La democracia y los límites electorales de la izquierda. Gerontocracia y voto a los 16. Imprimir
Opinión / Actualidad - Política
Escrito por Javier Fisac Seco /UCR   
Sábado, 25 de Febrero de 2017 00:00

Es necesario empezar admitiendo que la democracia liberal es la democracia que beneficia al capitalismo y que tiende puentes electorales hacia el fascismo. En Alemania, la democracia fue liquidada por el triunfo electoral de Hitler, apoyado por el partido católico Zentrum. En USA ha elevado al Poder a un lunático fascista, Trump. Una democracia que antepone la propiedad privada de los medios de producción y la codicia, sobre el bienestar común y la propiedad pública. Un obstáculo para alimentar su codicia insaciable.

Pero esta democracia tiene, además, dos ideologías antagónicas. Una está proclamada en las constituciones como “ideología de las libertades”. Son la declaración de derechos individuales frente a la ideología que siempre ha hablado de deberes. Deberes hacia el Poder llámese: Dios, Iglesia, Estado, Capital o Codicia. Esta dialéctica hegeliana entre ambas ideologías existe. Existe una cultura progresista, la de los derechos, y su negación, la de los deberes. Pero lo proclamado en las constituciones no es lo que se enseña en los colegios, institutos y universidades de derechas, todos ellos religiosos o bajo su influencia moral.

Y el problema es que las leyes, en conflicto con los derechos, protegen los intereses de la derecha y su ideología: la moral cristiana. Es una permanente amenaza. He empezado haciendo esta reflexión porque quería dejar claro que allí donde existan clases sociales antagónicas no puede existir un mismo sistema de valores, una ideología, que proteja a ambas clases sociales. Si una domina sobre la otra es, no sólo porque la explota económicamente, sino porque la domina moralmente, imponiendo su sistema de valores religiosos y obstruyendo el ejercicio de los derechos.

La democracia es un concepto de la soberanía y un mecanismo para elegir a los gobernantes, pero la ideología, que suele ir asociada a la democracia, es el fundamento de las libertades. La declaración de derechos. Las democracias pueden funcionar electoralmente sin esta ideología. Obstruyendo su ejercicio. Es algo que se viene haciendo con la mayor naturalidad. Una vez que tengamos en cuenta que la tradición, o lo que Rousseau llamaba voluntad general, llamado por Kant, imperativo categórico, o por las religiones moral o Verdad divina, es antagónica de las libertades y derechos, podremos entender por qué la izquierda no gana las elecciones, a pesar de ser la mayoría de los electores oprimidos, dominados y explotados por la clase dominante a la que, sadomasoquistamente, votan.

No sin razón, los dirigentes de Podemos citan a Gramsci como fuente teórica. Aunque no sé si tendrán otras. Pero por la misma razón podrían citar a Marx y, especialmente, sus dos ensayos sobre la revolución y contrarrevolución en Francia. El 18 brumario y La lucha de clases en Francia, 1948-1950. En ambos casos, se podrían citar muchos más, se pone el acento en un aspecto: la hegemonía cultural, que no debe identificarse, en el proceso, con la política.

Los pueblos no son, conscientemente, revolucionarios. No viven sus vidas en estado de revolución. Una teoría clásica del marxismo se fundamentaba en las crisis periódicas del sistema capitalista. Y la III Internacional Comunista hizo un credo de esta teoría. Criticada muchos años antes por Bernstein, padre del revisionismo.

Dicho de otra manera, las clases dominadas no tienen conciencia de clase porque, bajo hegemonía cultural de la derecha, piensan como si fueran de derechas. Si tuvieran conciencia de clases no la votarían. Pero esto es un fenómeno propio de la psicología de masas. Que si no lo aceptamos dialécticamente cometeremos errores electorales, ideológicos y de alianzas, guiados por una concepción voluntarista de la política y la sociedad. Los objetivos y estrategias o parten de un análisis de la realidad o están condenados al fracaso. Pero los ritmos los aceleran las dinámicas sociales del Capitalismo.

Estamos lejos de una situación revolucionaria. Aunque éstas se producen cuando menos se las espera ya que las condiciones objetivas siempre están dadas, la explotación y miseria de los trabajadores, más o menos dulcificada. Por tanto, no nos podemos marcar objetivos como si los electores estuvieran bajo las influencias ideológicas de los partidos de izquierdas. No deja de ser curioso que el bloque de izquierdas está fragmentado mientras que la derecha es más compacta. Y sin embargo sólo representa la tercera parte del electorado. Y difícilmente supera, en condiciones normales, ese tope. En cualquier país.

La lucha por la hegemonía cultural e ideológica es un factor importante, aunque muy difícil. De hecho, sin embargo, es en las calles, en la vida diaria, en los movimientos sociales, culturales, ideológicos o morales donde se ha producido el cambio ideológico. Y donde se sigue produciendo. Es en la defensa y potenciación, en toda Europa y América, de esos procesos sociales, que surgen espontáneamente, donde las izquierdas progresistas deben dar la batalla. La batalla por la hegemonía cultural. El primer problema es que los militantes de izquierdas se acomodan a las instituciones y acaban pensando moralmente como la derecha. En cuestiones de moral, ideología y cultura.

Junto con esta dificultad que limita la capacidad electoral de las izquierdas, existe otra. La gerontocracia. Hoy día los jubilados, millones de trabajadores, constituyen casi una tercera parte, o poco más, del electorado. Y tienen tendencias conservadoras. Con razón, porque aun sobreviviendo con una pensión baja, se han acomodado a un estatus de estabilidad que les da seguridad. Sólo cuando las pensiones no les permitan sobrevivir se podría cambiar esa tendencia. Pero hoy día los jubilados constituyen una tercera clase social ociosa con intereses propios. No son ricos, pero tampoco se sienten proletarios. No pueden hacer huelgas, pero sí pueden, con su voto, decidir unas elecciones.

La izquierda debería empezar a crear programas, lenguajes e ideologías para movilizar y atraerse a este tercer gran poder social de la tercera edad. Pero debería dar enorme importancia estratégica a otra reivindicación. Imprescindible para compensar la gerontocracia. Debe plantearse muy en serio la reivindicación de la mayoría de edad electoral a los 16 años. Su futuro, el de millones de jóvenes sin esperanza ninguna, no lo pueden decidir los mayores de ochenta años. Porque sus intereses entran en conflicto con las exigencias de los jóvenes y con su propia existencia. Los jóvenes deben empezar a construir su futuro con sus votos. Es su única esperanza. Si no son ricos.

 

Javier Fisac Seco es historiador