El rey traicionó a Adolfo Suárez Imprimir
Monarquía - Juan Carlos y el 23-F
Escrito por Amadeo Martínez Inglés / UCR   
Martes, 25 de Marzo de 2014 00:00

          El cerco de los capitanes generales franquistas al Gobierno de Adolfo Suárez durante los tres últimos años de la década de los setenta, no muy conocido ni valorado por la opinión pública española, se haría más patente en los primeros meses de 1980 y muy preocupante a partir del otoño de ese mismo año. En Noviembre de 1980 los capitanes generales Merry Gordon, Campano, Milans del Bosch, Polanco, González del Yerro y Elícegui Prieto dirigen un escrito al rey pidiéndole, ya sin ambages de ninguna clase, la destitución de Adolfo Suárez en beneficio de la patria. El documento, redactado en terminología militar, es respetuoso en la forma, como no podía ser menos por parte de unos subordinados que se dirigen a su jefe natural, pero revela una gran firmeza y unidad.

 

El rey habla reservadamente con algunos de los generales firmantes en relación con ese escrito (en concreto recibe al general Milans del Bosch en La Zarzuela a mediados de Diciembre de 1980, según me comunicará él mismo personalmente en la entrevista que ambos celebramos en la prisión militar de Alcalá de Henares a primeros de Marzo de 1990) que le transmiten nuevamente sus inquietudes y sus deseos en relación con un hipotético cambio de Gobierno que enderece la situación del país, pero no contesta ni oficiosa ni oficialmente a la misiva; lo que no impide que la clara presión de los “príncipes de la milicia” sobre el jefe del Estado trascienda a las Unidades militares, a los cenáculos políticos e, incluso, a determinada prensa. La clase política empieza a dar síntomas de desasosiego y los rumores de reuniones de líderes socialistas, comunistas, centristas, etc, con militares de alto rango se suceden y se mezclan en los periódicos y en los mentideros capitalinos con otros que hablan de encuentros claramente subversivos entre generales franquistas.

El monarca, como digo, no acusa recibo del escrito de censura contra el presidente del Gobierno que le es dirigido en su calidad de jefe supremo de las Fuerzas Armadas, pero en su discurso de Navidad refleja claramente su preocupación por la situación del país y pide la unión y la cooperación de todos, civiles y militares, para transformar y estabilizar España. Al menos de momento, y de cara a la opinión pública, nada indica que en estas fechas, últimos días de Diciembre de 1980, don Juan Carlos de Borbón haya enfriado sus relaciones con el presidente del Gobierno, pero algo se cuece sin duda entre los bastidores regios.

Esas mismas Navidades, don Juan Carlos y Suárez, mantienen una entrevista en Baqueira Beret en la que el rey le hace ver a su interlocutor el malestar del Ejército, con referencias claras al escrito de los capitanes generales, a la posibilidad real de un golpe militar y a la conveniencia de buscar soluciones políticas inmediatas ante la grave crisis que se avecina. No le pide que dimita a corto plazo pero le manifiesta con rotundidad que el bien del país, del régimen democrático que ellos encabezan y la continuación sin traumas de la transición política, pasan por detener cuanto antes su enfrentamiento suicida con un Ejército que busca, sobre todas las cosas y desde la primavera de 1977, el relevo en la cúpula del Gobierno de la nación. Es un aviso urgente e importante de don Juan Carlos quien, en estas vacaciones de Navidad, tiene sobre su mesa un informe reservado y alarmante procedente del general Alfonso Armada (remitido desde Lérida y que su Secretaría General en Madrid le ha hecho llegar con urgencia) que no deja lugar a dudas sobre el vertebramiento de un golpe militar duro (contra la democracia y también con toda probabilidad contra la monarquía) para primeros de Mayo de 1981, así como sobre la necesidad de contrarrestarlo por medio de rápidas medidas de corte político-militar.

          A la reunión de Baqueira acude, pues, don Juan Carlos, con la decisión ya tomada de impulsar un cambio en la presidencia del Gobierno de la nación forzando si es preciso la dimisión de Adolfo Suárez. Peligra su corona y todo el entramado político-social trabajosamente levantado sobre el todavía poderosísimo aparato franquista. Un error o una falta de decisión suya en esos delicados momentos puede propiciar la catástrofe. El Ejército, la única institución capaz de arruinar por sí sola todas las expectativas de cambio, está crispado por el terrorismo, el separatismo, la pérdida de protagonismo y la sensación cada día más fuerte de que la historia, a través del primer presidente de la nueva democracia española, Adolfo Suárez, le está jugando una mala pasada invirtiendo el signo de la victoria de 1939.

Don Juan Carlos lo tiene claro desde hace ya varias semanas y con los fieles generales de su entorno (Armada, Fernández Campo y los tres miembros de la Junta de Jefes de Estado Mayor) prepara una salida, lo más constitucional y democrática que sea posible, al fuerte órdago castrense del próximo mes de Mayo. Hay que parar como sea un golpe militar duro, a la turca, que está fuertemente apoyada por una trama civil ultra y nada monárquica. Es el mayor peligro que amenaza a su corona y al cambio democrático emprendido como única solución política al franquismo desde que subió al trono en 1975. El primer paso a dar es obvio, evidente: Suárez debe abandonar su puesto cuanto antes. Con él de presidente del Gobierno el entendimiento con los generales es sencillamente imposible. La patria lo exige y él debe comprenderlo.

Adolfo Suárez, efectivamente, lo entiende. Después de hablar con el rey sabe que ha perdido la batalla, que el Ejército al final le ha vencido. No hay, de momento, plazos para que se vaya pero tendrá que tomar una decisión pronto si quiere contribuir a la estabilización del país. Por otra parte, el frente militar no es el único que tiene abierto. Su partido, la UCD, se desintegra y el Congreso de Mallorca se presenta incierto. Se cuestiona ya abiertamente su liderazgo por parte de algunos ambiciosos “barones”. Se siente cansado, harto, traicionado, pero su moral permanece alta. Es un corredor de fondo de la política y en épocas pretéritas, no demasiado lejanas en el tiempo, ya ha tenido que tomar decisiones dolorosas y traumáticas. Si tiene que irse, se irá, dejará el campo de batalla por sorpresa, antes de lo que piensan sus enemigos. Así arruinará sus planes a largo plazo. Será sólo una batalla perdida y jamás arriará sus banderas. Tiene mucha vida política por delante y a no tardar volverá a la arena política con nuevos proyectos, con un nuevo partido cohesionado, fiel, y capaz de ilusionar nuevamente a la sociedad española. Que le admira, que le quiere y se siente agradecida por su labor valiente, inteligente y abnegada de los últimos años.

No cabe la menor duda que el rey Juan Carlos en esos días ya había dado garantías a los capitanes generales sobre la próxima defenestración de Adolfo Suárez. Les había tranquilizado sin duda sobre el futuro inmediato de la nación. Pero también resulta evidente que éstos no se habían quedado tranquilos con las previsiones regias y que la operación involucionista de Mayo (no de coroneles, como se dijo en determinada prensa, sino de capitanes generales auxiliados por sus Estados Mayores, por coroneles y tenientes coroneles jefes de cuerpo y por el aparato político-periodístico franquista) no fue desactivada ni por esas previsiones ni siquiera por la dimisión de Suárez el 29 de Enero de 1981. Siguió su curso de planeamiento y sólo sería abortada en última instancia tras el afortunado “fichaje” del capitán general Milans del Bosch para la maniobra político-militar desencadenada en la tarde-noche del 23 de Febrero de 1981 (el falso golpe militar del 23-F). Maniobra que no se desarrollaría, ni mucho menos, como la previeron sus organizadores por varias razones pero, sobre todo, por la “salida de guión” de uno de sus más importantes protagonistas: el teniente coronel de la Guardia Civil Tejero Molina.

Por cierto, en relación con el abigarrado conjunto de libros, libelos, novelas y panfletos que sobre el 23-F se han lanzado a los sorprendidos ojos de los españoles durante los últimos treinta años, mucho se ha escrito también, en especial en ambientes de la extrema derecha, sobre un hipotético y rocambolesco encuentro de tres tenientes generales (Milans del Bosch, Merry Gordon y González del Yerro) con el presidente Suárez en La Zarzuela, con pistola de por medio, durante el despacho de éste con el rey el día 22 de Enero de 1981. Incluso, algún que otro intrépido periodista de renombre se atrevió a publicar un libro (“El quinto poder” 1995) con ese falso suceso como “leiv motiv”, lo que provocó de inmediato la airada protesta en la prensa del mismísimo Adolfo Suárez (“Historia de la democracia”. Capítulo diez. El Mundo. 1995) quien tuvo a bien remitir al desinformado autor, y a todos los ciudadanos españoles amantes de la verdad, a las modestas investigaciones del que esto escribe publicadas en 1994 (“La transición vigilada”) y que según el ex-presidente del Gobierno español, ahora fallecido, eran absolutamente veraces.

El suceso, inventado en ambientes de la extrema derecha castrense, se recogió así en numerosas publicaciones y medios de comunicación: El presidente del Gobierno, invitado a tomar café con el monarca después del despacho, se habría topado con los tres altos mandos militares quienes, en una ausencia interesada de don Juan Carlos, le habrían planteado la necesidad de su urgente dimisión. En el curso del forcejeo dialéctico consiguiente, uno de los tres generales habría reforzado sus argumentos intimidatorios contra Suárez sacando “sus poderes” a relucir en forma de pistola reglamentaria colocada sobre la mesa. En este hipotético escenario, el presidente en un principio habría discutido acaloradamente con sus supuestos interlocutores para sucumbir después de manera incondicional ante la razón de la fuerza. Cuando el rey hizo nuevemente acto de presencia en la sala, la dimisión presidencial estaba ya ampliamente “consensuada”.

Semejante secuencia, propia mas bien de una película de espías y golpes de Estado tercermundistas no resiste el menor análisis riguroso: los tenientes generales, los máximos responsables de los Ejércitos en los países civilizados (y España aún con el lastre de cuarenta años de dictadura seguía siendo civilizada y europea en ese dramático año de 1981), por muy autoritarios que sean y por mucho que aspiren a cambiar el régimen político imperante en la nación que les ha aupado a tan altos puestos de la jerarquía castrense, no andan por ahí sacándole las pistolas al jefe de Gobierno de turno para meterle el miedo en el cuerpo y conseguir su renuncia; una actitud así es impensable, falta de inteligencia, pueril, ridícula, aparte de inoperante y totalmente inapropiada para conseguir tales fines puesto que ningún presidente de Gobierno elegido democráticamente (absolutamente ninguno) cedería jamás a tan burda maniobra, dejándose en el embite, si fuera preciso, su propia vida. Hay ejemplos recientes muy relevantes de conductas impecables, casi heroicas, protagonizadas por carismáticos líderes democráticos (en estos momentos mi recuerdo está con el valeroso presidente de Chile, Salvador Allende) que prefirieron la muerte antes que claudicar ante la sinrazón y la barbarie de las armas. Por supuesto, que el presidente Suárez (y así lo expresó él mismo después con toda firmeza) nunca hubiera aceptado tamaño chantaje. Tenía arrestos más que suficientes para haberse opuesto a él con todas las consecuencias. Pero es que, además, esta demencial historia (que, repito, ha sido recogida a lo largo de los años por numerosos periodistas y autores de versiones noveladas del 23-F), este rocambolesco episodio de los tenientes generales, presuntamente golpistas, ejerciendo de pistoleros al más puro estilo “hollywoodense”, utilizando al rey como “partenaire” y el palacio de La Zarzuela como “saloon” para sus aventuras políticas, nació en los ambientes más ultras de las Fuerzas Armadas y fue puesta en circulación interesadamente para seguir desestabilizando al Ejecutivo después del triste suceso de la Carrera de San Jerónimo de Madrid; utilizando para ello los muchísimos panfletos que, permisivamente, recorrieron los cuarteles hispánicos de norte a sur y de este a oeste.

Los altos mandos del Ejército, los tenientes generales, por supuesto que presionaron (y amenazaron) para conseguir la dimisión de Adolfo Suárez. Pero, ni personal ni colectivamente, le plantearon directamente sus exigencias al presidente. Utilizaron para esa presión institucional nada menos que a su capitán general, a su superior jerárquico constitucional, al jefe supremo de las FAS: el rey. Y desarrollaron esa presión contra Suárez de manera inmisericorde durante meses, sobre todo a lo largo del mes de Enero de 1981 en el que el pulso castrense fue brutal. En audiencias personales, en escritos colectivos de dudosa legalidad, en charlas informales con motivo de eventos castrenses tradicionales e, incluso, en documentos reservados de los servicios de Inteligencia fuera de los conductos reglamentarios, los “príncipes de la milicia” españoles plantearon una y otra vez al rey la necesidad de moderar la marcha de la transición política buscando soluciones urgentes para el terrorismo, los sentimientos nacionalistas exacerbados, la preocupante situación económica del país, el estado de las FAS...; en una palabra, modificando el rumbo de la nave del Estado por el expeditivo sistema de relevar del puesto, de un plumazo, a su capitán. Peticiones o presiones de los altos jerarcas del Ejército que, por antirreglamentarias y por ser cursadas fuera de los cauces normales de relación jerárquica e institucional, pusieron en un grave aprieto a su regio destinatario.

El 22 de Enero de 1981, efectivamente, el presidente Suárez despacha con el rey en La Zarzuela. Los problemas son muchos y muy variados y la reunión, según informaciones fiables, es muy tensa, difícil. El rey, ya desde las Navidades pasadas, viene optando por los militares en su contencioso contra Suárez. Está al corriente tanto de los golpes castrenses en preparación (el “turco” de Mayo y el “primorriverista” de Milans) como de los contactos que mantiene su fiel Armada para buscar, urgentemente, una salida constitucional a la grave crisis que padece el país. Dentro de las necesarias medidas previas a esta “Solución Armada” figuran, en lugar destacado, la dimisión de Adolfo Suárez y el traslado de Armada a Madrid desde su puesto de jefe de la División de Montaña Urgel número 4, por lo que don Juan Carlos comienza el despacho interesándose por este último tema, ya tratado en anteriores ocasiones con Suárez.

Adolfo Suárez le hace ver a don Juan Carlos que el cambio de destino a Madrid del general Armada puede ser prematuro en esos momentos. Ni la jefatura de Artillería ni la segunda jefatura del Estado Mayor del Ejército, únicas vacantes que podría cubrir, son puestos con la relevancia necesaria para él, aunque el segundo de ellos sea importante a nivel ejecutivo. Convendría pues esperar su ascenso a teniente general y destinarlo después a un cargo acorde con sus cualidades y conocimientos profesionales. Don Juan Carlos, con reflejos, no insiste, cambia el tercio de la conversación y aborda otros temas: viaje real al País vasco, situación en el Ejército en las últimas semanas, novedades en política exterior...No quiere dar la impresión de que está profundamente interesado en tener cuanto antes a Armada en Madrid. Como, efectivamente, así era.

Esta entrevista del presidente del Gobierno con el rey, el 22 Enero de 1981, resulta determinante para la dimisión del primero. Sin rocambolescas presiones de generales golpistas “in situ” pero con la evidencia clara por parte de Suárez de que éstas existen, de que los militares están preparándose para la acción (el CESID le había elevado un preocupante informe sobre las maniobras involucionistas en marcha en Noviembre del año anterior), de que don Juan Carlos, seriamente preocupado, busca ya una salida constitucional a la situación al margen de su persona, y de que su partido, la UCD, está abocado a la desunión e incluso a la desintegración próxima... en su mente de hombre de Estado empieza a abrirse camino la solución más digna para todos sus problemas. Hay momentos, piensa sin duda, en que un gran hombre (y él en esos momentos se tiene en una gran autoestima), un gran político (y él se sabe con un haber público incuestionable y una gran admiración por parte del pueble español), debe saber decidirse por lo más doloroso a título personal para dejar la puerta abierta a la esperanza colectiva... y a un regreso triunfal cuando cambien las circunstancias.

Se siente triste, incomprendido y abandonado en la soledad del poder, no por el pueblo sino por una clase política vengativa y ruin que no le perdona sus éxitos en una transformación política sin parangón en la historia. A los militares, a los generales franquistas que no pueden comprender el trascendental momento histórico que vive el país, los desprecia en lo más íntimo de su ser, los ignora. El Ejército siempre ha sido una gran rémora para sus planes políticos; tendrá que maniobrar rápidamente para desmontar su órdago institucional antes de que sea demasiado tarde.

Adolfo Suárez sale de La Zarzuela el jueves 22 de Enero de 1981 más pronto que de costumbre. Debe viajar a Sevilla por asuntos políticos. El rey, molesto y preocupado después del encuentro, le llama al aeropuerto. Le dice que comprende su postura sobre los temas tratados esa misma mañana en el despacho oficial: destino de Armada, análisis de la situación militar, perspectivas políticas..., le da ánimos. Pero esa llamada telefónica será ya definitivamente la certificación de la ruptura, de que todo ha acabado entre ellos a nivel político; sólo un residual sentimiento de amistad y agradecimiento recíproco sobrevivirán a la separación definitiva.

El domingo 25 de Enero toma el presidente Suárez, definitivamente, su decisión de dimitir. En la mañana del lunes 26 les comunica esa decisión (irrevocable) a sus más íntimos colaboradores. Solicita de inmediato una audiencia al rey. El martes 27 acude a La Zarzuela y ofrece, protocolariamente, unas prudentes explicaciones al monarca: aumento de todo tipo de enfrentamientos en la UCD, pérdida creciente apoyos sociales, campaña de prensa contra su persona, bloqueo de la situación política... No son necesarias. Don Juan Carlos, ni sorprendido ni preocupado, se interesa mucho más por la salida constitucional de la crisis recabando el apoyo del general Sabino Fernández Campo. Todo muy frío, muy esperado. Hasta tal punto que el presidente del Gobierno se sorprende, según comentaría después a sus fieles, por la excesiva naturalidad del rey al buscar rápidamente su sustituto en la cúspide del Ejecutivo.

El 29 de Enero de 1981, a las ocho de la tarde, la imagen del primer presidente de Gobierno de la democracia española después de la etapa franquista aparece patética en los televisores del país: “Me voy sin que nadie me lo haya pedido”. El subconsciente le juega una mala pasada haciendo bueno el adagio latino: “Excusación no pedida, acusación manifiesta”. Habla de otras cosas, intenta vestir el muñeco de su retirada, buscar una justificación creíble para la mayoría de los ciudadanos (la situación política es delicada), pero en su fuero interno sabe que los generales franquistas a los que despreció o minusvaloró, quizás imprudentemente, le han ganado la partida. Contiene la rabia, la impotencia. Se va, pero no está vencido. En lo más profundo de su alma está seguro de que esta despedida supone solo el final de una desgraciada batalla, no de la guerra. Volverá y pronto. Un político como él, con los servicios prestados a la nación, a la democracia, no puede perder definitivamente.

Adolfo Suárez, uno de los mejores políticos españoles de todos los tiempos, el hombre carismático que con su sola presencia encandilaba a sus adversarios, el providencial artífice de unos pactos de La Moncloa que asombraron al mundo, termina su intervención ante las cámaras de la televisión. La historia política de este país, ingrato y difícil, acaba de pasar una de las más brillantes páginas de solidaridad y consenso que jamás se hayan escrito aunque, todo hay que decirlo, muchos de sus protagonistas secundarios tuvieran que dejar en el camino buena parte de sus convicciones e ideales.

El español de a pie, sorprendido por la inesperada despedida de su presidente, se pregunta incrédulo ante el televisor: ¿qué ha pasado?, ¿qué vendrá ahora? Estoy seguro de que la inmensa mayoría de los que vimos aquel día el discurso televisivo del señor Suárez intuimos, con cierta preocupación, que lo peor estaba todavía por venir.

                                 Fdo: Amadeo Martínez Inglés

                                 Coronel. Escritor. Historiador.

                   (De su libro: “23-F: El Golpe que nunca existió”