Nada de extraño que el monumento más ostentoso, la basílica de Cuelgamuros, siga incólume. El Gobierno no sabe qué hacer con ella o no se atreve y la derecha exige que no se mueva ni una piedra porque es un legado histórico y porque allí se dan cita en días señalados los cachorros de la reacción, sus hijos predilectos, a berrear memeces. La misma Ley de la Memoria Histórica no es de sencilla aplicación. Puede ser imposible identificar los huesos de los republicanos allí sepultados, según opinión de los científicos, lo que quiere decir que probablemente haya que dejarlos en donde están, reconvirtiendo el adefesio arquitectónico en algo parecido a un museo de la memoria, un lugar del nunca jamás.
Pero otras cosas sí pueden ir haciéndose ya para restañar la herida que supone ese faraónico monumento al nacionalcatolicismo y al fascismo triunfante. Bastaría con dos sencillos pasos para abrir el camino a una solución duradera, cuya configuración final se verá con el tiempo porque, si esperamos a tener un plan acabado de lo que haremos con el lugar, pasarán treinta y cinco años más. Así que la cuestión es poner manos a la obra: primero se exhuman los cuerpos de José Antonio y de Franco y se les entregan a sus familiares para que dispongan como estimen oportuno, pero en privado. Segundo: se hace desaparecer la gigantesca cruz que corona el conjunto del monumento dinamitándola con sumo cuidado para no dañar las piedras alrededor. No por afán anticristiano en absoluto. La tierra de mis antepasados, Galicia, está llena de cruceiros y nadie quiere que desaparezcan. La monstruosidad de la cruz de Cuelgamuros consiste en que es un atentado contra el paisaje, además de una provocación a la memoria colectiva. La justificación de la voladura de esa cruz es estética, además de ética.
Una vez hecho esto, se procede a identificar los restos de cuantos republicanos sea posible y los que queden se acomodan en un lugar digno con una inscripción que señale cómo fueron víctimas de la vesania asesina de unos delincuentes sublevados en armas contra el legítimo gobierno de la IIª República. El lugar se desacraliza, se resuelve el problema de la titularidad de la propiedad, se da boleto a los curas para que retornen a sus madrigueras y se monta un museo de la guerra civil y la posguerra en el que se documente el genocidio.
Es bien sencillo. Basta con la voluntad para hacerlo.