Rebajas fiscales: la guerra de los idiotas PDF Imprimir E-mail
Opinión / Actualidad - Economía
Escrito por Carlos Sanchez   
Domingo, 08 de Septiembre de 2019 04:45

Los impuestos sirven, por un lado, para recaudar, y con ello financiar el propio funcionamiento del aparato del Estado y las prestaciones públicas, y, por otro, facilitan el estrechamiento de las desigualdades. Pero también son un instrumento esencial en aras de fortalecer la mejor herramienta conocida para favorecer la cohesión social: la educación.

Hay quien ha comparado los impuestos con una especie de navaja suiza de uso múltiple. Sirven, por un lado, para recaudar, y con ello financiar el propio funcionamiento del aparato del Estado y las prestaciones públicas, y, por otro, facilitan el estrechamiento de las desigualdades que genera de forma estructural el sistema económico por las más variadas razones, desde personales a tecnológicas. Pero también son un instrumento esencial en aras de fortalecer la mejor herramienta conocida para favorecer la cohesión social: la educación.

De hecho, como han demostrado numerosos estudios fue precisamente el acceso generalizado a la instrucción (mediante la extensión de las escuelas gratuitas y obligatorias) lo que estrechó las desigualdades sociales a lo largo del siglo XX en el marco de un sistema productivo que siempre había girado —aún lo hace— en torno a la propiedad individual.

La mejora en el capital humano era tan importante como la capacidad de invertir que tenían los propietarios para obtener rentas

Estudios pioneros como los de Kuznets —y su famosa curva— acreditaron que la mejora en el capital humano (la formación de los trabajadores) era tan importante como la capacidad de invertir que tenían los propietarios para obtener rentas. O, dicho de otro modo, alguien suficientemente formado podría obtener tantos ingresos como un rentista.

Ese acceso a la educación —la sociedad del conocimiento no es un invento actual— trajo consigo una nueva realidad política. Los trabajadores, después de haber logrado el sufragio universal, se dieron cuenta de que tenían capacidad para influir en los resultados electorales imponiendo democráticamente una subida de impuestos para los más ricos (impuestos progresivos). Es decir, comenzó a ser una realidad política la utilización del impuesto sobre la renta como un instrumento de cohesión social.

Jibarización impositiva

Los choques petrolíferos de los años 70 y, posteriormente, la aparición de nuevos jugadores en la economía mundial (principalmente, China) quebraron, como se sabe, ese consenso básico, y fue entonces cuando aparecieron en el mercado de las ideas nuevas políticas que proponían una jibarización de los impuestos, en particular de los que gravan la renta, un invento de William Pittpara financiar las guerras contra Napoleón.

Los impuestos, en todo caso, y como es obvio, siguen jugando un papel determinante en la estructura económica de un país, como lo demuestra el hecho de que, según el último estudio de la OCDE, que ha utilizado una muestra de 80 países, el peso de la tributación sobre el PIB oscila entre el 10,8% (República Democrática del Congo) y el 45,9% de Dinamarca.

La presión fiscal es la plasmación numérica del dinero que los ciudadanos están dispuestos a entregar al Estado para sufragar el orden social

En contra de lo que puede parecer, y como sostiene el documento de trabajo de la OCDE, desde el año 2000 las tres cuartas partes de los países analizados han aumentado la relación entre impuestos y PIB, principalmente en los países de bajos ingresos: mientras que, por el contrario, en los de altos ingresos se ha estabilizado.

La conclusión que saca el estudio es diáfana: “existe una correlación positiva” entre presión fiscal y PIB. En concreto, es en los países ricos donde se localizan los impuestos más elevados, lo que no quiere decir, de ningún modo, que cuantos más impuestos, mejor. Sería tan ridículo como decir que cuantos menos impuestos, mejor.

La presión fiscal, en este sentido, no es más que la plasmación numérica de la cantidad de dinero que los ciudadanos están dispuestos a entregar al Estado para sufragar el orden social. De hecho, existe un consenso generalizado en que sin impuestos (cada uno se paga lo suyo) prevalecería la ley del más fuerte.

Los impuestos, por lo tanto, forman parte del interés general, un concepto que arrinconó la idea aristotélica de que el bien común era fruto de una realidad natural o, simplemente, un estado de cosas caído del cielo.

Aristóteles y el poder

El interés general, de hecho, pasó a convertirse desde los albores de la democracia representativa en fruto de la voluntad humana. O lo que es lo mismo, forma parte de la legitimidad del poder. En palabras del propio Aristóteles, “así como el hombre, puesto en su perfecta naturaleza, es el mejor de todos los animales, así también, apartado de la ley y de la justicia, es el peor de todos; porque no hay cosa tan terrible como un hombre injusto con armas y poder”.

El interés general, por lo tanto, está por encima de cualquier consideración. Lo que en términos prácticos significa que en un país cuasifederal como el español (aunque con escasas instituciones que garanticen la coordinación entre los distintos niveles de la administración) es tan importante la parte como el todo.

La región más rica le hace la guerra a las pobres y compite para atraer inversiones, cuando la Constitución obliga a garantizar la solidaridad

Los territorios no son compartimentos estancos, salvo que se quiera bordear la lógica confederal mediante esa estrategia que los anglosajones llaman ‘race to the bottom’, es decir, competir hasta alcanzar un mínimo que sería incompatible con la sostenibilidad del Estado de bienestar, que beneficia, precisamente a las rentas más bajas, y que no están en condiciones de hacer ingeniería fiscal para saltar de una región a otra. Ese es, en última instancia, el interés general en materia impositiva.

Esa competencia desleal a la baja favoreciendo las deslocalizaciones fiscales, incluso, podría entenderse en territorios con escasos niveles de renta o ultraperiféricos. Canarias, por ejemplo, se parece cada vez más a un paraíso fiscal, pero se considera que no distorsiona el sistema común en aras de favorecer la convergencia entre regiones. Sobre todo, cuando la situación de partida de algunas (por ejemplo, por el envejecimiento o la dispersión territorial) es sensiblemente peor.

Frente a esta evidencia, lo paradójico es que ocurre justo lo contrario. En particular por la estrategia fiscal anunciada por el nuevo Gobierno de la Comunidad de Madrid. Un dato lo corrobora. Su PIB es un 92% más alto que el de Extremadura, pero en contra de toda lógica económica la comunidad más rica (34.916 euros per cápita frente a los 18.174 de los extremeños) es la que le hace la guerra a las pobres y compite para atraer inversiones, lo que no deja de sorprender en un país cuya Constitución, y no de forma retórica, obliga al Estado (artículo 138) a garantizar la solidaridad interregional, “velando por el establecimiento de un equilibrio económico, adecuado y justo entre las diversas partes del territorio español”. Solidaridad que no solo está obligado a ejercer el Estado con las CCAA, sino también las regiones entre sí. Las partes condicionan al todo en un Estado no confederal.

Reparto de la riqueza

Entre otras cosas, porque el conjunto del país (y no solo las comunidades más afectadas) tiene un grave problema de despoblamiento por la creciente influencia de las grandes ciudades en el reparto de la riqueza. Una especie de concentración del poder en torno a las grandes urbes que, como se sabe, es una de las señas de identidad del siglo XXI.

Algunos estudios recientes, de hecho, han demostrado a la luz del panel de declarantes de IRPF que el 4% de las rentas altas seleccionadas, equivalente a 877 contribuyentes, cambió de región de residencia entre los años 2006 y 2012 al calor de la competencia fiscal. De esos 877 contribuyentes, nada menos que 493 se fueron a la Comunidad de Madrid, cuyo Gobierno fue el más agresivo a la hora de rebajar la presión fiscal. Es decir, nada menos que el 56,2% de todos los que se mudaron.

No parece que ese equilibrio se consiga, por lo tanto, cuando la región más rica, beneficiada a su vez por los indudables réditos de la capitalidad, hace dumping fiscal a las más pobres. Sin olvidar que Madrid fue quien más se benefició desde la dictadura (como antes lo fue Cataluña durante la larga Restauración borbónica) de la política centralista.

A veces se pasa por alto que hasta 1940 la ciudad de Madrid tenía menos población que Barcelona y hoy la dobla, a lo que ha contribuido, sin duda, una determinada concepción territorial del Estado. ¿A dónde han ido a parar las empresas que han salido de Cataluña en los últimos años? A Madrid y la Comunidad Valenciana (por su proximidad geográfica), pero no a Asturias, Murcia o Extremadura.

Esas guerras fiscales, que en última instancia no son más que una forma de defraudar a la comunidad de intereses que es España, han generado, en todo caso, una cultura de agravio comparativo que se ha enquistado en el sistema político.

Esto no sucede, por ejemplo, en Alemania, donde existen instituciones que favorecen la coordinación y la armonización fiscal evitando que se consuma una palabra tan genuinamente española como es la guerra de guerrillas. No se trata de quitar competencias a las regiones, sino que cada autonomía centre su actuación sobre las políticas de gasto, mientras que, como sucede en Alemania, la estrategia impositiva (más o menos impuestos) es una competencia del Estado en términos normativos.

En Alemania existen instituciones que favorecen la coordinación y la armonización fiscal

Aquí, por el contrario, todas las regiones se sienten maltratadas, unas más que otras, como si el Estado no fuera la suma de todos los territorios. Probablemente, por la ausencia de los mecanismos de armonización propios de los países federales o federalizantes, como es el caso español.

Precisamente, para que evitar que la asignación de recursos sea ineficiente por el inicio de guerras absurdas que al final perjudican a todos, y que se basan en supuestas verdades científicas que recuerdan al obispo Ussher, aquel clérigo que en el siglo XVII llegó a la conclusión de que la tierra se creó “al atardecer anterior al domingo del 23 de octubre del año 4004 a. C. del calendario Juliano”. Una verdad tan contrastada como que bajando impuestos se recauda siempre más.

 

___________

Fuente: elconfidencial