Los causantes del holocausto español PDF Imprimir E-mail
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Escrito por Arturo del Villar / UCR   
Martes, 06 de Septiembre de 2011 00:00

El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y despuésPaul Preston, El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, trad. Catalina Martínez Muñoz y Eugenia Vázquez Nacarino, Barcelona, Debate, 2011, 859 pp., 29.90 €.

 

   No es muy seguro que pueda calificarse de guerra civil a la librada en España entre 1936 y 1939. No es equiparable a los enfrentamientos entre carlistas y liberales en el siglo XIX, cuando efectivamente combatían dos bandos de españoles con ideologías irreconciliables. En el siglo XX se experimentó en España la preparación de la que sería llamada segunda guerra mundial, iniciada a los cinco meses de concluir la española.

 

Los nazis alemanes, los fascistas italianos y los viriatos portugueses intervinieron decisivamente en el desarrollo de la contienda y en su final, además de la colaboración económica aportada por el Estado Vaticano al recaudar limosnas en sus templos de todo el mundo para que los sublevados comprasen material bélico, y de las facilidades otorgadas por las multinacionales estadounidenses al mismo bando para importar vehículos, gasolina y armamento.

   Hubo demasiados intereses internacionales en juego, para delimitar el conflicto entre dos ideologías de los españoles. Si los rebeldes no hubieran contado con esa ayuda internacional, no habrían podido trasladar las tropas africanas a la península en los primeros días del golpe, con lo cual su fracaso era seguro. Asimismo, a lo largo de la guerra iba a resultar aplastante el material bélico nazifascista para decidir la suerte de las batallas y el resultado final de la contienda.

   Pero ya no es posible cambiar la denominación de guerra civil, después de los incontables libros publicados sobre ella. Uno de los historiadores que más interés ha prestado al tema es Paul Preston, que entre otras publicaciones cuenta con una titulada precisamente La guerra civil española. 

 

Dos formas de represión muy diferentes 

   En su nuevo ensayo, El holocausto español, expone las matanzas llevadas a cabo en España durante la República en paz, durante la República en guerra, y en la inmediata posguerra dictatorial. No es posible cuantificar el número de víctimas de la violencia, el odio y el fanatismo. En los últimos años están editándose obras que enumeran a escala provincial o local las víctimas derivadas del odio entre las dos españas. Existió violencia en los dos bandos, pero, como dice Preston,

 

   A diferencia de la represión sistemática desatada por el bando rebelde para imponer su estrategia, la caótica violencia del otro bando tuvo lugar a pesar de las autoridades republicanas, no gracias a ellas. De hecho, los esfuerzos de los sucesivos gobiernos republicanos para restablecer el orden público lograron contener la represión por parte de la izquierda, que, en términos generales, en diciembre de 1936 ya se había extinguido. (Página 20.)

 

   Es preciso tener en cuenta esta observación para entender el desarrollo de los acontecimientos. Los militares monárquicos sublevados establecieron unas autoridades militares en los lugares conquistados, que con el auxilio eficaz de los falangistas y requetés, más la anuencia de los obispos y curas, oficializaron la represión para exterminar a sus enemigos. Era una autoridad ilegal, pero efectiva.

   En la zona constitucional mantuvieron el mando las autoridades civiles, sin fuerzas para oponerse a los delincuentes armados. Los buenos republicanos se marcharon al frente, pero los que buscaban satisfacer venganzas personales o hacerse con un botín, se quedaron en la retaguardia, y organizaron la resistencia a su manera, cuando no dieron lugar a enfrentamientos directos con las autoridades legítimas.

 

Conspiradores contra la República

 

   Desde la proclamación de la República conspiraron las fuerzas monárquicas y fascistas con los jerarcas catolicorromanos para imposibilitar la viabilidad del nuevo régimen. Su propósito era doble: hacer indeseable la República para el pueblo, y animar a los militares a sublevarse contra los desórdenes públicos, de acuerdo con una costumbre muy usual en el siglo XIX repetida con éxito en 1923.    

Enumera Preston los motivos de los derechistas para entorpecer al nuevo régimen, que son variados pero convergentes en uno: el poder económico. El clero estaba descontento porque se limitaron sus privilegios, los militares por la reorganización impuesta por Azaña, los terratenientes debido al temor de que se dieran las tierras de su propiedad a quienes las trabajaban, los nobles porque se les privó de esa condición, las grandes fortunas por miedo a grandes impuestos, los monárquicos alfonsinos y carlistas porque añoraban la Corte, y la extrema derecha porque es enemiga de las libertades. Por su parte, los anarquistas se oponían a cualquier forma de gobierno, y los nacionalistas atendían a sus intereses particulares.

   Los dirigentes republicanos, animados por su inalienable amor a las libertades públicas, permitieron la constitución de grupos fascistas, liderados por el doctor Albiñana, Onésimo Redondo, Ramiro Ledesma, José Antonio Primo, y Gil Robles, llamado el Jefe, a semejanza del Duce o el Führer, sus modelos. En el Congreso Gil Robles despotricaba contra "marxistas, masones, separatistas y judíos", sus obsesiones. Contaban con órganos de expresión, en los que se incitaba a la sublevación contra la República. El más leído era el diario El Debate, propiedad de la Iglesia catolicorromana, pero cada grupo ultra editaba una revista sin censuras.

   Muchos curas publicaban libros incendiarios, justificativos de una sublevación contra la supuesta depravación de las costumbres, inherente a la separación entre los poderes civil y religioso. El Vaticano tomó partido por los enemigos de la República.

   Ante este panorama es útil preguntarse si Azaña y sus ministros actuaron correctamente al consentir tantas actividades antirrepublicanas, obligados por su amor a la libertad. No lo hace Preston, así que dejamos la cuestión sin responder.

 

Preparativos para la sublevación

 

   Después del triunfo de la derecha anticonstitucional en las elecciones de noviembre de 1933, debido a la desunión de la izquierda, los enemigos de la República se envalentonaron. Los terratenientes se negaban a contratar a los afiliados a la Federación Nacional de los Trabajadores de la Tierra. Les decían: "¡Comed República!", y lo que hacían verdaderamente los aparceros andaluces desempleados era comer hierbas hervidas para entretener el hambre. También los industriales y los comerciantes rechazaban a los trabajadores sindicados.

   A la vez se incrementaba el número de atentados, con el propósito de hacer la situación insostenible. Un grupo fascista se distinguió entre todos, según Preston:

 

   Aunque la violencia era cada vez más común en la política española durante la década de 1930, ningún partido superó a la Falange en su retórica de "el plomo y la sangre", "la música de pistolas y el tambor bárbaro de plomo". La descripción del asesinato político como un acto de belleza y de la muerte en la lucha como un martirio glorioso fueron elementos fundamentales en las exequias fúnebres que, emulando a los Squadristi de la Italia fascista, se sucedieron cuando los falangistas comenzaron a participar en actos de vandalismo callejero. (106 s.)

 

   Precisamente debido a esa agresividad Falange se convirtió en el partido favorito de los conservadores acaudalados. Financiaron sus actividades delictivas con objeto de incitar a los militares descontentos al pronunciamiento. Naturalmente, los partidos ganadores de las elecciones de febrero de 1936, agrupados en el Frente Popular, no querían la violencia, y desde sus órganos de comunicación "aconsejaban a sus lectores hacer caso omiso de la provocación derechista" (170). ¿Era lo más acertado? Es una pena que Preston no se plantee esa pregunta, pero conocido el resultado de tan pacificadora propuesta hay que dudar de su eficacia.

 

La sanguinaria liturgia de la conquista

 

   La primera consecuencia de la sublevación fue la organización del terror como arma. Preston suma testimonios sobre lo acontecido en las localidades conquistadas por los rebeldes, que se sujetó a las mismas pautas: tortura seguida de fusilamiento de las autoridades del Frente Popular, de todos los relacionados con partidos y sindicatos izquierdistas, de los jóvenes por no haberse sumado a la rebelión, de los denunciados por curas y falangistas como ateos o masones o judíos o marxistas, violación en corro de las muchachas, rapado de cabeza y toma de aceite de ricino para las mujeres familiares de los izquierdistas, y robo de sus objetos de valor.

   El sadismo se incrementaba en algunas situaciones, como al obligar a cavar su sepultura a los condenados, o al realizar las torturas o violaciones ante los familiares forzados a contemplarlas en silencio. Si intervenían legionarios y moros, además mutilaban los cadáveres y colgaban en las bayonetas sus miembros como trofeos.

Estas atrocidades eran jaleadas por obispos y curas, al considerarlas necesarias para erradicar de España "la semilla marxista", decían, preparada para implantar una dictadura del proletariado. Una explicación insensata, al tener en cuenta el escaso número de afiliados y de diputados del Partido Comunista antes de la sublevación.

 

Desprecio fascista por el proletariado

 

   El ensayo se hace muy reiterativo, porque el autor va contando los crímenes cometidos en cada localidad, con relaciones de nombres de los asesinados y de los militares y falangistas culpables. Siempre lo mismo, suceda en un pueblo o en una ciudad. Varían únicamente los nombres de las víctimas y de sus verdugos, mientras los hechos son iguales. Hay momentos en que la relación se asemeja a la Causa general informativa de los hechos delictivos y otros aspectos de la vida en zona roja desde el 18 de julio de 1936 hasta la liberación, abierta por los rebeldes en 1937 y finalizada en 1940. Se sirve Preston de los libros editados por cronistas locales provincianos, para relatar unas historias de parecidas situaciones, tendentes a ejecutar el plan diseñado por el exgeneral Mola, el "director" de la sublevación, con el fin de aterrorizar a las poblaciones y animarlas a rendirse sin luchar.

   Más que los detalles del genocidio en cada localidad, nos interesan los comentarios alusivos a sus motivaciones, como éste:

 

   El desprecio casi racista de los terratenientes andaluces por sus campesinos arraigó con fuerza entre los oficiales africanistas. Las órdenes secretas de Mola ya señalaban claramente al proletariado como "enemigo" de España. La arbitrariedad y el poder que el alto mando africanista se arrogaba sobre los marroquíes no se diferenciaba mucho de las prácticas feudales que los señoritos se creían con derecho a cultivar Una sencilla comunión de intereses permitió equiparar al proletariado con los súbditos de las colonias. (235 s.)

 

   Hay que resaltar el cinismo de la Iglesia catolicorromana, que predicaba el derecho a la insurrección contra el Gobierno legítimo por no garantizar el orden público y evitar los atentados, cuando los rebeldes bendecidos por ella cometieron las mayores aberraciones que cabe imaginar, impropias de seres humanos. Comenta Preston:

 

   Con la excepción del clero vasco, la mayoría de los curas y religiosos españoles tomaron partido por el bando rebelde. Desde sus púlpitos denunciaron a los "rojos" y adoptaron el saludo fascista. Bendecían las banderas de los regimientos nacionales por toda la España rebelde y algunos –en especial los sacerdotes navarros— no lo dudaron y partieron al frente. En Navarra, el clero había mantenido un estrecho contacto con los conspiradores militares y carlistas. [...]

   De hecho, algunos fueron de los primeros en unirse a las columnas rebeldes e instaron a sus congregaciones a hacer lo mismo. Con la cartuchera sobre las sotanas y rifle en mano, llenos de entusiasmo partieron a matar rojos. Tantos lo hicieron que los fieles se quedaron sin clérigos que dieran [sic] la misa u oyeran la confesión, y las autoridades eclesiásticas solicitaron el regreso de algunos de ellos. (257 s.)

 

   Curas trabucaires los llamaban durante las guerras carlistas. El clero español no evoluciona. Desde que se abolió el Tribunal de la Inquisición, frailes y curas tuvieron que contentarse con ejercitar su persecución al ateo solamente en las guerras.

  

El enemigo interior

 

   En la zona leal también se ejerció la violencia, pero no por las autoridades, sino por bandas de delincuentes organizadas para satisfacer su crueldad, y de paso obtener un botín. Las autoridades legítimas se esforzaron por combatir la violencia incontrolada, aunque apenas disponían de medios para hacerlo, porque las fuerzas armadas habían sido enviadas al frente. La Generalitat de Catalunya ordenó en abril de 1937 una investigación, para esclarecer los asesinatos cometidos como consecuencia de la sublevación, y localizar los lugares en que se enterró a las víctimas.

   Advierte el autor que la CNT—FAI tenía de antiguo gran implantación en esa zona, y quiso controlarla a su manera. Disponía de una considerable cantidad de armamento, del que se servía para eliminar a sus adversarios políticos, que no eran precisamente los fascistas. Escribe Preston sobre este asunto:

 

   La violencia anarquista se dirigía tanto contra los comunistas como contra el clero, la clase media o los pequeños agricultores. Los esfuerzos en general fallidos de la Generalitat por controlar los excesos de la CNT—FAI se plasmaron en la tibieza de las negociaciones emprendidas por Josep Tarradellas, que ocupaba el cargo de primer ministro [sic] desde finales de septiembre [de 1936]. A mediados de ese mismo mes, el presidente Companys transmitió a Ilya Ehrenburg su indignación por las barbaridades que los anarquistas estaban cometiendo contra los comunistas y manifestó su extrañeza por el hecho de que el PSUC no respondiera de la misma manera. (340.)

  

   Como ejemplo de esas actividades puede ponerse la llamada Columna de Hierro, "fundada por José Pellicer, un hombre que representaba la línea más dura del movimiento anarquista" (347), e integrada primordialmente por delincuentes comunes excarcelados. Su llegada a Valencia en setiembre de 1936 marcó una ola de terror, jalonada de asesinatos y robos, según explica Preston: "Saquearon los comercios, principalmente las joyerías, y se llevaron de los establecimientos de hostelería el alcohol y el tabaco, además de robar a los clientes" (348). Asaltaron la cárcel de Castellón y mataron a 35 reclusos.

   Las autoridades republicanas crearon la Guardia Popular Antifascista para erradicar la violencia. Fue muerto uno de los líderes de la Columna de Hierro, Tiburcio Ariza, y a su entierro se convocó a los milicianos anarquistas que luchaban en el frente de Teruel, quienes lo abandonaron tranquilamente. El motivo era enfrentarse a los comunistas valencianos, lo que dio lugar a una treintena de muertos (349).

   El Gobierno constitucional no era respetado por los anarquistas, contrarios a toda forma de autoridad. No obstante, Largo Caballero consiguió incorporar a tres ministros anarquistas a su Gobierno el 4 de noviembre de 1936, lo que obligó a sus correligionarios a callarse las opiniones políticas por el momento.

   También creó el Gobierno legítimo las Milicias de Vigilancia de Retaguardia, el 16 de setiembre de 1936, encargadas del mantenimiento del orden público. Su propósito consistía en impedir que se cometieran atentados contra las personas y saqueos, pero no disponía de fuerzas suficientes, por lo que siguió habiendo bandas incontroladas que desprestigiaron a la República ante los corresponsales de Prensa extranjeros.

 

Reguero de sangre hacia Madrid

 

   En cambio, los rebeldes no sentían ninguna preocupación por las informaciones periodísticas. Un buen ejemplo lo proporciona la aventura del ex teniente coronel Juan Yagüe en su avance desde Sevilla a Madrid, al frente de tres unidades rebeldes. Dio la orden de no dejar vivo a ningún izquierdista en las localidades conquistadas, y sus hombres la cumplieron a conciencia, si así puede decirse en este caso. Los asesinatos tras la toma de Badajoz ilustran la ferocidad salvaje de que son capaces algunos seres con apariencia humana: están registrados los nombres de 3.800 muertos, lo que obligó a quemar los cadáveres en prevención de epidemias, por no ser posible enterrarlos a todos antes de que se corrompieran (435).

   La columna seguía su marcha, y los falangistas quedaban encargados de terminar la represión. También resultó impresionante la efectuada en Toledo tras la toma de la ciudad. Preston sigue la pista de los crímenes por los pueblos conquistados, como si fuera un corresponsal de Prensa de ese momento.

   Madrid estaba sitiado por cuatro columnas, y la que Mola denominó quinta columna, agazapada en el interior: es la única aportación positiva del gran traidor a la contienda, porque la frase ha quedado internacionalizada. Además tenía razón: fue otro gran traidor, el excoronel Casado, el que entregó la capital a los rebeldes tras imitar su ejemplo. Madrid no se rindió, fue traicionado.

Madrid dejó de ser capital de la República, al trasladarse el presidente Azaña a Barcelona, seguido por todo el Gobierno a Valencia el 6 de noviembre de 1936. A cambio, mereció el calificativo de capital de la gloria, por su heroica defensa ante un enemigo mil veces superior, detenido ante el "¡No pasarán!" de los madrileños. Sucedió entonces el fusilamiento de presos fascistas en Paracuellos, un asunto que ha inspirado gran número de publicaciones con denuncias variadas. El estado de la investigación lo resume Preston de esta forma:

 

   En consecuencia, es inevitable que siga existiendo un elemento de deducción, si no de pura especulación, en lo que se refiere a la responsabilidad colectiva. (508.)

 

   Es uno de esos temas interminables, que entretienen a los investigadores. Lo cierto es que, según Preston, "el mayor número de víctimas mortales entre los partidarios de los rebeldes en Madrid se registró bajo la presidencia de la Junta [de Defensa], en el período comprendido entre el 7 de noviembre y el 4 de diciembre" de 1936 (462). Fue el período en que los madrileños tuvieron que soportar los obuses y las bombas de los sitiadores en mayor proporción que durante el resto de la guerra. Alguna relación debe haber entre ambas circunstancias.

 

La rebelión en Barcelona

 

   Cuenta Preston que la CNT-FAI, además de continuar sus atentados en la retaguardia, practicaba una política mucho más peligrosa: facilitar carnés a quienes los solicitaban, sin investigar su filiación, una gran irresponsabilidad en plena guerra: "Con los carnés de la CNT, los quintacolumnistas consiguieron también identificaciones para infiltrarse en los Servicios de Seguridad republicanos" (513).

   El 27 de abril de 1937 el entierro del comunista Rafael Vidiella, asesinado por pistoleros anarquistas, se convirtió en una manifestación contra la CNT en Barcelona. El 3 de mayo la Generalitat ordenó tomar la Central Telefónica, porque se hallaba controlada por la CNT. Fue la señal para que la CNT, la FAI y el partido trotskista POUM intentaran conquistar la ciudad, entonces capital de la República. Precisamente el palacio presidencial estuvo sitiado, y Azaña y sus acompañantes no podían asomarse a una ventana, porque disparaban contra ellos. El Gobierno de Valencia tuvo que distraer tropas del frente para enviarlas a pacificar la ciudad. Esto sí fue una guerra civil dentro de la guerra mayor que estaba librándose en España.

   Preston dedica muchas páginas a contar las consecuencias de esa sublevación, especialmente la detención y posterior desaparición de Andreu Nin, tránsfuga del Partido Comunista y caudillo del trotskista POUM. Dice que las acusaciones contra él se basaron en documentos falsificados, aunque lo indudable es que la sublevación en Barcelona no estuvo falsificada.

   El POUM fue disuelto, pero no se adoptó la misma medida contra la CNT por no interferir en el desarrollo de la guerra. Lo que sí hicieron las autoridades republicanas fue disolver el Consejo de Aragón, organizado por la FAI para formalizar su ideal del comunismo libertario, a pesar del rechazo y la indignación de quienes lo padecían.

 

El genocidio fascista

 

   El Gobierno de Negrín ordenó en agosto de 1938 suspender todas las ejecuciones, con la esperanza de que el presidido por el exgeneral Franco imitara su ejemplo, pero no fue así. El propósito del designado generalísimo por sus compañeros de traición consistía en aniquilar a todos los izquierdistas, lo que constituye un genocidio. Por eso no aceptó ninguna propuesta de armisticio, sino que exigió la rendición total. Tampoco respetó los acuerdos firmados por los militares leales con los invasores italianos para su rendición, en los que se contemplaba el permitirles salir de España, lo mismo en Santoña que en Alicante: quería muertos a todos los que consideraba sus enemigos, lo que es un genocidio indudable en un holocausto feroz.

   Entre ellos destacaban los nacionalistas. Hablar euskara o catalán era signo de separatismo, y en consecuencia merecedor de la pena de muerte. El plan rebelde consistía en aniquilar a la "hidra separatista". Los curas vascos no se libraron de la ejecución, pese a la catolicidad de que hacían gala los sublevados. Sus colegas no nacionalistas clamaban para que se acabase con ellos, acusándolos de predicar en su lengua para que los entendiese el pueblo.

   Pese a que muchos catalanes traspasaron los Pirineos en busca de exilio en Francia, cuenta Preston que a consecuencia de la conquista de Catalunya "hubo más de 1.700 ejecuciones en Barcelona, 750 en Lérida, 703 en Tarragona y 500 en Gerona. Estas cifras no incluyen a quienes fallecieron en prisión por malos tratos" (610).

 

La represión inacabable

 

   El genocidio continuó tras la victoria. Los rebeldes querían completar el holocausto, eliminando del suelo español todo lo que no se amoldara a su concepto de patria, o se distanciase de los preceptos del partido único presidido también, como todo, por el dictadorísimo, jefe del Estado y del Gobierno y generalísimo de los tres ejércitos. La Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939, culpaba a cuantos no habían colaborado con los rebeldes.

   Los vencedores, haciendo gala de un cinismo solamente posible en el fascismo, acusaron a los vencidos de auxilio a la rebelión, cuando ellos eran los rebeldes contra la legalidad constitucional. Esa acusación resultaba tan vaga como amplia, puesto que podía referirse a cualquier actitud, y era motivo suficiente para justificar condenas a muerte en consejos de guerra sumarísimos, en los que el propio tribunal designaba unos abogados defensores que no negaban las acusaciones, sino que se limitaban a solicitar clemencia para sus escasamente defendidos. En esas farsas de juicio se juzgaba a una treintena de presos a la vez. El diario monárquico-fascista Abc publicaba las listas de ejecutados, como sucesos normales del día anterior.

   Los funcionarios fueron sometidos a depuraciones. Se persiguió con especial saña a los maestros y profesores, acusados de quitar los crucifijos de las aulas o de inculcar enseñanzas revolucionarias a los alumnos. Se crearon oficinas de denuncia, para que cualquier persona delatase a presuntos enemigos del régimen fascista impuesto, sin necesidad de presentar ninguna prueba. Los curas fueron los principales delatores.

   Las cárceles estaban abarrotadas. Muchos presos morían a consecuencia de malos tratos, desnutrición y presuntos suicidios difíciles de explicar en esas condiciones. Recuerda Preston que el 31 de julio de 1938 los rebeldes ya habían firmado un acuerdo de cooperación policial con la Alemania nazi, mediante el cual fueron entregados a la Gestapo los brigadistas internacionales presos, y tras la ocupación de Francia los nazis entregaron a los policías españoles desplazados con ese fin a los republicanos exiliados más notorios. Se los trasladaba en camiones a la siniestra Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol madrileña, en donde eran torturados antes de someterlos a juicios sumarísimos que solían terminar en penas de muerte: el ejemplo más representativo es el de Lluís Companys, presidente de la Generalitat.

   Pero explica Preston que llegó a ser tan enorme la masificación en las cárceles y campos de concentración, que los vencedores pidieron a sus auxiliadores nazis que no les remitieran más presos republicanos, sino que los deportaran a sus propios campos de concentración en Alemania y Polonia. Unos diez mil españoles sufrieron ese castigo. Con su victoria los rebeldes no dieron por concluido el holocausto: buscaban el exterminio total de los derrotados.

   Y las naciones consideradas democráticas se apresuraban a reconocer al Gobierno de los rebeldes. Así daban por concluido, con un suspiro de alivio y satisfacción, el Acuerdo de No Intervención, la farsa más escandalosa autorizada por la superflua e incompetente Sociedad de Naciones.

 

¿Arrepentidos o desvergonzados?

 

   Un epílogo alude a los considerados falangistas arrepentidos. En este punto Preston es demasiado crédulo. La conversión de Dionisio Ridruejo, por ejemplo, se produjo a su regreso de la Unión Soviética, adonde fue como el poeta de la División Azul para cantar sus hazañas. Allí comprendió que Alemania estaba derrotada por el Ejército Soviético, lo que le decidió a desprenderse de su camisa vieja de Falange y pasar a la oposición, para evitar represalias por su historial fascista. Pero erró en los cálculos, y la dictadura se mantuvo más de lo que él supuso, por lo que su transfuguismo sólo le sirve para ser disculpado por los historiadores candorosos.

   No menciona Preston que ninguno de los genocidas culpables del holocausto español ha sido juzgado por sus crímenes. Antes al contrario, tienen dedicadas calles con sus nombres, monumentos y parques. En Nuremberg se condenó a los criminales de guerra que apoyaron la rebelión de los militares monárquicos españoles, pero no se juzgó a ningún español. En Latinoamérica se ha condenado a muchos militares golpistas que no cometieron ni la mitad de los crímenes causados en España por sus homólogos, pero aquí son intocables. ¿Por qué no se puede juzgar a quienes juraron lealtad al dictadorísimo y fidelidad a sus leyes genocidas?

 

Los autores del holocausto

 

      Comprobamos que Preston incluye en la descripción del holocausto español las muertes violentas provocadas en los dos territorios en los que quedó dividido el país. No parece justo. La palabra holocausto es de etimología griega, con el significado de "quemado totalmente"; se aplicaba a los sacrificios ofrecidos a los dioses. En la guerra sostenida en España el bando rebelde sí se empleó en conseguir una destrucción total en las zonas leales, aniquilando a cuantos consideraba opositores a la sublevación, y destruyendo sus posesiones.

   La Legión Cóndor arrasó la villa de Gernika para que sirviera de ejemplo y escarmiento a las poblaciones: si no se rendían serían borradas del mapa las personas y las casas. El plan redactado por el "director" de la rebelión, el exgeneral Mola, proponía implantar un régimen de terror, para que las gentes se amedrentaran y aceptasen la rendición. Los sublevados sí llevaron a cabo un holocausto, una quema total en las localidades vencidas. En sus discursos aludían siempre a "una nueva España regenerada", por lo que debía desaparecer la vieja.

   Por el contrario, en la zona leal se procuró conservar las vidas de los habitantes, y preservar los monumentos. Es cierto que fueron incendiadas algunas iglesias, pero carecían de valor histórico o artístico. Las catedrales, que sí suelen tener interés histórico y poseer verdaderos tesoros de enorme valor económico, no sufrieron estragos ni saqueos, sino que quedaron intactas, para que después los vencedores celebrasen en ellas liturgias con las que agradecer a su belicista Dios su supuesta colaboración en el logro del triunfo.

 

Madrid salvó su tesoro artístico

 

   Ejemplar resulta el caso de Madrid, sitiado por los rebeldes y sometido a constantes bombardeos. Las autoridades republicanas y el pueblo de la villa se esforzaron por preservar sus tesoros artísticos. Los aviones rebeldes parece que obedecían la consigna de desmantelarlos, para culpar a los leales de odio a la cultura, uno de sus dichos favoritos. Los cuadros del Museo del Prado fueron perfectamente embalados y trasladados fuera de la ciudad, para librarlos de las bombas facciosas.

   Muy significativo del cinismo empleado por los vencedores para denigrar a los republicanos, es el pie colocado a un dibujo a lápiz en la portada del diario monárquico-fascista Abc, el 4 de abril de 1939. Dice así:

 

 Madrid, el Hospital Clínico

   He aquí, lector, lo que de unos muros gloriosos perdura, y lo que al peregrino madrileño de la Ciudad Universitaria –devoto fervoroso de cuantos cayeron en la gesta gloriosa de su liberación— ofrece hoy el milagro de la Moncloa. A través de estos muros, tan amorosamente proyectados un día para la formación de nuestra juventud, la horda internacional pretendió romper el cerco que lo atenazaba. Y entonces fue cuando, al dictado de la voluntad victoriosa de Franco, estos muñones descarnados escribieron sobre el azul del cielo de Castilla el verdadero "No pasarán", y la epopeya madrileña. (Apunte del natural, por Kemer.) 

   De modo que, según el diario falsario, los culpables de la destrucción eran los madrileños, por no rendirse ante los sitiadores. Calificarlos de "horda internacional" es una estupidez solamente posible en un loco borracho de fervor fascista. En la zona republicana las autoridades y el pueblo evitaron el holocausto, aunque los bombardeos nazifascistas provocaron destrucciones paliadas por el cuidado popular: la mejor prueba de ello es la coraza que protegió a la Cibeles durante todo el asedio, de la que salió intacta al ser ocupada la villa. Los militares monárquicos organizadores de la rebelión fueron los únicos causantes del holocausto.

   Los bombarderos de sus patrocinadores devastaron las industrias, las vías de comunicación, los campos de cultivo, las casas, los monumentos, todo. Ellos mismos evaluaron el coste de la guerra en 30.000 millones de pesetas de 1939. El gasto y la destrucción, así como las muertes de personas, se hubieran evitado de no sublevarse contra el orden constitucional. El hambre, la miseria, los piojos, la tuberculosis que configuran la posguerra fueron la secuela del holocausto llevado a cabo por los militares vencedores, con la colaboración de guardias civiles, falangistas y requetés. Una España, como había profetizado Machado, heló el corazón a la otra.

   En la edición se han deslizado erratas molestas. Por ejemplo: "la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1932" (249); "Marcelino Domingo, el presidente de Izquierda Republicana" (364); "los soldados que se ocultaban en Jaca tras el golpe republicanos frustrado de 1931" (597); "el estado de guerra declarado el 18 de julio de 1936" (615) frente a "El 28 de julio de 1936, en Burgos, la Junta de Defensa Nacional había declarado el estado de guerra" (616), entre otras menos notorias. No disminuyen la importancia del ensayo, pero sí el cuidado editorial, que resulta así cuestionado.