto con Cataluña es un ejemplo palmario de esta afirmación: cuando el nacionalismo catalán cuestiona esa hegemonía, salen de los arcones las banderas españolas y asistimos a estrafalarios espectáculos de fruterías y colegios haciendo juras de bandera, discotecas madrileñas pinchando el himno nacional o barrios enteros, empobrecidos y olvidados, pero engalanados con la enseña patriótica.

El mismo Billig afirma que los recibimientos multitudinarios a los deportistas triunfantes son una sublimación, o un entrenamiento simbólico, de los recibimientos a los ejércitos. Las despedidas con himnos futboleros a las fuerzas de seguridad que marchaban desfilando gloriosamente a poner fin a la insurrección de Cataluña no pueden más que darle la razón.

Por supuesto, en el sistema educativo español es misión imposible estudiar alguna de las restantes lenguas del estado. Solo hay una Escuela de Idiomas en el territorio español y es más fácil estudiar finés o rumano que catalán. La aversión institucional no se disimula. En Suecia cualquier ciudadano puede presentar un escrito ante cualquier administración en su lengua nativa pues todas tienen la consideración de oficiales, pero basta con que un parlamentario español ose pronunciar no ya un discurso, sino tan solo una frase como cita en cualquiera de los tres idiomas para que reciba la encolerizada reprimenda de Ana Pastor y se borren esas palabras abominables del diario de sesiones.

Con respecto a los estudios de Historia, el ultranacionalista Cardenal Cañizares, había sido capaz de encontrar los inicios de España (cuya unidad juzgaba como “un bien moral”) nada menos que en la Biblia. No menos pintoresca, la reforma educativa del PP presenta la Historia de España “Desde Atapuerca hasta la Constitución”, como si esa realidad política existiese desde el principio de los tiempos. Tal concepción se sustenta en la historiografía construida en el S.XIX, con el advenimiento de todos los nacionalismos estatales, incluido el español, momento en que se “nacionalizó” la historia dándole un carácter finalista o teleológico.

Según esa visión todos los avatares ocurridos en la península ibérica han tenido como fin último la construcción del estado español moderno. Esta historiografía nacionalista utiliza terminología tan doctrinaria como “La Reconquista”, enaltece los tiempos del Imperio, dibuja una amable e ilustrada conquista de América y sobre todo trata de construir un “carácter español”, ya formado nada menos que en la Hispania prerromana como gentes valientes, nobles, orgullosos e independientes cuyas derrotas son solo debidas a la ineptitud de su clase dirigente.

Esta fantasía se repite en todos los escritores nacionalistas, ya sea el Pérez Galdós de los Episodios Nacionales o el Pérez Reverte de hoy quien repite la misma monserga cada vez que abre la boca: España es un pueblo heroico cuyo inmortal destino estuvo lastrado por dirigentes corruptos e incapaces.

La llamada “Guerra de la Independencia”, que quizá merecería mejor el nombre de “Guerra de Restauración Borbónica”, puesto que Napoleón no deseaba anexionar España, es el hito histórico preferido de los dos nacionalismos, el ultramontano católico y el liberal, que hoy representarían PP y PSOE. En el 2 de Mayo el pueblo se levantó para defender los privilegios de la monarquía, la nobleza y la iglesia bajo la sabia dirección del ejército (Daoiz y Velarde). No es de extrañar que Esperanza Aguirre invirtiese millones de euros en su exaltación y que fuese el propio Pérez Reverte quien se embolsase 300.000 de ellos por hacer de comisario en una exposición sobre el tema.

Por supuesto, ningún alumno estudia ni una línea acerca de la creación del nacionalismo español ni de la historia de las restantes naciones españolas. Al contrario, la ultraconservadora Academia de Historia, esa que publica elogiosas biografías sobre Franco, denuncia frecuentemente la desaparición de los estudios de “una historia común” con el aplauso de Esperanza Aguirre y El País. Historia común, por cierto, que siempre se enseña con sus convenientes olvidos.

Si algo tienen en común los estudiantes de la EGB, la LOGSE, la LOCE, la LOE y cualquier otra reforma educativa es que ninguno habrá leído ni una línea acerca de las guerras civiles propiciadas por la derecha española en el S.XIX ni mucho menos de la Guerra Civil Española o la dictadura franquista. Curiosamente siempre están al final del programa y “nunca da tiempo”. Vaya por Dios.

Sin embargo, sí “da tiempo” a divinizar la Transición y su sagrado fruto, la Constitución, como el único periodo histórico que hace presentable el nacionalismo español.

Sobre este tema convendría recuperar el libro de Xacobe Bastida: “La nación española y el nacionalismo constitucional”, en el que el autor hace un riguroso y pormenorizado estudio acerca de la génesis del artículo 2 de la Constitución que consagra la unidad de España.

A riesgo de resumir en exceso el metódico análisis que el libro contiene, dicho artículo segundo, que hoy se empuña tal como si figurase tallado en las Tablas de la Ley, fue impuesto por medio de las amenazas del ejército cuando los redactores de la Constitución habían redactado un primer borrador completamente diferente. Esta imposición, de la que da cuenta Jordi Solé Tura, uno de los padres del texto constitucional, ha sido ignominiosa y cínicamente ocultada por todos los tratadistas posteriores.

Xacobe Bastida cita la anécdota de un Expresidente del Tribunal Constitucional quien afirmó rotundamente en un acto público que tal amenaza militar no había existido para reconocer luego en un ambiente más distendido que “no era conveniente para nuestra democracia que se airease ese conocimiento”.

Pero, además del hecho cierto de que el texto constitucional esté en su génesis viciado por el chantaje del ejército, la lectura pormenorizada de las justificaciones argumentales de constituyentes y constitucionalistas para insuflar soporte intelectual al chapucero artículo que erige la unidad de España como valor superior a todos los demás, muestra una desoladora cháchara de trileros, demagogos y ultramontanos patriotas, manoseando y retorciendo argumentos filosóficos hasta extremos insoportables a toda honestidad intelectual.

Desde entonces, la glorificación de la Transición y la Constitución se han convertido en un dogma unánime y cuestionarlo trae aparejados violentísimos ataques y el ostracismo académico. Prueba de ello es el libro Nacionalismo español, de Carlos Taibo, que recoge aportaciones multidisciplinares de diversos estudiosos y que se encontró con inimaginables trabas y desabridas contestaciones a sus intentos de publicación.

El nacionalismo español no existe para sí mismo y los españoles no se reconocen como nacionalistas. Puesto que la nación española existe por la gracia de Dios, no necesita justificación y crea, en palabras de Botey Vallés, un “nacionalismo ignorante”. Pero sin embargo se expresa cada día en todas y cada una de las instituciones del estado: en la judicatura, en las leyes, en la iglesia, en la cultura y en los medios de comunicación.

El conflicto catalán ha descubierto aún más su deforme rostro. Vargas Llosa grita: “¡El nacionalismo es la peste del Siglo XX!” y un clamor de cientos de miles de personas gritan “¡España, España!” agitando desesperadamente sus banderas. Pero no son nacionalistas: son patriotas.

Los alumnos catalanes, vascos o gallegos tienen mejores competencias en idioma castellano según el informe PISA que los de otras comunidades, aunque eso no le importa al ultranacionalista partido Ciudadanos, que emponzoña con su electoralismo de cloaca la pacífica convivencia escolar con documentos falsos y mentiras describiendo un idioma español en peligro. Pero no son nacionalistas.

Los medios de comunicación fusionan adoctrinamiento e información con portadas e informativos diarios dignos de figurar en la historia negra del periodismo tal como el último de El País que hablaba de una manifestación que “exhibía su odio a España”. Pero no son nacionalistas.

Nadie menor de 60 años votó la Constitución pero machaconamente se nos repite que la votamos “todos”. Y es cierto, la votó el “todos” atemporal de la nación. Podrían haberla aprobado en el siglo XIX y sería igualmente cierto que la votamos “todos”. Pero eso no es nacionalismo.

Incluso jueces y fiscales hacen depender nada menos que la prisión o libertad de personas a las que no se conoce delito alguno en ridículos exorcismos para que abjuren de sus creencias, “se retracten” o acaten tal o cual ley (sin que se sepa muy bien qué clase de crimen es no acatar) en lo que muy bien Pedro Vallín compara con los Autos de Fe donde se pedía la renuncia a Lucifer. Pero eso no es nacionalismo.

No, cuando desperté, el nacionalismo no había desaparecido. Cuando desperté, el dinosaurio seguía allí.

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Fuente: El Salto Diario