Más allá del 23-F Imprimir
Nuestra Memoria - La Transición
Escrito por José Luis Ibáñez Salas   
Jueves, 25 de Febrero de 2016 00:00

 

Los golpistas se equivocaron, confundieron la temperatura política del país, más aún, confundieron el clima de la ciudadanía.

Tras el fallido golpe de Estado del 23 de abril de 1981, el que sería y es conocido como 23-F, habían quedado claras de manera inmediata dos cosas: una de ellas era la precariedad o cuanto menos fragilidad de la libertad democrática que pretendieron traer los magos del consenso, y que de hecho habían traído, y la otra que, gracias a su actuación en aquella sinuosa ocasión, el rey Juan Carlos I había obtenido una prolongación de la legitimidad democrática que había sido sellada con la Constitución del 78.

 

Un tercer asunto que resulta relevante si se trata de diseccionar el fracaso de aquella involucionista insurrección: los golpistas se equivocaron, como afirmara el historiador Juan Pablo Fusi, confundieron la temperatura política del país, más aún, confundieron el clima de la ciudadanía, pues “en España podría haber indiferencia, apatía política y hasta desencanto, [pero lo que no había era] malestar contra la democracia”. Los millones de personas que el día 27 nos manifestamos en la mayoría de las ciudades españolas a favor de la democracia y en contra de los golpistas, en contra del regreso a la negra noche de la dictadura, son una buena prueba de ello.

A la hora de analizar las consecuencias del golpe derrotado podríamos establecer algunas de ellas ahora mismo: “el golpe de Estado fue la vacuna más eficaz contra otro golpe de Estado” refiere el escritor Javier Cercas, quien nos explica que, al tiempo que el propio golpe desacreditaba a los golpistas no sólo frente a la sociedad sino y sobre todo de cara a sus propios compañeros de armas, el gabinete de Leopoldo Calvo-Sotelo se dedicó no sólo a modernizar en la medida de lo posible las Fuerzas Armadas, sino que también las purgó de ultrarreaccionarios y más que posibles levantiscos; pero además hizo algo que había buscado con ahínco el franquismo en su momento sin el menor éxito y que deliberadamente Adolfo Suárez y sus gabinetes retrasaron, ingresar a España en la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en mayo del 82, aunque ya lo defendiera como parte de su política exterior en su programático discurso de investidura, para tranquilidad de la gran potencia occidental estadounidense y de paso con la utilidad a largo plazo de “civilizar al ejército y ponerle en contacto con ejércitos democráticos”; como asimismo firmó en junio con los principales sindicatos y los representantes de los empresarios (la CEOE) pero también con el apoyo de otras fuerzas políticas el llamado Acuerdo Nacional sobre Empleo que, a modo de segunda vuelta de los Pactos de la Moncloa, mejoraría la economía futura del país y reduciría notablemente la terrible lacra del desempleo; e igualmente logró que la oposición socialista amparase desde marzo del 81 el desarrollo de la Ley Orgánica de Armonización del Proceso Autonómico (LOAPA), aprobada ya en el verano del año siguiente y que venía a poner orden en el proceso de autonomía de las regiones y nacionalidades pues establecía la progresiva y armonizada transferencia de las competencias de las que el Estado se desprendería a favor de las comunidades autónomas (aunque la norma, en realidad, quedó en agua de borrajas, ya que, pese a que su inmediato final excede los límites cronológicos de esta obra, es de rigor dejar claro que en agosto del año 83 el Tribunal Constitucional declaró inconstitucional el alma de su articulado, a raíz de los preceptivos recursos de inconstitucionalidad promovidos por los partidos nacionalistas vascos y catalanes, y consideró que no podía ser ni ley orgánica ni armonizadora pues no es potestad del poder legislativo armonizar la política autonómica pues tal cosa es interpretar la Constitución, competencia del propio Tribunal y no de las Cortes).

Otra consecuencia de la visita al abismo que se vio obligado a hacer el proceso histórico de la Transición aquellos días de febrero de 1981 fue que, aunque el terrorismo siguió castigando, más aún si cabe, a la sociedad en su conjunto para intentar subvertir el éxito de la democracia, reacia como era al pacto o a torcer su brazo frente a los postulados independentistas de los etarras, “la izquierda se esmeró ―sigo con la espléndida ayuda de Cercas― en arrebatarles a los terroristas las coartadas que les había entregado.”

Como dejaría escrito Javier Pradera en su brillante síntesis del periodo, titulada, La Transición española y la democracia:

“El golpe de Estado frustrado […] privó de su última coartada a los extremistas de izquierda y a los nacionalistas vascos radicales que habían descrito al sistema constitucional como un franquismo sin Franco. Desde otro punto de vista, finalmente, el 23-F puede ser interpretado, en su derrota, como la confirmación de que el tránsito de la dictadura a la democracia había alcanzado ya en ese momento el punto de no retorno.”


Adaptación de un extracto del libro del autor recién publicado por Sílex ediciones titulado La Transición.

----------------

Fuente: Nueva Tribuna