Chile: Salvador Allende, entre la memoria y el olvido Imprimir
Imperio - Latinoamérica
Escrito por Marcos Roitman Rosenmann   
Domingo, 10 de Septiembre de 2017 04:35

Los hechos significativos marcan el devenir de la historia chilena en el siglo XX. El triunfo de la Unidad Popular el 4 de septiembre de 1970 y el golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973. Fue el primer gobierno socialista salido de las urnas. En ambos acontecimientos la figura relevante fue Salvador Allende: médico nacido en 1908, fundador del Partido Socialista, declarado marxista, ministro de sanidad a los 30 años durante el gobierno del Frente Popular encabezado por Pedro Aguirre Cerda, en 1938. Diputado, senador, presidente del Senado; impulsor de numerosas leyes sanitarias, de seguridad social, protección de los trabajadores y viviendas sociales; declarado defensor de la revolución cubana antimperialista; infatigable luchador social y, por último, presidente de Chile entre 1970 y1973.

Dejó su vida en el palacio de gobierno defendiendo las libertades públicas y los derechos de los trabajadores, las mujeres, la juventud y los campesinos; en definitiva, del pueblo chileno. Llamó traidores y rastreros a los generales que se levantaron contra la patria, rompiendo la tradición constitucionalista. Inauguraban una larga noche. Fueron genocidas, torturadores, asesinos. Encabezados por el general Augusto Pinochet, secundado por los comandantes de la fuerza aérea Gustavo Leigh, de la armada José Toribio Merino y el general de carabineros César Mendoza. No fueron los únicos golpistas. El golpe de Estado fue la unión de civiles y militares más el apoyo internacional del gobierno de Estados Unidos y sus aliados en la región. Los acompañaba el entonces presidente del Senado Eduardo Frei Montalva, demócrata cristiano y ex presidente (1964-1970). Hoy se le llora como víctima de la dictadura. A su lado, Patricio Aylwin bloqueó y torpedeó cualquier acuerdo entre la democracia cristiana y el presidente Allende. Conspiró y brindó con champán la muerte de miles de chilenos. Hoy, plazas, calles y escuelas llevan su nombre. Lo recuerdan como el primer presidente postiranía.

Hace meses se hizo pública el acta de una reunión privada entre la dirección de los empresarios chilenos y Frei como presidente del Senado en agosto de 1973. Este fue su consejo: Vayan a las fuerzas armadas, pídanle su intervención. Para derrocar al gobierno marxista no hay diálogo: esto se resuelve con balas. Junto a la plana mayor del Partido Nacional, citaré sólo a Onofre Jarpa, más tarde ministro del Interior de la tiranía. Son venerados como próceres, estandartes de las luchas democráticas. Pocos, los ya ancianos, los relacionan con el genocidio y menos se les confieren responsabilidades.

Tal vez a los ya jubilados, chilenos o no, este recordatorio les resulte banal e injustificado. Sin embargo, vale la pena preguntarse cómo perciben esta etapa de la historia las nuevas generaciones. Y no me refiero a la militancia juvenil de los partidos políticos, sino a la juventud de la era digital, desenfadada, muchas veces desideologizada y, sobre todo, víctima de una educación de cuatro décadas, en la cual priman la manipulación, el olvido, la competitividad y la desafección por la memoria histórica. ¿Son conscientes de los crímenes de lesa humanidad de su pasado o siguen defendiendo, como hace el ex vicepresidente de Chile de la concertación y primer gobierno de Michelle Bachelet, Alejandro Foxley, que Pinochet cambió el destino de los chilenos para bien, convirtiéndole en el prohombre que puso al país en el umbral del progreso y en la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos?

Tal vez esto nos haga pensar. Muchos no quieren hacerlo. Es fatigoso y en ocasiones causa dolor. Saber la verdad de los hechos no les interesa y, lo que es peor, se sienten cómodos en su indolencia. Les basta una caricatura para identificar al gobierno de Salvador Allende y sus reformas: era un izquierdista cuyo proyecto era instaurar un Estado totalitario. Los chilenos se opusieron, lucharon y ganaron la batalla al comunismo y el marxismo-leninismo.

No resulta extraño que la hoy candidata a la presidencia de Chile por la nueva izquierda –el Frente Amplio–, Beatriz Sánchez, de 46 años, universitaria, periodista, ex conductora de programas de televisión, cara conocida en los medios de comunicación, autoproclamada de izquierda y feminista, apoyada por los diputados Giorgio Jackson y Gabriel Boric, fundadores de Revolución, Democracia e Izquierda Autónoma, se despachaba de la siguiente manera en la entrevista concedida a la revista del corazón Paula, el 30 de junio de este año. Pregunta: ¿Te sientes cómoda con el modelo de Salvador Allende? Respuesta: No es lo mismo, porque estamos en otro contexto. Yo prefiero un Estado que no sea totalitario, porque no creo en un Estado totalitario.

¿Era Allende un tirano, un dictador cualquiera? Eso parece insinuar su respuesta. Ante la repercusión de semejante metedura de pata se vio obligada a pedir perdón, eso sí, a petición de sus avales, los diputados Jackson y Boric. Lo peor no es lo dicho, sino que lo crea y no tenga pudor en decirlo. Además, es la opinión generalizada de las nuevas generaciones educadas en la desmemoria, el olvido y la mentira. Son pocos los interesados en romper la amnesia colectiva que encubre a canallas, traidores, golpistas y genocidas. Rescatar de la manipulación histórica al gobierno de la Unidad Popular y a su presidente, Salvador Allende, señalando que fue el momento más democrático y en el que la dignidad de un pueblo soberano brilló en el escenario internacional, sigue siendo la signatura pendiente. Mientras tanto, sus dirigentes –los mismos que fueron exiliados y sufrieron torturas– abandonan sus principios, olvidan y hoy participan de las acciones golpistas contra el gobierno de Venezuela. Hace 47 años estarían con Pinochet señalando que Allende quería instaurar un régimen totalitario y, por tanto, el golpe de Estado fue una liberación. La posverdad se impone. Salvador Allende fue dictador, marxista-leninista y comunista. El resto es irrelevante.

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Fuente: La Jornada