Estocolmo, cincuenta años después PDF Imprimir E-mail
Nuestra Memoria - franquismo y represión
Escrito por Gregorio Morán   
Lunes, 25 de Julio de 2016 03:49

La primera vez que hice un viaje en avión, acababa de cumplir 21 años. Otoño de 1968. En el aeropuerto de Orly, París, un tipo de cara arrugada, bajito, y de mirada aviesa, al que no vi sonreír nunca y al que llamaban Ramos, como podían haberle puesto funeraria, me entregó un sobre. Luego me dio la mano con discreción de amantes que se separan con la sensación de no volverse a ver, a menos que fuera imprescindible, se dio la vuelta y desapareció.

 

En el sobre había un pasaporte a nombre de alguien muy común, “José López”, o “Luis Fernández”, o algo así. Un billete de avión y unas líneas con instrucciones breves y precisas. Mi destino era Estocolmo. ¿A qué iba yo a Estocolmo?, no tenía ni idea. ¿Y por qué?, tampoco.

La verdad es que asistía, como estudiante español, a un congreso en solidaridad con la lucha del pueblo vietnamita ante la agresión de Estados Unidos. Me enteré en el hotel, donde me esperaba una leyenda viva de la Guerra Civil, el general Enrique Líster, y otro personaje taciturno, vestido impecablemente, que respondía por “Domínguez”, y cuya amabilidad resaltaba frente al aire cuartelero del general Líster.

Mi primera conmoción en Estocolmo es que los dos jóvenes que me recogieron en el ­aeropuerto me pusieron el ­cinturón de seguridad del coche. “Aquí es obligatorio”, me dijo con una sonrisa la ayudante del conductor. Había hecho el viaje en clase business, que entonces no se debía denominar así –yo representaba a la Unesco o la ONU; no recuerdo– e imaginé que eso debía de ser lo habitual.

Mi labor durante los varios días de estancia en Estocolmo consistió en aguantar las manías de Enrique Líster; era capaz de pasar en Suecia varios días comiendo sólo arroz y hasta explicaba al cocinero cómo se hacía una paella, su plato preferido –“¡tuve a mi estado mayor durante toda la guerra comiendo paella!”–. Era capaz de creérmelo porque Líster tenía algo de Pancho Villa. Ahora bien, lo llamativo eran sus opiniones políticas. Ahí es donde descubrí el misterio. Según la tradición estalinista un líder puede pontificar de todo; desde la física hasta la literatura, y como demostró Stalin en sus últimos años, hasta de filología.

La reunión de Estocolm

 

o, sin ser apabullante, contaba con varios premios Nobel, figuras intelectuales de relieve tanto de los países nórdicos como de todo el mundo. Dadas mis congénitas limitaciones idiomáticas no pude aprovecharlo. Sí puedo decir que le di afectuosamente la mano al gran Noam Chomsky, sorprendido ante aquel chaval que venía de España. Pero la vedette era Líster, que supongo sólo sabía ruso y gallego, lo que allí no le debía servir de mucho. En definitiva: que aquellos tres españoles –Domínguez hablaba un discreto francés, poco útil en aquel ambiente– no hubiéramos podido apenas ni movernos sin los anfitriones de verdad. Eran nada menos que Francisco Uriz, aragonés, poeta, traductor de lenguas nórdicas, que vertió al castellano. Amigo, traductor y acompañante del gran Olof Palme durante sus innumerables viajes solidarios por Latinoamérica. Y su mujer, Marina Torres, gallega, con más años aún que su marido en tierras nórdicas. De aquello lo sabían todo, conocían el mundo literario y habían servido con paciencia de traductores amables a personajes como Pablo Neruda, Miguel Ángel Asturias, Cortázar, y no sigo porque la lista cubre la literatura hispanoamericana incluidos españoles como Cela, el inefable, que le llegará a hacer una pregunta que no puedo menos que repetir. “Oye, Paco, ¿qué posibilidades tengo de conseguir el Nobel?”. A lo que el aragonés, sarcástico, respondió: “Las mismas que yo, Camilo”. Se equivocó. Uriz no sabía lo que era un trepa gallego sin principios. ¡Y eso que nos gobernaba uno!

Las charlas, cenas, risas, en la acogedora casa de los Uriz-Torres constituían el placer más ansiado todos los días. Y allí me apareció la luz, después de un debate sobre literatura española. El general Líster, con su singular modo de hablar, que todos habían copiado de Stalin –lento y con muchas pausas–, exclamó: “La mejor novela sobre la Guerra Civil es Las últimas banderas, de Ángel María de Lera”. Siendo Lera un escritor modesto y buena persona, nadie se atrevió a decir palabra. Todos tuvimos la convicción de que era la única novela que había leído el general Líster. Pero inmediatamente pasamos al hecho que nos tenía conmovidos: la invasión soviética de Checoslovaquia (agosto de 1968). Aquí, el general estaba en campo propio. “No puedo decir que fuera del todo necesaria, pero técnicamente fue una obra maestra militar”. Yo, que ni siquiera hice la mili, no estaba en condiciones de batallar, pero recuerdo que le señalé que invadir un país donde previamente se han tomado los aeropuertos y se han controlado las comunicaciones era como unos ejercicios de prácticas. No dijo nada, sólo me miró tras aquellas cejas boscosas. Creo que no me dirigió la palabra nunca más.

Idiota de mí. Entonces entendí qué hacía yo allí. Con el apoyo soviético Líster estaba organizando una escisión en el PCE sobre el tema checo, y la dirección del Partido, que tampoco le hacía muchos ascos a la invasión, sabía que la primera organización que había hecho una declaración denunciando la invasión soviética era la de Madrid. Antes incluso de que se hiciera una declaración oficial, cosa insólita, había sido la organización de jóvenes intelectuales madrileños. Yo era el responsable, si es que se puede llamar así a quien trataba de que aquello no se desmadrara, pero el texto, dicho sea en su honor, había sido redactado por el olvidado Miguel Bilbatua, editor de teatro y crítico en Cuadernos para el Diálogo. Por tanto había que mandar a alguno de estos a hacer compañía a Líster en su campaña sueca. Ese fue el misterio. No estaban equivocados, porque uno o dos meses más tarde el viejo militante iniciaba una escisión prosoviética a cuenta de la invasión a Checoslovaquia.

 

Pero sirvan estos largos párrafos como introducción a Estocolmo, años sesenta. Algo que hará en una prosa brillante y un co­nocimiento deslumbrador Francisco Uriz en dos libros de esos que las librerías no ponen en las estanterías y los lectores no tienen ni idea de que existen. Es difícil escribir dos libros de memorias donde se acumule tal cantidad de cultura española, ligada o no a Suecia, o relatos de América Latina, o tratar con funcionarios vinculados a la cul­tura, que salvo excepciones, de las que no conozco ninguna, sean del país que sean, se reducen a basura per­fumada.

Al primero lo tituló Pasó lo que recuerdas y salió hace años en la Biblioteca Aragonesa de Cultura. Haga usted como si no ve la portada, espantosa, y estará eternamente agradecido de leerlo. El segundo – Accesorios y complementos–, editado también en Zaragoza (2008), es mi favorito, porque se nota, pese a su exquisita educación y paciencia, que Uriz está harto de todo, menos de Marina, su mujer, y de un par de amigos dignos. Hasta del comunismo en el que ha militado, hasta de los escritores fantasmas, hasta del deslizamiento de Suecia, aquel país de ensueño gobernando casi cincuenta años por los socialdemócratas de Olof Palme, al que asesinaron un día de febrero de 1986 cuando salía del cine con su mujer, sin protección ni controles, a la manera sueca de entonces.

Han pasado cincuenta años. Estocolmo sigue siendo esa ciudad de luz intensa y espacios abiertos, de gente simpática dada a la sonrisa, pero cuando uno cruza la ­peatonal Vasterlangata, y se encuentra a grupos de trileros desvalijando a los pa­letos, o a jóvenes gitanas rumanas que no trabajaron nunca, salvo en la sisa y el engaño, detecta que ni la propia seguridad de un veterano militante como Paco Uriz soporta la herida. Aquella socialdemo­cracia que desde 1932 hizo de Suecia el mayor reto para el adversario capitalista. Imaginar que se podía hacer una revolución rigurosamente libre. Ahora es un país como los demás. A la espera de la próxima derrota.

 

En la imagen superior, Enrique Lister

En la inferior, lugar de Estocolmo donde asesinaron a Olof Palme

 

Gregorio Morán es periodista, columnista de La Vanguardia, fue un resistente político en el clandestino Partido Comunista de España bajo el franquismo. Periodista de investigación e insobornable crítico cultural, ha escrito libros imprescindibles para entender el proceso que llevó en España de la dictadura franquista a la Segunda Restauración borbónica. Su último libro: El cura y los mandarines (Madrid: Akal, 2014).

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Fuente: La Vanguardia