La catedral de la muerte Imprimir
Nuestra Memoria - franquismo y represión
Escrito por Txema Montero   
Miércoles, 15 de Mayo de 2019 05:18

Franco, con el visto bueno de la Iglesia, construyó su particular Gólgota, Calvario, lugar de la calavera, un cementerio como ningún otro, repleto de cadáveres todos propios: los de los suyos y los de los muertos por los suyos. Y debe ser exhumado de su catedral, la catedral de la muerte. A nadie debería importar si sus aguerridos seguidores protestan

EL mausoleo de Franco en el Valle de los Caídos, oficialmente basílica, es en realidad una catedral de la muerte. La Guerra Civil española había supuesto la última búsqueda de la Ciudad Justa de la historia, pero Dios había abdicado.

La mayoría de los curas, excepción hecha de bastantes vascos y algún que otro catalán, parecían gente satisfecha con el régimen franquista, serenos funcionarios de una acreditada compañía de seguros de vida y muerte. Así que Franco, con el visto bueno de la Iglesia, construyó su particular Gólgota, Calvario, lugar de la calavera. Un monumento nacido de un hombre y no de un pueblo, pues un decreto de Franco ordenó su construcción el mismo día en que acabó la guerra, el 1 de abril de 1939. Un esfuerzo prodigioso solamente al alcance de un régimen de monopsonio, como llaman los economistas a aquel donde el estado es el único comprador.

Campamento de granito

En el año 1940, cuando se comenzaron las obras, y hasta el año 1958, cuando finalizaron, el Estado español vivía un régimen económico de autarquía. La enorme obra se hizo a base del dinero sobrante de las “aportaciones voluntarias” exigidas durante la guerra, exprimiendo a un pueblo exhausto;también con loterías;y con los vencidos en la contienda como mano de obra forzosa.

El resultado fue un campamento de granito, pleno de sentido pues Franco tenía un concepto militarista de la sociedad: la disciplina de campamento que sustituye al orden urbano, el estado de sitio convertido en el estado normal para la gente.

Un cierto orden contra natura preside el monumental sepulcro, los ángulos rectos predominantes en la construcción son uno de los atributos de la arquitectura despótica. En una dictadura -ahora me dirijo a los lectores por debajo de los cincuenta años-, la vida se divide en dos cosas: por un lado, está lo que no se puede hacer, porque está prohibido;por otro, lo que se debe hacer, porque te obligan a ello. Los trabajadores que levantaron el monumental catafalco estaban obligados a hacerlo por orden de aquella gente que -como escribió la rumano-alemana Herta Müller, premio Nobel de literatura 2009- construye la patria oficial sobre los cimientos del desprecio humano, planifica el miedo y siembra cementerios. Así que el dictador y sus secuaces sembraron un cementerio como ningún otro, repleto de cadáveres todos propios: los de los suyos y los de los muertos por los suyos, 33.872 republicanos de los que 12.400 son anónimos, entre ellos, al parecer, el sacerdote vasco José Aristimuño Aitzol;lo que convierte a la catedral de la muerteen la mayor fosa común de España. La tiranía y la resistencia enterradas conjuntamente, hueso a hueso.

El moño y la locura

Franco veía la vida como si se tratara de un desfile en el que él abría la marcha. El gusto por los desfiles, sean militares o procesiones religiosas, llega en España hasta la manía. Y una maniática de primera era Carmen Polo, la esposa del dictador. Provista de una sonrisa gélida, el cuello envuelto en collares de enormes perlas, con un moño como un ladrillo, era empalagosa en su presunto sentido de las buenas formas y pringosa en su falta de principios y aceptación de la realidad. Franco y su esposa representaban la perfecta familia integrista católica. Frecuentaban el Valle de los Caídos (en la imagen, una visita a las obras del mausoleo), el panteón destinado a su marido y el ya ocupado por Primo de Rivera, precisamente aquel objeto de sus desvelos mientras estuvo vivo por ser el único que aparentemente podía desplazarlos del poder y la gloria. Cosa imposible, pues solo su esposo sabía lo que era bueno para los españoles. El fusilamiento de Primo por la República despejó el último obstáculo y desató la locura de Franco. Esa locura residía en su corazón, no en su cabeza: era un alma maligna pero estaba dotado de una mente lúcida. Dispuesto a todo por su ambición, su larga carrera como dictador fue un compendio de acciones brutales y leyes no carentes de lógica para perpetuarse en el poder. Los policías y guardias civiles a su servicio creían que los antifranquistas eran gente muy malvada que solo mejoraría a base de palizas. El despotismo nunca es más temible que cuando pretende hacer el bien, porque entonces está convencido de justificar con las intenciones los actos más terribles, y el mal que se hace pasar por remedio ya no tiene límites. Y así de equivocado falleció Franco con una muerte conveniente para muchos y una agonía inconveniente para él.

Una fuente de angustia

La vida social bajo la dictadura era una conspiración permanente contra la verdad. El peligro común apaciguaba la conciencia y favorecía la inercia. La sociedad en la época franquista estaba tan ocupada en sí misma que los sufrimientos de unos desconocidos no la conmovían mucho. Se vivía una paz sin justicia. Ya nos había prevenido el escritor romano Tácito contra los que provocan la desolación y lo llaman paz. Esos desconocidos, familiares de desaparecidos, enterrados en las cunetas o amontonados en lacatedral de la muerte se fueron haciendo, poco a poco, visibles y audibles. Al mecanismo consistente en la reticencia a abordar un problema enconado que demanda una solución urgente le llaman los especialistas “evitación psicológica”. Declarar muertos a los que no regresan es un acto doloroso, pero psíquicamente indispensable: un desaparecido es un fantasma, una fuente de angustia sin fondo. Devolver los cadáveres a los suyos, una obligación del Estado. La izquierda española durante demasiado tiempo se mostró tan predispuesto al olvido de los muertos en su nombre como la derecha a aceptar la mentira de que todos los caídos eran acogidos por igual, sin distinción, en el Gólgota franquista.

Franco debe ser exhumado de su catedral. Si sus aguerridos seguidores protestan, a nadie con fundamento democrático debería importar. Y menos que a nadie al presidente Sánchez, que tiene el imperativo ético de exhumar, ya, el cadáver del dictador e inhumarlo junto al de su esposa. Porque quienes sienten admiración por el dictador que fue incapaz de humanizar una guerra, que sembró de cadáveres la postguerra y acabó amontonándolos como trofeo en un santuario de mártires a los que se les negó la gloria, van a pie en busca de su tumba política, como los rebaños dejan sus pastos para encaminarse al matadero, pues “todo lo que viene de la tierra, a la tierra vuelve” (Libro del Eclesiástico, Sirac 40.II).

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Fuente: Deia