Sobre inmunidad y privilegios Imprimir
Monarquía - Casa irreal
Escrito por José Antonio Martín Pallín   
Sábado, 21 de Julio de 2018 05:43
El intento de petrificar la inviolabilidad del Rey emérito, extendiéndola a todo el tiempo que duró su mandato y a toda clase de delitos, no es compatible con la doctrina internacional y la jurisprudencia de nuestros tribunales

Según los teólogos que justificaron las monarquías absolutas, el poder de los reyes emana de Dios, por lo que sólo pueden responder ante el ser supremo. En consecuencia, la inviolabilidad tenía un origen divino y no podía ser discutida por los hombres sin el riesgo de exponerse a duras sanciones. Como decía San Pablo en su Epístola a los romanos, quien se opone a las autoridades se opone a los designios de Dios y tendrá que presentarse ante la justicia.

 

La prepotencia absolutista cedió ante el impulso arrollador de la Revolución Francesa, que redujo a los monarcas absolutos a simples ciudadanos sometidos al imperio de la ley. La evolución posterior no desembocó en una total igualdad ante las leyes: permanecieron algunos de los resabios del pasado, que se trasladaron a monarquías parlamentarias y repúblicas, pero ya no por prerrogativas divinas, sino por acuerdos parlamentarios aprobados por la soberanía popular.

Durante el siglo XIX y gran parte de principios del XX, se mantuvieron, con carácter general, inviolabilidades, inmunidades y privilegios. Anticipándose a épocas venideras y marcando el camino que consagraría la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), la Constitución de los Estados Unidos de 1787 ya establecía que el presidente puede ser apartado de su puesto por incumplimiento de los deberes del cargo y exigía responsabilidad en los casos de traición, cohecho u otros delitos y faltas graves.

Todas las Constituciones posteriores conceden ciertos privilegios a los jefes del Estado cuando se trate, exclusivamente, de actos realizados en el ejercicio de las funciones propias de su cargo. Esta interpretación ha sido asumida por todos los Estados democráticos modernos y es de común aceptación por los tribunales constitucionales.  España se ha incorporado a esta corriente dominante en las sociedades democráticas al adaptar, en el año 2015, las normas internacionales sobre los privilegios e inmunidades de los jefes de Estado. 

Nuestra Constitución de 1978 proclama que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida por el Gobierno o los ministros, careciendo de validez sin dicho refrendo. Parece obvio que ningún ministro puede refrendar homicidios, violaciones, fraudes o cualquier otro hecho delictivo ajeno a las funciones propias de su cargo. No creo que a nadie se le ocurra mantener, a estas alturas, que el Rey goza de una inviolabilidad absoluta o ilimitada, cualquiera que sea la naturaleza de los hechos delictivos que pueda o haya podido cometer.

También los parlamentarios tienen reconocida la inviolabilidad por las opiniones manifestadas “en el ejercicio de sus funciones”, mientras que respecto de la prerrogativa de la inmunidad disponen de una doble acotación: material (“salvo en caso de flagrante delito”) y temporal (“durante el período de su mandato”). Así lo ha consagrado de forma unánime la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Cuando se constata que un aforado ha perdido su condición, esta prerrogativa ha de ser objeto –al igual que las restantes que conforman el estatuto del parlamentario– de una interpretación estricta en atención al interés que preserva, interés que decae cuando se pierde la condición de parlamentario.  

Si las declaraciones de Corinna zu Sayn-Wittgenstein –profusamente difundidas y comentadas en los medios de comunicación– fuesen ciertas, implicarían al Rey emérito Juan Carlos I en hechos que, en principio y de forma provisional e incluso dubitativa, podrían ser considerados como constitutivos de delitos de blanqueo de capitales y fraude fiscal. Hemos podido comprobar cómo, con muchos menos mimbres, la Agencia Tributaria ha iniciado investigaciones por hechos análogos a los publicados. Por cierto, algunos manifiestan que acaban de conocerlos, mientras que otros sabíamos ya de su existencia a través de prestigiosos periódicos extranjeros.

Para tratar de evadirse de un delicado problema político, diversos sectores han hablado de la inviolabilidad del Rey, en la época en que los hechos se dicen realizados, para explicar la imposibilidad de investigarlo. Este argumento choca frontalmente con lo que hemos venido exponiendo sobre la limitación temporal y personal de las inmunidades y privilegios, incluida la inviolabilidad. Es cierto que no hay una previsión legal, puesto que el Gobierno se encontró en 2014 con la inesperada abdicación del Rey Juan Carlos, que no estaba prevista en la Constitución.  Salió del paso de forma precipitada, admitiéndola y proclamando Rey a Felipe VI, pero se olvidó de regular el estatuto del denominado Rey emérito, al que atribuyeron, únicamente, fuero personal ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo por los hechos delictivos que hubiera podido cometer. En mi opinión, la inviolabilidad no puede mantenerse, porque nunca ha existido, respecto de los delitos cometidos durante su reinado, siempre que sean ajenos a las funciones propias de su cargo.

La respuesta más acertada para aclarar el alcance de la inviolabilidad de los jefes de Estado la podemos encontrar en la decisión del Tribunal de Justicia de la Cámara de los Lores al resolver la petición de extradición del general Pinochet solicitada por España. Con la concisión y el rigor lógico, propio de la cultura judicial anglosajona, al debatirse la vigencia de la inmunidad de los jefes de Estado, la mitad de la Cámara se había decantado por acceder a la petición española. La decisión dependía de Lord Nichols, que se inclinó por la entrega, con un razonamiento lapidario: “Es inconcebible que la tortura de los propios súbditos y de ciudadanos extranjeros pueda ser interpretada por el derecho internacional como la función normal de un jefe de Estado”.

Lo accidental era la clase de delitos por los que era reclamado, pero lo esencial radicaba en la confirmación del común sentir internacional, que solo admite la inviolabilidad en los casos en que los jefes de Estado realicen funciones propias de su cargo.

No creo que haga falta un minucioso estudio jurídico o político para llegar a la conclusión de la imposible cobertura, con un manto de impunidad, de unos hechos que, en el caso de que resulten probados, son inequívocamente impropios de un jefe de Estado, que no tiene entre las funciones propias de su cargo las de blanquear dinero o eludir el pago de impuestos.

El intento de petrificar la inviolabilidad, extendiéndola a todo el período que duró su mandato y a toda clase de delitos, no es compatible con la doctrina internacional y la jurisprudencia de nuestros tribunales. En ningún caso alcanzaría a los hechos que, al margen de su carácter delictivo, merecen el rechazo de una sociedad democrática. Las “razones de Estado” serían demoledoras para la estabilidad y la salud de nuestro sistema político, tan necesitado de confianza.

 

José Antonio Martín Pallín, es magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).

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Fuente: CTXT

Viñeta de Malagón