De las barriadas de Puerto Príncipe a las favelas de Rio PDF Imprimir E-mail
Imperio - Latinoamérica
Escrito por Gara   
Domingo, 08 de Abril de 2018 05:16

Las fuerzas armadas de Brasil, que se revelaron como uno de los principales poderes a la hora de presionar la salida de Lula de la campaña electoral y su ingreso en prisión, tienen un historia reciente poco conocida pero que habla por sí sola de las ambiciones de una institución que sigue glorificando a los torturadores de la dictadura militar (1964-1985).

En 2004 las Naciones Unidas aprobaron la creación de la Misión para la Estabilización en Haití (MINUSTAH), luego de la crisis que llevó al exilio forzado al presidente legítimo Jean Bertrand Aristide (1996-2004). La Misión se proponía no ser sólo una intervención militar sino crear las condiciones para el desarrollo económico y la estabilidad social de la isla.

La MINUSTAH fue encabezada por Brasil, que fue el país que tuvo además el mayor número de efectivos. En el terreno internacional, el gobierno de Lula (2003-2010) quiso aprovechar la Misión para adquirir el prestigio internacional que le permitiera a Brasil ocupar un asiento permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Más de la mitad de los 7.000 soldados eran oriundos de países de América Latina, entre los que predominaban los que tenían gobiernos progresistas como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay, El Salvador y luego Paraguay, además de Honduras y Guatemala.

Brasil consiguió «exportar» políticas socioeconómicas exitosas en el país, según un estudio académico que analiza las relaciones entre la MINUSTAH y la creación de las Unidades de Policía Pacificadora (UPP), creadas en Rio de Janeiro cuatro años después del inicio de la misión haitiana. Según este trabajo, Haití sirvió para el entrenamiento y «una herramienta para mejorar las propias operaciones militares internas», o sea el control de las favelas*.

Las tropas brasileñas se encargaron de controlar los barrios más violentos de Puerto Príncipe, porque la experiencia anterior «en ambientes urbanos y pobres» (las favelas) les permitió manejarse mejor que los soldados de otros países. En tanto, «la experiencia en Haití posibilitó que Brasil adoptase nuevas prácticas para su propia seguridad pública doméstica», como señala el trabajo citado.

Las UPP pretendían ser una policía de cercanías y de apoyo al desarrollo de las comunidades, despejando el terreno de narcotraficantes para facilitar la entrada de servicios públicos, infraestructura, proyectos sociales, deportivos y culturales, además de inversiones privadas. Se proponía, por ese camino, mejorar la imagen de la policía, acusada de violaciones, asesinatos y desapariciones.

Para potenciar las sinergias entre la misión en Haití y la intervención en las favelas, la Policía Militar de Rio de Janeiro envió una delegación a Haití para acceder a los llamados «puntos fuertes», espacios recuperados de la delincuencia donde instalaban bases de patrullaje. En 2008 se implementó la misma política en la favela Santa Marta, donde se creó la primera UPP. El trabajo de comparación entre ambas experiencias, permite asegurar que el 90% de los soldados que participaron en la «pacificación» de las favelas, eran veteranos de Haití. En la ocupación del Morro da Providencia, la favela más antigua de Rio, «fuentes del ejército confirmaron haber usado las mismas técnicas empleadas por las tropas brasileñas en Haití».

Pasados diez años de la creación de las UPP, el fracaso es tan completo que a fines de febrero el Gobierno Federal decidió llamar a los militares para hacerse cargo de la seguridad en Rio. El resultado es trágico: los traficantes están siendo desplazados pero su lugar lo vienen ocupando, a lo largo de ésta década, los paramilitares apoyados por políticos de la ciudad. Un proceso casi idéntico al que vivió Colombia en las dos últimas décadas.

Los paramilitares o «milicias» como se las conoce en Brasil, son «comandados por policías, bomberos, vigilantes, agentes penitenciarios y militares, fuera de servicio o aún activos, que aterrorizan a la población más aún que los históricos señores del tráfico como el Comando Vermelho», según un amplio reportaje de “The Intercept Brasil”**.

El 65% de las acciones criminales son realizadas por los paramilitares que ensayan «un modelo de negocios basado en la extorsión y la explotación clandestina de servicios como gas, luz, televisión por cable y transporte colectivo». Conocí el mismo modelo, calcado exactamente, en las comunas de Medellín donde los militares y paramilitares expulsaron a las guerrillas en la década de 1990. En ambos casos, comenzaron como «autodefensas comunitarias» para proteger a la población, crecieron con el apoyo de políticos y ahora también venden drogas.

En 2006 las comunidades de Rio de Janeiro dominadas por los paramilitares pasaron de 42 a 92 y hoy están presentes en 37 barrios y 167 favelas de la Región Metropolitana, que cuenta con 12 millones de habitantes. «Cerca de dos millones de personas viven en áreas dominadas por las milicias», asegura el reportaje. Más aún, las UPP creadas por el Estado «dejaron territorios libres para las milicias».

Claudio Souza Alves, autor de un importante trabajo sobre las barriadas pobres de Rio, sostiene que los paramilitares no son un poder paralelo, sino «el» poder: «Además de estar integradas en gran parte por agentes públicos de seguridad, ellas ya eligen concejales, diputados, comandan secretarías de gobierno. Son parte del poder legalmente constituido».

En paralelo, la tasa de mortalidad por violencia crece sin parar. En 2015 era de 24,1 por cada 100.000 habitantes, saltando el año pasado a 32,5 en la ciudad. Pero en la Baixada, el cinturón marginado de Rio, alcanzó a 60,6 homicidios cada 100.000 habitantes. Las operaciones del Ejército desde la intervención, ignoran las áreas dominadas por los paramilitares, aunque en algunos barrios se registran 13 y hasta 17 horas continuas de tiroteos, sin que los policías y los soldados se inmuten.

Las Fuerzas Armadas brasileñas son un ejército de ocupación de su propio país, focalizado en los barrios populares con la excusa del narcotráfico, que dejan sembrados los territorios de la pobreza de paramilitares para controlar a la población. Mientras los militares realizan un control macro, instalando check-points a la salida de las favelas y haciendo patrullajes ostentosos, las milicias hacen el control micro, a escala barrial y de manzana, bloqueando la autonomía de los pobladores. Para esta tarea cuentan con el apoyo inestimable de las iglesias pentecostales, a las que pertenece el alcalde de Rio, Marcelo Crivella, elegido con su apoyo.

En el bando opuesto militaba Marielle Franco, la concejala feminista del PSOL que formó parte de la comisión que investigaba a las milicias que, según muchos observadores, son las responsables de su asesinato.

Este poder mafioso está creciendo de forma exponencial en América Latina. Es una amalgama de militares, empresarios, narcos y paramilitares, con buenas relaciones en el mundo del periodismo y de la política. Es la realidad de los grandes países, como Brasil, Colombia y México, pero también de Guatemala y Honduras, y están presentes en diversos modos en casi todas partes. Llevaron a Lula a la cárcel, pero su objetivo final es ejercer un control de hierro en los territorios de la pobreza para soldar la sumisión e impedir la resistencia.

 

*Tamara Jurberg, “Existe um diálogo entre a MINUSTAH e as UPPs?”, en revista “Plurimus”, julio-diciembre de 2005.


** “Tá tudo dominado”, 5 de abril de 2018 en https://theintercept.com/2018/04/05/milicia-controle-rio-de-janeiro/

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Fuente: Naiz