El emperador de todos los canallas Imprimir
Nuestra Memoria - La Guerra Civil
Escrito por Miguel de Lucas   
Sábado, 23 de Diciembre de 2017 06:34

El terror de Queipo de Llano: el siniestro legado del virrey de Andalucía

Bajo su mando fueron ejecutadas más de cincuenta mil personas. Ordenó fusilar a Lorca en Granada. Autorizó la masacre de refugiados civiles de la carretera Málaga-Almería. En sus locuciones radiofónicas, alentaba el asesinato de sindicalistas y la violación de las mujeres detenidas. Tras su muerte, en 1951, el virrey de Andalucía fue enterrado con honores en la basílica de la Macarena. Todavía hoy, los restos de Queipo de Llano reposan junto a la virgen más venerada de Sevilla.

 

I. EL PINTOR SUECO

La cosa empieza así. El hombre que viaja a Sevilla para ser asesinado es un pintor sueco de treinta y siete años. Su nombre es Per Torsten Jovinge. Estamos en mayo de 1936. El crimen ocurrirá dentro de dos meses. El pintor sueco todavía no sabe nada. Como tampoco sabe que en este momento el ómnibus en el que viaja surca las carreteras de un país con una guerra a punto de estallar. Hace poco que se despidió de su familia y sus amigos en Estocolmo. En las últimas fotos que se conservan de él, vemos a un hombre de pelo corto, mandíbula cuadrada y unos ojos claros, relampagueantes, escondidos detrás de unas grandes gafas redondas. Torsten Jovinge habla un castellano más bien básico, que salpica a menudo con el francés. Sus rasgos llaman la atención entre los demás pasajeros del ómnibus de La Valenciana que hacen hoy el camino desde Algeciras hasta Sevilla. El pintor sueco recorre España con una serena determinación: quiere permanecer un tiempo en Sevilla y capturar en sus lienzos la luz de Andalucía. Al poco de iniciar su viaje escribe a su amigo Helge Linden una carta llena de entusiasmo. En su correspondencia, llama la atención la abundancia de impresiones cromáticas. El país que se despliega ante sus ojos le parece una gran paleta de colores:

Por fin unas pocas líneas después de un largo viaje. Casi cinco semanas, que podrían haber sido meses o años. Una vertiginosa perspectiva de frescura, de algo nuevo en todo momento, de impresiones que cambian continuamente. Y todos aquellos nombres extraños en el mapa: Gerona, Barcelona, Valencia, Tarragona, Alicante, Murcia, Orihuela, Cartagena, Almería, Granada, Málaga… ¡Que centellen las corrientes de intensas y vivas emociones y experiencias! Ver como día tras día se abalanza sobre el viajero el grandioso paisaje español, quemado y desnudo, tierra africana bajo sol africano: blanco, gris, ocre, oro… […] ¡Puedes darte una idea del placer y encanto de viajar por España, en coche abierto, esta primavera de 1936!

Primavera de 1936. El pintor sueco jamás regresará con vida de Sevilla. En Doble esplendor, el libro de memorias de Constancia de la Mora Maura, leemos la siguiente descripción del ambiente en España durante las semanas previas al golpe militar: “Al convertirse en caluroso verano la ardiente primavera, los ánimos se acaloraban más y más. A veces, andando por las calles, parecía como si la nación entera contuviese la respiración en espera de la inevitable catástrofe”. Torsten Jovinge no tardó en sentir el impacto del calor en Andalucía. No sabemos hasta qué punto pudo percibir entonces esa atmósfera enrarecida que ya se respiraba en los cafés y en las tertulias. Por las notas que se conservan en su diario, a medida que toma contacto con la realidad política siente que algo está ocurriendo. Le frustra no comprender lo suficiente el idioma. Llegado el mes de julio, no obstante, incluso el más despistado de los testigos cobra conciencia de la situación. El día 17, un sector del Ejército se alza en armas contra la República en el protectorado español de Marruecos. Al día siguiente, 18, Sevilla queda bajo el mando de un único hombre: Gonzalo Queipo de Llano y Sierra. Oficial africanista, 61 años, partícipe en toda clase de conspiraciones y veterano de la Guerra de Cuba. Entrada la noche, desde la emisora de Unión Radio Sevilla, Queipo da un mensaje radiofónico. Es el primero, aunque no el más infame, de una larga cadena de charlas que pronunciará a lo largo de los meses siguientes:

Sevillanos: ¡A las armas! La Patria está en peligro y, para salvarla, unos cuantos hombres de corazón, unos cuantos generales, hemos asumido la responsabilidad de ponernos al frente de un Movimiento Salvador que triunfa por todas partes. El Ejército de África se apresta a trasladarse a España para tomar parte en la tarea de aplastar a ese Gobierno indigno que se había propuesto destruir a España para convertirla en una colonia de Moscú. Por orden de la Junta de Generales, he tomado el mando de la Segunda División Orgánica […] Todas las tropas de Andalucía, con cuyos jefes he comunicado por teléfono, obedecen mis órdenes y se encuentran ya en las calles.

El artista sueco Per Torsten Jovinge.

El artista sueco Per Torsten Jovinge.

¿Llegó Torsten Jovinge a escuchar este mensaje? ¿Pudo con su español rudimentario entender las palabras? Desde su habitación del Hotel Londres en la calle Alfonso XII (en aquel momento todavía calle “14 de abril”) el pintor observa con inmenso interés y extrañeza lo que ocurre en las calles. Las escenas en el centro de Sevilla son a un tiempo fascinantes, crueles y grotescas. Le vienen a la mente Los desastres de la guerra, la serie de grabados de Francisco de Goya. Como si sintiera que el destino del mundo dependiese de su trabajo, o como si pensara que sus imágenes podrían ser el último testimonio de la barbarie, Jovinge dibuja frenéticamente todo lo que ve. También anota en su cuaderno cada detalle de lo que sucede o de lo que apenas comienza a entender sobre lo que está sucediendo. En algún momento parece intuir que también él corre peligro. La última hoja de su diario contiene un mensaje enigmático, casi encriptado. Piensa que alguien le vigila. Hacia últimas horas de la noche, bajo la fecha del 18 de julio, apunta: “El delator presente de nuevo. ¿Se interesa él por mí? Parece ser evidente”.

En los días siguientes, volverá a salir a la calle para captar con sus lápices el fresco del horror que puede verse junto a su hotel. Sabiéndose amenazado, procura tomar precauciones, pero ya es demasiado tarde. El pintor sueco aparecerá asesinado por la herida de una navaja de barbero el día 20 de julio. Su cadáver jamás llegará a recuperarse. En esto su caso no será ni mucho menos una excepción. Torsten Jovinge no es el único muerto esos días. “No hay duda —cuenta el historiador Francisco Espinosa— de que Jovinge fue uno de los 126 cadáveres ingresados en Fosa Común entre el 21 y el 23 de julio de 1936”.

Pensemos por un momento en este número. 126 cadáveres. Solo en Sevilla. Solo en dos días. La Guerra Civil acababa de empezar.

II. LA VOZ DE QUEIPO 

Es tiempo de pasar al segundo personaje. Es, en realidad, el verdadero protagonista de esta historia. Gonzalo Queipo de Llano era alto, más de lo común en la época. Eso le llevaba a destacar en las fotografías al lado del cardenal Segura o del propio Francisco Franco. Había nacido un 5 de febrero de 1875 en Tordesillas (Valladolid). Hijo de un juez municipal, pasó la adolescencia en un seminario. Muy pronto, sin embargo, se decidió a entrar en el Ejército. Este militar africanista había combatido desde muy joven. Había luchado en la Guerra de Cuba y en el Rif. De algún modo, siempre perduró en él una mentalidad del siglo XIX, la misma que le llevaba a practicar a menudo la esgrima. Pensaba que, llegado el momento, su vida quizás podía acabar decidiéndose en un combate de sable.

También heredaría de los hábitos militares de la Restauración una inclinación natural por las intrigas. Había tomado parte en todas las conspiraciones armadas de las primeras décadas del siglo. Había apoyado la dictadura de Primo de Rivera en el 23 para después volverse en contra de la monarquía. Desde el exilio en Portugal conspiró junto a los republicanos para deponer a Alfonso XIII. Agradeciendo sus servicios, la República le nombró Capitán General de Madrid. Emparentado con el presidente Alcalá Zamora, puso en marcha las reformas militares de Azaña. Pero a partir de febrero de 1936 volvió a cambiar de bando. En nombre de la República se alzó contra el Gobierno de la República. Siempre había tenido un talento innato para adelantarse a los acontecimientos y moverse en la dirección por la que soplaba el viento. En rigor, jamás tuvo otra ideología más allá de sí mismo (le movía un insaciable deseo de poder, lo que le llevó inevitablemente a chocar con Franco). Incómodo y aborrecido hasta por sus propios hombres, acabó actuando con una independencia casi completa. Durante la guerra, hizo de Andalucía un feudo sujeto exclusivamente a su voluntad.

Se le conoció como el general de las ondas, y durante el verano de 1936 fue, sin duda, la gran estrella de la propaganda radiofónica. Una de sus primeras medidas, nada más tomar el control de la ciudad, fue ocupar las emisoras de Unión Radio Sevilla. Al fallar el golpe en Madrid, Barcelona y Valencia, Queipo gozó del mejor altavoz con el que podría soñar: la emisora de mayor potencia en manos de los sublevados. Cada noche, por unos quince o veinte minutos, la voz de Queipo se escuchaba en todas las partes de España donde había triunfado el golpe.

Solemos perder de vista la importancia de la radio en la España de los años 30. Hemos de imaginar no solo un mundo donde no existía la televisión, sino también una España donde el analfabetismo superaba el 50% de la población en buena parte del territorio. En el desconcierto de los primeros días del levantamiento, las ondas eran la única forma de llegar a todas las capas de la población. Su uso permitía tanto manipular como desmoralizar al adversario. Entre aquellos meses, el carácter excepcional de las carnicerías causadas por el avance del ejército franquista en Andalucía y Extremadura no solo tuvo que ver con su escala o su brutalidad, sino con su modernidad. Fueron crímenes radiados y comentados casi en directo por su mismo ejecutor.

Sus charlas nocturnas se hicieron conocidas a ambos lados del frente. Su voz (bronca, carrasposa, la voz de una garganta castigada por una enfermedad del hígado) marcó el tono de los primeros meses de la contienda. Dicen quienes lo conocieron que “el virrey de Andalucía” soltaba en sus charlas lo primero que se le venía a la cabeza. Al sentarse delante del micrófono apenas llevaba un esquema con las noticias militares del día, pero a menudo improvisaba. Queipo además fue un precursor: inauguró un estilo de locución muy característico (siempre hiperbólico, ocasionalmente estrambótico, con frecuencia soez) que por causas inverosímiles todavía sobrevive entre algunos distinguidos presentadores de la radio española. Un estilo de matón de patio de colegio, que acompañaba la brutalidad de sus bandos de guerra con chistes soeces sobre “el grasiento” (por Indalecio Prieto), “el verrugas” o “doña Manolita” (por Manuel Azaña, a quien acusaba de afeminado) o “Largo Canallero” (por Francisco Largo Caballero).

En enero de 1986 el historiador irlandés Ian Gibson publicó por primera vez la totalidad de las charlas en su libro Queipo de Llano. Sevilla, verano de 1936. Gibson reúne aquí todas las conferencias pronunciadas entre los meses de julio y agosto. Estas son algunos de sus primeras locuciones, emitidas a los pocos días de tomar el control de la ciudad, y en las que el general llama por primera vez a la necesidad de que los enemigos de España fueran cazados como animales:

Jueves, 23 de julio de 1936, hacia las diez y media de la noche. Advertencia a los obreros. Obreros de Sevilla: conozco perfectamente vuestro estado de ánimo, y veo que tenéis deseos de trabajar, pero que algunos no osáis hacerlo –aunque ya están cubiertos la mayor parte de los servicios– por miedo a esos comités de barrio que os amenazan con pistolas. Yo os autorizo, bajo mi responsabilidad, a matar como un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción sobre vosotros, que si lo hiciereis, quedaréis exentos de toda responsabilidad.

Viernes, 24 de julio de 1936, por la tarde. Sépanlo todos: todos aquellos que cometan un sabotaje en las traídas de agua o en los cables de conducción de energía eléctrica, serán fusilados inexorablemente. Hacia las diez de la noche. (Voz muy ronca) Hay en Sevilla unos seres afeminados que todo lo dudan, incluso que en Sevilla está asegurada la tranquilidad, y no creen que todos los servicios están normalizados. Circulan los tranvías, están abiertos los establecimientos y la tranquilidad es completa. Esos seres se empeñan en propalar noticias falsas. Hoy, una interrupción o avería de Radio Córdoba les ha servido para propalar nuevas especies terroríficas. ¿Qué haré? Pues imponer un durísimo castigo para acallar a esos idiotas congéneres de Azaña. Por eso faculto a todos los ciudadanos a que cuando se tropiecen a uno de esos sujetos lo callen de un tiro. O me lo traigan a mí, que yo se lo pegaré. Y por hoy, nada más.

Sábado, 25 de julio. Vecinos de Utrera: me importa muy poco que construyáis barricadas; yo os juro por mi palabra de honor y de caballero que por cada víctima que hagáis, he de hacer lo menos diez. No os llaméis a engaño y tengáis que deplorar aquello que podéis evitar.

Domingo, 26 de julio. Hacia las tres de la tarde. Un aviso a los pueblos de la provincia. Quiero, una vez más, recomendar a los pueblos que recapaciten, por su propia conveniencia. Que no vayan a cometer actos de locura o salvajismo, como han hecho algunos y amenazan hacer otros; porque yo sigo imponiendo inexorables castigos, y no dudaré en llegar al máximo rigor […] Y permítaseme, de paso, preguntarme cómo es posible que haya todavía radioyentes sevillanos que, teniendo noticias fidedignas de lo que está pasando, no cierren aún sus aparatos a las noticias de la radio de Madrid.

Las bromas sobre “los hombres afeminados” eran una constante. Tampoco era extraño escucharle promover la violación de las mujeres que apoyaban al bando republicano. Los abusos sexuales formaban parte de la estrategia de guerra de los fascistas. Al conocerse los primeros casos de violaciones cometidas por falangistas y los regulares del ejército de África, Queipo aplaudió este supuesto ejemplo de hombría:

Nuestros valientes legionarios y regulares han enseñado a los cobardes de los rojos lo que significa ser hombre. Y, de paso, también a las mujeres. Después de todo, estas comunistas y anarquistas se lo merecen, ¿no han estado jugando al amor libre? Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricas. No se van a librar por mucho que forcejeen y pataleen.

Según describe Ian Gibson en su biografía, a Queipo de Llano “le gustaba hacer malévolas alusiones a las mujeres de los ‘rojos’, las cuales, decía, ‘olían mal’, por su condición de obreras”. Tampoco le podía importar que las mismas fueran violadas por las tropas marroquíes traídas por Franco a la península. “De hecho, el virrey de Andalucía utilizó hábilmente el temor a los moros latente en el subconsciente del pueblo español y que había sido avivado por la represión de los mineros asturianos en 1934”. No era, ni mucho menos, un temor infundado. Lo demuestran unas palabras pronunciadas en la charla radiofónica del 29 de agosto de 1936. Este día, el virrey parecía estar especialmente de buen humor delante del micrófono:

Sé que los nuestros han cogido una cantidad enorme de municiones de infantería y artillería; diez cañones y un número fabuloso de fusiles y material de guerra de todas clases, así como innumerables prisioneros… y prisioneras. ¡Qué contentos van a ponerse los regulares y qué envidiosa la Pasionaria!       

Se divertía mucho Queipo de Llano. En sus mensajes más desenfrenados era capaz de hacer bromas para hablar de un baño de sangre o episodios de violaciones masivas. A menudo me he preguntado si el pintor sueco Torsten Jovinge llegó a escuchar su voz en la noche del 18 de julio. También me he preguntado qué sentían los oyentes, los amenazados y las víctimas al escuchar esas carcajadas, cómo reaccionaban al entrever el negro e inmutable abismo de terror que asomaba detrás de sus chistes.

III. LA JUSTICIA DE QUEIPO

Una guerra de esta naturaleza ha de acabar por el dominio de uno de los dos bandos y por el exterminio absoluto y total del vencido. A mí me han matado a un hermano, pero me lo van a pagar  […] ¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el extermino de los enemigos de España […] Hay que sembrar el terror…  hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros.

Quien habla así no es Queipo. Es el general Emilio Mola, “el director”, el cerebro del golpe de Estado de 1936. Sus palabras están recogidas en el libro de su secretario, José María Iribarren, publicado en 1937. El movimiento, según ordenaba Mola en una Instrucción confidencial escrita dos meses antes del golpe, habría de ser “simultáneo en todas las guarniciones comprometidas, y de gran violencia”. Las órdenes del “director” no dejaban lugar a dudas o a diversas interpretaciones:

Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o de huelgas.

La estrategia, en realidad, no era nueva. Se trataba de aplicar en la península las prácticas seguidas por los soldados africanistas con las tribus indígenas del Rif. Mola sabía bien que el compromiso del Ejército con el golpe no iba a ser ni mucho menos unánime, algo que se comprobaría enseguida (de hecho, de no haber sido así, jamás se habría producido una guerra). Por eso las primeras horas de insurrección debían dejar clara la determinación irrefrenable de los militares insurrectos. Una vez en marcha, el alzamiento no tendría vuelta atrás. Eso explica, por ejemplo, que la noche del 17 a 18 de julio los rebeldes pasaran por las armas a 225 personas en el Marruecos español, entre ellos buena parte de quienes esa misma mañana habían sido sus compañeros de cuartel.

Francisco Franco no asumió el mando como jefe supremo de los sublevados hasta el mes de octubre, después de las muertes, ambas en accidente de aviación, de Emilio Mola y José Sanjurjo. El ungido como Caudillo de España compartía, punto por punto, los principios del director, y así se lo hizo saber en una entrevista al periodista norteamericano Jay Allen al declarar que estaba dispuesto a salvar a España, “cueste lo que cueste”. Ante la pregunta de Allen sobre si sus palabras implicaban tener que matar a media España, Franco respondió: “Repito, cueste lo que cueste”.

En julio de 1936, Gonzalo Queipo de Llano era todavía un militar del que el Gobierno republicano nunca hubiera sospechado. Como recuerda Ian Gibson: “Éste había sido un niño mimado de la República, a cuyo advenimiento había contribuido en no poca medida”. Pero precisamente por ese motivo, los organizadores del golpe decidieron darle un puesto clave para permitir el avance de las tropas llegadas de África: Sevilla. La Guerra, asimismo, supuso para “el virrey” la posibilidad de redimirse por medio de la crueldad de su luna de miel con los políticos republicanos. Para disipar cualquier duda no dudó en convertirse en una de las más acabadas personificaciones del mal, o, para no mitificar en exceso su figura, de los niveles de vileza que puede alcanzar el ser humano en las circunstancias oportunas. 

Curiosamente (o quizás no tanto), algunos de los retratos más crudos y descarnados sobre la actuación de Queipo como capitán general de la Segunda Región militar no proceden de periodistas extranjeros o de la propaganda republicana. Los firman antiguos oficiales o subalternos arrepentidos del virrey de Andalucía.  Esto es lo que leemos, por ejemplo, en los recuerdos del falangista y alférez de regulares Fernando Zamacola: “Y al llegar a un punto de la playa, me encontré al general de división Queipo de Llano, que había visto a un grupo de prisioneros que había allí. Preguntó quiénes eran, y cuando le dijimos que eran carabineros, mandó que los fusiláramos, cosa que inmediatamente se hizo...”.

Otro ejemplo. En 1938 se publicó el libro Un año con Queipo de Llano. Memorias de un nacionalista. Su autor, Antonio Bahamonde y Sánchez de Castro, trabajó como Delegado de Propaganda del general a lo largo de los primeros dieciocho primeros meses de Guerra. “Destaco —escribe al comienzo de su texto— que soy uno de los españoles que en las actuales circunstancias ha estado más veces en todas, absolutamente todas, las capitales y pueblos del territorio de la Segunda División en poder de los nacionales, entrando en la mayoría de ellos detrás de las tropas libertadoras”.

Antonio Bahamonde no simpatizaba con la República. Era un conservador moderado, católico y pacífico. No había militado en ningún partido político y recibió con beneplácito el levantamiento del Ejército. Pensó, como otros muchos pensaron entonces, que solamente los militares podrían poner fin al clima de incertidumbre en el que desde hacía tiempo parecía instalado el país. Muy pronto, no obstante, se dio cuenta de su error. Las imágenes que presenció Bahamonde en los pueblos de Andalucía le llevaron a escapar primero a la zona republicana, y desde allí, al exilio. Una vez en América, publicó su libro en dos ediciones sucesivas, en Barcelona y Buenos Aires. Se trata de una de las obras fundamentales para entender la dimensión de la brutalidad en los territorios controlados por Queipo de Llano en Andalucía y Extremadura.

El libro de Bahamonde se convirtió, durante la guerra, en un documento empleado por la propaganda republicana. La dictadura hizo de Un año con Queipo de Llano un libro prohibido, y la transición se encargó de convertirlo en un libro olvidado. En 2005 la editorial sevillana Espuela de Plata, con Renacimiento, lanzó una nueva edición. Las páginas de Bahamonde no entran en la categoría de historia o de crónica periodística. En sus páginas abundan tanto los juicios de valor como el tono grandilocuente de la época. Por el material que presenta, por la precisión en la descripción y por la cantidad de detalles, el testimonio de Bahamonde posee todavía hoy el acento de la verdad. El autor no escribe de oídas, sino que nos sitúa frente a una ventana desde la que se ve desde un lugar privilegiado los espantos que siguieron al golpe militar. Así se narran, por ejemplo, los primeros días de guerra:

“En las calles se veían gran número de cadáveres sin que nadie se preocupara de retirarlos. En las estrechas, tenían que amontonarlos contra las paredes de las casas para que pudieran pasar los automóviles que, provistos de ametralladoras, circulaban por toda la ciudad. Sus ocupantes iban con pañuelos blancos atados al brazo izquierdo; otros los llevaban en el cañón del fusil. Esto tenía por objeto distinguirse entre ellos. Sevilla en pocos días fue dominada totalmente.”

En otro momento, el ex delegado de Propaganda narra el fusilamiento que provoca su decisión de huir del bando sublevado:

“No sé explicar la sensación que experimenté. Me parecía algo así como un sueño. Oía gritos de ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva la libertad!, mezclados con las relativas descargas. Yo no me daba exacta cuenta de la realidad. No sabía si era una pesadilla o si es que estaba muerto. Desde el coche no veía más que los cipreses y las cruces que coronan los pantanos. El teniente Povil llegó al coche.

—Vamos, Bahamonde, ¿qué le pasa? Tiene usted muy poco ánimo.

Salí del coche. El conductor, sentado en el estribo, miraba tranquilamente la escena. Me ofreció un cigarrillo, diciéndome:

—No tiene importancia. Si hubieran ganado ellos, usted estaría en las tapias.

Los últimos fusilados cayeron materialmente encima de los primeros. El sufrimiento debió ser cosa que supera a cuanto la imaginación pueda calcular. Los más felices eran los que caían primero. Horroriza pensar el rato que pasarían los que estaban dentro de los caminos oyendo las descargas y los gritos de las primeras víctimas.”

Las descripciones tomadas a pie de calle por Bahamonde, su relato minucioso de los primeros días del golpe, coinciden, en lo esencial, con los estudios más recientes sobre la represión franquista. Las investigaciones han contribuido, por fin, a desmontar varios de los mitos franquistas que rodearon a la figura de Queipo de Llano. Además de asesinos –escribe Paul Preston–, los oficiales sublevados eran mentirosos. “Ocultaban sus crímenes y exageraban sus hazañas.”

Una primera leyenda de la Guerra Civil sostuvo siempre que Queipo de Llano tomó el poder de la capital de Andalucía por una mezcla de suerte y ardor guerrero, apenas con un puñado de hombres. De hecho, en un discurso radiado el 1 de febrero de 1938, el virrey exageró de manera grotesca sus logros, declarando que “siendo sólo catorce o quince, éramos capaces en aquellos momentos de conquistar Sevilla”. En un ejercicio de imaginación, Queipo afirmaba que sus hombres habían hecho frente a diez mil comunistas. La realidad fue muy distinta. Según cuenta Francisco Espinosa en La justicia de Queipo, “Sevilla fue tomada por alrededor de cinco mil ochocientos hombres perfectamente pertrechados, con artillería, intendencia, transmisiones, unidades sanitarias, en una palabra, por la gran mayoría de la guarnición de Sevilla”.

Ni los sublevados fueron pocos ni fueron bien recibidos por la población. Sevilla era entonces una ciudad donde las clases trabajadoras habían apoyado de forma mayoritaria a las organizaciones y partidos de izquierda. En las elecciones de febrero de 1936 el Frente Popular obtuvo 74.105 votos, a gran diferencia de los 43.000 obtenidos por la Coalición de Derechas y a una distancia sideral de los 942 votos que recibió Falange. Para invertir las tornas hizo falta laminar los barrios de resistencia obrera. “El 22 de julio –escribe Paul Preston en El holocausto español–, cuando Queipo lanzó su ataque definitivo sobre La Macarena, se sirvió de la aviación para bombardear y arrasar el barrio”. En los barrios de Gran Plaza, Amate y Ciudad Jardín hubo barricadas, hasta que las fuerzas de Queipo rompieron las barreras y llevaron a cabo la represión. El virrey había prometido que, por cada muerto “nacional”, sus tropas se cobrarían la vida de diez “rojos”. Pero incluso esa estadística hubiera sido preferible a la real. Cuando había muertos de Falange, la desproporción era notablemente más atroz. 

“El 16 de agosto se encontraron en Triana los cuerpos de dos falangistas muertos. En venganza por estas muertes, los rebeldes detuvieron al azar a setenta vecinos de las calles más cercanas y dos días después los fusilaron en el cementerio sin juicio alguno. Cuando el actor Edmundo Barbero llegó a Sevilla el mes de agosto, halló la ciudad (y a muchos de sus habitantes) completamente cubierta de símbolos falangistas. Los barrios de Triana, La Macarena, San Julián y San Marcos estaban cubiertos por los escombros de las casas destruidas en los bombardeos. Barbero se quedó muy impresionado al ver las caras de terror de los vecinos y comprobar que todas las mujeres iban de negro, a pesar de que Queipo había prohibido terminantemente el luto en público y la prohibición se repetía sin cesar a través de la radio y la prensa escrita. Fuera de la ciudad patrullas de falangistas vigilaban los pueblos para asegurarse de que nadie llevaba emblemas de luto y de que los lamentos de dolor no pudieran oírse”.

Existen varias maneras de referirse a lo que ocurrió al pueblo judío en Alemania y en Europa durante la Segunda Guerra Mundial: Holocausto, Shoa, Genocidio. Todavía hoy nos seguimos refiriendo a lo ocurrido en España entre los años 1936-1939 como Guerra Civil. Para hablar de lo ocurrido en lugares como Andalucía o Extremadura quizá fuese más revelador usar otros nombres. Según Preston, “difícilmente se puede hablar de guerra civil cuando los rebeldes militares, bien armados, experimentados, con apoyo logístico de todo tipo y fuerzas aéreas, lucharon contra civiles”.

La violencia iba precedida de un ordenamiento jurídico que daba cobertura a los crímenes. Conforme al bando de guerra difundido por Queipo de Llano el 18 de julio, se decretaba con contundencia el fusilamiento de todo el que se opusiera a la sublevación. De este modo, los ejecutores podían alegar con ligereza que se habían limitado a cumplir las instrucciones.

“El golpe militar arrasó los derechos civiles, desaparecidos en el mismo momento en que los sublevados se lanzaron a las calles”, relata Francisco Espinosa. “Y a la vez que desaparecía el derecho humanista y sus viejos principios, incluso el derecho militar se deshumanizó para adaptarse a la realidad.” No en vano, en otra de sus sonadas charlas radiofónicas, Queipo había proclamado que “del diccionario de España tienen que desaparecer las palabras perdón y amnistía”.

La retórica del Estado nacido el 18 de julio hablaba de la necesidad de “desinfectar” el solar español. Todo ello formaba de algún modo parte de esa terminología eugenésica, tan apreciada por los fascismos europeos, que los ideólogos de Falange exaltaban como una suerte de catarsis necesaria para hacer retroceder el reloj de la historia a una fecha anterior a 1931. En rigor, el exterminio del rival político actuó como una forma de darwinismo social militarizado, con el objetivo más o menos explícito de restablecer en el poder en manos del sector reaccionario, formado por la burguesía, los terratenientes, la Iglesia católica y el Ejército.

Todo ello supo verlo ya en 1938 Antonio Bahamonde. Una vez asegurado el éxito de Queipo de Llano en la capital de Andalucía, se inició el avance de los sublevados por los pueblos. En todos ellos se repetía un mismo patrón. Columnas armadas salían cada mañana desde Sevilla para regresar por la noche con camiones cargados de prisioneros atados con cuerdas. “En las ciudades el dolor, en cierto modo, se diluye. No se percibe en toda su intensidad. Para conocer en sus justos términos la matanza feroz cometida en Andalucía, hay que visitar los pueblos […] Si en las capitales la represión ha sido tremenda, en los pueblos ha sido algo trágico, con facetas horribles, de imposible descripción. En España no habrá paz ni alegría en tres generaciones.” La represión, según observa Bahamonde, seguía en todos los casos un mismo orden:

“Los ejecutores van a buscar a un deudo; al no encontrarlo, se llevan a otro, que no buscaban ni sabían que existiera, fusilándolo en vez del fugitivo. Si aparece éste corre la misma suerte. Los familiares ya son autómatas, sin moral, sin voluntad para oponerse a la oleada de sangre que todo lo invade. Están dominados por el terror, que es la más poderosa arma nacionalista. No ha sido un desbordamiento de Falange o de militares exaltados lo que ha ocasionado tanto crimen, no; no ha sido eso. Ha sido el crimen organizado desde el poder. Ha sido Queipo, el que todas las noches, por la radio, amenazaba con arrasar pueblos enteros”.

IV. LA VIOLACIÓN COMO ARMA DE GUERRA

¿Qué opinaba Franco sobre Queipo de Llano? Una incógnita hasta ahora no resuelta del todo por la historiografía española consiste en saber qué opinaban realmente sus compañeros de armas de las palabras que el estrafalario virrey lanzaba cada noche por las ondas. ¿En qué medida Queipo iba por libre? Sabemos, de hecho, que algunos de sus discursos fueron censurados. La mayor parte de sus discursos nos llegan a través de los comunicados que ofrecía al día siguiente la prensa escrita, y la comparación de ambas fuentes, cuando es posible, sugiere que los editores de los periódicos no se atrevían a reproducir literalmente muchas de las expresiones malsonantes, tacos, insultos y bravuconadas que el general soltaba cada noche. Ramón Serrano Suñer, ‘cuñadísimo’ de Franco, uno de los más perspicaces propagandistas del régimen y con diferencia el más afín de todos a la Alemania nazi, fue el primero en advertir con preocupación el riesgo de que los excesos de Queipo de Llano, un hombre que a menudo alentaba al asesinato y la violación, pudieran dañar la imagen del alzamiento en el extranjero.

Queipo de Lllano (cuarto por la izquierda), reunido con altos mandos nazis y del régimen franquista en Berlín. 1939. 

 

Queipo de Lllano (cuarto por la izquierda), reunido con altos mandos nazis y del régimen franquista en Berlín. 1939. 

Con todo, lo peor no eran las palabras de Queipo. Sus amenazas, por brutales que fuesen, terminaban por cumplirse. La intención de la censura, en opinión de Paul Preston, “podía ser la de limitar la conciencia pública de la incitación al abuso sexual de las mujeres de la izquierda”. Sin embargo, los sucesos ocurridos en Fuentes de Andalucía, un pequeño pueblo situado a 60 kilómetros de Sevilla, ilustran hasta qué punto las tropas rebeldes consideraban legítimos tales abusos:

“La población se rindió sin resistencia el 19 de julio a los guardias civiles llegados de Écija, La Luisiana y Lantejuela, que ya habían caído el día anterior. Con ayuda de los falangistas y otros miembros de la derecha, se constituyó una Guardia Cívica para arrestar a los izquierdistas del pueblo. Se saquearon las viviendas de los detenidos, de donde los falangistas recién convertidos se llevaban las máquinas de coser para sus madres y sus novias. El 25 de julio fusilaron al alcalde y a tres concejales comunistas, y con ello comenzó la matanza. En el caso de una familia, apellidada los Medrano, detuvieron a los padres y mataron a los tres hijos: José, de veinte años, Mercedes, de dieciocho y Manuel de dieciséis; a continuación, quemaron la choza familiar y dejaron abandonado a su suerte al hijo menor, Juan, de ocho años. Cargaron un camión de prisioneras y las trasladaron a una finca conocida como El Aguaucho. Entre las prisioneras había cuatro muchachas de edades comprendidas entre catorce y dieciocho años. Obligaron a las mujeres a servir la comida a sus captores antes de violarlas, fusilarlas y arrojar sus cadáveres a un pozo. A su regreso a Fuentes de Andalucía, la Guardia Cívica desfiló por el pueblo blandiendo sus fusiles decorados con la ropa interior de las mujeres asesinadas”.

El proceso de investigación de estos casos no es, todavía hoy, una tarea fácil. Así lo describe Francisco Espinosa: “Bucear en los expedientes de la Auditoría supone un auténtica bajada a los infiernos, al reino del terror implantado por los sublevados a partir del 18 de julio”. En esa bajada a los abismos, detrás de cada fondo se esconde un fondo todavía más profundo. Detrás de cada asesino era posible encontrar un asesino mayor. Detrás de Queipo de Llano es posible toparse con un individuo carente de moral: el capitán de Infantería Manuel Díaz Criado, militar africanista para quien la guerra supuso la oportunidad de disfrutar de un uso ilimitado del poder, y de aprovechar todos los beneficios, sociales, económicos, sexuales, que su nueva situación le permitía.

La historia sigue de este modo. El 25 de julio de 1936, una vez aplastada la resistencia en los barrios sevillanos, Queipo de Llano elige a Díaz Criado como delegado en el Cuerpo de Investigación y Vigilancia, un cargo de carácter represivo cuya denominación sería Delegado Militar Gubernativo para Andalucía y Extremadura. En el historial de Díaz Criado figuraban los años de servicio bajo el mando de Millán Astray en la década de 1920. También figuraba un intento de asesinato contra Manuel Azaña. El actor Edmundo Barbero, que se encontraba en 1936 rodando en Córdoba la película El genio alegre, lo describió con pocas palabras: “borracho” y “cruel”.

Como encargado de la represión, Queipo entregó a Díaz Criado poderes absolutos. Su mano derecha sería el encargado de la supervisión de las torturas y los interrogatorios de los prisioneros. De acuerdo con el libro de Paul Preston, “quienes tuvieron ocasión de observarlo de cerca, compartían la opinión de que era un canalla y un degenerado que se servía de su posición para saciar su sed de sangre, enriquecerse y satisfacer su apetito sexual”. Para este capitán de Infantería, el sexo con las mujeres de los detenidos formaba parte del botín de guerra, y a menudo era una condición indispensable si éstas querían salvar las vidas de los prisioneros.

En Un año con Queipo. Memorias de un nacionalista, Antonio Bahamonde ofrece una descripción bastante gráfica de la atmósfera, a medias macabra y a medias obscena, que se respiraba en las dependencias del lugarteniente del virrey:

“Díaz Criado no iba al despacho hasta las cuatro de la tarde, y esto raras veces. Su hora habitual eran las seis. En una hora, y a veces en menos tiempo, despachaba los expedientes; firmaba las sentencias de muerte –unas sesenta diarias– sin tomar declaración a los detenidos la mayoría de las veces. Para acallar su conciencia, o por lo que fuere, estaba siempre borracho. Era el cliente habitual de los establecimientos nocturnos. En Las Siete Puertas y en la Sacristía, se le veía rodeado de amigos aduladores, cantaores y bailaoras y mujeres tristes, en trance de parecer alegres. No admitía visitas; sólo las mujeres jóvenes eran recibidas en su despacho. Sé de casos de mujeres que salvaron a sus deudos sometiéndose a sus exigencias”.

La frivolidad con que operaba Díaz Criado (quien, a veces, después de pasar la noche bebiendo, se llevaba a sus amigos de fiesta y a las prostitutas que les acompañaban a presenciar los fusilamientos de primera hora del día) terminó inevitablemente por causar problemas. Aun así, Queipo toleró los excesos de Díaz Criado y no admitía ninguna queja contra él,  hasta que, a mediados de noviembre de 1936, el propio Franco se vio en la obligación de insistir en que debían destituirlo. La decisión provocó un nuevo encontronazo (otro más) entre el caudillo y el virrey.

Podría pensarse que la destitución de Díaz Criado pudo otorgar un respiro a los detenidos.  Pero una vez más, no ocurrió así.

“Una vez relegado del cargo, su sustitución por el comandante de la Guardia Civil Santiago Garrigós Bernabeu no aportó demasiado alivio a la aterrorizada población. En realidad, resultó fatal para quienes habían salvado la vida gracias a la sumisión sexual por parte de esposas, hermanas o hijas ante los caprichos eróticos de Manuel Díaz Criado. Los casos volvieron a revisarse, ‘y como era inmoral el procedimiento seguido, se fusiló a quienes antes se habían liberado’”.

V. LA DESTRUCCIÓN DEL PASADO

 “Los caballos negros son / Las herraduras son negras. / Sobre las capas relucen / manchas de tinta y de cera. / Tienen, por eso no lloran / de plomo las calaveras.” Así comenzaba Federico García Lorca su “Romance a la Guardia Civil”. De todos los asesinatos cometidos bajo el mando de Queipo de Llano, el final trágico del poeta ha terminado por convertirse en uno de los grandes símbolos de la represión. Posiblemente sea el muerto más conocido de la guerra y la búsqueda de su fosa la que más interés ha despertado fuera de España.

El interés exclusivo por Lorca puede, sin embargo, sumergir en el olvido otros episodios tal vez menos simbólicos, pero en modo alguno menos terribles. En términos absolutos, la más trágica de todas las masacres tuvo lugar el 8 de febrero de 1937 en la carretera Málaga-Almería, cuando, tras la entrada en Málaga de las tropas franquistas, las filas de refugiados que huían de la ciudad fueron bombardeadas tanto por la aviación como por los buques Canarias, Baleares y Almirante Cervera. Más tarde conocida como “la desbandada” (o ‘la desbandá’), el ataque coordinado por tierra, mar y aire supuso la muerte de entre 4.500 y 6.500 civiles desarmados. Hasta donde alcanzaba la vista, el suelo quedó cubierto por una alfombra de cadáveres.

En La justicia de Queipo, Francisco Espinosa investiga, provincia por provincia, a través de más de un centenar de expedientes extraordinariamente reveladores, la historia de hombres y mujeres que sufrieron a manos del virrey de Andalucía y sus secuaces. Y sin embargo, el retrato de la represión en las tierras del suroeste, en el ámbito comprendido en la Segunda División militar, solo puede ser incompleto.

La Historia no es el relato de lo que ocurrió, sino el estudio de los restos de lo que ocurrió. La Historia como ciencia no existe sin documentos: expedientes, resoluciones, sentencias, transcripciones, fotografías, charlas grabadas. Los testimonios de la represión franquista no son sólo escasos, sino a veces también arbitrarios. A cada paso, la tarea del historiador se ve boicoteada por la sistemática destrucción de material de archivo.

Acabada la guerra el 1 de abril de 1939, los archivos que documentaban los crímenes, reales o imaginarios, cometidos por los republicanos, se reunieron escrupulosamente y se mantuvieron hasta nuestros días. Con los crímenes franquistas ha ocurrido lo contrario. El pantano del olvido histórico se alimenta entre los años 1965 y 1985 con la destrucción de cientos de miles de documentos. Los responsables de esta eliminación son, en palabras de Francisco Espinosa, los verdaderos “secuestradores del pasado, los amos de la memoria histórica”. Incluso aquellos que impiden el acceso a los archivos actúan como “los gestores del olvido”.

Las fechas no son inocentes. 1965 marca el momento impreciso en que muchos franquistas, y de manera muy particular, los afiliados a Falange, comienzan a intuir lo que hasta entonces parecía impensable: que Franco no es inmortal, que después de la dictadura vendrá otra cosa y que en algún momento los asesinos tal vez tengan que rendir cuentas de sus actos. 1985 es el año en que se aprueba la Ley de Archivos, a través de la cual el gobierno español procura poner en marcha un proceso de protección de datos que quedó a medio camino.

“La Historia –ha escrito Miguel-Anxo Murado– es como la ceniza de un incendio. No es el incendio, ni siquiera un resto del fuego, sino tan solo un vestigio de los efectos del incendio. El viento sopla constantemente, dispersándola.” En este caso, el incendio no dejó restos. Desaparecieron los archivos de la Falange, con sus minuciosos ficheros y legajos repletos de expedientes personales. “También desaparecieron, en caminos que recorrieron los juzgados del país, los documentos judiciales que rodeaban el mundo de la represión –leemos en La justicia de Queipo–, documentos como los expedientes de defunciones, las comunicaciones de sentencia de los Consejos de guerra, las resoluciones de los comités provinciales […] Desaparecieron total o parcialmente los archivos de algunas prisiones provinciales como la de Sevilla y, por tanto, las huellas de miles de vidas y del tiempo en que no había espacio para tanto preso.” 

Algunas de estas pérdidas son ya irreparables. Por mucho que averigüemos sobre ciertas vidas, será mucho más lo que permanezca inaccesible, en una región perdida, como si mirásemos a un pozo sin fondo en el que sólo cada cierto tiempo aparece algún destello. Después de ochenta años, nunca sabremos qué ocurrió la noche del 18 de julio de 1936, en la habitación del hotel Londres de la calle “14 de abril” de Sevilla (hoy nuevamente Alfonso XII), donde el pintor sueco Torsten Jovinge se escondía del hombre que en su diario aparece con el enigmático nombre del “delator”. Nunca sabremos qué vio, a quién dibujó o a quién pudo molestar de tal manera que sus bocetos terminaran por causarle la muerte. Es una historia novelesca, casi de misterio, en medio de unos días pródigos en historias novelescas y de misterio.

Uno de los últimos bocetos del pintor sueco Torsten Jovinge,muerto en extrañas circunstancias en Sevilla en julio del 36.

Uno de los últimos bocetos del pintor sueco Torsten Jovinge,
muerto en extrañas circunstancias en Sevilla en julio del 36.

La historia de Torsten Jovinge puede leerse en Morir en Sevilla, obra del periodista sevillano Nicolás Salas. En su libro, Salas rastrea los orígenes del pintor. Sabemos que nació en Estocolmo el 17 de junio de 1898, que en aquella ciudad cursó estudios de Universidad de arte y literatura entre 1919 y 1921. Entre 1925 y 1927 vive en París y en la Riviera francesa. A su regreso a Suecia, colabora como ilustrador en dos de los periódicos más importantes de su país, el Dagens Nyheter y el Svenska Dagbladet. Vuelve a viajar a finales de 1933, reside en Dinamarca y luego se traslada al Marruecos español. Pero su sueño, según cuenta Salas, será viajar a Sevilla, “la ciudad luminosa, la cuna de Murillo y Velázquez, que aprendió a conocer leyendo a los viajeros románticos y por la que sentía una irresistible atracción, como una llamada inapelable del destino”.

Morir en Sevilla es una novela que se presenta como tal. En sus páginas, por lo tanto, a partir de la llegada a Sevilla, no es posible desentrañar cuánto hay de verdad histórica y cuánto de ficción, muy especialmente si tenemos en cuenta que Nicolás Salas reproduce diálogos que jamás fueron registrados y de los cuales no quedan testigos con vida. En el personaje de Torsten Jovinge los hechos registrados y la imaginación se entrelazan. Lo mismo ocurre con otras fuentes. Muchos datos sobre este pintor sueco proceden, como aclara Francisco Espinosa, “del catálogo de la exposición celebrada en el Ateneo de Sevilla en julio de 1986. El catálogo, de gran interés, como la exposición, tiene ciertos problemas. No resulta fácil diferenciar los textos de Jovinge, unas veces entrecomillados y otras no, de lo añadido para la edición española del catálogo, edición a cargo de Ricardo Comás y Nicolás Salas”.

Desgajado de toda la parte ficticia o literaria, de Torsten Jovinge nos quedan exclusivamente las notas de su diario y sus dibujos. Tanto por lo que pintó como por lo que escribió en esos días es fácil atisbar a una persona crítica y atenta a lo que ocurría. Se dejó envolver por la ciudad del Guadalquivir, donde parecía haber descubierto de manera romántica la quintaesencia del alma española. De acuerdo con la ubicación de su hotel, el pintor se encontraba en una zona privilegiada, en pleno centro de la ciudad. “Asistió a la salida de las fuerzas golpistas —continúa Espinosa—, a los enfrentamientos iniciales entre éstas y la guardia de asalto, fiel a la República, y a la violentísima implantación de la sublevación […] Los impresionantes dibujos que realizó entre el sábado 19 y el lunes 20, ocho bocetos de militares, de fascistas, de detenidos y de fusilados, rezuman violencia.”

El dibujo es fruto de la observación directa. Por el verismo de las figuras es evidente que el pintor salió del hotel y retrató lo que tenía ante sus ojos. Su presencia, con toda seguridad, debió ser incómoda para los militares aplicados a la ingrata tarea de matar. 

Tras conocerse el golpe de Estado, dos días antes de su muerte, Torsten Jovinge escribe la última entrada de su cuaderno. Esta es la traducción al castellano de lo publicado por el diario sueco Dagens Nyheter:        

Día 18. Las nuevas señoras desaparecen del comedor. Durante el almuerzo: movilización de tropas en Marruecos. ¡Ese viaje! [Jovinge tenía intención de regresar a Marruecos.] Sobre las tres, voces estridentes en la calle. Un grupo desordenado de soldados con un gordo e indignado oficial al frente. Gente que mira a la calle. Tiros, soldados en los alrededores de la calle 14 de abril. Todos venían corriendo calle abajo, el cruce de tiros se acerca, la calle desierta. Manos arriba, calle abajo o en las bocacalles. Los soldados pasan con las armas listas mirando para arriba. Los guardias de Asalto con las armas preparadas, son tropas del Gobierno. Una vieja va a la catedral. Otras, acostumbradas e inalterables ante la guerra civil, avanzan por la calle con las manos en alto.

Disparo de cañón. Explosión de granadas. Lluvia de balas. La calle barrida, en el portal, el fuego disminuye.

Se sale a la luz del sol, intercambiando impresiones con la gente que pasa, bromean, ríen. De pronto, una ráfaga contra el portal.

Clientes sin equipaje. El piloso, el hombre vestido de negro y camisa blanquísima (blanco resplandeciente). Los mozos del hotel salen en busca de provisiones con las manos en alto.

Cena silenciosa. De repente, todos corren hacia la puerta. Fuera, iluminados por el farol, gente nueva con gorra militar, guerrera y carabina.

La corbata roja. El delator. Se refuerza la puerta. Gritos afuera. Luego se oye un gran jaleo. Guardias de seguridad (policía), inspección. Noche en el vestíbulo del hotel. Seguridad cena. Otra vez aparece el delator. ¿Se interesa por mí? Casi lo parece.

El soldado alegre con el fusil en la puerta. Los falangistas. La puerta se cierra rápidamente. Guardias de Seguridad cansados beben muchos vasos de vino. Yo un vaso de agua. Buenas noches. Durante la cena y con la visita de Seguridad disparan contra la casa y algunas granadas. Avión sobrevolando las calles, octavillas: España entera en manos del Gobierno. C. Quiroga, Jefe de Gobierno. ¡Viva la Republica!

Resulta revelador que en sus últimos días de vida, y con una guerra a la puerta de su casa, Torsten Jovinge continuara prestando una atención desmedida a los colores, al blanco resplandeciente de una camisa o al rojo intenso de una corbata. Resulta irónico que el último documento que leyese fuera una hoja volante lanzada por el Gobierno de la República, con firma de Casares Quiroga, y donde se asegura que la situación está bajo control. Hasta el momento, esas notas son la última pista directa que tenemos sobre las enigmáticas circunstancias de su muerte. El cuerpo del pintor fue encontrado sin vida el 20 de julio, cuando la limpiadora del hotel Londres, María Bernabé, llamó repetidamente a la puerta del pintor sin obtener respuesta. Enseguida avisó al encargado, que abrió la cerradura. Torsten Jovinge yacía tumbado sobre un charco de sangre.

El arma homicida nunca se encontró. La versión oficial, tal y como aparece en los documentos, fue, a partir de entonces, la de un suicidio. Esto fue al menos lo que hizo saber el instructor del caso a J.G. Siljeström, en aquel momento vicecónsul de Suecia en Sevilla. Las autoridades lo recogen con estas palabras: “D. Torsten Jovinge, de treintaisiete años, de estado soltero, súbdito sueco, fallecido en el Hotel Londres de esta Ciudad, calle 14 de abril, número veinticinco, el día veinte del actuar, a consecuencia de haberse seccionado la yugular”.

El “asunto Jovinge” estuvo cerca de convertirse en un pequeño quebradero de cabeza diplomático entre España y Suecia en los primeros días del alzamiento. Pero todas las posibles pruebas incriminatorias desaparecieron. “El sumario, como tantos otros instruidos en aquel tiempo, constituye un cúmulo de irregularidades”, apunta Espinosa. En medio de un caso tan lleno de incógnitas solo hay una cosa clara: el cadáver desapareció de inmediato. En una carta remitida el 30 de julio por el cónsul sueco,  Cordt Bay, leemos: “a consecuencia de las circunstancias imperantes en ese momento, cuando fue enterrado, es casi imposible indicar el lugar donde yace, pues una gran cantidad de personas que murieron en la lucha callejera, fueron sepultadas simultáneamente. Su subalterno el vicecónsul, ‘nunca vio cadáver alguno y simplemente dio por válida la versión de los sublevados’ ”.

Pero la historia, en realidad, no termina aquí. A comienzos de los años cincuenta, Stella Falkner, viuda de Jovinge, visitó España junto a su segundo marido, Tom Söderberg, para buscar información sobre lo ocurrido en 1936. Intentaron localizar el cuerpo del pintor, pero los mismos españoles les aconsejaron que no continuasen con la búsqueda. Tuvieron que pasar otros cincuenta años hasta que en 1985 la hija del pintor, Marika Jovinge, pudo por fin consultar el expediente de su padre. La familia pudo obtener la información finalmente en 1985. Se mantenía la versión del suicidio. “Como era de esperar”, concluye Espinosa, “entre los documentos entregados no aparecía informe alguno del vicecónsul”.

El caso nunca quedó cerrado. “Transcurridos sesenta y dos años de los hechos, no parece vislumbrarse esperanza alguna de solución”. El secreto de la muerte de Jovinge desapareció junto a su cadáver. Hay cosas que, sencillamente, ya no sabremos.

VI. LA TUMBA DE QUEIPO

Queda, por supuesto, la basílica. Y dentro de la basílica, la tumba. Queipo de Llano falleció a los 76 años el 9 de marzo de 1951. Lo hizo en su finca de la localidad de Camas, en un cortijo que le regaló el Ayuntamiento de Sevilla en 1938. Antes de morir ya había pedido ser enterrado en La Macarena, un templo mucho más reciente de lo que normalmente se piensa, construido sobre las ruinas de los edificios bombardeados durante la guerra, y cuyas obras habían finalizado en el año 49. Como si se tratase del fin de un ser de otro mundo, o como si su fallecimiento despertase fuerzas telúricas, dicen que el día de su muerte se registró un pequeño movimiento sísmico en la ciudad. También dicen que no dejó de llover a lo largo de los días que siguieron. En el Ayuntamiento de Sevilla miles de personas acudieron a la capilla ardiente. Esperaron bajo la lluvia, en largas filas. Cuesta trabajo saber cuánto había de dolor y cuánto de curiosidad entre la multitud de sevillanos que se acercaron. Pero las fotografías no engañan: además de un asesino, Queipo fue un personaje popular.

¿Hasta qué punto lo fue? A menudo los periódicos, en especial la prensa andaluza, usan una fórmula teóricamente neutral: alguien querido entre sus partidarios, amado por sus familiares y odiado por sus enemigos. Aparte de intelectualmente perezoso, este recurso sugiere que, al fin y al cabo, no existen elementos de juicio para valorar su biografía. Los historiadores, en cambio, no suelen ser tan salomónicos ni tan complacientes. Ian Gibson lo considera un individuo con múltiples caras, escurridizo y único. “Una personalidad ambigua, compleja. Brutal y sentimental, según las circunstancias.”  Alguien que siempre afirmó una lealtad inquebrantable a ciertos valores, pero que a lo largo de su trayectoria demostró que, en el fondo, jamás había creído en nada. Así, mientras que en 1933 podía declarar sobre Alfonso XIII que éste “ocupaba un trono indebidamente, un trono usurpado contra la voluntad del pueblo”, en 1950 no pestañeó en escribirle una carta al general Franco para afirmar que, “por tradición familiar y por mi propia manera de pensar, fui siempre, lo soy y moriré siéndolo, fervientemente monárquico”.

Más riguroso –si cabe más severo– es el retrato con el que Francisco Espinosa concluye su libro sobre el virrey: “Pocos militares como Queipo aúnan tan perfectamente al militar conspirador e intrigante hijo de la Restauración y al otro militar, experimentado en las salvajes guerras coloniales y capaz de lanzarse sin titubeos a la mayor matanza de nuestra historia contemporánea”. Y añade: “Contra la imagen existente de Queipo, los documentos nos muestran a un individuo ambicioso, torpe y centrado especialmente y de manera implacable en la eliminación de todo lo que estuviese asociado a la República que tan magníficamente lo trató”. “Como otros, Queipo compensó sus veleidades republicanas mostrando una ferocidad sin parangón y rodeándose de matarifes.” El escritor inglés Gerald Brenan, quien en 1936 pudo escuchar espantado sus charlas desde Málaga, lo definió en tres palabras: “un sádico nato”.

Hasta el día de hoy, el virrey de Andalucía sigue enterrado en la basílica de La Macarena. Su tumba constituye, con toda seguridad, el más flagrante de los vestigios franquistas en Sevilla. Ni el Arzobispado ni la Hermandad de la Macarena han mostrado mucho interés en retirar sus restos, si bien se ha modificado más de una vez el texto de su lápida. Inicialmente rezaba: “Aquí reposa en la paz del señor el excelentísimo señor Teniente General D. Gonzalo Queipo de Llano”. Años después, tras la aprobación de la ley de Memoria Histórica, se decidió modificar la inscripción. Ahora solo destaca su relación con la cofradía: “Hermano mayor honorario”.

Todavía es un cadáver incómodo. La última legislación aprobada por el parlamento andaluz insta a retirar los elementos contrarios a la memoria democrática, incluso si se encuentran en edificios privados, si éstos son de uso público. En este caso no parece fácil. En 2016 el pleno municipal del Ayuntamiento, gobernado por el PSOE, y presionado por Izquierda Unida y Participa Sevilla, aprobó una moción para retirar la tumba. El Partido Popular votó en contra. Ciudadanos (enorme sorpresa) se abstuvo.  

La resolución no ha tenido hasta el momento efecto alguno. A pesar de las protestas de colectivos de Memoria Histórica que piden la exhumación inmediata, ni la Junta de Andalucía ni el Ayuntamiento de la capital se sienten con fuerzas o ganas para enfrentarse contra el Arzobispado y, menos aún, contra la cofradía con mayor número de hermanos en Sevilla, casi un  poder en sí mismo dentro de la capital andaluza. Para Francisco Espinosa, el problema no consiste en que Queipo de Llano esté enterrado en una iglesia, “porque la Iglesia española formó parte del franquismo y sigue teniendo tintes franquistas”, sino que se haya olvidado quién fue y lo que significó su reinado.

Quizás, de algún modo, el mayor problema sea ése. Tal vez el error consista en que hoy bajo el nombre de Queipo de Llano únicamente se lean las palabras “Hermano mayor”. Esta es, según la Hermandad, la razón principal para no retirar la tumba. De acuerdo con el código de pensamiento mágico y casi sagrado que predomina entre ciertas cofradías, ese título de resonancias místicas pesa más que cualquier crimen y cualquier otra cosa que hiciera en vida Queipo de Llano.

Desde hace algunos años, cada vez que paso por el barrio de La Macarena y tengo ocasión de entrar en la basílica intento fijarme en la tumba, como si en su interior se escondiera la respuesta de alguna última incógnita no resuelta sobre la Guerra Civil, o como si pasar mucho tiempo delante de ella ofreciera alguna clave sobre el personaje de Queipo o la ciudad en la que vivo que nadie hubiera visto antes. Pero mentiría si dijera que alguien más se fija en ella o que llama especialmente la atención. Hoy pocos sevillanos se acuerdan del virrey, y ni los aficionados a la Semana Santa ni los turistas que visitan la famosa Virgen reparan en que allí está enterrado Queipo de Llano.

Sólo una vez he visto a un grupo de visitantes ingleses –o tal vez fueran norteamericanos– asomarse a la lápida y leer la inscripción. “He was the big brother”, escuché, casi sin darme cuenta, a mis espaldas. Lo primero que hice fue reírme por la traducción. Nunca lo había pensado así. Pero de repente, tras unos instantes, pensé que tal vez por fin alguien lo había entendido. Más que un virrey, desde aquí en Sevilla, con su micrófono de Unión Radio, para sus miles de víctimas en Andalucía y Extremadura, Queipo acabó siendo el Gran Hermano.

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Para saber más:

Antonio BAHAMONDE, Un año con Queipo. Memorias de un nacionalista, Sevilla, Espuela de Plata-Renacimiento, 2005.

Ian GIBSON, (1986), Queipo de Llano. Sevilla, verano de 1936. (Con las charlas radiofónicas completas), Barcelona, Grijalbo, 1986.

Francisco ESPINOSA, La Justicia de Queipo. Violencia selectiva y terror fascista en la II División en 1936: Sevilla, Huelva, Cádiz, Córdoba, Málaga y Badajoz, Barcelona, Crítica, 2006.

Paul PRESTON, “El terror de Queipo”, en El holocausto español. Odio y exterminio en la guerra civil y después, Barcelona, Debate, 2010.

Nicolás SALAS, Morir en Sevilla, Barcelona, Planeta, 1986.

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Miguel de Lucas es profesor y Doctor en Literatura española e hispanoamericana. 

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Fuente: CTXT