El Valle de los Muertos Vivientes Imprimir
Nuestra Memoria - La ley de la memoria
Escrito por José A. Martín Pallín   
Jueves, 16 de Marzo de 2017 00:00

Repugna a los sentimientos de justicia y verdad mantener un mausoleo, ocupado por miles de muertos vivientes, cuyos restos nos recuerdan la insostenible equidistancia entre una dictadura y una democracia

El Valle de los Caídos es la representación, en piedra, de la megalomanía de un dictador que se propuso exterminar, desde los comienzos del golpe militar, a todos los que configuraban la representación democrática encarnada en el Gobierno surgido de las urnas en febrero de 1936. Terminada la guerra con la victoria de los que comulgaban con las ideas nazis y fascistas, continuó con su política represiva de los disidentes, despidiéndose de este mundo, con cinco ejecuciones de condenas a muerte, impuestas por tribunales militares idénticos a los que pusieron en marcha, en los comienzos del golpe militar, la maquinaria para aplastar a los que permanecieron fieles a la República y la democracia.

Ignoro cuáles fueron la íntimas razones que llevaron a Franco a dictar el Decreto (1 Abril 1940) que acuerda la construcción de la Basílica, Monasterio y Cuartel de Juventudes (sic), pero las justifica por la “dimensión de nuestra Cruzada y la trascendencia que ha tenido para el futuro de España esta epopeya”. “Es necesario que las piedras que se levanten tengan la grandeza de los monumentos antiguos que desafíen al tiempo y al olvido”.

Existe una total coincidencia entre historiadores de las más diversas tendencias, sobre la construcción de lo que ahora se conoce como Valle de los Caídos. Esta denominación se ha generalizado y hasta los legisladores aceptan este apelativo. Sin embargo, durante algún tiempo la terminología franquista, plasmada en las voces sonoras del NO-DO, se referían, siempre enfáticamente, a la Basílica y la Cruz de Cuelgamuros.

El precedente y guía inspiradora del mausoleo, lo encontró Franco en la Alemania nazi, tan admirada por el Caudillo y los custodios de las esencias del nacional sindicalismo. Fue el famoso arquitecto Albert Speer, sentado en el banquillo de los acusados de los juicios de Núremberg, el encargado por Hitler de ejecutar los monumentos y espacios que sirvieron de escenario para la exaltación de la grandeza del imperio nazi.

Fue una idea personal de Franco para honrar a los caídos en la Guerra Civil, si bien con matizaciones para los del bando republicano, ya que nunca se contempló la inhumación de fusilados en Consejos de Guerra o por otras leyes represoras. Existe documentación que acredita la premeditada e hipócrita decisión de llevar los restos de algunos asesinados que defendieron la República, como una maniobra simbólica, destinada a satisfacer un sedicente deseo de reconciliación y exhibir una magnanimidad que nunca tuvo el régimen con sus opositores.

Los cadáveres pertenecientes a republicanos fueron exhumados por orden del Generalísimo, cumplida por Gobernadores Civiles y Alcaldes de los lugares en los que se tenía constancia de la existencia de fosas clandestinas en las que se encontraban los restos de personas ejecutadas extrajudicialmente. Esta decisión se llevó a cabo, como es lógico, sin consultar a sus parientes que eran de sobra conocidos, sobre todos en las localidades pequeñas.

Paradójicamente los familiares de los caídos por Dios y por España nunca quisieron que sus restos fuesen trasladados al Valle de los Caídos. La explicación es lógica. Los tenían en los cementerios de sus pueblos y ciudades, glorificados y ensalzados, y podían recordarlos desde su cercanía. El Valle de los Caídos les alejaba de sus tumbas y pienso que tenían la sensación de que su frialdad y magnificencia, los reducía al anonimato.

Los políticos y especialistas que oponen obstáculos a la modificación del estatus actual se apoyan fundamentalmente en dos factores: la inclusión del monumento en el catálogo del Patrimonio Nacional y su consideración como lugar de culto que impide tomar decisiones sobre la Basílica y Monasterio sin el consentimiento de la Iglesia Católica. Ambos argumentos carecen de consistencia.

En primer lugar la Ley 23/1982, de 16 de Junio, Reguladora del Patrimonio Nacional, al enumerar los monumentos que tienen derecho de patronato o de Gobierno y Administración, enumera solamente doce, entre los que no se encuentra el Valle de los Caídos. Los que invocan los Acuerdos Jurídicos entre España y la Santa Sede, que cede la capacidad de decisión sobre el monumento a la Jerarquía eclesiástica, no tienen en cuenta la potestad de un Estado soberano para denuncia acuerdos internacionales e incluso, la posible capacidad de raciocinio de la Conferencia Episcopal, para valorar la conveniencia de tener en sus manos el destino de un incómodo espacio que, les guste o no, es incompatible con los principios y sentimientos democráticos. Sólo podrían oponerse alineándose con los que mantienen que el golpe militar contra la República tuvo los componentes de una Cruzada.

¿Resultaría contrario a la ley colocar en tan singular recinto una placa recordando que fue construido por prisioneros de la Guerra Civil? Creo que no y, además, sería de estricta justicia y de coherencia y madurez política y ciudadana. El ocultamiento de esta circunstancia nos convierte en una sociedad traumatizada que no es capaz de reparar los horrores del pasado.

Nos lo ha tenido que recordar la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, el 17 de Marzo de 2006, al aprobar unánimemente, la condena de las “múltiples y graves violaciones de los derechos humanos” cometidas en España entre 1939 y 1975. En este informe se recogen, entre otras propuestas, que se instale una exposición educativa permanente en la Basílica subterránea del Valle de los Caídos donde se explique que fue construida por prisioneros republicanos.

Mientras se mantenga la actual situación estamos permitiendo una anomalía que deteriora inevitablemente la consolidación de una democracia homologable a las que gozan de este reconocimiento en el comunidad internacional.

Repugna a los sentimientos de justicia y verdad mantener un mausoleo excavado en la roca, ocupado por miles de muertos vivientes, cuyos restos nos recuerdan la insostenible equidistancia entre una dictadura y una democracia.

Los expertos en esoterismo y magia, distinguen dos clases de muertos vivientes. Los que tienen cuerpo y les falta el alma y al contrario. Entre los miles de restos que enterrados bajo la montaña reclaman verdad, justicia y reparación, hay uno que carece de alma. Tiene que ser urgentemente desalojado. El resto debe esperar la voluntad de sus descendientes o parientes cercanos, para que puedan juntar el alma y el cuerpo y recobrar la paz donde ellos decidan. Mientras esto no suceda, estaremos viviendo en una democracia zombi, a pesar de lo que digan los trovadores de la Transición.

 

José Antonio Martin Pallin. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisión Internacional de juristas (Ginebra). Abogado de Lifeabogados.

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Fuente: El Diario