Las hojas muertas de 1977 PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - La Transición
Escrito por Gregorio Morán   
Miércoles, 12 de Abril de 2017 04:44

- La derrota del PCE no fue su legalización sino las condiciones humillantes en las que se produjo

El pasado domingo se cumplieron 40 años de la legalización del Partido Comunista de España (ahora hay que escribirlo con todas las letras, porque un PC ya significa otra cosa). Entonces cayó en sábado y el lío de reuniones, conspiraciones y perplejidades duró más allá de la Semana Santa de aquel insólito año de 1977. Vísperas, casi, de las primeras elecciones democráticas que se celebraban en España desde febrero de 1936. Cuarenta y un años de sequía, que se dice pronto. ¡Ah, hubo ­varios referéndums, no lo olvidemos, y se votaba en los ayuntamientos por una en­telequia que se denominaba “el tercio familiar”! Pero vamos al grano porque ya ­casi nadie se acordará de aquello; o están echando malvas o nacieron felizmente ­tarde.

No sé por qué. Quizá porque nunca me trató un psicoanalista, pero todo aquel periodo, breve en el tiempo e intenso en la historia, me evoca una canción hermosa como pocas, que el gran Yves Montand cantaba sobre unos versos inquietantes de Jacques Prévert y una música modesta de Joseph Kosma. Les feuilles mortes (las hojas muertas). La parieron en 1945, pero la versión de Montand en el Olympia de París, ya maduro, no puedo escucharla sin sentir algo más que una pizca de emoción. Respecto al PCE, he de admitirlo, emoción ninguna, pero Las hojas muertas me evoca aquel 1977. Yo no militaba en partido alguno, pero como ocurre con los grandes parques de nuestra vida, ya sea El Retiro o los Jardines de Luxemburgo, no paseas simplemente sino que caminas sobre tu memoria en forma de hojas muertas. ¿Por qué las grandes canciones de amor tienen siempre un halo de tristeza? Quizá porque somos animales sensibles en un zoo implacable.

Los pormenores de la legalización del PCE están contados con pelos y señales en Miseria y grandeza del PCE (1986). No los voy a repetir. Es verdad que el libro constituye una rareza desaparecida, pero si el destino es benévolo, en septiembre reaparecerá. Allí está Santiago Carrillo negociando con Adolfo Suárez y el hábil letrado José Mario Armero preparando los utensilios legales para la trepanación, cuando aquellos dos personajes terminaran de contarse –ocho horas de conversación dan para mucho, ¡debieron de salir hasta los abuelos, porque Suárez tenía viejos antecedentes republicanos!–. Los hombres duros cuando se van ablandando acaban en compañeros de escuela. Dos políticos, sin más patrimonio que la ambición, se reúnen para decidir ­algo que hoy nos parece surrealista, pero que fue así. El dirigente de un partido clandestino, que lleva sobre sus espaldas los militantes torturados, encarcelados, sometidos a aquella constante represión, sin piedad y con mucha esperanza. El ene­migo es implacable. Y un funcionario de pueblo, del Ávila profunda, que ha sabido ponerse en el sitio idóneo para hacerse ­imprescindible.

A eso, tan desproporcionado –el que unos tuvieran que hacerse buenos porque los malos les habían esquilmado– lo llamaron consenso, patriotismo, sentido de Estado… Pongan lo que quieran. La izquierda que había peleado contra la dictadura pedía algo que parecía una sinecura: ser legales. Patético. Pero muy bien aceptado por los dos negociadores. Uno porque entendía que quería un país sin conflictos y el otro no tenía fuste para la pelea y el talento se le había ido de tanto decir que Franco caería el año próximo; lema repetido desde 1939, que ya olía a estafa y desvergüenza.

No quiero decir que hubiera otra opción, pero sí aseguro que no tenía sentido aquella velocidad suicida en pos de una idea alejada de la realidad. Cuando ganaron una guerra, y mira que la nuestra fue sangrienta, y arrasaron en una posguerra, más cruel aún, un líder no puede transformarse en un prestidigitador de la palabra. Uno tenía un partido, fiel hasta las cachas, y el otro una organización de funcionarios cuya única ambición era ascender o como mínimo mantener sus privilegios. Por eso la transición fue la derrota de la izquierda. Creyeron que pactaban y lo único que hacían era asumir su condición de subsi­diarios. Sin ellos nada hubiera sido tan ­fácil, tan cómodo, ni tan beneficioso para algunos.

La derrota del PCE no fue su legalización sino las condiciones humillantes en las que se produjo. Un documento que aprobó el Comité Central –redactado por Armero y Suárez– y aceptado con la única duda pública, que debe ser reseñada por honor y dignidad militante, de Quim Sempere, del PSUC –el que enseñó catalán a buena parte de los que luego se convirtieron en audaces patriotas de la barretina–. “No se puede tomar una decisión tan importante en una sesión del Comité Central y a mano alzada”. El melancólico y agudo Sempere tenía razón. Cambiar de bandera, de himno, de referentes, exige su tiempo para que la gente lo madure y el que quiera siga y el que no, se vaya.

Siempre se cita a Palmiro Togliatti y a su svolta de Salernode abril del 44. Explicarles a sus partisanos armados que no había otra opción que pactar con los democristianos y demás. Pero para hacer eso se necesitan dos cosas, que ninguno de los presentes olvidaron: valor y talento. Ellos dominaban zonas enteras de Italia. Aquí, todo lo más, los ayuntamientos de Leganés o Villaverde Bajo. Valle Inclán hubiera hecho maravillas con estos patéticos carlistas rojos, sin boina y sin armas, pero con la conciencia de ir a la conquista del Palacio de Invierno.

Fue una estafa entre trileros de la política, acojonados ellos mismos de su propia audacia. Un veterano me comentaba que por primera vez en su vida había escu­chado a Carrillo con voz trémula, acojo­nado, ante algo que no tenía precedentes. Durante décadas has mandado, u orientado –me importa una higa– a un puñado de militantes a muchos años de cárcel con prólogo de torturas. Y ahora hemos de pedirles a los enemigos que nos concedan un hueco antes de las elecciones del 15 de junio de 1977. El partido más joven de España, el que sin duda tenía la base militante más abnegada y dispuesta, va a presentar los candidatos electorales más viejos que el más veterano de los partidos escondidos durante cuarenta años.

No sólo se cambiaron banderas, himnos, referentes, sino que se les castigó para olvidarlo. Recuerdo la paliza que recibieron unos jóvenes en el coso de Ventas porque osaron ondear la bandera republicana. Aquello no era un partido, era una sociedad de intereses, en la que habría que empezar por decir que la dirigencia, de talento natural escaso, veía pasar el último vagón del último tren. O lo tomaban o se arriesgaban a buscar trabajo, pasados los 50 y sin saber hacer otra cosa que trasladar paquetes de un sitio a otro o animar a los jóvenes. “El Régimen está al caer”. ¡Cuánto derroche! ¡Unas generaciones que tenían que estar al borde del abismo todos los días para confirmar las teorías del prestidigitador de la palabra!

Me vino a la memoria Yves Montand y las hojas muertas de Prévert cuando hace unas semanas el pestífero olor que salía de un garaje de Avilés alertó a los vecinos y a la policía. Un tal Triñanes, José Manuel, antiguo obrero naval en paro, militante activo del PCE, se había quedado muerto sobre la mesa casi de juguete. Vivía en un garaje desde hacía diez años. Tenía de todo lo que está de más: dolores cardiacos, diabetes… Sus bienes se reducían a una hija, a la que apenas veía, y una esposa que le había dejado. Por cocina, un microondas. Entre los que asistieron al entierro, alguien musitó: “Por qué no me habré muerto de pequeño, cuando tuve el sarampión”. Nuestras hojas muertas.

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Fuente: La Vanguardia

Imagen: (Meseguer)