Llorar ante el ‘Guernica’ Imprimir
Nuestra Memoria - Cultura de la Memoria
Escrito por Sergio del Molino   
Lunes, 26 de Diciembre de 2016 00:00

“¿Sabes que nunca he visto el Guernica?”. Paseábamos junto al Reina Sofía, estaba lloviendo y teníamos tiempo antes de llegar al sarao. La cogí del brazo y, un poco intempestivamente, la conduje al museo. Aquello había que remediarlo ya. Es cierto que a veces pasamos décadas y vidas enteras sin ver cosas básicas de las ciudades en que vivimos, porque son turísticas y… Pues eso, que son turísticas. Me di cuenta de que llevaba al menos veinte años sin ver el Guernica. Y quizá otros tantos sin entrar al Prado. Son lugares que se dan por sabidos, y de puro sabidos acaban olvidándose o extranjerizándose. Qué ocasión para el reencuentro, qué suerte tenía de poder enseñarle (sí, enseñarle, como un Pigmalión con abrigo mojado) una de las cosas que no se pueden dejar de conocer.

 

La última vez que lo vi, el museo estaba organizado de otra forma. Uno de los aciertos del actual director, Manuel Borja-Villel, es distribuir la colección por temas, desde la convicción de que el arte habla de cosas, y que las obras que hablan de una misma cosa tienen más en común entre sí (y forman un discurso) que las obras que son de un mismo año o de una misma corriente estética. El Guernica está dentro de unas salas dedicadas a la guerra civil, y el contexto amplifica su poder. Porque el Guernica tiene poder. Lo había olvidado y lo recordé al plantarme delante de él.

Un poder salvaje y primigenio, propio del arte primitivo que tanto entusiasmaba a Picasso. En la sala contigua hay una maqueta del pabellón de España en la exposición de París de 1937, donde se colgó por primera vez (fue pintado para él), como medio propagandístico para ablandar a los gobernantes que firmaron el pacto de no intervención y que acudieran en auxilio de la república herida.

Me pregunté de qué engrudo estaba hecho el corazón de aquellos gobernantes. Si contemplaron el Guernica (y debieron hacerlo, visitaron la exposición, recorrieron las salas blancas rotuladas Espagne), ¿cómo pudieron negarse a intervenir? Si les contaron de dónde salía ese cuadro, ¿con qué flema se mantuvieron firmes en su postura? Si no les conmovió Picasso, ¿con qué se emocionaban y sentían aquellos tipos?

“Me dan ganas de llorar”, me dijo. Y a mí también. Incluso en aquella tarde mojada y frívola, rodeados de turistas con ojeras, se nos arrugan las tripas con la conciencia de tanta muerte pintada, pegada, amontonada. Pensamos en nuestro propio país pero pensamos también en las imágenes de Alepo, que es Guernica y el Madrid sitiado. Nos parece normal sentir ganas de llorar, porque si no las sientes no te distingues en nada de los que bombardean. Y quizá esa sea la clave, que los gobernantes que vieron el Guernica en París en 1937 eran de los que tiraban bombas en vez de ser reventados por ellas. O aspiraban a tirarlas, para no ser reventados por ellas. Estaban encallecidos en sus propios cálculos.

Nadie debería tener poder, gobernar o tener capacidad de tomar decisiones que afecten a la vida de millones de personas si no siente ganas de llorar al plantarse frente al Guernica una tarde de lluvia. Lo propongo como requisito, como una piedra de Excalibur.

<p>El <em>Guernica</em>, colgado en la pared del Museo Reina Sofía.</p>
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El Guernica, colgado en la pared del Museo Reina Sofía.

 

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Fuente: CTXT