El juez y la violencia del proceso independentista Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por José Juan Hdez / UCR   
Sábado, 11 de Noviembre de 2017 05:14

La ocupación organizada de calles por centenares de tractores; incluyendo el bloqueo del edificio de la Delegación del Gobierno de Cataluña; el asedio de edificios pertenecientes a la Administración del Estado; el aislamiento de agentes o de la comisión judicial que realizó el registro de la Consejería de Economía; el impedimento por numerosos individuos de que se realizara en registro en la entidad Unipost; el asedio de los hoteles donde se alojaban los integrantes de las fuerzas del orden; los cortes de carreteras y barricadas de fuego; las amenazas a los empresarios que prestaran soporte a los servicios del Estado; o algunas de las murallas humanas que defendían de manera activa los centros de votación, haciendo en ocasiones recular a las cuerpos policiales, o forzando a estos a emplear una fuerza que hubiera resultado innecesaria de otro modo; son una clara y plural expresión de esta violencia”.

El párrafo que antecede pertenece al auto del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena sobre la presidenta y los miembros de la Mesa del Parlament.

Para este señor todo lo expuesto más arriba es, según sus propias palabras, violencia. Es atroz. Está equiparando las acciones de protesta, que pueden ser muy diversas, con la violencia. Alguien que haya estudiado o leído un poco de historia, y al señor magistrado le supongo ese ejercicio, sabe que uno de los elementos que nos hace humanos, en un sentido hermoso del término, es nuestra capacidad para rebelarnos, para decir no ante el abuso y la injusticia.

Muchas veces en la historia se ha necesitado de la acción violenta contra ese abuso y esa injusticia. Sí, digo necesitado. Es el caso de Espartaco y la rebelión de los gladiadores en el siglo I a. c. Aquellos hombres, para intentar ser libres, tuvieron que usar en una lid más justa las armas con las que luchaban, hermano contra hermano de sufrimiento, en los anfiteatros. Mil setecientos años después, los hijos de la Ilustración, ese movimiento que planteaba como fin supremo del ser humano la felicidad (para mosqueo de la Iglesia que prefería al rebaño pastando del valle de lagrimas terrenal), comenzaban su revolución contra el Antiguo Régimen a golpe de guillotina. Hace cien años, en los albores del siglo XX, los bolcheviques se saltaron todos los semáforos de Petrogrado cuando el Aurora lanzó un cañonazo que dio paso a la creación del primer estado obrero de la historia. A finales de los 50, en Cuba, un sujeto llamado Fidel, que era una condición objetiva en sí mismo, lideró, fusil en mano, un movimiento de insurrección perpetua contra la injusticia que aún perdura en el mundo. El siempre ponderado, erróneamente, como pacifista perpetuo, Nelson Mandela, lideró “La lanza de nación” el brazo armado de su partido, el Congreso Nacional Africano, en la lucha contra el odioso apartheid.

De mí boca saldrán pocas palabras de crítica contra las acciones anteriormente descritas. Lo admito, yo, conocedor de la lucha de clases, y aspirante a la erradicación de éstas, no soy un pacifista machamartillo. En el año 1936 cualquier antifascista tenía que coger las armas y enfrentar el violento golpe de estado fascista del general Franco con violencia. No existía alternativa. O sea, señor juez, yo, modesto trabajador de ese surtidor de sangre (casi siempre de los desposeídos) que es la historia, y posible adoctrinador de jóvenes, según los peligrosos criterios que pronto pueden estar en boga en todo el territorio español, me atrevo a decirle que, visto lo anterior, todo lo que usted expone como violencia es pura protesta pacífica, acciones en las que, buscando un objetivo político, no se ha derramado ni una gota de sangre. Su auto es una criminalización global de la protesta, que, por supuesto, siempre implica acciones que no están exentas de tensión, de enfrentamiento, de encono, elementos consustanciales a cualquier conflicto aunque se desarrolle por cauces pacíficos. No obstante, atribuir a un movimiento como el soberanista catalán el estigma social de ser violento es, sencillamente, faltar a la verdad. Me reservo un comentario especial para lo que he subrayado en negrita. Considerar las murallas humanas, en las que hubo multitud de personas apaleadas por la policía, y que fueron vistas en todo el mundo como ejemplo de una población luchando con métodos pacíficos, como una expresión de violencia, es hacer oposiciones a que Borges lo incluya, señor juez, en una nueva “Historia Universal de la Infamia”. Esas cuatro líneas son inadmisibles. Usted podrá acusar a esas miles personas que ofrecieron su carne, corazón incluido, para amurallar un espacio de votación, de resistencia a la autoridad, de desobedecer la orden policial de desamurallarse, pero jamás de violencia. Y le digo una cosa, cuando vienen decenas de armarios a empotrarse contra ti, hay que ser un colectivo bastante templado y disciplinado para, prácticamente sin excepción, controlarse.

Para acabar hay una línea que quiero resaltar especialmente por la filosofía de la sumisión que la impregna: “forzando a estos a emplear una fuerza que hubiera resultado innecesaria de otro modo”. Los titubeantes avances históricos, quizás entre ellos la generalización de la enseñanza universal, que tal vez permiten que un chico de barrio llegue a juez, siempre, siempre, han venido forzados y contra la fuerza opuesta, y muchas veces brutal, de una minoría que los consideraba innecesarios.

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Artículo también publicado en la página personal del autor: El Blog de José Juan Hdez

 

En la imagen superior, Kirk Douglas en un fotograma de la película Espartaco de Stanley Kubrick