11 de febrero de 1873: Un ejemplo y una lección PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - I República
Escrito por Arturo del Villar / UCR   
Domingo, 12 de Febrero de 2012 04:26

 Estanislao FiguerasEL 11 de febrero de 1873, a la una y media del mediodía, se recibió en el Congreso de los Diputados la carta en la que Amadeo I abdicaba de la Corona de España, "haciendo de ella renuncia por mí, por mis hijos y sucesores". Había tomado esa decisión después de repetir una vez más lo que decía desde que pisó suelo hispano: "Estamos en una casa de locos"[1]. El día anterior ya había anunciado su intención de abdicar al Consejo de Ministros, presidido por Manuel Ruiz Zorrilla, quien advirtió al Congreso de esa posibilidad. El presidente del Congreso, Nicolás María Rivero, propuso designar una comisión de 50 diputados que se mantuviera en sesión permanente, aunque sin deliberar, en espera de acontecimientos, y así quedó aprobado, aunque no sirvió para nada.

 

   La carta de abdicación mostraba el hartazgo del rey no aceptado ni por el pueblo, que era mayoritariamente indiferente a la monarquía, ni por la nobleza, que se mantenía borbónica. Su único valedor, el general Prim, había sufrido un misterioso atentado mortal el 27 de diciembre de 1870, tres días antes de pisar suelo español el rey electo, por lo que su primer acto oficial en Madrid tuvo que ser visitar la capilla ardiente del general que unos meses antes, el 20 de febrero, se opuso en el Congreso a la propuesta de restaurar la monarquía borbónica en el hijo de Isabel II. Sus tres sonoros "¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!", y la afirmación sobre que "Restaurar la monarquía caída, imposible, imposible, imposible", sirvieron de consigna para que actuasen los que deseaban el regreso de los borbones.

   Así que el italiano Amadeo de Saboya se encontró solo en un país extranjero del que desconocía hasta el idioma, y no consiguió identificarse con ninguno de los estamentos que lo componían, ni aproximarse a comprender la sin duda complicada idiosincrasia española. En su carta de abdicación, dirigida al Congreso, que le redactó Eugenio Montero Ríos, explicaba los motivos de su renuncia:

    Dos años ha que ciño la Corona de España, y la España vive en constante lucha, viendo cada día más lejana la era de paz y de ventura que tan ardientemente anhelo. Si fuesen extranjeros los enemigos de su dicha, entonces, al frente de estos soldados tan valientes como sufridos, sería el primero en combatirlos; pero todos los que con la espada, con la pluma, con la piedra agravan y perpetúan los males de la nación son españoles, [...] entre tantas y tan opuestas manifestaciones de la opinión pública, es imposible atinar cuál es la verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males.

    Tenía razón, y si hubiera conocido la historia del siglo XIX español, sabría que constituye una sucesión de guerras fratricidas, por lo que su reinado no iba a ser excepcional. Leído el mensaje en el Congreso, se encargó a Emilio Castelar que escribiese una respuesta, con su florido estilo literario, y el presidente Rivero propuso convocar al Senado para celebrar una sesión conjunta aquella tarde, en la que se estudiara la manera de resolver el vacío de poder en que había quedado el reino sin rey y sin sustituto. Así fue aprobado.

 

Una sesión ilegal

 

   A las tres y media de la tarde se reanudó la sesión, presidida por Rivero, con el presidente del Senado, Laureano Figuerola, a su lado. Los constitucionalistas estrictos aseguran que aquella sesión fue ilegal, porque la vigente Constitución de 1869 imponía en su artículo 47: "Los Cuerpos colegisladores no pueden deliberar juntos, ni en presencia del Rey". Es el apoyo de los monárquicos para declarar falta de legitimidad aquella sesión conjunta, que se constituyó en Asamblea Nacional. Tienen razón desde la aplicación literal del precepto, pero es preciso considerar la urgencia del momento, que requería soluciones inmediatas.

   Las Cortes eran mayoritariamente de ideología monárquica, como surgidas de las elecciones celebradas el 24 de agosto de 1872, cuando gobernaba Manuel Ruiz Zorrilla, en las que se alcanzó un 54 por ciento de abstenciones, prueba del desinterés generalizado por la política. Aparecían dominadas por los radicales, con 274 diputados, seguidos a gran distancia por los republicanos, con 79; los progresistas, con 14, y los alfonsinos, con nueve. Los radicales habían pasado del monarquismo al republicanismo unitario sin demasiada convicción, y desde luego se oponían al federativo.

   Leídas la renuncia del rey y la respuesta del Congreso, se eligió a una delegación para que acudiese a palacio a entregar el mensaje y despedirse del dimisionario, presidida por Rivero. A su regreso se reanudó la sesión, iniciada con la dimisión del Gobierno presidido por Ruiz Zorrilla.

 

Proclamación de la República

 

   Las deliberaciones se prolongaron toda la tarde. Se pidió al Gobierno que se mantuviera en sus cargos, pero Ruiz Zorrilla manifestó que no aceptaría continuar presidiéndolo ni aunque lo aprobase la Asamblea Nacional. Sin hacer caso de su negativa, Rivero ordenó a los dimisionarios que ocupasen el banco azul. Se produjo una fuerte discusión, y un diputado preguntó a gritos a Rivero quién le había constituido en dictador, lo que le obligó a bajar el tono de su voz, y después a ausentarse de la cámara. Si el ya exrey hubiera presenciado la escena, se habría reafirmado en su opinión de que España era un manicomio, y los locos más irrecuperables se alojaban en el Parlamento.

   Ocupó la presidencia el que lo era del Senado, Figuerola, y se centró el debate en la forma de Estado que debía salir de las discusiones. Aseguró Ruiz Zorrilla: "No debo, y aunque pudiera y debiera, no quiero ser republicano." Sin embargo, la mayoría de los asambleístas consideró que la única posibilidad de resolver la situación era proclamando la República. Se alegaba lo que había costado encontrar un rey después del destronamiento de Isabel II, y el error de ofrecerle la Corona a un extranjero, por lo que debía evitarse repetir la experiencia fallida.

   Por fin, a las 12 de la noche, Francisco Pi y Margall dio lectura a la resolución acordada por la mayoría de los parlamentarios: "La Asamblea Nacional reasume todos los poderes y declara como forma de gobierno la República, dejando a las Cortes Constituyentes la organización de esta forma de gobierno. Se elegirá por nombramiento de las Cortes un Poder Ejecutivo que será amovible y responsable ante las Cortes mismas." Esta propuesta fue aprobada por 256 votos a favor y 32 en contra. Todos los aspectos fundamentales quedaban en suspenso momentáneamente, salvo la elección del Poder Ejecutivo, que comenzó inmediatamente y concluyó a las dos y media de la madrugada del día 12. Quedó integrado por cinco radicales y cuatro republicanos, bajo la presidencia de Estanislao Figueras, republicano.

 

La República de nadie

 

   Pasado un año hizo balance Pi de la efímera República. Su idea, expuesta reiteradamente, consistía siempre en actuar dentro de la legalidad constitucional, rechazando las revoluciones y propugnando la instauración del régimen de arriba abajo escalonadamente. Es decir, mediante el pacto sinalagmático firmado por los líderes de las regiones convertidas en estados, como representantes de los pueblos. Defender este criterio le había costado una escisión en el partido. La implantación de la República de abajo arriba, desde las bases populares a los dirigentes políticos, sólo hubiera sido factible, en su opinión, como una consecuencia surgida de acontecimientos revolucionarios que hiciesen imposible el pacto. Puesto que no sucedió así aquel 11 de febrero, quedaba vigente la doctrina pactista: 

   ¿Qué república era la programada? Ni la federal ni la unitaria. Había mediado acuerdo entre los antiguos y los modernos republicanos, y habían convenido en dejar a unas Cortes Constituyentes la definición y la organización de la nueva forma de gobierno. La federación de abajo arriba era desde entonces imposible: no cabía sino la que determinasen, en el caso de adoptarla, las futuras Cortes. Admitido en principio la federación, no está ya sino empezar por donde antes se habría concluido, por el deslinde de las atribuciones del poder central. Los estados federales habrían debido constituirse luego fuera del círculo de estas atribuciones [2]. 

   Pretendía, pues, ser la República de todos, y no lo era de nadie por su indefinición. La mayoría radical votó a favor por oportunismo, pero no por convicción. La misma historia del Partido Radical delataba su falta de convicciones ideológicas: era una escisión del Partido Progresista, surgida en 1871, por no aceptar el liderazgo de Práxedes Mateo Sagasta. El jefe de los escindidos y del nuevo partido fue Manuel Ruiz Zorrilla.

   Conviene recordar que la I República no tuvo presidentes, puesto que no se llegó a aprobar una Constitución republicana, y la vigente de 1869 era monárquica. Suele llamarse presidentes de la República a sus jefes del Poder Ejecutivo, aunque solamente fueran los primeros ministros.

 

"Orden, libertad, justicia" 

   Al día siguiente comenzaron los republicanos a destruir la República. Estallaron motines revolucionarios en varias localidades andaluzas; en Montilla fueron especialmente sangrientos: de esta manera se vengaban los braceros de los caciques y explotadores, mientras dañaban el prestigio de la recién nacida institución. Se establecieron juntas revolucionarias, que reclamaban todo el poder político.

El flamante ministro de la Gobernación, Pi y Margall, se encontró con el primer problema grave del nuevo régimen, ante la urgencia de colocarse junto al pueblo o contra el pueblo. Remitió telegramas a los gobernadores civiles, ordenándoles la disolución de las juntas revolucionarias. Sus mensajes incluían esta frase: "Orden, libertad, justicia: tal es el lema de la República." Un año después meditaba así acerca de lo sucedido: 

   Los pueblos, a falta de la inteligencia de que están dotados los individuos, tienen un instinto que rara vez los engaña. Vieron en la proclamación de la República un acto revolucionario. Comprendieron que ni era constitucional la fusión de las dos Cámaras, ni podían éstas sin violar las leyes fundamentales del Estado alterar la forma de gobierno.

   No autorizaba esto, con todo, la formación de las juntas, legítimas tan sólo cuando desaparece el poder central, o se alza el país en masa para derribarle [3].

    El mismo día 12 se proclamaba por primera vez el Estat Catalá en Barcelona. Se volvió a intentar el 20, cuando el capitán general de Cataluña renunció a su cargo y se embarcó sin aguardar a su sucesor, y por tercera vez el 8 de marzo. En contra de la teoría de Pi, algunas provincias deseaban establecer la federación de abajo arriba, sin esperar a que las Cortes la legislasen de arriba abajo mediante la nueva Constitución. Ese instinto popular a que se refiere Pi frustró la viabilidad del nuevo régimen. La impaciencia de algunos impidió que se consolidase la esperanza de todos.

 

Un momento crítico de la historia 

   La República Española fue proclamada en un momento crítico de la historia nacional, no solamente por la desunión de los partidos políticos, sino por una concatenación de causas adversas.

   En primer lugar hay que considerar al Ejército, que fue dueño de los destinos españoles durante el siglo XIX. Habían sido presidentes de sucesivos gobiernos los generales Evaristo San Miguel, Baldomero Espartero (regente del reino), José Ramón Rodil, Ramón María Narváez, Federico Roncalli, Francisco Lersundi, Fernando Fernández de Córdova, Leopoldo O'Donnell, Francisco Armero, y José Gutiérrez de la Concha, este último nombrado al día siguiente de la Gloriosa Revolución para intentar terminar con ella.

   Las proclamas de la Gloriosa están firmadas por generales, y el presidente de la Junta Provisional designado el 19 de setiembre de 1868 fue el brigadier Juan Bautista Topete. El 9 de octubre fue elegido un Gobierno provisional, presidido por el general Francisco Serrano. El 15 de junio de 1869 Serrano fue designado regente, y la presidencia del Gobierno pasó al general Juan Prim. El primer Gobierno de Amadeo I lo presidió el general Serrano. Los militares dominaban la política.

   Estos militares no eran republicanos, con la excepción de Evaristo San Miguel. El derrocamiento de Isabel II se fraguó porque la Corte había alcanzado una degeneración intolerable, pero se buscó un rey para sucederla. Tras la abdicación de Amadeo I los militares transigieron con la proclamación de la República, por necesidad, aunque a los dos meses, el 23 de abril, ya organizaron una sublevación, fracasada gracias al coraje de Pi y Margall. El general Serrano huyó disfrazado de Madrid, porque era el cabecilla de la revuelta, auxiliado por Topete. Los revolucionarios del 68 no aceptaban la República, y menos aún la federal, por considerarla disgregadora de la unidad nacional. Muchos oficiales solicitaron el retiro. La disciplina se alteró en los cuarteles, y los soldados insultaban a los mandos, por considerarlos, muy acertadamente, monárquicos.

   Este Ejército luchaba en dos frentes: en Cuba contra los independentistas, porque el 10 de octubre de 1868 se había alzado contra el colonialismo Carlos Manuel Céspedes, y en España contra las partidas carlistas que habían iniciado una tercera guerra civil el 21 de abril de 1872. Estas guerras desangraban al país, y contribuían al malestar social generalizado. Los republicanos eran contrarios a la independencia de las colonias, por considerarlas parte integrante del Estado. A partir de julio el Ejército debió combatir también a los cantones independentistas, y a los anarquistas promotores de huelgas salvajes y revueltas sangrientas. 

 

Todos contra el nuevo régimen 

   La otra fuerza poderosa enemiga de la república fue la Iglesia catolicorromana. Se había opuesto a la Constitución de 1869 porque su artículo 21, aparte de obligar al Estado a mantener a los ministros de la religión catolicorromana, autorizaba el ejercicio público y privado de cualquier otro culto. El 1 de agosto fue firmada una carta colectiva del Episcopado, en la que se denunció la conculcación de "los eternos principios del orden religioso, político y social que enseña la Iglesia católica", que en su opinión era la única que podía sostenerlos frente al Poder Ejecutivo y al Congreso de los Diputados. El pueblo detestaba a los eclesiásticos, poseedores de todos los privilegios que a él le faltaban, y por eso en los cantones fueron quemados conventos e iglesias.

   Las clases dominantes huyeron a Francia, sobre todo en el verano de 1873, y colocaron allí sus dineros. Los llamados nobles, los terratenientes, los banqueros y los burgueses adinerados se aliaron para torpedear la marcha normal de la República, por considerarla contraria a sus intereses, pese a no haber declarado nada que lo permitiera suponer, y mucho menos iniciarlo.

   El Tesoro se hallaba exhausto. La reina regente María Cristina de Borbón lo saqueó, y así se convirtió en la mujer más rica de Europa, muy bien secundada por su marido secreto. Hubo que dejar de pagar los intereses de la Deuda Pública, con el consiguiente descrédito de la República. El paro alcanzaba cifras exageradas. Se producían tumultos en muchos lugares, debido a la falta de trabajo y de esperanzas para conseguirlo. Fue uno de los motivos para que se proclamasen los cantones, vistos como una solución para emprender las reformas sociales y laborales que demandaban al Gobierno central inútilmente.

   Los obreros reivindicaban la jornada laboral de ocho horas, en vez de la vigente de quince; la prohibición del trabajo a menores de doce años, la igualdad salarial para hombres y mujeres, la higiene en los lugares de trabajo, y otras peticiones que ahora son vulgares, pero que en su momento parecían irrealizables. Los republicanos tomaron en consideración esas propuestas, empezando con la regulación del trabajo infantil el 24 de julio, pero no tuvieron tiempo de hacer más que presentar un proyecto de ley sobre ventas de terrenos desamortizables a los trabajadores el 9 de mayo, otro regulador de los jurados mixtos el 14 de agosto, y otro el 18 del mismo mes sobre reparto a braceros de tierras sin cultivar. Aquellas Cortes carecían de la tranquilidad imprescindible para llevar a cabo una labor legislativa eficaz, al tener que dispersar su atención entre tantas tareas comprometidas. La verdad es que concurrían pocos diputados a las sesiones.

 

Desinterés popular por la política 

   Quizá por ello el pueblo no se interesaba por la política. Cuando se buscaba rey y se planteaba la posibilidad de proclamar la República, el general Prim dijo: "Difícil es hacer un rey, pero más difícil hacer la República en un país donde no existen republicanos." En las elecciones a Cortes Constituyentes celebradas del 10 al 13 de mayo de 1873 la abstención alcanzó el 61 por ciento en el conjunto de la nación, pero en Madrid y Barcelona fue del 73 por ciento. Y eso que se había rebajado la edad para votar de los 25 años a los 21. Solamente votaban los varones: hubo que esperar a la II República para que este derecho se extendiese a las mujeres.

   Al desinterés contribuía decisivamente la disparidad de partidos republicanos existente. La más notable era la escisión entre unitarios y federales, con criterios irreconciliables. No se ponían de acuerdo los llamados benévolos presididos por Pi y Margall, los conservadores de Nicolás Salmerón, los muy conservadores de Emilio Castelar, los intransigentes de José María Orense, y los extremistas acaudillados por el general Juan Contreras, por citar solamente a los más destacados en el Congreso. A ellos hubo que añadir desde julio los iluminados dirigentes cantonales.

   Los monárquicos, como es lógico, deseaban terminar con la República. Tres eran los grupos que actuaban por su cuenta: los carlistas que consideraban rey al llamado Carlos VII, y estaban apoyados por Francia, Rusia y el Vaticano. Los partidarios del duque de Montpensier, Antonio de Orleans, casado con la hermana de la exreina Isabel II, consiguieron escasos votos en las elecciones. Los más numerosos querían restaurar la monarquía en el hijo de Isabel II, aun a sabiendas de que era adulterino, y se le apodaba El Puigmoltejo por los apellidos de su padre biológico: fueron los que acabaron haciéndose con el poder, gracias a la traición del general Martínez Campos, sublevado en Sagunto el 28 de diciembre de 1874 contra la ya caricatura de República militarizada desde el asalto al Congreso por las tropas del general Pavía en la madrugada del 3 de enero.

 

Los culpables del fracaso 

   Este panorama tan negativo hizo inviable la primera experiencia republicana en España. Mucha culpa del fracaso la tuvieron los mismos republicanos, debido a los enfrentamientos partidistas que convertían en contrarios a quienes debían ser aliados. La desunión beneficia siempre al enemigo común. Esa lección no la hemos asimilado todavía. Han pasado 139 años, y no hemos aprendido nada de la historia.

   Es cierto que la proclamación de la I República constituyó una sorpresa, porque no se esperaba una abdicación del rey recién colocado en el trono. Pero también lo es que los republicanos debían haber estado unidos en un partido fuerte, para combatir a la monarquía y contribuir a su caída por la actuación que desarrollasen ellos.

   Les cogió por sorpresa la carta de Amadeo I. Eso fue lo peor que podía ocurrirles. Tendrían que haberse preparado para el día, por muy hipotético que pareciese, en que fueran llamados a tomar el poder. Se limitaban a discutir en sus congresos, y a escindirse por cualquier motivo discrepante. Presentaban proyectos de acción que no llevaban a la práctica, como si no creyeran en su viabilidad. No es factible sustituir un régimen monárquico por otro republicano si se carece de un programa bien estructurado. Ni siquiera fueron capaces de aprobar una Constitución, algo que resulta fundamental para encauzar la convivencia política: se presentaron dos proyectos el 17 de julio, el federal y el intransigente, muestra de la desunión.

   El 11 de febrero es una fecha para reflexionar, y para obrar en consecuencia.

En la imagen, Estanislao Figueras, primer Presidente de la I República Española

 

Notas:

   [1] Conde de Romanones (Álvaro de Figueroa), Amadeo de Saboya, el rey efímero, cit. por sus Obras completas, Madrid, Plus Ultra, 1949, t. I, p. 577.

   [2] La República de 1873. Apuntes para escribir su historia por F. Pí [sic] y Margall. Libro primero. Vindicación del autor, Madrid, Imprenta, Estereotipia y Galvanoplastia de Aribau y Cía, 1874, p. 13. Esta edición fue secuestrada el mismo día de su aparición por orden del ministro de la Gobernación, el republicano unitario Eugenio García Ruiz, el mayor enemigo de Pi.

   [3] Ibídem, pp. 15 s.