Parlamentos de mentirijilla PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Francisco Jurado   
Viernes, 24 de Noviembre de 2017 00:00

Era domingo por la noche y me disponía a ver la segunda parte del programa de Jordi Évole con Nicolás Maduro. En la introducción, aparecía Felipe González razonando por qué Venezuela es hoy una dictadura y, en uno de sus argumentos, mencionó que el Ejecutivo venezolano ha bloqueado ya una veintena de leyes procedentes del Parlamento, donde Maduro no tiene la mayoría. Automáticamente pensé en España, donde esa práctica es tan habitual como desconocida para la mayoría de la población.

La “separación de poderes” es un principio que rige en los sistemas parlamentarios surgidos de las revoluciones liberales de los siglos XVIII y XIX y consiste, básicamente, en que el “poder” del Estado se divide en tres pilares: el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial, cada uno con unas funciones propias que hacen que se “contrapesen” entre sí. La separación de poderes no implica que estos tres pilares pesen lo mismo, siendo el Legislativo el “poder” preponderante, al materializar la “soberanía popular” a través de las elecciones. Así, además de aprobar las leyes que rigen en un Estado, el Poder Legislativo también elige al presidente del Gobierno (a través del acto de Investidura), nombra a buena parte de los miembros del Poder Judicial y aprueba los Presupuestos Generales del Estado.

Aunque los parlamentos, que encarnan este Poder Legislativo, son los órganos fundamentales para la presentación, debate y aprobación de las leyes, existen otras vías de legislación atribuidas al Ejecutivo, como los decretos ley –que tienen que justificarse por urgente necesidad y luego convalidarse–, los decretos legislativos, los proyectos de ley y el desarrollo reglamentario de las leyes –la letra pequeña–.

Cuando los parlamentos cuentan con mayorías absolutas de algún partido o con coaliciones estables de gobierno entre dos o más partidos, se produce un fenómeno curioso, y es que las leyes dejan de hacerse mayoritariamente en el Parlamento –a través de proposiciones de ley– y el peso legislativo se vuelca en el Ejecutivo –proyectos de ley o decretos–. Esto sucede, supongo, porque los Ejecutivos tienen más recursos, humanos y materiales, para preparar textos legislativos, ya que echan mano de toda la estructura administrativa (ministerios, consejerías, direcciones generales…), mientras que los grupos parlamentarios destinan más sus recursos económicos para contratar equipos de comunicación, siendo los parlamentos un escenario de campaña electoral permanente.

Sin embargo, con la irrupción de partidos como Podemos o Ciudadanos, que han fragmentado lo que tradicionalmente era un arco parlamentario de turnismo bipartidista, el parlamentarismo en España ha entrado en una fase desconocida. En casi la totalidad de los parlamentos autonómicos y en el Congreso de los Diputados no existen mayorías absolutas, los gobiernos se sustentan por pactos que, además, no implican coaliciones, sino acuerdos de legislatura, mucho menos estables. Esto ha ocasionado que los parlamentos vuelvan a ser el centro de la política y que se dispare su actividad legislativa. Como ejemplo, en el Parlamento de Andalucía, una comunidad autónoma acostumbrada a que fuese la Junta (Ejecutivo) el motor legislativo, el Grupo Parlamentario de Podemos ha sido el que más proposiciones de ley ha presentado en algo más de dos años de legislatura, por encima, incluso, de los Proyectos de Ley presentados por la Junta.

¿Quiere decir esto que estamos recuperando la esencia del parlamentarismo y de la separación de poderes? Por desgracia, no. Lejos de aceptar esta fragmentación como una buena noticia –oportunidad para parlamentar, buscar consensos…–, los gobiernos “en minoría” han encontrado un salvoconducto legal para poder paralizar la iniciativa de los parlamentos y, así, conservar el monopolio de la acción legislativa. Este salvoconducto es conocido como “veto presupuestario”, y se recoge en el artículo 134.6 de la Constitución.

Lo que reconoce la Constitución en este artículo es la potestad exclusiva del Gobierno para elaborar y presentar los Presupuestos Generales y, una vez aprobados, para ejecutarlos. Así, establece que el Gobierno tiene la prerrogativa de poder vetar proposiciones o enmiendas parlamentarias que supongan una alteración del presupuesto aprobado (aumento de gastos o disminución de ingresos) entendiendo que se estaría afectando el presupuesto en vigor y alterando una planificación político-económica ya aprobada. Esto tiene su sentido si pensamos que es el Gobierno el que tiene que ejecutar el presupuesto y que esta actividad sería imposible si le van alterando las partidas y las cifras de gasto o ingreso en mitad del ejercicio presupuestario.

Para que los parlamentos no queden bloqueados por esta prerrogativa, existe una táctica consistente en presentar una Proposición de Ley y, aunque modifique el presupuesto, aplazar la entrada en vigor al ejercicio presupuestario siguiente, de manera que no condicione la ejecución del presupuesto en vigor y que, en consecuencia, no pueda ser vetada.

El problema ante el que nos encontramos es que, si bien la Constitución hace referencia al ejercicio presupuestario vigente en un momento determinado (que suele abarcar, normalmente, un año), algunos Reglamentos parlamentarios, como el del Congreso de los Diputados, no especifican a qué ejercicio presupuestario puede aplicarse este veto. Esta laguna legal está siendo aprovechada por el Gobierno para vetar decenas de leyes (cerca de 50 ya) que, a priori, podrían contar con el apoyo del Congreso para su tramitación y aprobación. Aduce el Gobierno que el veto presupuestario no tiene por qué aplicarse tan sólo al ejercicio presupuestario vigente, sino que se puede hacer extensivo a toda la legislatura, más aún –como es el caso– si los presupuestos en vigor son una prórroga de los del ejercicio anterior.

Es importante saber –además– que, cuando el Gobierno veta la tramitación de una Proposición de Ley por estos motivos, no tiene que demostrar fehacientemente que existe un gasto. Simplemente tiene que manifestarlo en su escrito de informe sobre la Proposición de Ley presentada. De este modo, recae en la Mesa del parlamento de turno calificar positiva o negativamente la tramitación, con el añadido de que la presencia en la Mesa suele guardar las proporciones de la composición parlamentaria, por lo que el partido en el gobierno suele tener mayoría. Así, es el partido que “sostiene” al Gobierno en minoría el que se convierte en árbitro a la hora de dar paso o frenar las iniciativas legislativas presentadas en el parlamento, y lo hará, como es de esperar, en función de si simpatiza o no con la iniciativa presentada, dejando de lado cualquier criterio democrático y no-partidista.

En estos momentos, es Ciudadanos quien ostenta esa posición de bisagra en el Congreso y, ante las reiteradas negativas de los miembros del PP en la Mesa, son los representantes de Cs los que tienen la última palabra. Esto ha dado lugar a que sólo dos de las Proposiciones de Ley presentadas –y vetadas– en la presente legislatura hayan pasado el trámite de calificación en la Mesa, lo que ha motivado que el Gobierno haya presentado sendos “conflictos” ante el Tribunal Constitucional, alegando la sustracción de sus competencias en materia presupuestaria, para que esas leyes no puedan tramitarse.

La resolución de estos “conflictos” será fundamental, pues marcará, de aquí en adelante, si el Congreso –y los parlamentos autonómicos– son meras comparsas institucionales, sin capacidad legislativa real y sometidos a la voluntad del Gobierno –aún estando en minoría– para poder presentar y aprobar Proposiciones de Ley. De prosperar las tesis del PP, podremos dar por muerta definitivamente la separación de poderes en España y empezar a hablar, con toda la razón, de un Estado ni democrático ni de Derecho.

Francisco Jurado es jurista y secretario de la Vicepresidencia III del Parlamento de Andalucía

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Fuente: Ctxt