Azaña o la República: PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - Semblanzas / Biografías
Escrito por Arturo del Villar / UCR   
Viernes, 10 de Febrero de 2012 04:13

AzañaEL 10 de febrero de 1880 nació Manuel Azaña en Alcalá de Henares. En estos 132 años que nos separan de ese día su figura se ha convertido en un símbolo, admirado por unos y denostado por otros. El funcionario administrativo y escritor de minorías, fracasado en sus intentos para ser elegido diputado por el Partido Reformista, inició verdaderamente su vida política en mayo de 1925, a sus 45 años, en plena dictadura monarquicomilitar del general Primo, al presidir un nuevo partido, Acción Política, enseguida reconvertido en Acción Republicana.  

 

Al proclamarse la República en 1931, a sus 51 años, fue ministro de la Guerra desde el 14 de abril, y jefe del Gobierno desde el 14 de octubre. El 10 de mayo de 1936, a sus 56 años, se convirtió en presidente de la República. En la madrugada del 4 de noviembre de 1940 falleció en el exilio francés víctima de patriotismo, a los 60 años. Pero con su muerte se agigantó su personalidad, identificada con la República.

Al ver la bandera tricolor, reconocemos en ella un símbolo de la República Española, aunque no contenga ninguna leyenda o inscripción, y no se observen más que las tres franjas roja, amarilla y morada sobre la tela.

   Cuando los pintores han querido representar alegóricamente a la República Española, han dibujado una matrona morena, algo rolliza, según el modelo de belleza femenina que fue canónico antes de que se pusiera de moda la estilización de la silueta. Luce un gorro frigio en la cabeza, y lleva un vestido blanco, señal de pureza, hasta los pies, en el que a menudo destacan las tres bandas de colores de la bandera; con el vestido totalmente blanco, empuña el asta de la bandera tricolor.

   Si pensamos en la encarnación de los valores inherentes a la República Española, contemplamos la figura de un hombre corpulento, grueso, de cabeza redondeada, frente muy despejada, con escaso pelo gris, labios gruesos apretados en un gesto que denota firmeza, y gafas redondas. Así reproducen los retratos a Manuel Azaña.

   La bandera es el símbolo, la matrona la alegoría, y Azaña la encarnación del ideario que sustenta la República Española. Nadie como él se ha identificado tanto con la República. Aserto que compartieron lo mismo sus partidarios que sus enemigos políticos: todos sabían que Azaña era sinónimo de República, y también de honradez y de eficacia; tal es el crédito utilizado por los republicanos, el que dejaron en herencia a la historia.

 

Identificado a la República

 

   Decir Manuel Azaña es decir República Española, y equivale a marcar una etapa de gran impulso cívico, dedicado a alcanzar un amplio desarrollo cultural, económico, industrial, tecnológico, estructural, sanitario, educativo, laboral, asistencial, y sobre todo en el terreno de las libertades públicas.

   Todo eso lo sabían sus partidarios lo mismo que sus enemigos, antes, durante y después de la guerra. Es el único motivo de que cayeran sobre la respetable figura de Azaña las calumnias, las falsedades, las acusaciones y los insultos más ridículos: denigrar a Azaña era igual que menospreciar a la República. Lo comentó él mismo el 16 de noviembre de 1933, durante un discurso programático que pronunció en el abarrotado Frontón Euskalduna, de Bilbao. El domingo siguiente iban a celebrarse unas elecciones legislativas trascendentales, para las que se preveía un triunfo de la derecha no constitucional confederada, como inevitablemente sucedió. La consigna de los candidatos derechistas era aniquilar a Azaña a toda costa, para destrozar la República. Lo reconoció así el blanco de esa campaña difamatoria: 

   Y yo os aseguro, ciudadanos, que cada vez que han llegado hasta mí ecos de esta idiota campaña, y cuando he podido medir, haciendo un esfuerzo de penetración psicológica, a qué número de atmósferas había llegado el enardecimiento de mis enemigos para aborrecerme de ese modo, he sentido dilatarse mi corazón con las mayores alegrías en mi existencia de hombre público, porque he dicho: ¿qué más puedo yo ambicionar que identificarme de tal manera a la República que para poder destruir la República quieran empezar destruyéndome a mí? [1].            

 

   Las derechas pretendían poner fin al sistema republicano, para restaurar la monarquía. El 5 de marzo anterior se había constituido la Confederación Española de Derechas Autónomas, al efecto de actuar conjuntamente, frente a la dispersión de los partidos izquierdistas. El primer punto de su programa consistía en destruir a Azaña, por ser la encarnación del ideal republicano. Y como no encontraban ningún fallo en su actuación política, recurrían a la calumnia como arma sigilosa que no precisa ninguna demostración.

 

Encarnación del espíritu republicano

 

   Unos días antes de la celebración de ese mitin, el 21 de octubre de 1933, le había escrito una carta Francesc Maciá, en la que le decía que al hacer memoria de los acontecimientos habidos desde el 14 de abril de 1931, estaba seguro de que él, Manuel Azaña, era 

el hombre que ha sabido encarnar en sí el verdadero espíritu de la primera etapa republicana, el que une a la robustez de ideales la clara visión de su oportunidad y el noble y atrevido gesto de su aplicación. (V, 204, nota 2.) 

   La primera etapa republicana estaba a punto de concluir, y el líder catalán lo sabía, como todos los españoles informados. Las elecciones del 19 de noviembre iban a marcar el comienzo de una segunda etapa, que adivinaban muy diferente a la anterior. Y Azaña dejaría en el mismo momento de representar a esa República dirigida por sus más furiosos enemigos, los que llevaban dos años y medio ocupados en torpedearla desde dentro. A partir de esa fecha Azaña seguiría encarnando a la República, pero no a la oficial, sino a la popular.

   Es preciso resaltar que esa opinión sobre Azaña, sustentada por la mayoría de los españoles, también la expresaban los catalanes con idéntica convicción y el mismo sentimiento. Es destacable, porque los catalanes defendían un concepto de República notoriamente particular, en sus líneas generales. Sin embargo, comprendían que la República Española se hallaba encarnada en Azaña, el hombre que poseía su espíritu, al que consideraban el mejor amigo de Catalunya en Madrid.

   Fue el parecer de todos cuantos analizaban el panorama nacional, desde cualquier región, y también desde cualquier otro país. Por eso el nombre de Azaña significaba para unos el ejemplo a seguir, y para otros el enemigo a vencer. Era y sigue siendo un nombre que no deja indiferente a quien lo escucha, sino que provoca una reacción positiva o negativa, según la ideología de cada uno. Otros políticos simbolizaban un partido o un pensamiento, pero a la República sólo la ha encarnado Manuel Azaña.

 

Con el mismo amor o el mismo odio

 

   Esta creencia generalizada la aprovecharon sus enemigos para acusarle en primer término de prepotente, y además de ser un dictador. Es sabido que los dictadores se consideran la encarnación de las virtudes patrias tal como las entienden ellos, y se identifican con el país hasta el punto de calificar de enemigos de la nación a quienes los critican. No fue el caso de Azaña, porque nunca quiso hacerse con unos poderes políticos totalitarios cuando hubiera podido tomarlos. Exactamente igual que actuó Pi y Margall en 1873, cuando presidió el Poder Ejecutivo de la I República.

   Un folleto que se repartía en los mítines de izquierdas, escrito por Ignacio Carral, planteaba en 1935 esta cuestión. Entonces Azaña se encontraba en la oposición a los gobiernos radicales empujados por la extrema derecha, de modo que su papel había dejado de ser protagonista. Así argumentaba Carral este asunto: 

   Se le ha acusado a Azaña de pretender identificarse con la República. Pero los mismos que lo dicen saben que esto no es cierto. Esta identificación, que es verdad que se pregona, no la ha pregonado él, ni siquiera sus partidarios –en el estricto sentido de gentes que pertenecen al partido que él preside-- sino, por una parte, la gran masa popular, que puso en la República tantas esperanzas, y por otra, los monárquicos, en los que la República despertó tantos temores. Para unos y otros, decir Azaña es decir la República, para envolver ambos nombres en el mismo amor o en el mismo odio [2].  

   Así era, en efecto, la opinión general de los españoles, en sus diversos espacios políticos. Es lógico que Azaña la conociese, y que ese conocimiento influyera sobre él en su vida privada incluso, que le quedó prohibida. Aunque él no pretendiera ni desease la identificación con la República, constituía una realidad indiscutible para sus conciudadanos. La unanimidad de los partidarios y de los detractores no podía equivocarse, por lo que se rendía a ella.

 

Desolación en el deber

 

   A causa de ese convencimiento se encontró Azaña obligado imperativamente a mantenerse en la primera línea de la acción republicana. Se sintió atado a la responsabilidad de representar a la República, y estaba seguro de tener que ceder cualquier otra consideración a la de sostener el sistema con su personalidad. Incluso sacrificó al escritor para obligar al estadista a entregarse por completo a la ejecución de sus obligaciones políticas.

   Se vio claramente durante los sucesos de la Cárcel Modelo de Madrid, cuando pensó que se hallaba necesitado de dimitir como presidente de la República, para no ampararlos con su permanencia en el cargo. Durante la noche del 22 al 23 de agosto de 1936, los presos políticos internados en la Cárcel Modelo, acaudillados por el fascista Julio Ruiz de Alda, de acuerdo con los funcionarios, incendiaron la prisión para fugarse, como lo hicieron muchos. Al llegar los bomberos, fueron recibidos con disparos de pistola por los presos en fuga, sorprendentemente armados. Un grupo de milicianos penetró en el recinto y dio muerte a una treintena de los presidiarios. Tales fueron los acontecimientos. Pasado más de un año, el 7 de noviembre de 1937, Azaña recordó en su diario: 

   Primeras noticias del suceso: mazazo: la noche triste: problema, en busca de mi deber: desolación: a las siete de la mañana, Giral me lee por teléfono el decreto creando los tribunales populares: "Salvamos así algunos miles de vidas", exclama. Pesadumbre de esta razón. Duelo por la República. (VI, 552.) 

   Uno de los personajes de La velada en Benicarló, Garcés, considerado por los comentaristas el portavoz de Azaña en la conversación, evocó aquellas horas de angustia e incertidumbre con palabras que sin duda representan el sentir del autor: 

   Yo estaba en Madrid la terrible noche de agosto en que fue asaltada la cárcel y asesinadas por una turba furiosa algunas personas conocidas. Yo también hubiese querido morirme aquella noche, o que me mataran. La desesperación no me enloqueció... ¡Ingrata fortaleza! (VI, 68.) 

   Esa fortaleza de ánimo le hacía ver la gratuidad de aquel acto, y las repercusiones negativas que tendría para la República en cierta opinión pública internacional, ya predispuesta a ignorar los crímenes fascistas contra las poblaciones conquistadas, y a horrorizarse ante cualquier suceso trágico en la zona leal. Por eso creyó que su obligación era renunciar inmediatamente a la presidencia de la República. Lo estuvo meditando durante la noche ("problema, en busca de mi deber", anotó en su diario), y a la mañana siguiente decidió ejecutar el proyecto.

 

Conflictos de conciencia

 

   Fue requerida la presencia del político católico y "monárquico sin rey" Ángel Ossorio y Gallardo, amigo del presidente, y su abogado defensor cuando estuvo ilegalmente procesado y detenido en Barcelona en 1934. Se encerró con Azaña en su despacho del palacio de Oriente, y le escuchó las razones de su pretensión de dimitir. Según escribió Azaña en su diario casi un año después, el 17 de junio de 1937, 

   No le oculté mi abatimiento, mi horror, ni el conflicto de conciencia en que el caso me había puesto (VI, 338.) 

   El presidente opinaba que su conciencia le imponía la obligación de renunciar a su cargo al frente de la República, después de aquellos sucesos trágicos, aunque estuvo al margen de ellos y no se hallaba en su mano impedirlos de ningún modo. Creía tener que someterse a un deber moral, para demostrar activamente su desacuerdo y su rechazo pleno.

   Sin embargo, Ossorio le manifestó que no podía dimitir, porque los republicanos fusilados por los rebeldes en los lugares que conquistaban morían gritando "¡Viva Azaña!", y los milicianos que caían en el frente de batalla también gritaban "¡Viva Azaña!" al sentir las balas en su cuerpo. Dimitir entonces sería traicionar a quienes daban sus vidas por el ideal republicano, que ellos sentían encarnado en Manuel Azaña. Confirmaba esa opinión lo que él ya sabía, y por ello desistió de su propósito, para que la República continuase teniendo una encarnación personal.

 

El testimonio de Prieto

 

   De la misma opinión era el socialista Indalecio Prieto, según se lo manifestó en plena guerra, y en un momento crítico para el Ejército y para la diplomacia de la República. Siempre se respetaron los dos políticos, y parecía que se apreciaban, aunque en ocasiones disintieran sus posturas. Es sabido que al ser elegido Azaña presidente de la República, el 10 de mayo de 1936, encargó a Don Inda, como se le llamaba cariñosamente, la formación del Gobierno; pero el sector contrario a Prieto en el Partido Socialista no lo consintió. Esto es lo que escribió Prieto, al conocer la noticia de la muerte del expresidente en su exilio francés: 

   Cierta tarde de abril de 1938, tuve con Azaña, en el Palacio de Pedralbes, en Barcelona, un diálogo dramático. Acababan de hacerme salir del Gobierno. El señor Azaña no podía resolver la crisis conforme a su criterio y en uso de su prerrogativa constitucional. Me anunció el propósito de renunciar a un cargo que no podía seguir ejerciendo con autoridad.

   --Usted no puede dimitir –le dije secamente.

   --¿Por qué? –me preguntó entre curioso e iracundo.

   --Porque su dimisión lo desmoronaría todo; porque usted personifica la República que, en un grado u otro, respetan los países extranjeros aliados de Franco, y al desaparecer usted de la Presidencia desaparecería ese respeto merced al cual todavía vivimos [3]. 

   No dimitió tampoco esta vez, sujeto a su responsabilidad histórica, de la que se sabía preso. En realidad lo estuvo desde que en mayo de 1925 aceptó liderar aquel grupito de republicanos que formó el partido Acción Política. Entonces malogró su libertad individual para siempre. Sólo dimitió cuando la República fue derrotada en suelo español, con el reconocimiento de los militares rebeldes por Francia y el Reino Unido de la Gran Bretaña: la República Española perdió la guerra, y las democracias occidentales perdieron la vergüenza.

   Relata Prieto sin comentario un dato importantísimo, como es que "Azaña no podía resolver la crisis conforme a su criterio". Es que el presidente no estaba de acuerdo con los propósitos de Juan Negrín, jefe del Gobierno y ministro de Hacienda, que aprovechó una manifestación popular por las calles de Barcelona, el 16 de marzo de 1938, para organizar una crisis ministerial, cumplida el 5 de abril, con importantes cambios en las carteras. Se impuso la voluntad del jefe del Gobierno sobre la suya.

 

Condicionado por las circunstancias

 

   El presidente de la República, teóricamente el primer puesto en el escalafón directivo del Estado, se hallaba condicionado por las circunstancias de su cargo, y así imposibilitado para actuar según juzgaba preferible. Esta impotencia no era debida a la guerra, puesto que Azaña la comenta a menudo en su diario íntimo, desde que entró a formar parte del Gobierno provisional. Se acrecentó al ser elegido jefe del Gobierno, y mucho más al presidir la República, un cargo sin poder ejecutivo.

   Le era imposible hacer lo que deseaba. Ni podía resolver la crisis a su gusto, ni podía dimitir de su puesto. Dos obstáculos con los que chocó varias veces a lo largo de su vida política. "Usted personifica la República", le explicó Prieto, para los patriotas y para los rebeldes, lo mismo que para los dirigentes extranjeros. Su dimisión hubiera sido considerada como el final del régimen instaurado el 14 de abril de 1931.

   Aquel día Azaña aparecía ante la opinión pública como uno de tantos componentes del Gobierno provisional republicano, encargado del Ministerio de la Guerra, que era el más conflictivo, el que nadie quería para sí. Pocas semanas después Azaña pasó a ser el más popular de los ministros, el que había llevado a cabo con éxito la reforma más intensa de las caducas instituciones monárquicas. A partir de ese momento se convirtió en la encarnación del ideal republicano, así que no existió ninguna duda al plantearse la sustitución de Alcalá-Zamora al frente del Gobierno provisional, exactamente seis meses después de la proclamación del nuevo régimen.

   Si se quiere poner una fecha al comienzo de esa identificación popular de Azaña con la República, seguramente la del 14 de octubre de 1931 es la adecuada. Desde ese día los republicanos contaron con una representación más de su ideario, junto a la bandera tricolor y a la matrona de gorro frigio.

 

La opinión del enemigo

 

   También sus enemigos reconocían que la República se encarnaba en él. Es factible coleccionar innumerables testimonios que así lo demuestran, porque lo patentizaron machaconamente con sus críticas groseras, sus chistes sin gracia, sus caricaturas infamantes y sus acusaciones indemostrables. Bastará un solo ejemplo, para no acumular el hedor sobre el error: lo proporciona el iletrado periodista fascista Francisco Casares, autor de un panfleto al servicio de los sublevados, escrito durante la guerra con odio y sin gramática, en el que se lee: 

   Cuando se acuerda uno de los cinco años funestos de España y se discriminan culpas y responsabilidades, acuden, apelotonándose a la mente, muchos nombres: Prieto, Casares Quiroga, Alcalá Zamora, Largo Caballero... Cuando busca uno, sin concreción de cargos ni análisis de conductas, el símbolo, la personificación de todo aquello, es un solo nombre el que se clava fijamente en el cerebro: Azaña. Porque ésta es la realidad. Los demás sirvieron a la República. Y se sirvieron de ella. Azaña la [sic] dio tono, la hizo a su modo. El régimen y el hombre se identificaron hasta confundirse, hasta perderse la noción exacta de dónde terminaba [sic] la idea y el espíritu y la concepción del hombre, y dónde empezaba [sic] el carácter y la manera y la fisonomía del régimen. Nunca una psicología humana ha impregnado con más amplitud una entidad política. Jamás un conglomerado político ha sabido asemejarse con más rara perfección a la estructura moral y al sentido personal de un hombre [4].

    A este reconocimiento, que podría firmar cualquier azañista por ser exacto, siguen sartas de insultos soeces, que retratan al autor, como cuando relataba que "su baba, viscosa y repugnante, deja sobre el hemiciclo parlamentario las últimas burbujas nauseabundas", y otras manifestaciones por el estilo, que producen asco al lector. El escribiente sí empleaba una baba viscosa en vez de tinta, para insultar a los elegidos por el pueblo español como sus representantes en las Cortes legítimas.

   Tal era la literatura que sabían perpetrar los sublevados y sus acólitos, a tono con los discursos de sus generales en alabanza del asesinato colectivo, y de sus obispos con el brazo en alto, que confundían los sermones eclesiales con arengas belicosas. Lo único que ahora debemos resaltar es que para el bando rebelde constituía Azaña la identificación total con el ideario republicano, exactamente lo mismo que se creía en el bando leal, y como se sabía en toda España ya desde 1931.

   De ahí la rabia y el odio con que los facciosos trataron en todo momento al ministro de la Guerra, al jefe del Gobierno, al líder de la oposición y al presidente de la República sucesivamente. Y durante la larga y sanguinaria dictadura que siguió a su victoria gracias al armamento nazifascista, el nombre de Manuel Azaña estuvo proscrito, como no fuera para achacarle todos los defectos posibles en el modo de comportarse un ser humano, cualidad que hasta le quedó negada, lo mismo que a sus colaboradores más directos.

 

Una figura distintiva

 

   Seguramente no existió una consigna concreta, dictada por los conspiradores monárquicos desde 1931 contra Azaña. Lo más probable es que se fuera formando en sus mentes, a medida que los republicanos iban confundiendo su figura con los ideales que defendían. Pero si no hubo consigna, sí coincidieron todos los contrarios a la República en desacreditar a quien por méritos propios, y sin él pretenderlo, se transformó en su encarnación física.

   La República contaba con otros políticos honrados a su servicio, que acertaron a desempeñar sus cargos oficiales con la diligencia y el celo necesarios, y que murieron en el exilio por mantenerse fieles a su propósito hasta el final de sus vidas. Sin embargo, ninguno de ellos consiguió equipararse a la figura de Azaña, situada en ese lugar preeminente por voluntad popular.

   No puede escribirse en verdad que disfrutara de esa posición principal, porque le pesó inmensamente, hasta el punto de anular su vida privada, incluida su labor como literato. Quedó el político como único superviviente. Pero el político se encontraba atado a su responsabilidad, sin atreverse a romper las ligaduras con un poder que le dominaba de manera irresistible. Partidarios y enemigos colaboraron en la creación de un mito.

 

Un nombre con renombre

 

   Cuando una persona encarna una etapa histórica se convierte en un mito: así, por ejemplo, Lutero significa la reforma de la Iglesia cristiana, y Lenin la revolución proletaria. Sus nombres son arquetipos de ideas que han influido decisivamente sobre el desarrollo de la humanidad. Es lo que sucede con el nombre de Azaña, sinónimo del ideal republicano en España.

   Antes que él hubo muchos esforzados republicanos, y otros fueron coetáneos suyos; pero no llegaron a identificarse con la noción espiritual que defendían. Tampoco Lutero o Lenin fueron los inventores de la reforma o de la revolución, sino que continuaron las actividades iniciadas por otros. Lo decisivo es conseguir poner en práctica una ideología que verdaderamente justifica la razón de vivir para una persona, porque entonces se realiza la encarnación del paradigma en el personaje, y desde ese momento resultan equiparables.

   Hay que poseer una gran convicción en el pensamiento que se defiende, para persuadir a los demás de que es bueno. De ese modo se alcanza el grado de carisma suficiente que necesita un jefe para ser escuchado y seguido. Tal fue la imagen proyectada por Azaña, a pesar de las continuas campañas calumniosas desatadas contra él como político, como escritor e incluso como persona. Precisamente por ser la encarnación del ideal republicano, sus enemigos políticos procuraron injuriarle groseramente, a menudo grotescamente. En los ataques se aliaron todas las derechas con algunas fuerzas de la izquierda, recelosas de su éxito popular.

   Pero el plan fracasó por su misma enormidad. Sólo se consiguió lanzar contra él palabras, sin ningún hecho demostrado. Por ejemplo supremo hay que recordar su ilegal detención en Barcelona, organizada conjuntamente por el presidente de la República, el Consejo de Ministros, los monárquicos en pleno con todas las derechas, varios jueces, algunos militares y la jerarquía catolicorromana. La conjura fracasó y tuvo que ser absuelto, y con ello creció su popularidad, aunque la institución republicana quedó resentida.

 

Con significación universal

 

   Supo expresar muy bien esa concordancia entre Azaña y la República, como era de esperar en él, Antonio Machado, testigo poético excepcional de aquellos años en los que inicialmente triunfaron las ilusiones de libertad, aunque muy pronto quedaron decapitadas. Al prologar un folleto con cuatro discursos del presidente, manifestó lo que significaba su nombre durante la guerra, y para siempre:

 

   Una buena enseñanza, entre otras muchas, hemos de sacar de nuestra República, en estos años terribles: España, la tierra de las negligencias lamentables, ha sido también el pueblo de los aciertos insuperables: supo elegir su Presidente. Y como la grandeza de los hombres de Estado no puede medirse por la extensión de los territorios en que ejercen su elevada función, el nombre de Azaña quedará en la historia con una significación universal y como una enseñanza inolvidable [5]. 

   Fue una profecía fácil de presentar, pese a las dificultades del momento, capaces de cubrir de incertidumbre el porvenir. Sin embargo, el nombre de Azaña estaba ya tan entrañado en la República, que resultaba sencillo anunciar su permanencia en el futuro como sinónimos. Y no podía modificarse la realidad de los acontecimientos, por más extraño que se adivinase el tiempo por llegar. Un tiempo de tragedia y horror, que el poeta se libró de padecer gracias a su oportuna muerte.

   A lo largo de toda la época dictatorial, se continuó acumulando insensateces sobre la figura de Azaña, con más rencor aún que cuando dirigió la actividad republicana. Los vencedores de la guerra pretendían desarraigar de España cualquier asomo de ideal republicano, y para lograrlo desprestigiaban a quien lo encarnaba para el pueblo. Es claro que falló el plan, porque los ideales nunca son arrancados totalmente de la tierra que los sustenta. Más bien obtuvo el efecto contrario al deseado, porque se hizo más patente la identificación entre Azaña y la República, el anhelo de libertad mayor en la patria encarcelada.

 

El gran desconocido

 

   Algunos historiadores han supuesto que en el caso de no haberse producido el nombramiento de Azaña como presidente de la República, no habría tenido lugar la sublevación facciosa. Constituye una lamentable pérdida de tiempo discutir una posibilidad histórica ficticia, porque los hechos ciertos son bastante considerables como para evitarnos especulaciones. Pero sí hay que resaltar el valor de esa teoría como demostración de que Azaña era la encarnación del ideal republicano, y por consiguiente el político más odiado por los monárquicos y sus secuaces, como los fascistas y los fieles catolicorromanos distribuidos por todo el mundo.

   Durante la guerra, según decía Ossorio, los republicanos morían en el frente o en la retaguardia dando vivas a Azaña, porque era tanto como vitorear a la República. Sus enemigos lo persiguieron con odio, precisamente por ese motivo, durante la contienda, y en el terrible período que siguió a su victoria con las armas alemanas e italianas y el dinero recaudado en los templos catolicorromanos. Todas las calumnias e injurias que cayeron sobre él durante su vida, se multiplicaron después de su muerte, porque constituía un símbolo, y los símbolos son eternos.

   Por eso, cuando su cuñado, Cipriano de Rivas Cherif, redactó su biografía, mientras permanecía en la cárcel de la dictadura franquista por el presunto delito de ser su cuñado, la tituló Retrato de un desconocido [6]. Lo era para las generaciones de españoles que nacimos después de la derrota. No obstante, al leer los discursos y sobre todo los cuadernos de apuntes que nos legó Azaña, advertimos que él se quejaba de ser un desconocido total para sus coetáneos. Sin duda las campañas difamatorias acumuladas contra él como la representación efectiva de la República, contribuyeron a distorsionar su verdadera imagen.

   Otras muchas biografías y ensayos sobre su personalidad han continuado apareciendo, porque es una figura que interesa cada vez más a los historiadores, y sin duda a sus lectores. Sin embargo, para interpretar verdaderamente su carácter, lo más recomendable y fácil es revisar sus propios escritos, en los que se autorretrató con sinceridad total. Así se penetra en su intimidad, y se descubre al hombre, al escritor y al político, tal como él se veía a sí mismo.

 

Notas:

 

   [1] Las citas de Azaña se hacen por sus Obras completas, editadas en Madrid por el Ministerio de la Presidencia y el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, en siete volúmenes, en 2007. Para evitar una acumulación innecesaria de notas, se incluyen en el texto, tras las citas, las referencias al volumen, en números romanos, y a la página, en arábigos, a que pertenecen. En este caso, V, 30.

   [2] Ignacio Carral, ¡¡Azaña!!, con fotografías y una caricatura de "Gurí", Madrid, s. n., 1935, p. 1

   [3] Indalecio Prieto, "Manuel Azaña", en Palabras al viento, México, D. F., Minerva, 1942, p. 282.

   [4] Francisco Casares, Azaña y ellos. 50 semblanzas rojas, Granada, Editorial. y Librería Prieto, 1938, p. 19.

   [5] Antonio Machado, "Prólogo" a Los españoles en guerra, Barcelona, 1939; cit. por Poesía y prosa, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, t. III, p. 325.

   [6] Cipriano de Rivas-Xerif, Retrato de un desconocido. Vida de Manuel Azaña, México, D. F., Oasis, 1961. Esta edición estuvo prohibida en la España sometida a la dictadura. La segunda, completa y aumentada con un epistolario, y con el apellido del autor sin exotismo, apareció en Barcelona en 1979, por cuenta de Grijalbo.