El lapicero de un gudari. Los “nacionales” fusilaron a un miliciano, pero su lápiz continúa “luchando” Imprimir
Nuestra Memoria - Las fosas de la Memoria
Escrito por Iban Gorriti / Noticias de Guipúzkoa   
Lunes, 08 de Noviembre de 2010 05:26


GRAFITO, agua y arcilla son los componentes de una mina de lápiz. Alguien, en los años 30, hizo converger los tres elementos junto a la madera. A día de hoy, aquel lapicero que portaba un gudari en los atrincherados montes Intxorta, puede convertirse en todo un símbolo para la memoria histórica de los vascos.

Ametrallaban entre el día 20 y 24 de abril de 1937 en la nublada contienda de Elgeta. Todos los bandos antifascistas eran uno con el objetivo de contener el odio y la zancada de los nacionales sublevados los días 17 y 18 de julio. Entre los gudaris que resistían como escudo humano para prolongar la democracia y garantizar el Gobierno de Euzkadi había un joven con dieciocho años recién estrenados. Setenta y tres años después, la sociedad vasca ha heredado un lápiz que este joven portaba en un bolsillo de su chaqueta, ropaje que la lluvia y el ácido ha carcomido bajo tierra. La Sociedad de Ciencias Aranzadi lo halló, junto a su esqueleto, en una exhumación anexa al caserío Ansuategi, de Elgeta. Su bala era la palabra escrita.

 

Es aquí cuando merece detener los sentidos, aparcar la contextualización y dejar de dar rienda a lo científico. Ese lapicero de escasas dimensiones, de color violáceo, guardado en una funda negra es una alegoría, incluso, más: una parábola.

Hasta hace siete décadas había una historia colectiva que se escribía con ganadores, perdedores, incluso, vencidos… La Guerra Civil y el franquismo comenzó a escribirse desde sólo un bando y en la actualidad los libros de texto y algunas conciencias mantienen el discurso.

Un gudari en 1937 había consumido la mayor parte de su lápiz cuando un tiro acalló sus sueños. ¿Quién sabe qué destinos tuvieron sus palabras apretadas sobre papel? Murió y con él, los rebeldes frenaron que aquel grafito, con agua y arcilla siguiera escribiendo la historia de los vascos.

A mediados de junio de 2004, especialistas de Aranzadi excavaron dos fosas comunes improvisadas sobre las huellas que habían dejado los bombardeos en Elgeta. Las toneladas de tierra acumuladas sobre los restos del joven no consiguieron deshacer su palabra, su mina de sueños: aquel lapicero. Con él, a modo de enseñanza, la sociedad puede volver a escribir la historia de su pueblo contada por sí misma, su memoria.

El presidente de Aranzadi, Paco Etxeberria, hace un símil sobre la importancia de este instrumento en dos ámbitos que él conoce bien. “El lápiz es uno de los objetos cotidianos en las exhumaciones y era el elemento por excelencia en las comunicaciones de la época”, apunta. De ese modo, las historias vuelven, también, a ser una: la real; no la impuesta. Otro técnico de la sociedad es Jimi Jiménez. “El lápiz es de tamaño reducido por el uso que debió darle su propietario. Con él es posible que se comunicase con su familia o con su novia, describiera los horrores de una guerra, pero también los sueños de libertad que supondría la victoria contra el fascismo. Pero un balazo se interpuso entre estos sueños y el miliciano. El lápiz dejó su función hasta que 68 años después alguien lo sacó de la tierra junto a su dueño, devolviéndolos a la vida real”, subraya el arqueólogo.

cuerpo sin identificar Sin embargo, aunque algunos cuerpos se pudieron identificar, el de este gudari ha quedado anónimo. El también especialista de Aranzadi, Iñaki Egaña, ha escrito sobre El lápiz del miliciano. Es como si quisiera recoger el pulso literario de aquel luchador encontrado bajo un manzano. “El silencio nos cubrió con un manto húmedo. Llovía como llueve por estas tierras: suave, sin prisa. ¡Cuántas cosas había dejado nuestro desconocido muchacho de 18 años por escribir! ¡Cuántas reflexiones se habían ahogado bajo la hierba de Ansuategi! ¡Cuántas cartas de amor se habían esfumado! ¡Cuántas noticias a esos hijos que nunca llegaron a nacer!”, recogía días después sobre el hallazgo, donde también apareció en otro esqueleto una hebilla del Ejército vasco -por ello, eran gudaris- y una chapa con una numeración. Correspondía a un miliciano alavés, alistado en Arrasate y dado por muerto en esas fechas y lugar.

Además, un reloj: “Un reloj detenido a las cinco menos diez. Y, según los testigos, ésa debió de ser la hora de la tarde en la que se produjo la ejecución. Triste revelación”, valora Egaña. El historiador lamenta que haya personas que crean que la labor de Aranzadi es “inútil”. “No rescatamos huesos, sino que los vestimos. De sentimientos, de esa vida que se les fue”, historias de memoria real, como la que escribió el lapicero del gudari. A modo de homenaje, su mezcla de grafito, agua y arcilla sirvió para rellenar “la ficha antropológica de campo de ese esqueleto”.

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