Las certezas de las religiones PDF Imprimir E-mail
Laicismo - Ciencia vs. religión
Escrito por Clemente García   
Sábado, 17 de Marzo de 2012 05:34

ReligionesAsegura un lector en un comentario: «no me apura desconocer la religión musulmana o la hindú, ya que la ÚNICA religión verdadera es la católica».
  [Parece ser que en el mundo virtual escribir con mayúsculas equivale a gritar. Por eso he mantenido la palabra "única" en mayúsculas: para dejar constancia de toda la energía que el lector quiso transmitirnos con su mensaje].

Aseguran con la misma fuerza los musulmanes que no hay más dios que Alá – y que Alá es grande.
Aseguran los krisnaítas que el más digno de nuestra adoración es el dios Krisná.


Aseguran los sintoístas que se ha de reverenciar a la diosa Amaterasu.
Aseguran los shivaistas que Shivá es el dios más importante de la trinidad hindú (Shivá, Brahmá y Visnú).
Aseguran los cristianos unitarios que la razón está del lado del que niega la santísima trinidad católica.
Aseguran los luteranos que los papas católicos no son en absoluto representantes de Dios en la tierra.
Aseguran los seguidores de la religión rastafari que Haile Selassie es un enviado divino para la liberación de África.
Aseguran los bahaístas que Bahaulá es el único mesías verdadero que todas las demás religiones también prometen.
Aseguraban los antiguos egipcios que Osiris resucitó al tercer día después de muerto (¡por qué me sonará tanto esta historia!).
Aseguraban sin ningún asomo de duda los antiguos griegos que Afrodita era la más bella de las diosas.
Aseguraban los celtas que Balar contaba con un ojo en la frente y otro en la parte posterior de la cabeza... 

Sostenemos muchos que si cualquiera de esos dioses – o todos ellos – existieran, no haría falta siquiera pedir pruebas de su existencia.
Preguntamos unos cuantos inocentemente por qué, si realmente existen, les gusta tanto jugar al escondite.
Observamos algunos que, de los miles de dioses con los que cuenta la humanidad, el dios que nuestra familia y nuestro entorno nos enseñan como cierto cuando somos niños, es, casualmente, el único verdadero. ¡Qué maravillosa coincidencia y qué gran suerte! Siempre gusta saber que uno está en el equipo de los que mejor juegan.
Opinamos ciertos de nosotros que todos los humanos somos ateos, en mayor o menor medida. Algunos lo somos de todos los dioses, vírgenes, profetas y santos, mientras que otros lo son de todos menos de unos pocos: los que les calzaron en sus mentes siendo niños, variables según el rincón del mundo, la familia y la época en la que nacieran.

La religión de mi infancia fue el catolicismo, como supongo también fue la del lector al que aludo al inicio de este artículo. Pero, en mi caso, la facilidad con la que me daba cuenta de que los dioses de otros lugares y otras épocas eran simples mitos me hizo percatarme de que quizá también era un mito aquel dios al que querían que venerase pero que no me podían mostrar.

No tengo nada personal contra los seguidores de ninguno de los dioses en particular. De la misma manera que mantengo que no existe el dios o los dioses a los que adora una religión dada, opino que también son imaginarios los dioses a los que adoran las otras... No es personal, ya les digo. Fundamentalmente porque pienso que lo que importan son los actos, mucho más que las creencias. Como ya he hecho otras veces antes, quiero recalcar mi respeto al derecho que cada persona tiene a creer en lo que quiera y mi admiración por las buenas acciones que realicen los incondicionales de Dios, Yahvé, Alá, Ganesha, Mamacocha....

¿Por qué, entonces, esa insistencia mía en difundir la opinión de que todos los dioses son imaginarios? «Déjenos usted en paz, a cada uno con nuestras creencias», podría decirme un cristiano, un mahometano, un animista, un adorador de Baco, un seguidor de la iglesia Elvis-sigue-vivo...
¿Por qué mi insistencia, me preguntan?

En primer lugar, porque no quiero desaprovechar mi condición de favorecido por el azar. En buena parte del mundo aún hoy me matarían por escribir las cosas que escribo. Y lo mismo me habría ocurrido de haber nacido yo aquí mismo unos siglos antes. Algunas religiones – gracias a todo el terreno que no les ha quedado más remedio que ir cediendo – en este minuto de la historia de la humanidad, y en sólo algunos pequeñas zonas del planeta, se nos presentan con cara amable tolerando que los ateos hablemos. Así que hago uso de mi situación privilegiada.

En segundo lugar, creo que, en honor a las tantísimas personas que sufren hoy en el mundo la opresión de los fanatismos religiosos, los ateos que contamos con la suerte y la libertad de proclamarnos tales no tenemos derecho – no sería moral, creo yo – a mirar para otro lado. Como a Sócrates, me gusta pensar que «soy un ciudadano, no de Atenas o de Grecia, sino del mundo». No creo que sea ni bueno ni ético obviar cómo se comportan los religiosos exaltados cuando se sienten fuertes.

  En tercer lugar y sobre todo, me parece que las futuras generaciones disfrutarán de un mundo mejor si el laicismo consigue ser moneda de uso corriente en cuantos más países mejor, Ya expuse mi opinión sobre en qué consistía el laicismo en un artículo anterior (¿Qué es el laicismo?), así que no me repetiré en exceso. Simplemente déjenme insistir en mi idea de que el laicismo sirve para la convivencia pacífica de los creyentes de todas las religiones con los que no siguen ninguna y también entre sí.

Me había prometido a mí mismo que, para variar, el artículo de hoy no fuera demasiado largo. Parece que lo he conseguido.
Permítanme otra novedad: que acabe con una foto. Me gusta esta foto. Ya sé que se trata tan sólo de un niño jugando entre adultos, pero me resulta extraordinariamente simbólica.

Me pueden llamar ingenuo pero, al contemplarla, me da por pensar que si las democracias aconfesionales llegan a ser tales en cuantos más lugares mejor, ni mis hijos ni mis nietos se verán nunca obligados, si no lo desean, a plegarse ante las supersticiones impuestas por otros.

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Fuente: clementegarcianovella.blogspot.com