Los judíos de Canfranc PDF Imprimir E-mail
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Escrito por Rosario Raro   
Sábado, 30 de Mayo de 2015 00:00

Un libro relata la heroicidad de varios vecinos de esta estación pirenaica que libraron a miles de judíos de una muerte segura en los campos de concentración. Para muchos perseguidos por el régimen nazi, la esperanza se llamó Canfranc.

En la Europa de la segunda guerra mundial, desde Berlín, Varsovia, Budapest, Viena y otras muchas ciudades bajo el dominio del Tercer Reich, partían trenes con vagones de mercancías y ganado, con el suelo cubierto de paja y las tablas de madera tan separadas que no guarecían del paisaje helado del exterior sino que lo transportaban dentro, como una continuidad de la desolación para las personas que viajaban en ellos.

 

Los convoyes se dirigían a Dachau, cerca de Múnich; a Auschwitz-Birkenau, a unos 40 kilómetros al oeste de Cracovia; a Bergen Belsen, en la Baja Sajonia; a Buchenwald, cerca de Weimar; a Mauthausen, en la Alta Austria, y a otras muchas sedes del horror de las que entonces aún se desconocía el nombre. Los deportados llevaban cosida al abrigo la obligatoria estrella amarilla, que los marcaba con este color asociado a la traición y al azufre. En sus documentos se les intercalaba el nombre de Sara o Israel entre el originario y su apellido.

Muchos de los que escaparon de convertirse en humo humano llegaron hasta la ciudad francesa de Marsella, donde algunas redes de rescate hicieron posible su huida. En una casa de empeños de la rue de La Canebière algunos dejaban lo poco que les quedaba. Los escasos objetos que habían sentido como un talismán. Querían llegar a Toulouse y alcanzar después el Pirineo, atravesar Somport, el puerto más alto, 'summus portus' en latín, para, desde Canfranc, deslizarse por la columna vertebral de Aragón dentro del 'wagonlit' de las seis de la mañana, el tren de coches cama que los llevaría hasta Lisboa, donde tomarían el barco para cruzar el océano. Para los que conseguían eludir la deportación, escapar, aquella fachada simétrica con sus 365 ventanas de la estación internacional del valle de Los Arañones fue el umbral desde el que renacieron, el nuevo punto de partida que les propició alcanzar lo más anhelado, y también entonces lo único que les permitiría continuar: se llamaba 'wolno' en polaco, 'szabadság' en húngaro, 'libertad' aquí.

Tratándose de este tema, cuando se escribe sobre la libertad, refrenar la fantasía, además de que es imposible, resultaría un contrasentido. Ahí radica el juego de la literatura, en la franja donde se encuentra la realidad con la ficción para crear una superficie inexplorada, donde lo que es real parece inventado y al revés, pero todo con la intención de servir de caja de resonancia de tantas vivencias que no pueden olvidarse, de tantos rescates al límite mientras el terror acechaba a los niños, a los ancianos, a millones de europeos a quienes se privó hasta de su ciudadanía porque se pretendía que fueran apátridas, pero no respecto de un país en concreto, sino en relación con el mundo: se perseguía que lo abandonaran.

El jefe de aduana Albert Le Lay

Para contravenir esa voluntad genocida, necesitaban bastante más que suerte y pasaportes, visados, salvoconductos, pasajes para el navío y billetes para subirse al ferrocarril: necesitaban sobre todo la ayuda de quienes fueron más que héroes, porque eran humanos. A cargo de la jefatura de la aduana internacional de la estación de Canfranc estaba en aquellos años de la guerra Albert Le Lay, bretón, casado y padre de tres hijos. Simulaba apagones para permitir que los judíos cruzaran la playa de vías y aguardaran escondidos la salida del tren. Dice su nieto Víctor que era un hombre de acción a pesar de que nunca quiso serlo, porque su máxima ambición era gozar de una vida contemplativa. En Volver a Canfranc, el personaje en el que se encarna afirma: "Solo tenemos una vida, pero con la que podemos salvar muchas. Intentan ahogarlos, pero nosotros los regresamos a la superficie".

Albert Le Lay solo quería ser aduanero, pero era mucho más: miembro de la Resistencia y, sobre todo, alguien que no se dejaba vencer ni humillar. A Canfranc le tenía devoción: "Mi compromiso es con este lugar", decía. Ese convencimiento fue uno de los motores de su vida, durante la que siempre sintió que no había hecho nada extraordinario, sino "solo" lo que la dignidad le exigía. Con Le Lay se vuelve a cumplir aquello de la discreción y la humildad de los más grandes.

"La esperanza no puede perderse ni siquiera en último lugar" es otra de las frases de este libro. No perderla nunca, no cejar en el empeño, no faltar a los compromisos adquiridos, dicen que forma parte del carácter aragonés, aquitano, bretón, pero también del de todas las personas que no se rinden.

Algunas veces, cuando el tren descendía majestuoso desde Aquitania, la región del departamento de los Pirineos Atlánticos, y entraba en la estación de los Pirineos centrales, muchos de los que lo contemplaban sabían que, junto con los pasajeros que saludaban, descendían, se alojaban en el Hotel Internacional, había otros muchos invisibles, sumidos en un compás de espera, en la incertidumbre, en la desesperación por no saber cómo terminaría su odisea. Cuando, horas después, se oía el silbato del jefe de estación y la máquina humeaba con la caldera repleta, muchos de estos héroes desconocidos que los habían ayudado sentían cómo el pecho se les contraía y expandía, mientras rogaban por que aquellos inocentes a los que pretendían salvar llegaran sanos y salvos a su destino.

El doctor Víctor Fairén Gallán

Algunos estaban muy enfermos y era muy difícil que alcanzaran el mar en esas condiciones, pero, para conseguir que a pesar de eso su liberación no se truncase, la red de evacuación contaba en Zaragoza con una persona muy válida: el doctor Víctor Fairén Gallán, quien había estudiado en Berna y trabajado en Zúrich, Basilea, París y Lyón. Este hombre enviaba a uno de sus estudiantes de Medicina a la estación del Norte, en el Barrio Jesús, y el chico gritaba desde el andén el nombre de una pensión en varios idiomas. Esa era la señal. Los tuberculosos y todos aquellos a los que la debilidad les impedía continuar camino lo seguían hasta la clínica universitaria de la plaza de Paraíso. No podrían imaginar mejor nombre para aquella parada donde encontraban auxilio. En cuanto se fortalecían, retomaban el trayecto hasta Lisboa vía Zaragoza y Madrid.

Durante los años de escritura de este libro, viví muchos momentos emocionantes. Uno de ellos es, además, muy representativo de todo lo que sucedió hace más de siete décadas allí. Durante mis investigaciones sobre el aduanero jefe y el doctor en medicina de Zaragoza, encontré a alguien que tenía los dos nombres, Víctor y Alberto (por Albert), antepuestos a los dos apellidos de quienes son protagonistas de esta novela: Le Lay y Fairén. Se trataba del catedrático de Física General Víctor Alberto Fairén Le Lay. La primera vez que me dirigí a él le pregunté a bocajarro, aún bajo el efecto de la sorpresa que me había supuesto aquel hallazgo, por qué se llamaba así. Él, Víctor, seguro que sonrió al escribir la que fue la primera frase de otras muchas: "Porque esos eran los apellidos de mis abuelos". Claro, no había otra explicación. Siempre es así, pero no podía creerlo. Así supe que una de las hijas del jefe de la aduana internacional, a la que escondieron en su casa de Zaragoza, se había casado con el padre del catedrático. En él, por tanto, confluían las dos sagas, las dos estirpes de héroes.

Nombres ilustres

Como corresponde a cualquier actividad clandestina, no hay cifras exactas, no se sabe el número de judíos que consiguieron escapar por Aragón, pero sí que entre ellos había algunos muy conocidos, como el pintor de origen bielorruso Marc Chagall, cuyo nombre en yidis era Moishe Segal, y Max Ernst, que ya había establecido contacto antes con otro aragonés de Calanda, con Luis Buñuel, cuando actuó en La edad de oro en 1930. También Alma Mahler, una de las mujeres más fascinantes del siglo XX, y su marido entonces, Franz Werfel, quien bastante antes había visitado el santuario de Lourdes. Durante su paso por Canfranc les acompañaban el también escritor Heinrich Mann, hermano mayor de Thomas Mann, con su esposa Nelly y su sobrino. Mann fue el autor de 'Professor Unrat', novela que se adaptó al cine con el título de 'Der blaue Engel' ('El ángel azul') conocida por todos gracias a la maestría en la dirección de Josef von Sternberg y al inolvidable papel de Marlene Dietrich.

También formaban parte de este grupo de fugados el escritor Lion Feuchtwanger y su esposa Martha. Los nazis quemaron su obra y lo declararon enemigo número uno del Estado. Parece que el más célebre fue el paso de Josephine Baker. En aquel momento estaba casada con el judío Jean Lion, magnate azucarero. La famosísima vedete se negó a atravesar la frontera de incógnito, quería llamar la atención, y para eso convocó a la prensa. Nadie pudo convencer de lo contrario a la sirena de los trópicos, a quien también llamaban La Venus de bronce, La diosa criolla o Zouzou. Ni la Resistencia, ni la Cruz Roja, ni Varian Fry, el periodista americano que dirigía una red de rescate desde Marsella. Ella alegó ante quienes la previnieron que una estrella no podía ocultarse, que era imposible disimular su brillo, que si decidían detenerla, se la llevarían con el vestido de flecos, el turbante, su collar de perlas de tres vueltas, sus pestañas postizas y los pendientes de aro.

Todo esto sucedió en Aragón. Ahora han pasado 70 años desde el fin de la segunda guerra mundial. Muchas de las personas que cruzaron aquella terminal de doble jurisdicción, francesa y española, siendo niños, durante décadas albergaron un sueño: volver a Canfranc algún día en compañía de sus descendientes. Que no se hubiera talado su árbol genealógico constituía la mejor prueba de que habían conseguido sobrevivir. Querían enseñarles a sus hijos y nietos el lugar por el que se salvaron de volatilizarse en el cielo de Polonia desde una chimenea, este enclave del norte de la península, en la provincia de Huesca, gracias al cual ellos seguían pisando la tierra.

'Volver a Canfranc' es su historia y una metáfora de la vida.

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Fuente: El periódico