Demos una oportunidad a la Paz: Legalicemos SORTU. 1ª. Parte PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por José Cantón Rodríguez / UCR   
Domingo, 06 de Marzo de 2011 06:03

SortuPara nuestra desgracia el terrorismo etarra nos acompaña en España desde aproximadamente cuarenta años, lo cual significa que las diversas modalidades de ejercer la violencia no parecen derivarse de simples actividades antijurídicas comunes, es decir, los autores materiales de los actos terroristas no pueden ser tenidos por delincuentes comunes sino más bien habría que tipificarlos como delincuentes por  convicción llevando a cabo actos de la mayor gravedad y tipificación penal, no en provecho propio directo, sino guiados por una idea, por una convicción, por una ilusión o por un delirio y cuyo testigo ideal pasa de generación en generación. 

 

Y es en este contexto, precisamente, donde habría que situar las declaraciones de Otegui con relación  a sus palabras ante el féretro conteniendo los restos de la etarra Olaia Castresana. No cabe duda de que el enaltecimiento de la ilusión, el idealismo y la capacidad de sacrificio de la juventud realizada por Otegui en dicha ocasión forma parte de la tradición política de todas las civilizaciones y culturas y, en particular, de la cristiana en su versión católica. Aunque en muchas ocasiones este sacrificio juvenil sea un sacrificio estéril por quedar fuera de los medios instrumentales aceptados comúnmente en cada lugar y momento histórico, ya que la historia nos muestra que las líneas entre los mártires, los héroes y los bandidos o criminales son trazadas según las consecuencias para unos u otros. Por ello, la acción judicial y policial contra los etarras será necesaria, pero al mismo tiempo insuficiente para poder cortar definitivamente el paso de una a otra generación. No podríamos entender el terrorismo etarra si no lo insertáramos en su larga trayectoria reivindicativa, ya desde antes de la transición política y el inconformismo político tras la Constitución de 1978. La misma Constitución y su modelo electoral vendrían a favorecer un sistema de mayorías que hoy vemos polarizadas con la política antiterrorista del Gobierno socialista. El sistema político de la Monarquía Parlamentaria ha venido a derivar en un modelo político bipartidista –solo corregido por los mal llamados nacionalismos periféricos– donde las más graves cuestiones de Estado –incluidos el dolor, las creencias y los sentimientos de las gentes–  vienen a degradarse y a usarse como objeto de la lucha partidista, sin que exista una instancia superior y con amplio apoyo parlamentario capaz de implicar e integrar los intereses, las argumentaciones y la trayectoria vital de todos y de cada uno de los ciudadanos del Estado en el largo plazo temporal. Sin embargo, contextualizar racionalmente y diagnosticar correctamente serán las condiciones necesarias para el éxito de cualquier política con vocación de poner fin a la violencia en cualquiera de sus formas.

En este sentido, la no condena de la violencia por parte de los miembros de Batasuna será una reacción aparentemente incomprensible, y también una actitud ingenua, pero más consecuente y sincera que la condena de la violencia por parte de las autoridades autonómicas del País Vasco. Los atentados llevados a cabo en 1968 contra José Ángel Pardines o Melitón Manzanas o, más tarde, contra el recién nombrado presidente del Gobierno Carrero Blanco -el 20 de diciembre de 1973 en que se iniciaba el Proceso 1001 contra los dirigentes del sindicato CCOO, por entonces clandestino o ilegal- tras el cual todos los españoles estuvimos expectantes ante las posibles reacciones gubernamentales vendrían a enmarcarse en una lucha popular, irregular o asimétrica entre individuos o pequeñas agrupaciones de todo el espectro ideológico del País Vasco frente al Estado Policial del franquismo. Las prácticas terroristas particulares quedarían así legitimadas o justificadas ante la diversidad de las estrategias terroristas ejercidas por el propio modelo de Estado, por lo que las autoridades vascas y los medios responsables de crear una opinión pública no supieron, no fueron capaces –o no quisieron– hacer frente ni reaccionar convenientemente al terrorismo etarra posterior. Toda condena de la violencia procedente de los medios institucionales vascos se hacía  –y se ha venido haciendo durante cuarenta años- con la letra pequeña, cumpliendo así con el formalismo jurídico, tan presente en la aparición ambigua, compleja, diversa y contradictoria de una conciencia nacional vasca y en la propia historia política española contemporánea y cuya ambigüedad y contradicción conformará también el fundamento político de la transición: desde la ley, por la ley a la ley, según la fórmula de Torcuato Fernández-Miranda y asumido como coartada o principio legitimador por Juan Carlos I. De este modo, tanto el Monarca como el resto de los herederos del Régimen de Franco confundirán una legislación voluntarista o decisionista propia de una Dictadura con la naturaleza, el concepto, contenido, alcance y el significado político de las leyes.

Desde la expectación y casi simpatía contenida por los dos primeros magnicidios etarras hasta la conversión en infamia del resto de los atentados y el poder de convocatoria del nacionalismo radical, a pesar de tales atentados, la persistencia en el tiempo de todo ello nos pone de manifiesto que -a pesar del cambio de percepción de dicha violencia, junto a una cuestión de orden público o policial, criminológica o penitenciaria- es indudable que la cuestión vasca contiene también una dimensión política. Distinguirlas y separarlas tendrá que ser una responsabilidad de todos a fin de establecer la línea divisoria entre un demócrata, un idealista, un demagogo, un rebelde o un simple delincuente. Pero esta responsabilidad de distinción cae prioritariamente en las instituciones y autoridades vascas y no exclusivamente en la acción judicial. Que los "chicos traviesos" sean percibidos y tipificados por la opinión pública y la cultura política como lo que son, unos simples delincuentes por convicción, cuando no unos simples asesinos. Así ha sido finalmente percibido por buena parte de la opinión pública vasca como, por ejemplo, a través de la aparición espontánea de colectivos como Gesto por la Paz o ¡Basta Ya!, impulsados por ciudadanos normales y algunos intelectuales, donde un cierto sentimiento de temor contenido ha venido a convertirse y eclosionar en una indignación y vergüenza de la gran mayoría de las gentes por albergar entre ellos a quienes hacen de la infamia un instrumento político. La aparición espontánea de ciudadanos rechazando el terrorismo y, en general, el recurso a la violencia en cualquiera de sus modalidades, cabría interpretarse como un paso  y una prueba más del cambio religioso e ideológico en su distanciamiento con un pasado que podríamos remontarlo a las tradiciones judeocristianas que se remontan al mismo decálogo, donde toda impiedad, el castigo o la violencia contra los hombres era interpretada a modo de un castigo divino por alguna acción, falta o pecado desconocido donde los verdugos, tomando el lugar del príncipe o gobernante de turno, se habrían convertido en un instrumento justiciero de Dios. La expresión o la simple idea de concebir de que la víctima algo habrá hecho para merecer tal castigo venía a distanciar y a poner una barrera mental, psicológica y moral infranqueable entre los espectadores y las víctimas. En este sentido, el ciudadano de nuestro tiempo ya ha roto con una de las ideologías más perversas de todo el andamiaje jurídico y político de las monarquías cristianas, pero cuyas convicciones morales no fueron asumidas ni compartidas en su momento en toda su extensión y significado por las autoridades, la clase política  o los creadores de opinión del País Vasco. Lo cual tampoco debería de extrañarnos ya que la misma actitud de ignorancia o de alejar de nuestras reflexiones y memoria a las víctimas de la historia forma parte de cualquier historiografía o ideología política conservadora ya que generalmente la historia es relatada por los vencedores, no por los vencidos.

(...) Si todos y cada uno de los asesinatos han ido elevando el nivel de absurdo, de crueldad y de rechazo popular, la explosión de este estado de ánimo y opinión, al menos en el ámbito público y en todas las ciudades del Estado, tendría lugar con los asesinatos de Francisco Tomás y Valiente (1996) –siguiendo el ejemplo de los terroristas argelinos contra los intelectuales- y, sobre todo, tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco (1997) al turbar los sentimientos y la conciencia, yo diría que de prácticamente todos los españoles, llegando a colmar de indignación y haciendo que la gente saliera a la calle para rechazar una larga lista de asesinatos. Pero más allá de una reacción emocional o de una respuesta puntual, policial, jurídica o penitenciaria, desde el punto de vista histórico, político y criminológico no podemos separar una actitud y un comportamiento tenido por criminal por el común de las gentes de esas características del mundo de las ideas, de las creencias y del simbolismo, del estado de opinión y de las respuestas de las personas de carne y hueso como titulares de los cargos institucionales, de los hábitos, de las leyes y de los sistemas organizativos y jurídicos que los hacen posibles.

Al igual que con las dos víctimas del atentado de Barajas –divulgando profusa y reiteradamente sus nombres, sus lugares de origen, sus trabajos, ideas e ilusiones, dándonos a conocer y ayudando a sus familias– bien podríamos hacer lo mismo, si no con todas, sí al menos con las más relevantes víctimas de la historia de España. Seguramente tendríamos que tener muchas vidas para poder llevarlo a cabo y, sobre todo, si también hacemos referencia al ámbito internacional como no podría ser de otro modo. Sin embargo, sí habría un denominador común para limitar en el tiempo tan ingente tarea. Para ello nada mejor que detenernos en las ideas, circunstancias y condiciones que hacen posible que los hombres sean capaces de matar a sus semejantes, es decir, reflexionar sobre la violencia en su sentido más genérico, incluyendo todo condicionamiento o factor pseudo-violento o pre-violento como son, por ejemplo, el daño físico, moral o psicológico entre particulares y organizaciones entre sí con la finalidad de infundir miedo, las técnicas de represión penal, la censura o el simple engaño amparado en la fantasía, en la tradición o en los sentimientos de identidad incorporados en el curso del crecimiento, bien con relación al territorio, a la lengua o a las creencias religiosas, o bien a intereses profesionales, corporativos o de clase. Es decir, no se pueden obviar todas aquéllas teorías, leyes, literatura, hábitos, estados de opinión, actitudes y sentimientos que preconizan el sacrificio de la propia vida por mantener una fidelidad o alcanzar unos fines que trascienden a los propios individuos. Si cultural, política, jurídica y religiosamente resulta legítimo y loable sacrificar la propia vida por fidelidad a unos principios conforme al ejemplo de los mártires, los santos y los héroes, siempre será más legítimo –y preferiblemente– sacrificar la vida de los demás, sobre todo la de los tenidos por herejes, infieles o enemigos.

(...) Por esta razón, siendo la cultura política española tan ambigua, tan católica, tan creyente y tan olvidadiza, los poderes públicos y la opinión pública estatal exigirán al extremismo nacionalista de Batasuna el arrepentimiento y la condena del terrorismo como condición previa a su participación en la vida pública y, por otra parte, se aceptará como algo normal la demanda del Rey el respectar la historiografía, la personalidad y comportamientos de su testador, exigiendo no menospreciar públicamente el mito político de Franco creado en el curso del tiempo. Es decir, han sido precisos que pasaran treinta y dos años desde la proclamación de Juan Carlos como Jefe del Estado, a título de Rey, para que los grandes medios de comunicación pública comenzaran a desmontar tímida y muy lentamente –material, cultural, política y jurídicamente– la figura mítica del dictador construida en el curso del tiempo. Y tenemos que recordar que treinta años es el tiempo máximo de condena en nuestro ordenamiento penal, y que nunca se cumplen en su totalidad ni con el más depravado criminal debido a los diversos beneficios penitenciarios y a la redención de penas por el trabajo. ¿Qué diferencia puede existir desde el punto de vista de una teoría de la antropología criminal, de las mentalidades y de una hermenéutica histórica entre no condenar la violencia de hoy y tratar de ocultar y olvidar la violencia de ayer?.

¿Por qué razón habrían de arrepentirse los etarras si saben que el engaño, la extorsión, la censura, el egotismo social, el tradicionalismo basado en la sangre, la indiferencia moral o afectiva y la violencia han sido y son instrumentos válidos para alcanzar y mantener unos fines políticos?  Dicho de otro modo, la llamada transición desde la dictadura a la democracia vendría a mutilar y a desvirtuar el contenido y el significado político de las leyes y del constitucionalismo como medios instrumentales de la libertad y el acuerdo entre las partes. En la transición política hubo acuerdo –el llamado consenso– pero sin libertad o, al menos, una libertad sustentada en el temor, el engaño, tutelada, vigilada, controlada, censurada y moldeada por los herederos de la dictadura, pues todas las encuestas del momento venían a señalar la preferencia mayoritaria de los españoles por una República y todas las encuestas serían censuradas. La vigencia institucional del Estado policial haría posible la materialización de la voluntad del dictador en restaurar la Monarquía católica como titular de un modelo de Estado centralizado impidiendo que los españoles, en la práctica, manifestaran su voluntad como titulares de la soberanía nacional, conforme se vendría a establecer con posterioridad en la Constitución Española. Sin embargo, el odio visceral y patológico fomentado durante tantos años hacia el comunismo o el igualitarismo vendría a manifestarse, paradójicamente, en su sentido político contradictorio e inverso a través de la España de las autonomías, tratando de igualar algo que era desigual aunque fuera a distinto ritmo temporal. Así las cosas: ¿Por qué razón las autoridades y los medios de creación de la opinión pública del País Vasco –y por otras vías también en Cataluña– tendrían que asumir y compartir la convicción política y moral de un modelo de Estado con el cual no estaban conformes?.

Y, siguiendo el mismo procedimiento falsificador que el Monarca tratando de olvidar, disimular o ignorar un personaje, unos hechos y unos tiempos indeseados e indeseables, así harán también los responsables e ideólogos del nacionalismo vasco al eliminar el término "terrorismo" de la ponencia del Gobierno Vasco sobre las víctimas del terrorismo etarra, describiendo y tipificando el título de dicho informe como Ponencia sobre Víctimas. La desmemoria lograda con el paso del tiempo y los silencios harán que en el futuro las gentes con poco apego a la lectura no sepan si estas víctimas son las procedentes de los accidentes de tráfico, de inundaciones o terremotos, de los accidentes laborales, del desplome de un edificio o el hundimiento de algún barco pesquero o las derivadas de unos jóvenes cuya obsesión y delirio por una idea les llevaron a matar y a mutilar sin piedad a sus conciudadanos. Y, al igual que ocurre con los procesos revolucionarios y las dictaduras, unos empuñarán las armas rompiendo el corazón y el alma de muchas familias y otros recogerán sus frutos y resultados políticos. Desde luego que La Historia es algo irreversible, pero no parece estar programado en la estructura físico-psicológica de la naturaleza humana el que pudiera haber evolucionado de otro modo.

A pesar de la distancia, los autos del juez Baltasar Garzón contra el entorno de la izquierda abertzale –aún admitiendo Garzón la dificultad de la tarea- nos vienen a evocar la actuación indiscriminada contra los cristianos por parte de los magistrados romanos, pues era obvio que en los medios urbanos no existiera una línea diáfana entre el común de las gentes y los relacionados de algún modo con las nacientes comunidades cristianas, tenidas por subversivas ante el Imperio. Tertuliano, Melitón de Sardes y Justino Mártir serían los primeros apologistas en defender a los cristianos reprochando a los magistrados romanos el perseguir a los cristianos en cuanto cristianos  –por sustentar distintas ideas, creencias y hábitos de comportamiento no perjudicial para los demás- sin ninguna prueba de los delitos que se les imputaban, ni derivada de posibles comportamientos tenidos por delictivos. O, dicho de otro modo, los apologistas cristianos serían los primeros teóricos en hacer una distinción entre la sustentación de unas ideas y el seguimiento de un género de vida consecuente con ellas y unos hechos o comportamientos tenidos por delictivos, adelantándose en dos mil años al reproche moral que hiciera Friedric Hayek a los regímenes totalitarios.

Hoy, ninguna persona normal de Oriente u Occidente podría asumir ni compartir el principio de que las creencias, ideas, simbolismos o los referentes idealistas o religiosos de los jóvenes –chicos y chicas– islámicos que se lanzan contra sus semejantes recubiertos de explosivos sean verdaderos en el amplio sentido de la palabra. Y lo mismo podríamos decir con relación a los grupúsculos europeos que han venido recurriendo a la acción terrorista en defensa de sus ideas y, en general, respecto al uso de la violencia como vía de solución de los conflictos o de reparación de injusticias seculares, tal como en su momento vendría a representar el idealismo de las figuras guerrilleras latinoamericanas como fuera el Che o, más próximo a nosotros, el subcomandante Marcos. Incluso, un hecho tan aislado y singular como fuera el caso de Yoyes, arrepentida y trascendiendo el uso de la violencia como instrumento de cualquier cambio de mejora social, su asesinato nos transmite la vigencia ocasional de un principio muy arraigado en la cultura política de Oriente y Occidente y es el castigo o muerte ejemplar –lo que la ciencia jurídica conoce por prevención general- a fin de avisar o señalar lo que le espera a cualquier apóstata o disidente, a cualquier renegado o desafecto de cualquier organización de vocación y estructura totalitaria tal como también representaron en su día la Iglesia y el Estado. Decir no al terrorismo etarra –como hiciera María Dolores– será lo mismo que decir no a la guerra de Irak o a cualquier guerra, como han venido protagonizando todas las generaciones que no viven de los honores a los muertos, ni de la gloria que supone morir matando,  ni del negocio de las industrias o las tecnologías de la guerra, como han venido haciendo los sultanatos de Oriente o las monarquías de Occidente. A tenor de las nuevas actitudes y enfoques políticos y morales sobre el recurso a la violencia en cualquiera de sus modalidades habría que repensar el que toda una civilización –como la cristiana- haya basado su religión y su desarrollo doctrinal en la tentación y el pecado asociado a las misteriosas relaciones entre hombre y mujer tal como nos lo transmite su literatura religiosa, la pintura y muchas vidas de santos, mientras que el curso de los acontecimientos históricos de los países cristianos quedarían sustentados política y doctrinalmente en la pobreza, en el engaño, en la censura, en el dolor, en el sacrificio, en la guerra y en la cultura de la muerte, haciendo de todo ello el origen de la riqueza de sus minorías dominantes aunque sus antiguas propiedades formen hoy parte del patrimonio histórico y cultural de los diversos países. Una cultura que aún permanecerá entre nosotros hasta en los objetos más insospechados como en la propia Biblia, donde en muchas ediciones de la Vulgata o Biblia latina o católica contienen páginas fuera de texto confeccionadas con el fin de que las familias escriban en ellas las fechas de todos los ritos cristianos así como los actos heroicos en los campos de batalla e introducida con unos párrafos del libro de los Macabeos prefiriendo morir matando en su lucha contra los reyes sirios.

"Este es un país de locos" expresó Juan José Ibarretxe ante su encausamiento penal por contactar o hablar con la izquierda abertzale. Y también parece ser un país de equívocos y de creyentes donde se ignora que la ley no es más que la expresión escrita del acuerdo entre las partes en competencia o conflicto. Aquí no se da la insalvable elección disyuntiva entre el huevo y la gallina -entre lo jurídico y lo político- ya que las leyes no se cultivan en los campos o caen como frutos maduros de los árboles, sino que son el testimonio y el compromiso escrito de un acuerdo entre las partes;  las leyes tienen por finalidad y objeto regular la relación entre las personas subordinándose, por lo mismo, a la relación entre personas, al orden de lo político. Lo político no pertenece a un imperativo físico-biológico ni a los mandatos de ningún dios, sino a la facultad y propiedad de los hombres de relacionarse o separarse, sortear o sobreponerse a los múltiples condicionamientos materiales, en escoger un camino entre varias alternativas posibles o deseables y, en definitiva, a su misma naturaleza de contener un espíritu indeterminado en el tiempo. O, dicho de otro modo, lo político es una mediación entre una idea, una ilusión, una  posibilidad, la esperanza, la capacidad y propiedad de los hombres de poder alejarse progresivamente de los condicionantes biológicos y de las múltiples constricciones de la vida en sociedad. Esta capacidad mediadora será la que tenga Carl Schmitt por el concepto de lo político, con la diferencia de que éste último entenderá por naturaleza política la expresión decisoria puntual, coyuntural o histórica en tanto que otros escritores y iuspublicistas como  Hayek, Hermann Héller o Rudolf Smend la interpretarán como el ámbito y articulación de un permanente pacto, compromiso o plebiscito entre el individuo y el Estado en una continua relación entre los hombres abiertos a la historia, en el ejercicio de la virtud  –tal como expusiera Maquiavelo– y en libertad.  En este sentido, el Derecho será una ciencia en la medida en que sea capaz de criticar, de enjuiciar, de cambiar, modificar o mejorar sus propias producciones –las leyes– que conforman el conjunto del derecho positivo. Si el Derecho no se somete a la crítica, a la consideración y revisión de las partes a quienes va dirigido dejaría de ser Derecho para funcionar como una simple ideología. Y esta dialéctica entre la obediencia o aceptación y la revisión, mejora, crítica o rechazo del Derecho es precisamente el ámbito de actuación de lo político en su función de activar y materializar las potencialidades y posibilidades humanas en cualquier ámbito de la vida. Si no fuera así estaríamos aún en la Edad de Piedra compartiendo y disputando el alimento y el abrigo con las fieras. Aunque no será extraño que en demasiadas ocasiones en el curso del tiempo los hombres no se hayan desprendido del todo en la imitación de los hábitos de comportamiento de las fieras, pero multiplicando su respuesta violenta por mediación del conocimiento y la tecnología.

(...) La relación entre lo político y lo jurídico vendrá a crear en los últimos tiempos un estado de tensión, una perplejidad o una incomprensión por parte de la mayoría de la población derivada, no solo de un enfrentamiento normal entre partidos políticos  –y en el caso particular de la política antiterrorista acrecentado por la posibilidad de alcanzar el poder político con un ataque frontal y demagógico contra el Gobierno Socialista-  sino sobre todo por la falta de una tradición política democrática, donde lo político y lo jurídico habrían de mantener en todo momento una relación dialéctica como consecuencia de no delegar en su totalidad la soberanía y la responsabilidad individual frente al Estado. La democracia exige gente crítica y responsable; la dictadura gente aduladora y obediente; y ni la cultura, ni los modelos organizativos e institucionales –junto a sus intereses corporativos- ni los comportamientos o actitudes personales pueden improvisarse con el tránsito de un modelo político a otro; de aquí la importancia y necesidad en no mitificar ni sacralizar la llamada transición de la dictadura a la democracia. Este conflicto entre la Política y el Derecho ya se habría escenificado institucionalmente con ocasión de la petición del gobierno central al gobierno autónomo del País Vasco la disolución del grupo de Batasuna a la cual se opondría el presidente de la Cámara Vasca, Juan María Atutxa, negándose a disolver este grupo parlamentario sujeto tanto a una fidelidad de procedimiento interno de la Cámara como a unas convicciones políticas que van más allá de las propias leyes y que, a pesar de ser acusado de conculcar las propias leyes, su negación a disolver el citado grupo sería reconocido como un comportamiento ajustado a la propia jurisdicción de la Cámara por el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco. Una acción o comportamiento que se sitúa más allá de la ley positiva y que, al mismo tiempo, constituye la razón última y el sentido de las propias leyes positivas.

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(*) El presente texto constituye una recopilación literal de algunos párrafos del libro: La religión ante la Tercera República. Reflexiones sobre la violencia, religión y monarquía  Editorial Club Universitario, Alicante, 2008 tomo II págs. 235-257 (Han sido suprimidas las diversas anotaciones que aparecen en el libro) 

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José Cantón Rodríguez (Granada, 1946). Diplomado en Sociología (1980) por la Escuela de Sociología en su antigua sede de la Universidad Central madrileña. Graduado en Criminología (1983) y doctorado en Ciencias Políticas y Sociología (1994)