El festín de los cínicos PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por José Antonio Pérez-Tapias   
Viernes, 22 de Julio de 2016 05:30

Asomándose al balcón, con copa de vino en una mano y un cigarro puro en la otra, se dirigía al gentío que estaba allí abajo, al que algunos consideraban populacho y al que otros, con pretensiones de finura, llamaban plebe, para espetarles: “Esto es lo que hay”. Ni siquiera acudía en ayuda de más recursos retóricos para añadir: “O lo tomáis o lo dejáis”. No hacía falta. Y además le daba igual. El curso de los hechos era el que era y a la vista estaba que no iba a cambiar. Todo lo contrario.

Volviendo al salón donde festejaban sus triunfos, el jefe de la organización tampoco se molestaba en hablar demasiado con los suyos. Le bastaba ver con mirada complaciente y mueca de satisfecho ganador cómo para los suyos todo era contar anécdotas sobre el camino hacia la victoria. El regodeo colectivo subía a cotas de máximo placer al relatar una vez y otra cómo habían conseguido engañar a los adversarios –en verdad se atenían a esa consideración al modo de pacto tácito para evitar hablar de enemigos–, confundiéndolos entre ellos, interceptando los mensajes que se intercambiaban, en lo que había sido todo un despliegue de ardides bien estudiados para que sólo al final se desvelara la trama. Y el ridículo de los derrotados.

El jefe meditaba para sí entre trago y trago, sacando conclusiones al par que expulsaba el humo con maestría de fumador empedernido. El tiempo, esa clave fundamental, es lo que había que dominar. No hacía falta detenerse en veleidades intelectuales, de esas que le gustaban a un correligionario suyo con querencias piadosas al que gustaba recordar aquello de un santo que decía que si le preguntaban por el tiempo, no sabía lo que era, pero que si no le preguntaban, bien conocía la respuesta. El caso era manejarlo bien, porque quien maneja bien el tiempo y aguanta hasta el momento oportuno logra que su antagonista pierda espacio hasta quedar arrinconado en su propia nadería. No hacía falta ni disimular, pues al final serían los otros los que quedarían en evidencia una vez revelado su torpe simulacro. ¿Para qué tratar de encubrir lo que todo el mundo sabía? La hipocresía es inútil cuando todo es cuestión de mostrar las cartas del más fuerte.

Los festejantes no dejaban de celebrar su éxito, mas el tono de sus brindis, siendo gente de esa clase que estudia en colegios de pago, no impedía que por las ventanas llegaran a sus oídos los dardos envenenados que se lanzaban quienes, abajo, se acusaban mutuamente de ser los causantes de la derrota. El jefe de los de arriba había logrado poner a su fiel escudera en el puesto de una alta magistratura, desde el cual, sin duda, y contando con amigos bien reconocidos mediante ubicación en confortables sillones institucionales, se podrían controlar todos los movimientos de la inevitable asamblea a donde los plebeyos mandan a quienes dicen representarles. De nada sirvió que éstos intentaran, por un lado, pactar un candidato común o, por otro, mantener el suyo desde una posición que no por impotente dejaba de ser arrogante. Cuánta torpeza la de quienes, como pardillos, no pasaron de montar intensa algarabía, mientras profesionales avezados en las técnicas del poder se disponían a zampárselos bajo la atenta contemplación de los que, hasta un momento antes, se consideraban potenciales aliados de quienes se enzarzaban en esa variante de la viaja discusión sobre galgos o podencos que era la polémica entre el querer y el poder –en verdad, entre el no querer y el no poder–.

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Fuente: CTXT