Los muertos de la transición española (III). La matanza de Atocha PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - franquismo y represión
Escrito por Benito Sacaluga   
Jueves, 20 de Septiembre de 2018 05:36

Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco, Luis Javier Benavides Orgaz,
Serafín Holgado de Antonio, Enrique Valdelvira Ibáñez, Ángel Rodríguez Leal
24 enero 1977
“Toma este boli”, le dijo. “Te va a hacer falta”. Fue un gesto corriente en el tercer piso del número 55 de la calle Atocha. Alejandro, joven abogado laboralista, comunista, alto y barbudo, se lo agradeció y metió el bolígrafo de su compañero Ángel en el pequeño bolsillo de su camisa escocesa. Cuando los dos asesinos cruzaron la puerta, el Inoxcrom metalizado cumplió una labor insospechada. En la segunda oleada de disparos, la bala rebotada que iba a matar a Alejandro no le dio en el esternón sino que impactó lateralmente en el boli. Y, así, por casualidad, se salvó.
Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell es el último superviviente de la matanza de Atocha, el único que, tras el fallecimiento de la también abogada Lola González Ruiz hace un año, sigue con vida. Todavía le pesa, dice, la carga de “no haber muerto aquella noche” de 1977 en la que los pistoleros de ultraderecha entraron en el bufete vinculado a CCOO y al Partido Comunista de España en Madrid y mataron a sangre fría a cuatro letrados y al auxiliar administrativo que le había regalado el Inoxcrom esa misma mañana. Aún se pregunta “por qué yo no”.
Alejandro tiene 68 años. Entonces sólo tenía 29 y era de los novatos: había empezado en el despacho dos años antes, con la trayectoria de un hijo de vencedores (familia burguesa, padre militar) entregado a la causa de los vencidos. A su amigo Luis Javier Benavides (“Luisja”) y a él los veteranos de Atocha los llamaban “jóvenes cristianos”. La fe había sido su puente hacia el comunismo. En concreto, los jesuitas.
Antes de estudiar con ellos Derecho y Económicas en ICADE (la Universidad Pontificia Comillas en Madrid), había llegado a probar la vida monacal durante un año y medio de novicio. En catequesis conoció barrios chabolistas como La Celsa y el Pozo del Huevo; en la universidad entró en contacto con la gente de la izquierda radical. Con su amigo “Luisja” abrió un despacho para atender a los trabajadores y movimientos vecinales de Vallecas y Hortaleza. Con él se acercó a la marxista-leninista ORT, al PCE... Y con él aceptó la oferta de integrarse, en noviembre de 1974, en el bufete de Atocha 49. Poco después, ante la cantidad de trabajo, se expandieron unos pasos más allá, al número 55.
Su trabajo era inmenso: atendían las consultas laborales y relacionadas con la Seguridad Social de “trabajadores de toda clase, edad y condición social”, y amparaban la incipiente movilización de los barrios, sobre todo en temas urbanos y de transporte. Más de mil expedientes al año en incontables carpetas amarillas. Trabajaban como una máquina casi perfecta, siempre entre alfileres, buscando las lagunas de la legislación franquista.
Por las mañanas acudían a hasta diez juicios; los lunes, miércoles y viernes por la tarde recibían a un centenar de trabajadores. Sólo les cobraban si ganaban el juicio (un 10% de la indemnización) y todos ingresaban lo mismo, “unas 70.000 u 80.000 pesetas”, más un extra por hijo. Por las noches preparaban los casos hasta altas horas. Después huían de todo lo que sonara a ley: se iban de copas al pub de Santa Bárbara, a la discoteca el Junco. Ese mismo enero de 1977 estrenaban el despacho. La hoy alcaldesa y entonces letrada del PCE Manuela Carmena era “la madre profesional de todos”: había puesto su nombre al alquiler y comprado colchonetas de flores para renovar las banquetas del salón. Estaban colocados los nuevos teléfonos y, en una pared, el cartel del PCE a favor de la amnistía de los presos políticos, una reproducción del pintor Juan Genovés que se convertiría —quién iba a imaginarlo— en símbolo del crimen y en “el abrazo” de las dos Españas que fue la Transición.
Así, entre la energía desbordante de un grupo de jóvenes abogados que soñaba con cambiar España, llegó la noche fría del lunes 24 de enero. Acababa de terminar una reunión de sindicalistas del transporte y estaba a punto de comenzar otra sobre movimientos vecinales a la que estaba convocada una docena de abogados de fuera y dentro del bufete. La "madre" no estaba allí: había reservado la sala principal, pero esa tarde cambió la cita a Atocha 49 por petición de “Luisja”. Así que a las diez y media de la noche había en el despacho nueve personas. Y llamaron a la puerta. Se levanta el mejor amigo de Alejandro y abre. Entran dos tipos y le hacen retroceder. Van armados con pistolas. Uno lleva un anorak azul y la cabeza tapada con una capucha; el otro va a cara descubierta. Un tercer hombre espera fuera.
—Esas manitas, bien arriba —dice el segundo. (Evoca la frase Alejandro casi como quien repite un doloroso rezo incrustado en la cabeza).
“Nos agrupa a Luisja, Enrique, Lola, Francisco Javier, Luis, Miguel y a mí en la esquina del vestíbulo”, continúa. “El otro va registrando los despachos y arrancando los teléfonos. Parece que se le escapa un disparo. Trae al vestíbulo a Ángel, que se había ido 15 minutos antes pero que subió de nuevo al darse cuenta de que se había olvidado un Mundo Obrero en la oficina, y a Serafín (estudiante en prácticas), que estaba acabando un trabajo en su mesa”.
El de la cara descubierta pregunta por “el de las pecas, el andaluz”. Buscan a Joaquín Navarro, el líder sindical que acaba de salir victorioso de una huelga del transporte liderada por CCOO. Luis Javier les dice que no saben nada. Ellos insisten: “Dónde está ese Navarro. Es mejor para vosotros que nos lo digáis”. No piensan los mártires que la cosa va a acabar mal. Piensan que sólo quieren asustarles.
“Pero empiezan a disparar salvajemente sobre nosotros. La primera oleada de disparos nos tira a todos al suelo o a los bancos. Y, cuando ya estamos tirados, nos vuelven a rematar. Uno a uno”. “A mí me entra un balazo en el boli que llevo en la camisa y me hace caerme al suelo. Mi compañero Enrique cae sobre mí. Su cuerpo fue mi último refugio frente a la muerte”.
Alejandro, con cuatro balas en la pierna derecha, se hace el muerto. Espera. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho... Los asesinos se marchan del infierno, que es un enorme charco de sangre. Nueve, 10, 11, 12, 13, 14, 15... Alejandro levanta el cuerpo de Enrique para incorporarse. A su alrededor, el horror.
Los vecinos, barrenderos y policías que entraron en aquella sala quedaron conmocionados. Los primeros informadores que llegaron al lugar, un periodista y un fotógrafo de Pueblo, hasta olvidaron la exclusiva, según cuentan Jorge M. Reverte y su hermana Isabel Martínez Reverte en el libro La matanza de Atocha que acaba de publicar La Esfera de los Libros.
Alejandro matiza. No fue una matanza: fue “una ejecución a sangre fría”, “lo más parecido a los fusilamientos del 2 de mayo en el cuadro de Goya”. Esta vez con cinco vidas segadas: los abogados Luis Javier Benavides Orgaz, Enrique Valdelvira Ibáñez y Francisco Javier Sauquillo Pérez del Arco; el estudiante al que sólo le faltaba una asignatura para acabar Derecho, Serafín Holgado de Antonio, y el ángel del bolígrafo, Ángel Rodríguez Leal.
Las heridas personales fueron largas y profundas para los cuatro supervivientes. Alejandro renació en una nueva vida llena de miedo. Con cada pisada tras de sí pensaba que lo seguían para matarlo. “Hasta los 90 no pude entrar en ningún lugar público y sentarme de espaldas a la puerta. El trauma se me quedó”. Revivía la masacre con cada asesinato: de la extrema derecha, los Grapo, ETA. Recibió tratamiento psiquiátrico. Anduvo muchos años perdido. Atocha le había robado su “identidad personal”.
Primero dio clases en la Universidad de Vigo, pero no quisieron darle estabilidad porque contratarle era una decisión “demasiado política”. Después lo intentó de nuevo como abogado con su compañera superviviente Lola González Ruiz, se doctoró... Se separó de la religión y del PCE. El 23-F lo vivió como asesor del PSOE en el primer Congreso democrático. También trabajó en las primeras Cortes de Castilla y León. Fue periodista, investigador... Vivió durante un tiempo en una comuna con su novia y otras cinco parejas. No encontraba lo suyo. A menudo y durante largas temporadas se escapaba de Madrid en urgente huida al mundo rural. Rodeado de la naturaleza en pueblos de Ávila hizo de todo: vendimió, recogió castañas, higos...
En aquella búsqueda, pocos años después del atentado, estaba en Santa Cruz del Valle, un pueblecito silencioso de la Sierra de Gredos, cuando se encontró con la enfermera que lo había cuidado en la planta 14 del hospital Primero de Octubre (el actual 12 de Octubre). Se llamaba Lola Escribano y, como él, huía de “la algarabía” de la capital. Dice Alejandro que la enfermera le ayudó a “cerrar las heridas del 77”. A ella le entregó el Inoxcrom que le había salvado. “Me liberé de una carga muy fuerte”, afirma. No quiere volver a verlo.
Desde 2007 da clases de Derecho Constitucional en la Universidad de Córdoba. Sus alumnos le preguntan por Atocha; no saben muy bien qué fue aquello.
—Podemos, el partido que ha encumbrado a Manuela Carmena, dice que España es un régimen y que la Transición fue una simple perpetuación de la dictadura.
—Se equivocan. La democracia fue conquistada y muchos se jugaron la vida y la perdieron por ello. Eso no lo puede borrar nadie. (Alejandro no necesita más repreguntas: es un torrente indignado). ¿Que ésta es una democracia falseada por la casta? Es cierto que la democracia española está bajo mínimos y que es necesario reformar la Constitución, pero de ahí a considerar la Transición como un error... No, no. Se hicieron muchas cosas. (...) ¿Lola y Luisja fueron casta? No puedo aceptarlo. (...) Hablan del “régimen de la Transición”. El régimen de Franco se rompió. Se rompió y costó muchas vidas.
En esa ruptura progresiva amenazada por las armas, el Gobierno de Adolfo Suárez encargó una investigación policial seria. En el juicio de 1980, en el que radicales fascistas insultaron a los muertos y a los vivos (“Los acusados parecíamos nosotros”, recuerda) y cantaron el Cara al sol, los abogados de la acusación —entre ellos, Cristina Almeida y José Bono— lograron condenar a cinco personas, aunque no consiguieron su objetivo político: demostrar que tras ellas había una trama organizada por la extrema derecha para provocar un golpe de Estado y abortar la Transición.
Fue condenado como inductor del crimen Francisco Albadalejo Corredera, secretario provincial del Transporte, que quería dar un escarmiento al líder de la huelga organizada por CC.OO, el pecoso Navarro... También fueron castigados dos cómplices: Leocadio Jiménez Caravaca, ex combatiente de la División Azul, y Gloria Herguedas, novia de uno de los pistoleros. La pena máxima se les aplicó a los dos falangista que dispararon: José Fernández Cerrá (de 31 años), el que iba a cara descubierta, y Carlos García Juliá (10 años menor), el del anorak. Fernando Lerdo de Tejada (de 23), que aquella noche esperaba a la entrada, se fugó en un extraño permiso concedido por el juez y aún se desconoce su paradero.
Cuentan los Revertes en La matanza de Atocha que antes de matar, los tres cruzados se citaron en un bar y bebieron y bebieron... y se dijeron que todo lo iban a hacer por España. Pretendiendo lo contrario, fue así: la respuesta pacífica del PCE a aquel salvaje atentado, con un funeral tan multitudinario como silencioso, empujó a Suárez a atreverse con la legalización del partido […]»
 
 
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 FUENTE: El Mundo / Ya