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Nuestra Memoria - El exilio republicano
Escrito por Javier Rodríguez Marcos   
Domingo, 10 de Agosto de 2014 04:54

La acogida de México a los exiliados españoles hace 75 años cobra toda su dimensión si se piensa que eran perseguidos en España y maltratados en Francia

El lexicógrafo catalán Joan Coromines señala en su impagable diccionario etimológico que la palabra exilio, presente en el castellano desde el siglo XIII, apenas se usó hasta 1939. Antes se hablaba de destierro. Ha de ser especial para un filólogo certificar en vivo cómo se consagra una palabra —en este caso, por influencia francesa—, pero más aún protagonizar esa consagración: Coromines fue uno de los 400.000 refugiados que en tan solo unos meses se lanzaron a la frontera con Francia cuando la derrota republicana empezó a ser algo más que un temor.

 

Ya forma parte de la historia universal de la infamia el acoso al que la aviación alemana enviada por Franco sometió a los que huían camino de Le Boulou, Prats de Molló o Port Bou. Entre ellos estaba Antonio Machado, que con 64 años llegaba, maltrecho, al límite. “Yo no debía salir de España”, decía. “Sería mejor que me quedara a morir en una cuneta”. No murió en una cuneta sino, días después, en el Hotel Bougnol-Quintana de Collioure, a unos pasos del cementerio en el que sigue enterrado junto a su madre, aquella mujer consumida a la que el escritor Corpus Barga llevó en brazos desde la estación de trenes hasta el pueblo. Fue en ese trayecto cuando la anciana le preguntó al oído: “¿Llegamos pronto a Sevilla?”.

Más de la mitad de aquellos refugiados de la primera hora cruzaría de vuelta a España cediendo a la persuasión del Gobierno francés, que, ya en la primavera de 1938 y en previsión del desastre que se cernía sobre su vecino del sur, había endurecido las leyes de extranjería. El resto se dispersó por los países que tuvieron a bien acogerlos: la URSS, Chile, Argentina, la República Dominicana, Cuba, Colombia y, sobre todo, México. Este verano la ciudad de Veracruz recuerda que hace justo 75 años llegó allí el Sinaia, el primer buque cargado de exiliados republicanos, 1599 concretamente. Uno de ellos era, y en estado de shock, el pintor Ramón Gaya, de 29 años: su esposa había muerto en el bombardeo franquista de Figueras y él había dejado a su hija Alicia, nacida en plena guerra, al cuidado de unos amigos. El exilio era un viaje a lo desconocido y la niña acababa de pasar una enfermedad que la dejó en los huesos. “Era todo ojos”, contaría luego Gaya a Elena Aub, hija de otro exiliado ilustre. Se lo contó en 1981, durante una entrevista que permaneció inédita hasta que la incluyeron, una vez muerto el artista, en un volumen titulado, muy a lo Juan Ramón, Ramón Gaya de viva voz (Pre-Textos, 2007). La larga conversación —100 páginas en un libro de 400— es toda una rareza en alguien que habló poco de las penurias pasadas, un relato descarnado del final de la guerra española.

Maqueta del barco Sinaia, de propiedad del escritor Andrés Trapiello. / CARLOS ROSILLO

Para los que no tenían a nadie que respondiera por ellos, la estampida hacia la frontera desembocaba en campos de concentración improvisados en las playas donde los adultos aguantaban lo inaguantable y los niños morían como chinches: el índice de mortalidad infantil llegó al 97%. A Gaya le tocó Saint Cyprien. La gente sobrevivía tirada en la arena, sucia, hambrienta, en condiciones insalubres y con el viento de los Pirineos soplando sobre vivos y muertos. Era el mes de febrero. “Llegamos a tener que cavar hoyos para no sufrir el viento”, le cuenta a Elena Aub. “Esos hoyos eran una especie de tumbas que se llenaban de agua; había que salir y hacer otro hoyo un poco más adentro”. A veces, él y sus amigos usaban como aislante un lienzo que le había encargado el Estado Mayor republicano meses atrás, el primero de un díptico: La guerra y La paz. Solo pintó la guerra. En una escena de pavorosa actualidad, Gaya relata cómo algunos se tiraban al agua para intentar salir del campo a nado. “Entonces los guardias desde unas barcas les disparaban y los dejaban allí”.

Esta era, agravada más tarde por el hostigamiento del gobierno de Vichy, la situación de los refugiados cuando México se convirtió en la tabla de salvación de muchos. Por un lado, dio asilo a los que se marchaban. Por otro, protegió a los que se quedaban. Dio incluso dignidad a los muertos: fue la bandera del águila y la serpiente la que cubrió el ataúd del presidente Azaña cuando las autoridades francesas prohibieron que lo cubriera la republicana. La moderna proliferación de muros fronterizos está a punto de llevar al terreno de la literatura fantástica la actitud de los mexicanos, que no se limitaron a cuidar de los suyos —nadie les hubiera pedido más— en una Europa nuevamente dispuesta a la masacre.

Hasta hace unas semanas pudo verse en el Instituto de México en España —frente al Congreso de los Diputados, precisamente— una exposición con las fotografías que los desterrados españoles regalaron a su protector, el cónsul Gilberto Bosques. Fue él el encargado de alquilar dos castillos en las afueras de Marsella para alojar allí a los espectrales habitantes de los campos de concentración. Higiene, comida y trabajo fue la receta para resucitarlos. Los refugiados —agricultores, médicos, maestros, lo que fueran— cobraban por sus labores en los castillos a cambio de donar a la comunidad la paga de un día. Bosques, al que llaman el Schindler mexicano, terminaría firmando 40.000 visados a europeos perseguidos: republicanos, judíos… Cuando quisieron agradecerle un arrojo que le costó ser confinado por los nazis bajo arresto domiciliario, respondió: “No fui yo, fue México”. Murió en el verano de 1995. Estaba a punto de cumplir los 103 años pero no alcanzó a ver cómo en 2003 una rincón del distrito 22 de Viena recibía el nombre de Paseo Gilberto Bosques (a un paso del Danubio y de la Leonard Berstein Strasse). No se tiene noticia de que en España suceda algo parecido.

La tragedia del exilio en cifras

Alrededor de 400.000 refugiados cruzaron la frontera con Francia en los primeros meses de 1939.

Muchos eran recluidos por las autoridades francesas en campos de concentración insalubres donde la mortalidad infantil llegó a alcanzar el 97%.

El cónsul mexicano Gilberto Bosques alquiló dos castillos para dar un trato digno a los refugiados.

Llamado el Schindler mexicano, Bosques llegaría a firmar 40.000 visados a ciudadanos europeos perseguidos durante la Segunda Guerra Mundial.

 

En la imagen de la entrada, llegada a Veracruz (México) de un grupo de pasajeros del Sinaia, tras el fin de la Guerra Civil española.

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Fuente: El País