El año del mono de fuego Imprimir
Opinión / Actualidad - Ecología y Medio Ambiente
Escrito por Iñaki Egaña   
Lunes, 02 de Enero de 2017 06:47

Cierra el año y como es habitual llega la hora de los balances. Nuestro planeta acaba de completar su expedición orbital a una estrella a la que llamamos sol que, a su vez, gira entorno al centro de la Vía Láctea en una vuelta que completa cada 220 millones de años terrestres. Una galaxia entre los cientos de miles de millones que conforman el Universo.

Somos especie humana evolucionada desde África y llegada a Eurasia, de donde expulsamos y extinguimos al neandertal, humanos también. Apenas hace unas decenas de miles de años. Hoy, desaparecidas otras especies humanas contemporáneas, cinco probablemente, nos disponemos a terminar con los últimos bonobos, especie genéticamente similar a la nuestra sapiens. Aún así, y a pesar del empuje de ciertos bioéticos que intentan que les sean aplicados también a los bonobos los derechos humanos, su fin esta cerca. Su población mundial no llega siquiera a la cuarta parte de los vascos que votaron este año a un grupo marginal llamado Ciudadanos, también humanos. Por poner un ejemplo.

Un año al que la cultura china, no exactamente en el ámbito cronológico occidental, ha llamado el del «mono de fuego», siguiendo su forma de contar órbitas a través del horóscopo. Monos y fuego, fuego y monos, dos palabras que no dan pie, precisamente, para desbrozar el balance. Guerras que se han convertido en costumbres. El jefe de la cristiandad, una de las dos religiones hegemónicas, las ha condensado en la que ha nombrado Tercera Guerra mundial. Para el antiguo subcomandante Marcos, hoy subcomandante Galeano, se trata de la Cuarta Guerra, después que introdujera en la anterior a la Guerra Fría, según sus palabras, guerra de «administración de la conquista». Ésta, la Cuarta, sería la de la destrucción. Destruir y desertizar los territorios para reconstruir y reordenar: «Se trata de homogenizar, de volver a todos iguales y de hegemonizar una propuesta de vida. Es la vida global».

Haremos balance de los muertos en los conflictos de Siria, Irak, Sudán del Sur, Yemen, Libia. Contaremos las víctimas civiles por decenas de miles en Alepo, Ramaidi, Maydee, Es Sider o Kundur y la mayoría nos ofrecerá un análisis torticero bajo la lectura de un supuesto «choque de civilizaciones» o incluso de «religiones». A las cifras añadiremos los muertos en el Mediterráneo, que ya avanzan que han roto «un récord histórico», como si para ellos también cupiera la competencia del Libro Guinness. Los izquierdistas liberales propondrán «implementar» las políticas de acogida, minimizar lo inevitable, y los relativistas añadirán contexto a los datos. La humanidad está mejor que nunca, las hambrunas están controladas y los muertos en los conflictos bélicos son menores que en otras ocasiones históricas. Mejoramos, dicen. De hecho, el dato verídico que los suicidios en nuestro planeta superan con creces a los muertos en las guerras, lo muestran como un hecho positivo.

La humanidad avanza, la revolución neolítica es irrelevante frente a la tecnológica, frente a la informática, frente a la inteligencia artificial que completará nuestras vidas. El descubrimiento del fuego, que nos separó socialmente de bonobos y chimpancés, apenas cuenta excepto para estudiosos de la prehistoria. La excepcionalidad, lo «auténtico», la «experiencia irrepetible» que endulza nuestra existencia en las últimas décadas, se convierte en virtual. Ya no necesitamos de escenarios reales. La eterna pugna entre ficción y no-ficción desaparece. Queda únicamente lo que los novelistas llaman narrativa y los políticos describen como relato. Sea cierto, sea inventado.

La velocidad abruma, la órbita galáctica empuja al vértigo. El futuro cercano acongoja. Pero hay algo que no ha cambiado en los últimos cientos de miles de años. Nuestra propia construcción humana, nuestros algoritmos biológicos. Continuamos siendo homínidos, hoy rebautizados como homininos, al igual que chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes. Caminamos erguidos y nuestro comportamiento social, a pesar de revoluciones, tiene que ver con la evolución de millones de años. Algo difícil de obviar y, aunque me tomen por excéntrico, presente en nuestro mundo circular.

Christopher Boehm, un estudioso de los primates, decía que la evolución sapiens logró socialmente despegarse de la de sus hermanos chimpancés y gorilas, cuya estructura social es marcadamente jerárquica, construyendo relaciones igualitarias. ¿Ha sido así, realmente? El balance de 2016 me lanza la noticia de que aún la jerarquía y la hegemonía de los machos alfa sigue vigente. Y no voy a enredarme en el metalenguaje (ya saben que los psicólogos estudian el comportamiento de los simios para entender nuestro lenguaje no verbal. Y, en ello somos, según dicen, idénticos). Me satisface leer recientemente que un biólogo refutado, el mexicano Víctor Toledo, apunta en esa misma línea, la involución social humana y su, para él, retorno a las sociedades jerarquizadas y con clases, propias de un estadio anterior. Aunque Toledo lo lleva a un pasado lejano, con el añadido de que, en la actualidad, se ha agudizado.

La diferencia estriba en que, según el biólogo, no hemos vuelto a nuestras posiciones evolutivas antiguas, sino que la humanidad ha creado lo que habitualmente se llama élite (menos del 1% controla la mayoría del flujo económico), la casta que llamarían los anticapitalistas, la burguesía de los marxistas. Cada vez más reducida. Los machos alfa, los que dominan en futuro de los 8.000 millones de hombres y mujeres en el planeta. Los que Víctor Toledo introduce en una nueva categoría evolutiva a la que llama ‘homo demens’ o mono demente. En el año chino de los monos del fuego. Y a través del paradigma de Donald Trump añade: «Lo que los monos dementes están construyendo es una carretera hacia el abismo, una corta carrera hacia el colapso de toda la humanidad y de su entorno planetario. Atrás irán quedando los conflictos de clases, imperios, razas o creencias». Una tendencia destructiva, como la que anunciaba desde su reducto zapatista el subcomandante Galeano.

Lo trágico de esta tendencia es que no se reproduce en los humanos más cercanos, en esos que exterminaremos más pronto que tarde, los bonobos. Los expertos nos señalan que los “pan paniscus” (bonobos), construían sociedades que mostraban altruismo, compasión, empatía, amabilidad, paciencia, sensibilidad. Sociedades matriarcales, por cierto. Quizás las mismas que teníamos nosotros antes de la revolución neolítica. Las mismas por las que millones de hombres y mujeres dieron sentido a su existencia durante centenares de años de revoluciones, insurrecciones y acciones que daban significado al concepto de humanidad y que hoy ha quedado tan desvirtuado como para sentir vergüenza propia y ajena.

La presencia de esos machos alfa es aplaudida por una comitiva de vasallos, de monos sumisos, ante los atributos del patriarca. A pesar de la evolución tecnológica, de las aportaciones culturales sistemáticas generación tras generación. A pesar de invenciones, sonatas, literatura y remedios médicos. A pesar de la mecanización de lo cotidiano. El reciente discurso navideño del rey español, palo a quien se salga del guión delirante y a quien ose modificar la narrativa única sobre la historia reciente de España, me sugirió este artículo. Un macho alfa, un ‘mono demens’, distribuyendo entre sus vasallos las mismas normas sociales que haría un gorila en su grupo.

Lo deprimente llega con la constatación que nos aportan los biólogos. El envoltorio no debería ocultar nuestra condición simiesca. La evolución es lenta. No tenemos derecho a la queja, lo llevamos en los genes. Quizá la más satisfactoria evolutivamente, aunque al parecer ya tarde, hubiera sido la que aportaban los bonobos. Pero, en el año del mono de fuego, nada ha cambiado para la humanidad. El mensaje navideño del monarca lo ha confirmado, contundentemente. Podíamos formar parte de una evolución bobónica pero nos han marcado borbónicos.

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Fuente: Gara