Faluja, las huellas del crimen PDF Imprimir E-mail
Imperio - Palestina, Israel y Mundo árabe
Escrito por Higinio Polo /UCR   
Sábado, 09 de Julio de 2016 00:00

Haider al Abadi, el primer ministro iraquí, fue el día 26 de junio a Faluja: quería izar la bandera iraquí en la ciudad mártir. Faluja, a sesenta kilómetros de Bagdad, ha visto, desde la invasión norteamericana de 2003, cómo la muerte se adueñaba de sus calles. En 2004, las tropas norteamericanas bombardearon con fósforo blanco la ciudad, pese a las convenciones internacionales, sin temor a la comisión de crímenes de guerra. Eran los años en que, tras el inicio de la guerra, la partición práctica del país entre territorios kurdos, sunnitas y chiítas (cuando, antes, la población vivía mezclada sin problema), y el derrocamiento de Sadam Hussein, instauraron el caos, el pillaje, los asesinatos cotidianos, y, también, la insurgencia de grupos iraquíes que luchaban contra la ocupación militar norteamericana. Muchos de los militares de Sadam Hussein se incorporaron a la resistencia de inspiración laica; otros, pasaron a engrosar grupos islamistas, y la ceguera y la feroz represión indiscriminada del ejército norteamericano contra la población civil del país hicieron el resto.
 
A la presencia de al-Qaeda, creada por Estados Unidos, y de grupos armados al servicio de los múltiples servicios secretos que intervienen en el país, se unió la aparición de Daesh, creado en los mismos campamentos y centros de reclusión controlados por las fuerzas norteamericanas en Iraq, y que, después, recibieron apoyo logístico y armas desde países como Turquía, Israel, Arabia, Qatar y Pakistán, y que fueron tratados con benevolencia por Estados Unidos cuando creyó que Daesh podría ser útil para sus intereses, en uno de sus múltiples errores de esa disparatada política que ha llevado a la destrucción de Iraq y de buena parte de Oriente Medio.

La resistencia que se agitaba en Iraq en 2004 no tenía nada que ver con al-Qaeda, y Daesh no existía. Era, más bien, un conjunto de grupos armados que, alimentados por los militares del ejército disuelto de Sadam Hussein, intentaban oponerse a la invasión, impulsaban la lucha contra la ocupación militar, en un contexto caótico donde también actuaban decenas de destacamentos militares de dudosa filiación y financiación así como grupos de delincuentes armados. En esas fechas, Washington decidió imponer un duro castigo colectivo a los habitantes de la ciudad de Faluja, uno de los centros donde se había concentrado la resistencia a la ocupación. Faluja era una hermosa ciudad de trescientos mil habitantes. Allí se hizo fuerte el movimiento de resistencia al ejército norteamericano, y Estados Unidos no vaciló: bombardeó con saña la ciudad, que fue destruida en gran parte; los bombardeos y los incendios causados por las tropas norteamericanas iban de la mano de los bulldozers y excavadoras que fueron utilizadas por los estadounidenses para sofocar la resistencia, destruyendo calles y barrios, arrasando cualquier conato de vida. Los soldados avanzaban por las calles, derribando las casas, haciendo fusilamientos sumarios.

Durante toda la campaña de castigo, antes de que amaneciese cada día, se iniciaba el diluvio de bombas sobre Faluja, de obuses, fuego de artillería. Al mando norteamericano no le importó avanzar entre la población civil, y los soldados tenían orden de disparar contra todo lo que se moviese. Pese a que el Pentágono lo negó, sus soldados protagonizaron asesinatos indiscriminados entre los habitantes de Faluja. Testigos presenciales relataron cómo los militares mataban a gente dentro de sus casas “porque no obedecían las órdenes”; en realidad, era porque no entendían inglés, ni sabían qué era lo que les exigían los soldados. La operación de castigo destruyó tres cuartas partes de la ciudad, y mató a miles de personas: algunas fuentes hablan de seis mil muertos, otras, de muchos más. En apenas dos meses, doscientos mil habitantes de Faluja fueron expulsados. Aquellos crímenes de guerra protagonizados por los militares norteamericanos en 2004 siguen sin juzgarse, aunque sus responsables deberían comparecer como acusados ante el Tribunal Penal Internacional.

Quienes lograron salvar la vida entonces siguieron viviendo durante años entre las ruinas, hasta que los feroces islamistas de Daesh ocuparon la ciudad, y, en la última ofensiva, se encontraron con que el Estado Islámico incendiaba viviendas en la ciudad e impedía escapar de ella mientras los grupos paramilitares y las fuerzas de Bagdad, asesorados por el Pentágono, rodeaban Faluja. Desde principios de 2014, Faluja estaba en manos de Daesh, como Mosul, que sigue en su poder. El asedio y los bombardeos norteamericanos han creado de nuevo el horror: en los dos últimos años casi diez mil personas han muerto o han sido heridas por esos ataques, mientras el país sigue sumido en el caos. La escasez crónica de alimentos en Faluja, la falta de medicinas, ha creado situaciones desesperadas como la que llevó a una madre a lanzarse al río Éufrates con sus tres hijos, y a otras a ver morir a sus hijos de hambre. Las fuerzas paramilitares a las órdenes del gobierno de Bagdad protagonizaron desmanes y asesinatos en Tikrit y Ramadi, y, trece años después de la invasión norteamericana, sigue siendo habitual la aparición de decenas de cadáveres con las manos atadas por todo el territorio del país.

Faluja, la ciudad mártir, ha visto de nuevo las huellas del crimen, el perfil de las aves de presa, la brutalidad de la guerra, la refinada maldad de quienes deciden sobre la vida y la muerte desde lejanos despachos a dónde no llega nunca el hedor de los cadáveres. Porque Estados Unidos tiene una gran responsabilidad sobre todo lo que ocurre en Iraq, y es un país que sabe bombardear con precisión pero encuentra siempre dificultades insalvables para lanzar alimentos en vez de bombas, enviar medicinas en vez de obuses, porque los habitantes que seguían en Faluja, algo menos de cien mil, no disponían de medicamentos, ni casi de comida desde hacía semanas. Faluja ha sido liberada de Daesh, pero esa buena noticia sigue empañada por el recuerdo del horror, por las huellas del crimen y de una matanza que sigue oculta a los ojos del mundo.

 

Policías vigilando a miembros de Daesh.

 

Dibujo que hizo una niña sobre la triste historia de la madre de Faluja que, con sus tres hijos, desesperada, se arrojó al Éufrates.

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