El dios de las pequeñas rendijas |
Laicismo - Ciencia vs. religión |
Escrito por Javier Peláez. |
Martes, 31 de Julio de 2012 05:50 |
Ninguna multinacional tiene tantas sucursales, ninguna empresa engloba tanto personal a su cargo y ningún holding ha podido sacar al mercado un producto más rentable. Jamás ha existido un negocio tan beneficioso y duradero a pesar de haber demostrado con el paso del tiempo estar tan radicalmente equivocado en sus afirmaciones. Es el sueño dorado de cualquier empresario: crecer sin límite sin que ninguno de tus errores detenga tu prosperidad. El trascurrir de los siglos, el avance del conocimiento o el descubrimiento de toda una pléyade de evidencias en su contra apenas han servido para arañar levemente el descompensado poder que aún ostenta la religión si tenemos en cuenta el total de ocasiones que ha errado en sus convicciones. Al parecer somos tremendamente comprensivos con los errores divinos mientras que cargamos de inmediato la bayoneta con los deslices humanos. Y el truco de esta asombrosa longevidad y rentabilidad es simple, laborioso sí, pero simple... convencer al personal de que existen dos realidades: la terrenal y la celestial. Lo físico y lo metafísico. El conocimiento humano, racional, deductivo, científico de todo lo que te rodea, y los misteriosos e insondables caminos del Señor. Mi reino no es de este mundo, decía la segunda de las tres partes unitarias del mayor pleonasmo inventado por el hombre. Un ímprobo y continuado trabajo que, llevado a cabo durante algunos milenios, nos presenta un cosmos roto, quebrado, partido en dos, en el que una mitad es observable, tangible, medible y finalmente comprensible, mientras que la otra mitad, revelada desde un trono superior, tan solo existe mediante el esforzado empeño de creer en ella. A esta tozudez en ignorar las evidencias, a ese costoso empecinamiento en olvidar la realidad, a esa tenaz obstinación en pasar por alto el conjunto de conocimientos, experiencias y datos del mundo real, es a lo que algunos ensalzan y llaman fe. Un empeño que en ocasiones roza la cabezonería y que, inexplicablemente, se ha conseguido vestir de virtud... cuanto más olvidas lo abrumadoramente improbable que es esa realidad divina, más virtuoso eres. Una herramienta poderosa capaz de convencer a tíos grandes como camiones de que le esperan ríos de leche y miel a su llegada al paraíso. Una venda en los ojos que te invita a obviar esos pequeños inconvenientes que presenta lo que algunos llamamos realidad, con la promesa de grandes intereses en "preferentes" a cobrar cuando llegues al cielo. No seré yo quien juzgue a cada cual su capacidad de endeudarse en esta vida para cobrar los réditos de su rendición terrenal en una más que improbable secuela rodeado de nubes blancas cual queso philadelphia y querubines de hermosos carrillos tocando arpas. Allá cada cual con sus creencias irracionales y su derecho a dirigir su vida personal de acuerdo con las rancias normas de unos pastores nómadas de hace tres milenios. Sin embargo, el lio se monta cuando una religión no sólo se contenta con invitarte a ignorar el mundo real sino que, dando un paso al frente, se presenta voluntaria para explicártelo. Es aquí cuando aparecen absurdos elefantes sosteniendo mundos planos sobre infinitas tortugas, jerarquías de ángeles y arcángeles luchando con espadas de fuego, hombres creados con barro y mujeres sacadas de costillas ajenas. Una sabiduría divina que, revelada mediante ciencia infusa, desciende del Olimpo para explicar y ordenar el mundo humano pero que, a poco que se piense, descansa sobre unas bases realmente endebles. Tras adjetivos tan sonoros como ubicuo, omnisciente, omnipotente, se esconde un gigante con pies de barro. Un débil equilibrio de naipes que se viene abajo, no ya con un simple soplido, sino a veces con una sola mirada. Castillos que se derrumban al mirarlos.
Una mirada curiosa, para muchos impertinentemente curiosa. Una mirada reflexiva y crítica hacia lo que nos rodea. Una mirada como la de James Hutton, el geólogo que derrumbó el milenario mito de la creación solamente observando unas piedras. Todos estos libros que la Iglesia considera sagrados y canónicos fueron escritos con la inspiración del Espíritu Santo. Y no admitimos la existencia de errores en ellos porque la inspiración divina excluye por sí misma todo error, además de ser cuestión necesaria pues Dios es la Verdad Suprema y es incapaz de enseñar error alguno. Esta aplastante seguridad con la que se mostraba la Iglesia a finales del siglo XIX no era más que la respuesta a un enemigo desconocido para ellos y que a estas alturas ya era casi imparable: los movimientos científicos, materialistas y racionalistas que habían surgido dos siglos antes con naturalistas como Lamarck, Darwin, Wallace o Linneo; una amenaza que posteriormente se vio aumentada con el nacimiento de figuras claramente enfrentadas a sus postulados más generales como Holbach, Diderot, de La Mettrie o Laplace, y finalmente empeorada con personajes directamente atacantes como Feuerbach, Engels, Nietzche o Marx. Son tan sólidos los principios de la fe católica y tan en armonía con las exigencias de la lógica, que son más que suficientes para convencer al entendimiento más exigente y a la voluntad más rebelde y obstinada.
Frente a la razón y el avance de las causas materiales del mundo, la Iglesia se mantuvo durante varios siglos en sus trece sin mover ni un ápice sus postulados a pesar de los nuevos descubrimientos y teorías científicas. Para ir más allá de esta toma de posición del Concilio, deseo que teólogos, sabios e historiadores, animados de espíritu de colaboración sincera, examinar a fondo el caso de Galileo y, reconociendo lealmente los desaciertos vengan de 1a parte que vinieren, hagan desaparecer los recelos que aquel asunto todavía suscita en muchos espíritus contra la concordia provechosa entre ciencia y fe, entre Iglesia y mundo. Doy todo mi apoyo a esta tarea, que podrá hacer honor a la verdad de la fe y de la ciencia y abrir la puerta a futuras colaboraciones. Sin embargo, estas tardías concesiones a la racionalidad y a la ciencia, no son más que parodias de sí mismas puesto que van seguidas de los mismos dogmas milenarios insertos en los escritos sagrados. No hay razonamiento posterior, se quedan en la superficie... decir (en 1982) que probablemente Galileo tenía razón, que se pasaron un pelín con el astrónomo de Pisa y que la Tierra parece que finalmente gira alrededor del Sol, nunca fue acompañado de una mirada crítica hacia otras posibles fallas en sus creencias. Supongamos que pudiésemos revivir a un cristiano culto del siglo XIV. Demostraría ser un completo ignorante en todo lo que no fuesen asuntos de su fe. Todo lo que creyese saber de geografía, astronomía o medicina avergonzaría hasta a un niño, pero sabría a la perfección más o menos todo lo hoy se sigue afirmando de dios.
La moderación religiosa de las últimas décadas no es más que una nueva estrategia, un nuevo paso defensivo ante la apisonadora en la que se ha convertido el avance del conocimiento humano. Moderación, adaptación, reducción.
Durante la conmemoración del bicentenario del nacimiento de Charles Darwin en febrero de 2009 tuve la suerte de asistir a un ciclo de conferencias sobre el naturalista británico en la Biblioteca de la Junta en Granada. En una de estas charlas, perdón pero no recuerdo el su nombre, el conferenciante hizo una breve referencia a los creacionistas (en un sentido amplio de la palabra) diciendo que, irónicamente, es uno de los colectivos que más ha evolucionado en los últimos tiempos. Si las hipótesis científicas se oponen directa o indirectamente a la doctrina revelada por Dios, entonces sus postulados no pueden admitirse en modo alguno.
El ejemplo más claro y reciente fue la invitación a Stephen Hawking por parte del Vaticano para que les explicara con más detenimiento el Big Bang... evidentemente, la existencia de una teoría así es vista con buenos ojos ya que pone un inicio al Universo que puede ser maleable e interpretable como un acto de creación... perdón, de Creación. A Dios no lo podemos ver, ciertamente, con los ojos del cuerpo, pero sí podemos contemplar sus obras. Así como por vista de un cuadro deducimos la existencia del pintor, cuya es la obra -puesto que la existencia del efecto supone la existencia de la causa que lo produjo-, así también podemos remontarnos de los seres creados al Creador, causa primera de todo cuanto existe.
Un argumento largamente utilizado, el ejemplo de arriba corresponde a un texto de principios del siglo XX, y que se adapta a la perfección a los nuevos retos que la ciencia suponía para la religión. El dios de las pequeñas rendijas.
Entre ataques velados a la soberbia de la ciencia, despunta esta corriente de pensamiento religioso que aprovecha las rendijas y huecos del conocimiento humano para colar la existencia de su ser divino. ---------------------------- Fuente: Cuaderno La Aldea irreductible. |